jueves, 30 de abril de 2009

A la sombra del verso

De paso por Mondoñedo, encontré en la librería Alvite, en la plaza de la catedral, un libro de Álvaro Cunqueiro que no conocía, Viajes y yantares por Galicia, recopilación de artículos publicados en la revista Vida Gallega. En el ejemplar que yo compré alguien había incluido una doble página de un viejo número de esa revista, con una serie de poemas en gallego firmados por Benito Soto, el pirata de Pontevedra cuyas peripecias noveló José María Castroviejo. Los versos que siguen pueden ser suyos, aunque yo me inclino más bien a pensar que su autor es Cunqueiro y que utilizó ese pseudónimo como guiño a su fraternal amigo.




EL INVIERNO EN SANTIAGO

Un mediodía frío,
un comedor pequeño y caliente,
cuatro amigos que sepan estar callados
hasta los postres,
que no fumen hasta tomar café.
Por la ventana se verá llover
y se oirá cómo pasan
los hombros del viento
rozando los cristales.


OURENSE

Es mediodía en la puente Barbantiño
Es mediodía en un huerto y en un limonero
al que quemó la helada,
un mediodía de oro.
Sobre mi mesa tengo
un gran fruto amarillo
del limonero resucitado
y quiero saber lo que hay en él,
qué noticias me trae de la muerte.
Lo parto en dos y escucho
una voz tibia y sorprendida
como aquella brisa que en el huerto
en la orilla del Miño
suave acariciaba la mañana.




FÁBULA DE MONFORTE

Monforte es una torre,
una puente y un río
y una alta plaza donde el viento
—entre espinas, crepúsculos pisando—
sabe versos de Góngora.
Erguida geometría,
un abrazo romano
a las célticas aguas del Cabe,
y a los pies del castillo
bíblico olor de higueras medievales.

Monforte es una clara
noche de primavera
en que titilan todas las estrellas,
sonríe Galatea
en brazos del viajero
y el cíclope burlado se lamenta
en el silbo de las locomotoras




TUMBA DE SIR JOHN MOORE

Jardín de enrejadas
ventanas de convento,
cipreses, mirto y rosas,
en donde yace el héroe.

Jardín de soledades
en donde la mañana
lentamente se adentra,
se enclaustra, me reclama..

Los navíos que parten
y la luz que se queda.
Ceniza de los sueños,
el viento la dispersa.

Tan hermosa mañana,
tan hermoso estar muerto.
Solos la luz y yo
y el Jardín de San Carlos.


NOCTURNO TUY

Envuelto en silencio,
abre sus labios de piedra,
hiedra o musgo
a la menuda lluvia primaveral.
Cualquier ruido lejano
se clava en él como una aguja en la carne.
Cuando cesa la lluvia, la luna
ilumina la ciudad y en lo alto
de la torre de Soutomaior
aparece la dubitativa
sombra de un fantasma
que no sabe si teme o desea
que de más allá del Miño
lleguen, a arrebatarle el corazón,
los caballeros de Portugal.




NOSTALGIA DE LUGO

Desde la muralla, por la puerta de San Pedro,
al sol de mayo o junio,
los Ancares cubiertos de nieve.
La nieve azul de los perfiles,
la nieve negra de las sombras
y más allá un país de eterna primavera,
el país donde florece el limonero.
Recorrer una larga, estrecha y antigua calle,
vagar, silbante, con las manos en los bolsillos,
mirándolo todo, oliéndolo todo:
esa pequeña tienda
que solo cuelga en el escaparate
una ristra de cebollas,
ese húmedo portal del gran caserón,
la charlatana barbería,
y al final la plaza porticada
—Rua Nova, Praza do Campo, ensalmo
de los nombres en la memoria
como versos de algún trovador—
donde pasar las horas y los sueños
oyendo caer el agua de la fuente




EL MERCADO DE HIERBA

Si yo fuese pintor
ya habría pintado una y mil veces
el mercado de hierba de San Lucas
en la plazuela de la Fonte Vella
junto a la Porta da Vila,
allá, en Mondoñedo.
No creo que pueda comparársele
ningún mercado del mundo,
ni el de las rosas en el Farfistán
ni el de los tulipanes en Harlem.
Cuando queda desierta la plazuela,
noche ya, se oye caer el agua en la fuente
y se aspira el fino y fresco olor de la amargosa.
Así deben de oler
las infantas de Irlanda y Bretaña,
así huelen las horas del alba
en los prados húmedos de rocío.

domingo, 26 de abril de 2009

Para entregar en mano: Aprendiz de diplomático

Viernes, 17 de abril
NOMBRES FUNDAMENTALES

Qué actitud más inteligente la tuya –me dice un amigo—. Como no podías decir nada bueno de esa autora de literatura basura, de esa escribidora que no escribía, sino que mecanografiaba, preferiste callar y no contribuir al coro de hiperbólicas y piadosas majaderías.
----Me sobrevaloras. Yo también tenía mi frasecita preparada, pero a nadie se le ocurrió pedir mi opinión: “Corín Tellado, la novelista más leída después de Cervantes, y Antonio Gamoneda, el poeta más premiado después de Carlos Murciano, constituyen, sin duda alguna, las mayores aportaciones de Asturias a la literatura del siglo XX y lo que llevamos del XXI”.


Sábado 18 de abril
EN LA ESTELA DE ULISES

----Me gustó mucho seguir con el dedo en el mapa de la memoria la ruta que usted hacía el domingo en el periódico, porque yo también la hice, hace medio siglo, en el velero de un amigo, Goran Schildt, que luego escribió un libro sobre esa travesía, no sé si lo ha leído usted. Cuando nos acercábamos a Livorno una lancha se puso en marcha rápidamente hacia nosotros. Con un megáfono nos gritaron: State dirigendovi verso un campo di mine magnetiche. La guerra había terminado no hacía mucho y todavía quedaban sus huellas por todas partes. El puerto de Civitavecchia, con sus fortificaciones renacentistas, era una ruina. Yo por entonces leía mucho a Stendhal y aquella me pareció una horrenda ciudad, que seguía respondiendo a la descripción que de ella hizo el novelista: “Es una de las pocas ciudades italianas que ha logrado carecer por completo de interés a pesar de la presencia del Mediterráneo; una colección de calles desoladas anegadas por una cegadora luz, de casas macizas y feas que parecen cuarteles de carabineros”. Fascinante, en cambio, la etrusca Tarquinia, con sus casas medievales encaramadas sobre una colina.
Se había sentado a mi mesa en el Atrio, después de saludar muy ceremoniosamente. “Yo tenía menos de veinte años. Fue el viaje más hermoso de mi vida, a pesar de que entonces no me lo pareció. Pasé media travesía mareado, serví más de molestia que de ayuda, no sé cómo Goran no me dejó tirado en cualquier puerto. Recuerdo las infinitas borrascas, las foriosas tormentas, las averías del motor, las velas desgarradas y las jarcias a punto de quebrarse, los bultos que tuve que arrastrar por los mugrientos muelles. Parecía un pordiosero, y así me sentía a veces, pero ahora sé que era un príncipe. Era Ulises volviendo a casa, o huyendo de ella, Harún el Raschid paseando de noche por las calles de Bagdad. En realidad solo era un adolescente respondón que se emborrachaba y se mareaba y que en uno de aquellos puertos tuvo su primera aventura erótica. “Ya no puedo decir que no estuve con una chica”, proclamé orgulloso ante Goran, después de estar a punto de ponerle perdido con mis vomitonas. “¿Era guapa?”, me preguntó él. “No sé, la habitación estaba casi a oscuras y tenían mucha prisa los que venían detrás en la fila”.


