Nadie mejor que Juan de Tarsis, conde de Villamediana, supo
expresar lo que siento en días como este: “No me puedo sufrir a mí conmigo”. Y
ningún lugar parece entonces propicio a la felicidad. A ningún lugar se puede
ir dejando en casa lo que más detestamos, nosotros mismos.
El futuro
nos da con la puerta en las narices, pero queda una ventana por la que escapar:
el recuerdo de los días felices.
Una tarde,
paseando por el puerto de Nápoles, sin nada qué hacer, frustrados determinados negocios,
fallidas ciertas amistades, asomado peligrosamente a algunos abismos, me subí,
sin mirar siquiera a dónde iba, me subí a un vaporetto a punto de partir. Tuve
que pagar el billete, a un precio más elevado, en el mismo barco.
No sabía a
dónde iba, pero sí que no iba muy lejos, que aquella misma noche volvería a
dormir al hotel en que paraba entonces, detrás de la catedral, en una plazuela
llena de historia y basura, junto a la Guglia o Aguja de San Genaro.
Tuve
suerte. El barco se dirigía a Ischia. Descendí en el pequeño puerto, que ocupa
el cráter de un volcán, y tras entrar un momento en la iglesia de Santa Maria
de Portosalvo, como si quisiera dar las gracias por el éxito de la travesía,
igual que los antiguos marineros, comencé a caminar con prisa, como si tuviera
cita en alguna parte y llegara tarde.
No sabía a
dónde iba, pero lo supe en cuanto vi alzarse, amenazadoramente a contraluz, la
mole del castillo aragonés. Se trataba de un inmenso peñasco, cuya forma
recordaba a la del peñón de Gibraltar, unida a tierra por la soga de un largo
puente. Muchas veces, en sueños, había creído ver aquel lugar, yo el único
habitante, cortado el cabo que lo unía a tierra en el fragor de la tormenta.
En más de
una ocasión he fantaeado con vivir, nuevo Robinson, en una isla desierta;
aquella era exactamente la isla en la que me gustaría vivir, la isla con la que
soñaba.
Pero no era
precisamente una isla desierta, sino uno de los principales atractivos
turísticos de Ischia. Se subía a lo alto en un ascensor excavado en la roca,
apretujado con otros visitantes. Una vez arriba, sin embargo, todo cambió. En
nada se parecían la ladera que miraba a Ischia y la que miraba al mar y a la
isla de Procida. La una, era escarpada; la otra abundaba en jardines y huertos.
Resultaba fácil perderse en aquel lado, entrar en una capilla desierta, bordear
la muralla del castillo, quedarse solo frente al azul intenso del mar sin más
compañía que la de algunas inquietas gaviotas.
Me senté en
un banco, saqué el cuaderno: “También el mar / cuando nadie le mira / escribe
versos”. Yo también creía que nadie me miraba, pero enseguida noté que no era
así. Alcé los ojos. Laura, casada con mi mejor amigo napolitano, me sonreía con
ojos burlones. “Sabía que te encontraría aquí”. “Qué raro porque hace muy poco
yo ni siquiera sabía a dónde iba a ir”. Había guardado el cuaderno en el
bolsillo, me había levantado, la había saludado con un beso. Ella me cogió de
la mano. “Ven conmigo. Seré tu guía. Hay lugares secretos en esta isla que solo
yo conozco”. “¿Y Ángelo? ¿Qué va a decir Angelo?”. “No te preocupes, ha sido
precisamente mi marido quien me ha enviado a buscarte”.
Ningún
lugar en el mundo me parece este día propicio a la felicidad. Pero la felicidad
existe, yo la he visto, la he tocado, me he acostado con ella. O quizá solo he
soñado que lo hacía.
Ah los trabajos del amor y los días. ¿B, A? Elija:
ResponderEliminarA) Qué equivocado, / con la felicidad / nadie se acuesta.
B) Pero qué puta / es la felicidad, / lleva razón.