Solo cuando leí su libro, muchos años después, viajé de verdad. Le he traído un ejemplar. A mí me basta abrirlo por cualquier página para sentirme en el mejor de los mundos posibles: “Izamos la vela de tormenta y amarramos el barril de vino debajo de la mesa del salón, pensando que el viento empezaría a soplar después de la salida del sol. Pero la enorme vela de fuego fue ascendiendo cada vez más alto, y solo soplaba una suave brisa del oeste; al cabo de un rato, viento que aquel día decididamente no se levantaría el viento del norte, nos atrevimos a izar la vela balón; hora tras hora, fuimos empujados por entre densos bancos de peces voladores. No vimos un solo barco en todo el día, pero a las dos de la tarde comenzaron a asomar los primeros picos de la isla por encima de las olas: ya nos acercábamos a Creta. Hacia las cinco apareció a babor la isla de Estandia, que señala la entrada de Heraclion o Candia, como llamaban los venecianos a esta ciudad, la mayor de Creta. Cuando amainó el viento a la puesta del sol, las luces de la ciudad parpadeaban justo enfrente y nos acercamos a la costa en media hora con el motor en marcha”.


Domingo, 19 de abril
FEIJOO Y LOS VAMPIROS


Me he acercado hasta Figarines, en Caces, para visitar a mi amiga Lena, que con poco más de diez meses ya es capaz de conseguir que el universo entero gire alrededor de su sonrisa. Con ella y con su padre paseo por el Camino de las Lagartijas y otras sendas de aquel bucólico laberinto, tan cerca de Oviedo y tan lejos para el irremediable sedentario que yo soy.


“Quería enseñarte un libro, pero no lo he encontrado. Ya viste, toda mi biblioteca está todavía en cajas. Me lo regaló mi amigo Federico. Es un tratado sobre los vampiros publicado en 1751 por Agustín Calmet, un fraile benedictino. Pero lo más curioso es que tiene anotaciones que yo creo que son de Feijoo, también benedictino. No sé si sabes que Feijoo fue el primero que escribió en España sobre los vampiros. Era muy escéptico, no se creía nada, era un poco como tú. Decía que todas esas historias no eran más que cuentos que encerraban tres imposibles: seguir vivo después de muerto, salir del sepulcro sin apartar la losa, volver a entrar de la misma manera. Yo sí creo en los vampiros, y no por lo que he leído o me han contado, sino por experiencia propia. ¿Conoces tú la historia del vampiro de Las Caldas? Azorín se refiere a ella, me parece que en Veraneo sentimental, y también Perucho. Era un vampiro muy modernista, que recitaba a Manuel Machado (“que la vida se tome la pena de matarme / ya que yo no me tomo la pena de vivir”) y desdeñaba a las orondas señoronas que frecuentaban el balneario y se volvía loco por las aldeanitas coloradotas. Lo enterraron tres veces y las tres, al poco tiempo, apareció la tumba vacía; cuando quieras, te la enseño. Pero no es ese el vampiro del que quiero hablarte, sino de otro que se me metió en casa poco antes del viaje a Braga que cuento en La confesión xeneral. Lo había conocido una noche, los dos muy borrachos, recitamos juntos a Álvaro de Campos, y luego, como no tenía donde dormir, me lo llevé a mi buhardilla. A la mañana siguiente me fui al trabajo, entonces corregía pruebas en KRK, y cuando volví seguía durmiendo. Me preocupé un poco, pero por la noche despertó muy alegre y los dos nos fuimos de juerga…”


Lena, tan tranquila hasta entonces, comienza a llorar. “Tiene hambre. Tenemos que volver a casa para darle el biberón”. Volvimos y ya no hubo tiempo para más historias. En la puerta de la quinta nos aguardaba Prúa, una gata gorda y budista que no se impacienta nunca, salvo cuando tarde en volver Lena.


Lunes, 20 de abril
LÍNEA 3

Encuentro en Valdés un libro con uno de esos títulos que hacen soñar como el mejor poema: “Viaje del comandante Byron alrededor del mundo, hecho últimamente de orden del Almirantazgo de Inglaterra, en el cual se da noticia de varios países, de las costumbres de sus habitantes, de las plantas y animales extraños que se crían en ellos, juntamente con una descripción muy circunstanciada del Estrecho de Magallanes y de cierta nación de gigantes llamados patagones, con una lámina fina que los representa, traducido del inglés e ilustrado con notas sobre muchos puntos de geografía, de física, de historia natural, de comercio, etc., y con un nuevo mapa del Estrecho, por el doctor don Casimiro de Ortega, de la Sociedad Botánica de Florencia, y de la Real Academia de Madrid, con las licencias necesarias, en Madrid, año de 1769”.
Pero a mí ese viaje alrededor del mundo no me parece más fascinante que el que ayer he hecho en autobús, desde Uría Sur hasta el Cruce de Siones, pasando por Los Pinos, Pin de la Quinta, La Casuca, La Corrapiedra, Piñera y otros lugares tan hermosos y misteriosos como sus nombres.



Martes, 21 de abril
APRENDO A CALLAR

Estoy contento porque ayer presenté a Andrés Trapiello y fui capaz de atenerme a mi papel, sin ponerme a discutir sus afirmaciones, como hago con todo el mundo según mi mala costumbre. “¿Qué te ha parecido la conferencia?”, me pregunta un amigo a la salida. Y yo, como perfecto anfitrión: “Amena, coherente, muy pensada y muy trabajada”. Y él sonríe: “Pues no era eso precisamente lo que decía tu cara”. Vaya, parece que todavía tengo que mejorar algo.


Jueves, 23 de abril
SOY BUENO

Pilar Sánchez-Vicente y Xuan Bello intervienen en una mesa redonda con motivo del día del libro y yo actúo cómo moderador. Antes de empezar, llevo a Xuan a un lado y le pido que me termine de contar la historia del vampiro de la calle Mon. “No hay mucho que contar. El final aparece, algo camuflado, en mi última novela, en realidad la primera, porque yo no soy novelista, yo soy un memorialista. Un memorialista con muy mala memoria, por eso soy escritor y no notario”. Luego vuelvo a mis andadas (¡con lo bien que me porté con Trapiello!) y no soy capaz de limitarme a presentar y moderar. Se enfada la dicharachera Pilar (¡Yo creí que venía a participar en un coloquio, no a escuchar una lección magistral!), se enfada Xuan (“Martín, las recetas de la cocina de cada escritor hay que mantenerlas en secreto”) y Carmen Alfonso no se enfada, a pesar de que la contradigo vehementemente, porque tiene una paciencia infinita. Al final se me acerca un espontáneo: “Machado decía que era, en el buen sentido de la palabra, bueno. Me temo que tú eres bueno, en el mal sentido de la palabra. Bueno con mayúscula. Un poquito energúmeno. Por eso me diviertes tanto”.

miércoles, 22 de abril de 2009

Gatomaquia

Junto al monolito consagrado a la memoria de James Campbell, marino muerto a bordo del navío Alaska, a la edad de veintiocho años, el 22 de diciembre de 1875, un gato rubio dormitaba indolente. Todo era allí, bajo el cielo de un intenso azul, a la sombra larga de los cipreses, silenciosa, soleada felicidad. Ni una brizna de dolor quedaba en el ambiente. Por una vez el nombre del cementerio lisboeta, Prazeres, no me pareció irónico. También las heridas que no se cierran nunca se cierran alguna vez. También los muertos mueren un día y dejan de hacernos daño. Mientras paseaba entre las tumbas, otros gatos vinieron a hacerme compañía. Gatos reales, gatos de tinta y de papel, tan cercanos, tan incomprensibles. Como la muerte, como la eternidad.


EN PALACIO

(Lewis Caroll)

“Yo soy rey” dijo el rey.
Y el gato desdeñoso
volvió la espalda

Qué vale un rey si hay
mariposas que tiemblan
en la ventana

Soy rey del mundo.
Qué poca cosa.
Quién fuera gato.



PROYECTOS DE FUTURO

(Apollinaire)

En mi casa deseo tener
una mujer que imponga su razón,
un gato que pasee entre los libros
y por que sin ellos no puedo vivir
amigos a cualquier hora del día.



EL REGRESO DE ULISES

(Irene Lisboa)

El perro
me reconoce:
me confunde con otro.
El gato no se equivoca.
Huye de mí:
sabe, Penélope,
que soy otro



AL SOL DE SUS OJOS

(Eugénio de Andrade)

Déjame que recuerde antes que nada
al más antiguo, yo tenía
diez años o ni siquiera eso.
Un pequeño trasto
incapaz de acostumbrarse
a la arena del cajón fue quien
primero tomó mi corazón al asalto.
Vino después, ya en Coimbra, una gata
que no paraba en casa: fornicaba
y paría en el pinar. No le tuve
afecto que durase, ni ella lo merecía,
de tan puta. Solo muchos años
después entró en casa para ser
señor de ella el pequeño persa
azul. La belleza nos vuelve el alma
del revés y desaparece.
Quien me lame ahora
la herida abierta que dejó su muerte
es una gatita fiel y negra
con tres o cuatro manchas de cal
en la barriga. Al sol de sus ojos
acostumbro
leer el periódico los domingos
y caliento mis manos en invierno.



PABELLÓN CHINÉS

(Kenneth Rexroth)

Iba y venía.
Nada preguntaba.
Todo lo sabía

Gatos caseros,
gatos vagabundos,
todos
gatos sin dueño

El gato sabe
todo lo que me dices
cuando callas.

Cómo le gusta
al sol de invierno
acariciarte.

Los gatos
andan en verso.

La felicidad
llega y se aleja
con pies de gato.

Con qué sigilo
de las tinieblas vuelves
a consolarme.

Tú no viniste.
Fue el gato el que me trajo
noticias tuyas

Entre las sábanas
la luna y yo.
Maúlla un gato.

Maestro es el gato
del no hacer nada.
Yo, un mal discípulo.

Bajo la lluvia el amo.
Y el gato orondo
tras la ventana.



EPITAFIO DE TRISCA

(Colette)

Mientras dure mi vida sigues viva,
aunque ya solo en sueños sienta
tu pequeño cuerpo en el regazo
y el ronroneo con que conmemoras
el milagro de ser y de estar juntas.

domingo, 19 de abril de 2009

Para entregar en mano: Y sobro yo

Jueves, 9 de abril
LUGARES SAGRADOS

En abril de 1877, cuando visitó el cementerio acatólico de Roma, Oscar Wilde se arrodilló ante la tumba de Keats y lo declaró “el lugar más santo de Roma”. Mientras subo la escalera del número 26 de la Piazza de Spagna, pienso que este es otro de los lugares santos de Roma. Rodeado de libros, grabados y mágicos fetiches (un mechón de su pelo, entre otros) escucho el rumor de la plaza, el murmullo del agua en la Fontana de la Barcaccia, los pasos de los turistas que suben por la escalinata de Trinità dei Monti, lo mismo que escuchó el poeta en sus últimos días.
Sí, se trata de un lugar sagrado. Pero yo también tengo otros y en este Jueves Santo procuro recorrerlos todos. Cruzo el Ponte de Sant’Angelo, con sus ángeles que ensayan un paso de baile, recorro la Via Julia desde la iglesia de los Florentinos hasta el Mascarone, tomo un café en el Caffê Farnese, frente al gran palacio, y allí recuerdo viejos versos que hablan de una historia olvidada, entro luego en el Campo dei Fiori, con sus puestos de frutas y verduras, y, sobre el bullicio del mercado, la sombría efigie de Giordano Bruno, renegrida y torva, como si aún no hubiera perdonado a quienes allí mismo le hicieron arder.
Muchos lugares sagrados tengo en esta ciudad, pero quizá ninguno tanto como el Panteón, con su cúpula abierta para comunicar la tierra con el cielo. Y pocos tan poco como el aparatoso Vaticano, al menos para mí. Al ir en busca del autocar que me llevará de regreso a Civitavecchia, me encuentro cortada una de las calles laterales que rodean la basílica. Al poco comienza a pasar lentamente una caravana de automóviles, uno de ellos se detiene cerca de mí. Algunos curiosos gritan. Un hombre de blanco mira entonces hacia la ventanilla de este lado (va sentado en el lado contrario) y saluda. Es el Papa. Me fijo en su sonrisa incómoda. No parece que esté muy a gusto en el papel que le ha tocado desempeñar.



Pero a mí este anciano con complejo de Rebeca (no puede llenar el hueco que dejó su antecesor) me interesa menos que el poeta de poco más de veinte años que se muere, y sabe que se muere, en una diminuta habitación con vistas a la plaza más bulliciosa de Roma. A su amigo el pintor Joseph Severn, que le retrató en el lecho de muerte iluminado por la luz de una vela, le pide que visite y le describa el cementerio: “Le gustó lo que le dije de aquel campo verde y lleno de flores, en particular de violetas, que abundaban allí más que en ninguna otra parte. Me aseguró que ya le parecía sentirlas creciendo sobre él”.


Viernes, 10 de abril
SER ESPAÑOL

En cuanto oigo sonar la sirena, a las siete en punto de la mañana, me visto apresuradamente y subo a cubierta. Amanece sobre el golfo de Nápoles. Trato de abarcarlo todo con la mirada. A un lado Capri y la península de Sorrento, más allá el bifronte Vesubio, luego el caserío de la ciudad coronado con el castillo de Sant’ Elmo y la cartuja de San Martino. Siento una cierta embriaguez, la embriaguez de los amaneceres en las ciudades que amo: ahí está el Castel dell’ Ovo, más allá la curva de Mergellina y Posillipo. La luz es tan clara que lo subraya todo como en una prodigiosa miniatura.


Poco a poco el barco se adentra en el puerto. Con augusta calma deja a un lado el faro, al otro las grúas de los muelles industriales. Nos acercamos a la estación marítima, límpidamente racionalista, la más hermosa que yo conozco. En lo alto, en cada una de las torres, nos saludan dos piafantes caballos. Nunca los había visto antes. Nunca antes había llegado a esta ciudad por mar.
A Nápoles hay que llegar en barco, es una ciudad que sonríe al mar y a la que el mar sonríe. Mi primera visita es para la iglesia de Santiago de los Españoles, camuflada dentro del Ayuntamiento. Me parece el mejor símbolo del alma española de Nápoles. Aquí se escribieron las primeras liras, aquí se encendió la llama de amor viva de San Juan.
La España que yo amo hace tiempo que está venturosamente rota, esparcida por el universo mundo. Uno de los fragmentos que prefiero está en este país con el que compartimos reyes y al que dejamos en herencia una hiriente palabra: camorra.
Como un viajero ante el que de pronto se abre la puerta de un palacio lleno de tesoros, no sé hacia dónde mirar. Todo me atrae, todo me fascina: las galerías, con el centro ocupado ahora por un inmenso andamiaje metálico, Via Toledo, con sus iglesias, palacios, incesante bullicio. ¿Seguiré hasta San Biagio dei Librai? ¿Subiré al Funiculare Centrale? Dejo que el azar me guíe, entro en el patio de los palacios para admirar las escaleras monumentales, me llego hasta la Piazza del Jesù Nuovo: la barroca Aguja de la Inmaculada señala al cielo y el sol traza geométricos dibujos sobre la fachada de la iglesia. Por aquí está San Gregorio Armeno, la calle de los belenes, con el prodigio de su artesanía tan minuciosamente medieval, tan elegantemente dieciochesca. Luego, San Paolo Maggiore y las dos columnas del templo de los Dióscuros.


¿Descenderé a la Nápoles subterránea? Por debajo de esta ciudad hay otra ciudad. “No se puede decir que se conoce Nápoles –afirma Antonio Piedimonti— si no se ha sentido al menos una vez el rumor de sus aguas subterráneas allá donde nacen los fantasmas, se esconden ritos satánicos y experimentos alquímicos, se buscan tesoros, se bebe el agua de los pozos mágicos, se ruega por las ánimas del Purgatorio”.
Sí, hay otro Nápoles, hay infinitos Nápoles: el de los hipogeos funerarios con su acre olor de ultratumba, el del Cementerio delle Fontanela, con su caravaggiesca luz, el de las blancas sepulturas bajo la iglesia de san Pietro ad Aran, el de las catacumbas de San Gaudioso y san Genaro… Pero ahora luce un sol primaveral y apetece subir a lo más alto, ya habrá tiempo para las tumbas y las grutas y los corredores que rodean al Averno. Desde la murada estrella de San Telmo se domina la ciudad. En el patio de armas, un lugar sin manecillas me indica que aquí rige otro tiempo sin tiempo. Voy señalando con el dedo y dando nombre a cúpulas, calles, islas, torres, palacios: aquella es la cúpula de S. Maria degli Angeli, junto al arco de Via Chiaia; esa cicatriz negra que parte en dos el casco viejo es Spaccanapoli; aquella es la isla de Procida; esa torre junto a un inmenso tejado verde es la de Santa Chiara; ese es el Palacio Real, detrás está la Piazza del Plebiscito. Y ahí enfrente, debajo mismo de nosotros, el poderoso Castel Nuovo y la estación marítima con dos buques a sus lados… Uno de ellos es el que me ha traído hasta aquí. Parece que oigo su sirena que me llama. Adiós, Nápoles, adiós. No te amo porque seas la más bella de las ciudades, aunque lo seas (y también –eso dicen-- la más horrenda). Te amo porque sí.
El corazón no sabe de pasaportes, sí de historias que no se borran nunca. Mi manera de ser español incluye ser portugués, griego, romano y, sobre todo, napolitano.


Sábado, 11 de abril
POETAS


Atracamos en La Goulette y en lo primero en que me fijo, entre el blanco y el azul, detrás de un aparcamiento, es en la mancha oscura de la Carraca, la vieja fortaleza otomana conquistada por Carlos V en 1535. Uno de los soldados que le acompañaban era Garcilaso de la Vega. “A Boscán, desde La Goleta” se titula uno de sus sonetos. Los hechos de arma no le hacen olvidar el amor que dejó en la riente Nápoles. En otro soneto, dirigido a su amigo Mario Galeota, cuenta que fue herido en el brazo derecho y en la boca. La Goleta se perdió cuarenta años después y esa derrota la cuenta con emocionada minuciosidad Cervantes en la “Historia del cautivo”.
Tras el nombre francés de La Goulette –adaptación del español “goleta”, diminutivo de “gola”, el canal por el que entran los barcos en ciertos puertos— hay algo más que una ciudad tranquila y blanca, hay también varias páginas de la literatura española. Aquí –señala Santiago Miralles— Garcilaso aprendió “a expresar mejor las cosas que importan, seguramente porque solo las lenguas heridas saben expresar en toda su profundidad los verdaderos conceptos del alma”.


Con los versos de Garcilaso en la memoria, inicio la visita al Museo del Bardo, donde me espera otro poeta: nada menos que Virgilio. Y luego, en una de las puertas de la Medina, un poeta más, este de carne y hueso (más hueso que carne): Julio Martínez Mesanza. “¿Habéis estado ya en El Bardo? Es uno de esos escasos museos en los que no sobra ni falta nada. En mi primera visita, lo que más me llamó la atención fue una imagen que había visto reproducida muchas veces, la de Virgilio y las dos Musas. Me lo encontré al fondo de una sala, solitario e ignorado, como si estuviera aguardándome. Y lo rodeaba la más prodigiosa colección de mosaicos que haya podido reunirse nunca; pocas veces el arte y la vida cotidiana se han unido de manera tan milagrosa. Más que la Túnez musulmana, me interesa la romana y cristiana. Cerca de la colina de Byrsa murió San Luis de Francia, a quien yo dediqué uno de los poemas de mi primer libro”.


Recuerdo ese poema, que escandalizó a algunos (“Hay algo noble en todas las espadas”), y recuerdo también otro poema de Amalia Bautista que acaricia los pies diminutos de sus hijas y se conmueve al pensar “en cada paso que aún no han dado”. Ahora esas hijas ya han crecido y nos acompañan, con su gentileza adolescente, en el paseo por los recovecos de la Medina o por la ancha y apacible avenida Bourguiba, donde me sorprende un pícaro teatro modernista, tan Pigalle, y una aparatosa catedral neobizantina. Un gato callejero se acerca a saludarme y solo entonces siento que la ciudad me acepta como suyo.


Domingo, 12 de abril
EN EL MAR

Todo el día navegando en un mar agitado y tan gris como el cielo. Mientras el pasaje se aglomera en los lugares de diversión, yo busco un rincón solitario y lo encuentro en lo más alto, en el bar circular del piso catorce, y allí me siento junto al ventanal y mientras contemplo la estela del barco que se hace y se deshace con hipnótica parsimonia tomo algunas notas en mi cuaderno:


Apenas tengo
otra cosa que sed,
no me la quites.

Despierto solo,
todos mis sueños
hechos añicos.

Alto Sant’Elmo,
un reloj cuenta el tiempo
que no se cuenta

Oscuras calles,
un resquicio de cielo
en unos ojos.

Cástor y Pólux
olvidan sus caballos
y van en moto.

Tras una puerta
alguien me espera,
no sé qué puerta.


El mundo entero
cabe en tus ojos
y sobra luz.

Sueño jardines
bajo las turbias aguas
fuera del tiempo.

Domingo oscuro,
el Dios que ha muerto
no resucita

¿Dónde se esconden
los años que he perdido?
En esos labios.

Puerto de Nápoles
la tierra abraza al mar
el mar al cielo.


Entre las ruinas
el olor amarillo
de las mimosas.

Los hombres solos
en el negro café.
Pasa la tarde.

Una alta torre
y allá en lo hondo
el negro cielo.

Como la estela
se diluye mi vida,
y más deprisa.

El mar y yo,
nada más hace falta,
y sobro yo.

jueves, 16 de abril de 2009

Il Giardino Antico

Me gustan, lo he dicho muchas veces, los viajes en el espacio que son también viajes en el tiempo. Tras recorrer, con cansino paso estival, el Giardino di Boboli me encuentro, en la dieciochesca y recién restaurada Limonaia –allí se refugiaron muchas de las maravillas de los Uffizi cuando la inundación de 1966—, con la exposición “Il giardino antico da Babilonia a Roma”. Ciencia, arte y naturaleza, como aclara el subtítulo, se unen para ofrecernos el más fascinante itinerario por los diversos intentos que el hombre a hecho para reconstruir el paraíso. Erudición y magia encontramos también en el minucioso catálogo, al cuidado de Giovanni di Pascuale y Fabrizio Paulucci.


Aquí están, sacados del mundo del mito y de los sueños, los pensiles de Babilonia, los bosques sagrados en que los griegos entreveían a sus dioses, los jardines de la filosofía por los que pasearon Epicuro y Platón, los jardines de Roma, los que sepultó la lava del Vesubio en Pompeya y Herculano... Dos de esos jardines, los de otras tantas villas pompeyanas, han sido reconstruidos a tamaño real, y podemos pasear bajo sus pórticos, escuchar el rumor de las fuentes, admirar las mismas flores y las mismas plantas que allí había un instante antes de la catástrofe.


Faltan, claro, otros jardines. Aquel, por ejemplo, en que bebía Li Po, sin más compañía que su sombra y la luna, o los de los poetas árabes: “¡Qué bella la alberca rebosante! Parece una pupila cuyas espesas pestañas son las flores!”
Observo los ingeniosos mecanismos hidráulicos que hicieron posible en cada ocasión el milagro, las estatuas que habitaron los jardines de ayer, las pinturas que los copiaron o los soñaron, y pienso en los jardines a los que ya no me está permitido regresar, aunque regrese. Este mismo florentino jardín de Boboli, que yo pisé por primera vez un verano de hace veinticinco años cuando “con un candelabro prendido en la diestra / volaba el Mercurio de Juan de Bolonia” y una Diana mostraba su mármol desnudo “como un efebo que fuese una niña”.


Nada conserva el fulgor de entonces. Una torpe mano lo ha ido emborronando estatuas, terrazas, rincones boscosos, el hermoso sendero que desciende entre cedros y cipreses, pinos y laureles.
Aquel jardín –donde todo parecía posible— no tenía serpiente, o eso me parecía a mí. Este sí. A la entrada de la muestra, un espléndido bronce de la Hidra de Lerna nos amenaza con sus múltiples cabezas.
Pero ahora sé que también aquel otro jardín –el que cantaron los poetas, el que todos atravesamos, a veces sin saberlo—, tenía una amenaza dentro, un monstruo de cien cabezas que lo iba devorando todo –tic tac, tic tac— minuto a minuto.

domingo, 12 de abril de 2009

Para entregar en mano: El dedo sobre el mapa

Sábado, 4 de abril
PROMENADE

“No me gusta viajar, pero me gusta haber viajado”, solía repetir Borges. Yo también prefiero volver, con un libro en las manos, a los lugares por los que anduve. Segundo matrimonio, la breve novela de Phillip Lopate, me lleva a un edificio de ladrillo marrón ubicado en una calle tranquila de Cobble Hill, muy cerca de Atlantic Avenue. Hace el amor el protagonista y no se le ocurre otra cosa que comparar el sexo de su mujer, con “Sailor’s Snug Harbor, en Staten Island, donde una vez se había ocupado del sonido en un concierto, cuando todavía era un hogar para marineros jubilados, luego lo había recorrido y había visto los jardines, la enfermería, los barracones con desconchados de pintura blanca, y había tenido la sensación de que aquel era un buen sitio para morir, tan cerca del océano”. Yo también estuve en aquel albergue de marineros que un mecenas construyó a principios del siglo XIX. Cuando yo estuve, era solo un centro cultural cargado de viejas memorias marineras, pero no mejor sitio para morir que cualquier otro.
La novela termina cuando la pareja, tras una discusión que rompe su falsa felicidad, se encamina hacia Montague Street en una bochornosa noche de verano: “Se veían pequeños grupos de personas que deambulaban por la calle principal, noctámbulos que volvían a casa de alguna fiesta, adolescentes que haraganeaban por las esquinas. La calle estaba cubierta por esa niebla vaporosa que se abate sobre la ciudad las noches húmedas y se arremolina en las farolas. Manhattan era apenas visible al otro lado del río: unos cuantos rascacielos, como sucias y gigantescas gomas de borrar o trozos de carboncillo resplandecían en la espesa oscuridad. A esas horas todo tenía una punzante y desoladora belleza: sentía profundamente el ambiente de los alrededores, los sonidos, el entarimado de madera bajo sus pies, la niebla, las luces del río. Se sentaron a descansar en un banco de madera con apoyabrazos de hierro forjado. Un remolcador que arrastraba una barcaza plana cargada de barriles de aceite se movía por el East River desde el Bronx. Vieron su estela que agitaba la espuma blanca al pasar por debajo del puente de Manhattan y el puente de Brooklyn y por fin pasar lentamente a su lado. Había dos hombres en la cubierta enrollando un cabo en torno a un cilindro negro”.


Domingo, 5 de abril
QUERER Y NO QUERER

Si quieres seguir amándome, no quiera conocerme demasiado. Fascina lo entrevisto, se borra lo muy visto. Lo mejor que yo soy es lo que no soy: lo que tú te imaginas.


Lunes, 6 de abril
CREW PASS

Dicen que un hombre feliz es el que en su madurez hace realidad sus sueños de niño. Si es así, yo a partir de hoy soy un poco más feliz. Me embarco por primera vez en un crucero, pero no como pasajero, sino formando parte de la tripulación. Paseo feliz con mi “crew pass” por las entrañas del Sovereign. Ninguna puerta con el “Restricted Area Crew Only” me detiene. Claro que mi trabajo no me convierte precisamente en un lobo marino. Mi jefa directa se llama Marta Rossi y es la directora del área de entretenimiento. Mi ocupación es contribuir a que el pasaje no se aburra en las largas horas de navegación, la misma que la de los músicos y los magos. Yo no hago música ni magia, solo hablo un poco de la historia de las ciudades que vamos a visitar.
“Como siempre tú no trabajas, juegas a que trabajas”, me dirá una vez más López-Vega. Y no le falta del todo razón. No deja de resultar curioso que el niño solitario que se pasaba los días con un libro en las manos, sin jugar con nadie, se haya convertido en un adulto que no hace otra cosa que jugar. Quizá esté compensando ahora las carencias de entonces.



Martes, 7 de abril
LAS CAPAS DEL DÍA

Los días que yo prefiero, como los helados al corte de mi infancia, están hechos con capas de diversos colores y sabores. La primera capa, el primer corte del día de hoy, se llama Villafranche-sur-Mer. Subo a cubierta y siento que me abraza la bahía, con la ciudadela a un lado y en el centro, bien visible, el hotel Welcome, que tan bien conozco por la páginas de Jean Cocteau. Paseo por las calles recién amanecidas, busco esas plazuelas que –según mi elegante guía— pueden servir de decorado para un embrollo de Goldoni, una opereta bufa de Mozart o una cruel farsa de Molière”.
La segunda capa es Niza, que resulta extrañamente parecida a su nombre y a las imágenes de frívola felicidad que se asocian a ella. Llego en tren, y me pongo a caminar sin rumbo fijo dejando que el azar me lleve hasta la Bahía de los Ángeles y el Paseo de los Ingleses. No necesito andar mucho para encontrarme a gusto. Camino por la avenida Jean Médecin, me detengo en la Plaza Masséna.. Sí, aquí podría ser feliz. No sabría explicar por qué, pero hay ciudades en las que a los pocos minutos siento que en ellas podría vivir, y otras –a veces más hermosas— en las que solo puedo estar de paso. Niza, está mañana de sol, huele a tranquila felicidad.


En Mónaco, por ejemplo, la tercera capa del día, sospecho que no me encontraría a gusto demasiado tiempo. El aparcamiento en que nos deja el autobús tiene, sin embargo, una sugerente puerta de salida: atravesando la roca con ascensores y escaleras mecánicas surgimos delante del aparatoso Museo Oceanográfico. Me recuerda a la llegada a Perugia a través de la Roca Paulina. Pero la salida de aparcamiento más fascinante, al menos para mí, está en la plaza del Parche, en Avilés. Sale uno de las entrañas de la tierra y a un lado tiene el palacio de Ferrera y la antigua iglesia de San Francisco; al otro, la calle de la Fruta, con el palacio de Camposagrado al fondo, y el Ayuntamiento. Hay, sin embargo, un lugar en este pretencioso principado, donde se amontonan los jactanciosos edificios, en el que sí me encontré a gusto: el café de París. Antes de llegar a él, me señalan una peligrosa curva muy famosa al parecer por el Gran Premio de Fórmula Uno de Montecarlo. Y al verla sonreí. Recuerdo que hace algunos años, cuando viajaba en autobús a Extremadura, al descender hacia Baños de Montemayor, una señora dijo: “Esto parece Montecarlo”. Y en efecto aquella curva se parece extraordinariamente a esta. Las dos son igual de peligrosas, pero el entorno de la de Baños, con el pueblo y su balneario en el fondo, es más hermoso. Quien lo dude que deje a un lado la autovía y entre en Extremadura por la antigua carretera.
No se terminan aquí las capas del día. Está la sorpresa de Éze Village, encaramado sobre una montaña y entrevisto en una vuelta de la carretera. No fui capaz de dejarlo escapar. Y ascendiendo a pie la montaña, me encontré con una sorpresa: el sendero que descendía por el otro lado hasta la playa llevaba el nombre de Nietzsche. Y recordé que fue por estos lugares donde escribió algunos de sus libros más fulgurantes, como Así hablaba Zaratustra.


Y luego, para terminar, antes de regresar al barco, otra vez Villefrance, ahora llena de la melancolía del atardecer. Me adentro en la Calle Oscura, llego hasta la plaza donde alza orgullosa su máscara dieciochesca (ella es mucho más vieja) la iglesia de San Miguel. No sé si este es el escenario más adecuado para Goldoni, Mozart o Molière, como quiere Cocteau. Con su árbol solo de frondosa copa, que la cubre casi por entero, más bien nos trae a la memoria versos de Machado que hablan de un caminante viejo.


Miércoles, 8 de abril
CENTRAL SIN QUERER

A las siete de la mañana, me despierta el insistente sonido de la sirena: estamos entrando en el puerto de Livorno. En seguida estoy en pie y en la cubierta más alta. Asisto a la lenta y precisa ceremonia del atraque. El cielo es de un límpido y cambiante azul. Desde aquí, a esta hora, hasta parece hermoso el laberinto industrial del puerto. La ciudad al fondo, se extiende borrosa. No me acercaré a ella. Me aguarda, a unos cuantos kilómetros, una vieja amiga: Florencia.
No me gusta viajar, me gusta pasear de vez en cuando por los lugares que amo. Abro un libro en el café de siempre en la Plaza de la República. Es de Jorge Guillén, lo acabo de comprar en un mercadillo, la traducción es de Oreste Macrí. Pero yo no necesito siquiera leerlo para recordar unos versos que quizá fueron escritos en una de estas mismas mesas: “Queda curvo el firmamento, / compacto azul, sobre el día. / Es el redondeamiento / del esplendor: mediodía”. Sí, aquí en Florencia, en esta mañana de abril, todo es cúpula y la flor de su nombre reposa, sin querer, en el centro del mundo.



Jueves, 9 de abril
TODOS LOS PUERTOS

A las siete en punto, vuelve a sonar la sirena. Estamos arribando a Civitaveccia, donde fue cónsul Stendhal. Recuerdo los versos que cito al comienzo de mi primer libro Marineros perdidos en los puertos: “Todos los puertos que viví / errante como los marineros / esta mañana tocan la sirena”.
Me gustan los libros que me llevan a un lugar, los lugares que me llevan a un libro. El camino entre la vida y los libros, entre los libros y la vida: ese es el único que nunca me canso de recorrer.

miércoles, 8 de abril de 2009

Café con libros: Estampas de Italia

MARTIN.— Italia es un país y un género literario. Todo el mundo ha pasado por allí, todo el mundo lo ha contado. Durante siglos fue el último curso en la formación de un caballero. El Grand Tour, el viaje formativo que señalaba el fin de la adolescencia, en Italia tenía sus principales etapas.

ÁNGEL.— Eran otros tiempos. Los viajes que antes duraban tres meses, ahora duran tres días. Poco provecho se puede sacar de ello.

ALMUZARA.— Tres días dan para mucho. Uno, por ejemplo, para Pisa, donde el avión te deja a unos minutos en tren del centro. En el Campo dei Miracoli están las cuatro maravillas que todo el mundo conoce, rodeadas siempre de una multitud que hace gestos raros para fotografiarse sosteniendo la torre.


MARTIN.— Siempre, no. Pisa es una ciudad con mucho turismo de paso. A dormir se queda menos gente. Pasear por los alrededores de la catedral solitaria, si uno madruga un poco, es fácil. También ya anochecido, cuando solo la luna nos acompaña. Pisa es una ciudad provinciana, llena de estudiantes y encanto antiguo. A mí me gusta cruzar el Ponte di Mezzo, recorrer el Borgo Stretto, con su doble hilera de soportales, la plaza que tanto recuerda al Fontán y que de noche se llena de bullicio. También leer en el Cafè dell’Ussero, que ya frecuentó Leopardi. Y visitar mis dos librerías favoritas, la Feltrinelli del corso Italia, con su patio arbolado, y la que está entre el Arno y la universidad. Abre hasta altas horas de la noche. En ella puedes encontrar una fotobiografía de Pirandello o Pavese por tres euros.

ALMUZARA.— O una antología de los poetas ingleses de la primera guerra mundial por un euro.

CATERINA.— El segundo día, Florencia. Parece imposible reducir Firenze a un día.
Yo he pasado un mes y aún no la he agotado.


ALMUZARA.— Pero ¡cuántas maravillas caben en un día! Puedes comenzar subiendo a la cúpula del Duomo, que abre temprano. Son muchos y empinados escalones, pero vale la pena. Admiras de cerca los frescos de Vasari, ves toda la ciudad en torno tuyo, señalas los lugares que has de visitar. Ahí cerca, San Lorenzo, con la magia geométrica de Brunelleschi y la capilla de Miguel Ángel.

MARTIN.— Y no olvides el “Martirio de San Lorenzo”, del Bronzino, que a mí me gusta tanto. El santo, tan elegantemente recostado en la parrilla, podía servir para un anuncio de Dolce & Gabbana.

ALMUZARA.— Un poco más allá está el convento de San Marcos. Qué placidez irlo recorriendo celda tras celda, con su pequeña ventana a este mundo y el fresco de Fray Angélico que nos muestra otro mundo. Y muy cerca, todo está cerca en Florencia, la plaza de la Santissima Annunziata. Y allá, delante de la estación, Santa María Novella, que ahora cubre su rostro albertiano con un velo.

CATERINA.— En un día casi ni tienes tiempo para enumerar la maravillas de Florencia.


ALMUZARA.— Por la tarde, la Piazza de la Signoria, con un saludo especial para el David y el Perseo, y la sorpresa de una exposición de Dino Campana, el raro poeta de los Cantos órficos, que yo no sabía que fuera también un pintor fantasioso y alucinado.

MARTÍN.— Al frente de la exposición, en grandes letras, había una frase suya: “Essere un grande artista non significa nulla: essere un puro artista ecco ciò che importa”. En el cuaderno que recoge las impresiones de los visitantes, yo escribí: “Ya sé que ser un gran artista no significa nada, pero yo, modestamente, me conformo con eso”.

ALMUZARA.— Luego el Arno, el ponte Vecchio, las soledades del Giardino di Boboli y el museo de las porcelanas donde cada pieza era como un galante poema rococó... Y para concluir un concierto en Santa Maria dei Ricci, con el contratenor Marco Pupo cantando a Pergolesi y a Purcell: “If music be the food of love”.


CATERINA.— El contratenor era un espectáculo en sí mismo, con su musculatura de ginnasio, su camiseta negra, sus tatuajes, su cu... , su curiosa manera de moverse delante del órgano.

ÁNGEL.— Vale, vale, aceptamos Pupo como animal de compañía.

ALMUZARA.— Y la cena en Le Giubbe Rosse de la Piazza della Reppublica, donde tenían tertulia Guillén y Montale, amenizada por músicos callejeros y un falso Charlot.

MARTIN.— El tercer día es para Perugia. Carlos Dickens la vio “fortalecida por la naturaleza y por el arte, situada en un promontorio que se alza abruptamente en la llanura, donde las montañas de color púrpura se funden con el cielo lejano”. Yo no puedo olvidar el verano que pasé en Perugia, hace un cuarto de siglo. La ciudad sigue siendo para mí un enigma y una caja de sorpresas. Siempre que vuelvo descubro algo nuevo, a veces una iglesia, a veces un barrio entero. Nunca dejo de maravillarme cuando salgo de la estación y no la veo por ninguna parte. Si está situada en lo alto, ¿por qué no asoma sobre las casas de la ciudad nueva? El autobús da vueltas y más vueltas antes de llegar a ella. Ese autobús es como el tren que lleva al Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, te deja en un lugar fuera del mundo, sometido a otras leyes.

ALMUZARA.— Para mí Perugia esta vez es un demorado helado en el corso Vanucci y la perspectiva desde Porta Sole. Recordaba allí los versos de la Divina Comedia: “onde Perugia sente freddo y caldo / da Porta Sole”.


CATERINA.— ¡Qué maravilla Dante! Yo lo he recordado muchas veces en Florencia: “la boca mi baciò tutto tremante”.

MARCOS.— A Dante se le cita más que se le lee. La verdad es que resulta difícil tragarse entera la Divina Comedia, difícil en el original y casi más difícil en la traducción de Ángel Crespo. Una buena manera de acercarse a ella es la selección que ha preparado Luis Martínez de Merlo en la editorial Anaya. Traduce de manera admirable los mejores pasajes y resume los otros de manera que no se pierda el hilo. Lo peor es el tono falsamente pedagógico que quiere dar a sus explicaciones.

MARTIN.— En Pisa, en la plaza de los Caballeros, está la torre en que encerraron al conde Ugolino y a sus hijos hasta dejarlos morir de hambre. El propio conde le cuenta a Dante la historia. Primero tienen un sueño premonitorio, luego oyen clavar la puerta de entrada: “Yo no lloraba, tan de piedra era; / lloraban ellos, y el más niño dijo: / Cómo nos miras, padre, ¿qué te ocurre? / Pero yo no lloré ni respondí / en todo el día ni al llegar la noche, / hasta que un sol salía nuevo al mundo. / Como un pequeño rayo penetrase / en la penosa cárcel, y mirara / en cuatro rostros mi apariencia misma, / de pena mis dos manos me mordía; / e imaginando que de comer yo / ganas tenía, se alzaron bruscamente / diciendo: Padre, menos nos doliera / si de nosotros comes; quítanos / la carne de la cual nos has vestido”.


ALMUZARA.— A mí lo que más me fascinó de Pisa fue el cementerio. Como Dickens escribe en sus Estampas de Italia creo que “ni la memoria más embotada podría olvidar nunca el claustro y los juegos de luces y sombras que caen en su pavimento de piedra a través de la delicada tracería”. Ni los frescos de “El triunfo de la muerte”.

CATERINA.— Lo que queda de ellos tras las bombas del 27 de julio de 1944.

MARTÍN.— Lo curioso es que la destrucción permitió sacar a luz un tesoro escondido, las llamadas Sinopias, los dibujos originales que no se hacían sobre papel, sino directamente sobre el enlucido del muro con un pigmento rojo que venía de la ciudad de Sínope. Dibujaban los maestros mientras que el color a menudo lo aplicaban discípulos. De ahí que esos apuntes preparatorios tengan más calidad que los propios frescos.

ALMUZARA.— Tres días, amigo Ángel, dan para mucho, permiten incluso comenzar un soneto: “En una porcelana minuciosa / figurada una fragua se veía. / Un corazón al rojo vivo había...”

domingo, 5 de abril de 2009

Para entregar en mano: Amor y pedagogía

Sábado, 28 de marzo
A VECES

“Nunca dices lo que piensas”, se queja un amigo. “Nunca elogias sin unos cuantos alfileres, sin unas gotas de veneno”.
No estoy yo tan seguro. Todos nos creamos un personaje. Yo me he esforzado por parecer perversamente malintencionado. Quizá he conseguido engañar a algunos, pero me temo que como diablo apenas rozo el aprobado.
Mis maldades se resumen a reírme de algún poetastro infautado y a no comulgar con demasiadas ruedas de molino.
¿Mis maldades? No aprobaría oposiciones ni a oficial de tercera en el infierno.
Pero el mal no lo hacen solo los malos, sino también los torpes. Y algún daño he causado sin querer, como todo el mundo.
¡Cómo me gustaría ser un malo de melodrama, perverso e inteligente!
Por si acaso, me coloco esa máscara. A ver si cuela. Y a veces cuela.
Pero yo sé quién soy. Y a veces, como esta tarde en el Caffè di Roma, en medio del familiar bullicio, me siento a gusto conmigo mismo.


Me siento a gusto conmigo mismo porque he encerrado terrores y remordimientos en el sótano, atrancado la trampilla y subido a la terraza, a admirar las estrellas. Abajo, ratas, inmundicias, aguas negras. Aquí, el parpadeo de los astros, su escritura invisible, la luna que avanza majestuosa.
Yo sé quién soy.
Tengo miedo a morir.
Miedo a que muera la gente que quiero.
Miedo a que me quieras.
Miedo a que deje de quererte.
Miedo a envejecer.
Miedo a perder interés por las cosas del mundo.
Miedo a que todos los libros se me vuelvan de pronto vacua hojarasca, palabrería.
Pero encierro en el sótano todos mis miedos y procuro vivir siempre en lo alto, como si fuera eterno. Y a veces lo soy.


Domingo, 29 de marzo
UN EXPERIMENTO

“La verdad más importante sobre los tesoros escondidos es que realmente existen”, leo al comienzo de un libro de Antonio García Madrid. A continuación se enumeran algunas reglas útiles para dar con ellos: buscarlos no sistemáticamente, como si no nos interesaran; tener paciencia; prestar atención a los guiños que nos hacen las cosas; hacerse amigo de quienes los guardan.
El tesoro que encuentra García Madrid a algunos no les parecerá un tesoro, es solo un puñado de viejos cuadernos escolares. Ellos le llevaron a descubrir un sorprendente experimento pedagógico en las remotas Hurdes de los años treinta, en la negra tierra sin pan de Luis Buñuel. Siguiendo el método del pedagogo francés Celestin Freinet, los niños de la escuela unitaria de la Factoría de los Ángeles, en Caminomorisco, componen y redactan su propio periódico. “En Las Hurdes vamos las muchachas con cabras –escribe Eleuteria Iglesias, de diez años—; yo no voy con las cabras porque se ‘escacha’ mucho la ropa, no se puede andar y el calzado se rompe. Aquí hay lobos, zorras y gatos monteses; hace tiempo vinieron dos hombres de Nuñomoral y traían un lobo muerto encima de un mulo; esos hombres venían pidiendo. Cuando yo los vi me dio mucho miedo el lobo. Los lobos se comen a las cabras; en esta tierra hay muchos lobos”.
Duró poco aquel experimento. Los maestros José Vargas Gómez y Maximino Cano Gascón tuvieron luego que ocultar, para poder seguir ejerciendo, que habían aplicado las más renovadoras técnicas pedagógicas y habían puesto en contacto a los niños de aquel abandonado lugar de Extremadura con el resto del mundo: “Hemos mandado a Buxiéres-les-Mines (Francia) colecciones de plantas disecadas del país, seis dibujos de plantas y flores, dos cartas, unos cuantos sellos, dos ejercicios de redacción”.
Antonio García Madrid encontró un tesoro, el más humilde, el más hermoso tesoro de la ilusión republicana por cambiar la vida. Pero en esta tierra hay muchos lobos. No tardarían en llegar.



Lunes, 30 de marzo
PERDIDO

A veces sueño con ser invulnerable, con una coraza que me proteja de cualquier daño. Pero esa coraza ya existe, se llama dureza de corazón. Si no quieres a nadie, nadie te hará daño.
Si aún te quedan lágrimas, no todo está perdido.


Martes, 31 de marzo
MANÍAS PERSONALES

“Cómo te gusta jugar a la falsa modestia”, me dice un amigo. Y tiene razón. Pero en el pecado llevo la penitencia. “¿Qué escribes ahora?”, me preguntan. Y yo: “Nada, tonterías”. Pero lo que viene a continuación no son precisamente los elogios que mi insaciable vanidad trata de propiciar: “Pues deberías esforzarte en escribir algo más serio”.
¿Algo más serio? Sin duda están pensando en una novela. ¿Acabaré convertido en novelista, como tantos otros débiles de voluntad? Espero ser capaz de resistir a la tentación. No me imagino que un escritor pueda caer más bajo, ni siquiera dedicándose a la literatura infantil y juvenil. Claro que jamás se me ocurriría decir eso en público, no me gusta molestar sin motivo. También pienso, y me lo callo, que es más digno robar que mendigar, pero que es preferible mendigar a concursar en el Planeta o el Loewe. Cada uno tiene sus manías. En mis momentos de desánimo, me imagino entreteniendo mis ocios de jubilado con la escritura de una novela sobre los templarios, ganando un premio literario y dejándome engatusar por alguien que me dice “tenemos que regularizar lo nuestro, pero que sea una ceremonia íntima, con pocos invitados, no más de cien, quizá doscientos”… No me imagino pesadilla peor.


Miércoles, 1 de abril
PREGUNTAS Y RESPUESTAS

----¿De verdad crees que la literatura es lo más importante de la vida?
----No sé si es o no lo más importante. Para mí es lo más entretenido. Salvo estar enamorado, por supuesto.
----Si Dios no existiera y a ti te tocara inventarlo, ¿cómo lo crearías?
----Pues lo más parecido posible a como soy yo en los mejores momentos.
----Y si tú fueras Dios, ¿crearías al ser humano?
----¡De ninguna manera! Buscaría otras maneras menos dañinas de pasar el rato.


Jueves, 2 de abril
JUBILACIÓN

“Estarás contento”, me dice un amigo. “El próximo año te podrás jubilar con el sueldo íntegro. Vaya suerte, dedicarse sólo a escribir, que es lo que siempre has querido”.
Qué angustia me entró cuando leí la noticia. No sé si con esto de las jubilaciones anticipadas la Universidad quiere ahorrar dinero (cada vez hay menos alumnos, cada vez se necesitan menos profesores) o rejuvenecer la plantilla. Si es lo segundo, yo no puedo hacer nada; ahora, si el lo primero, se me ocurre una contraoferta: en lugar de dejar de dar clases y seguir cobrando el sueldo íntegro, propongo seguir dando clases y dejar de cobrar el sueldo. Tengo pocos gastos, ya me las arreglaría con lo que gano colaborando acá y allá y con alguna que otra conferencia.
----¡Dedicarme solo a la literatura! Qué absurdo. Pero si yo solo escribo una hora al día, hora y media todo lo más. ¿Qué iba a hacer el resto del tiempo?
----Podrías dedicarle más tiempo.
----Con ese poco tiempo que le dedico ya escribo demasiado, según piensan todos mis amigos. ¿Qué iba a hacer si no diera clases? Aburrirme como una ostra y acabar escribiendo una novela sobre los templarios o sobre la guerra civil. Debo de ser la única persona del mundo que si no hace las cosas mejor no es por falta de tiempo sino por falta de talento.
---Ya estamos con la falsa modestia.
---Dejémoslo entonces en que no soy la única persona a la que le sobra tiempo y le falta talento, pero sí soy una de las pocas que lo reconocen.


Viernes, 3 de abril
UN TESORO

Cuando era niño, una vez encontré un tesoro. No le dije nada a nadie. Estaba en una caja metálica, enterrado a poca profundidad, cerca de la huerta de mi abuelo. Dentro había periódicos amarillentos, tres balas, un libro, la fotografía de una mujer, un buen puñado de duros de plata. No le dije nada a nadie y lo volví a enterrar en otro sitio. Sería mi secreto.


No he vuelto a buscarlo. Me gusta pensar que todavía sigue allí. Muchas veces en sueños vuelvo a abrir aquella caja, miro el rostro de la mujer, acaricio las monedas.
Monedas de plata. Recuerdo que tenía el perfil de un rey niño.
En los días oscuros, cuando todo sale mal, cuando estallan las tuberías del sótano y las aguas fétidas inundan la casa, pienso en ese tesoro, que todavía me espera.
Sigo siendo el niño que lo escondió al pie de una gran alcornoque, cerca del río Ambroz, a cincuenta pasos del puente romano.
Sigo siendo ese niño que no tenía nada, pero que encontró un tesoro. No todo está perdido.

jueves, 2 de abril de 2009

En cualquier parte

Siempre me han puesto triste, no sé por qué, las fiestas populares, y aquellas tómbolas y tiovivos que llenaban la plaza de la Compañía, a la sombra del inmenso monasterio y junto al río Cabe, eran especialmente melancólicas, o eso me parecieron a mí. Atravesé la ciudad, subí las polvorientas calles de la judería, llegué hasta la fortaleza. No era muy agradable la perspectiva que me esperaba: beber solo hasta que me entrara el sueño y luego dormir solo, y no eternamente, como a mí me gustaría. No estaba del mejor humor, cierto, pero soy de los que se regodean con su tristeza y la perspectiva de pasarlo tan mal, pero sin ningún motivo concreto, en el fondo me hacía sentirme bien. El hombre es así de complicado.


Me senté en el claustro del parador, un antiguo monasterio, y pedí un whisky. Sobre la mesa dejé el libro que había paseado conmigo, una reciente edición de las Canciones, de António Botto, editadas por Eduardo Pitta, y ese fue el pretexto para que otro solitario, que acababa de bajar de sus habitaciones, comenzara a hablar conmigo. Primero intercambiamos frases triviales –él conocía a “o Eduardo”, yo también: habíamos coincidido en Royemount- y luego la conversación se fue haciendo más íntima. Le acabé confesando la razón por la que estaba en Monforte, que ni siquiera me había atrevido a confesar del todo a mí mismo, y él me contó que recorría Galicia con un amigo, que habían discutido y que pasaba la noche en el parador antes de regresar al día siguiente a Lisboa y luego a Nueva York, donde vivía. También en Nueva York teníamos amigos comunes. Hablamos de ellos, seguimos bebiendo y acabamos contándonos la vida.
---Mi padre era periodista. Trabajaba en el Jornal de Notícias. La mayor aventura de su vida ocurrió en 1937 cuando él tenía veinte años y fue invitado, junto con otros periodistas portugueses y extranjeros, a acompañar al presidente Carmona en un viaje por las colonias portuguesas. Viajaban cuarenta personas en total en un barco de ocho mil toneladas en el que muy bien podían viajar quinientas. Llevaban una excelente orquesta y solían ser más los músicos que los oyentes. A veces, en medio de la noche, sobre la cubierta completamente iluminaba se veía a un hombre solo que fumaba vestido de frac. Mi padre me contó muchas veces ese viaje y yo, de niño, me lo imaginaba como un viaje al paraíso. Fueron recibidos espléndidamente en todas partes, como era de esperar. Lo que más le sorprendió a mi padre fue un almuerzo en plena selva virgen. Para obsequiar al presidente enviado por Salazar (y mi padre creía que Salazar había sido enviado por Dios) se construyó una carretera, luego un comedor al aire libre, entarimado y alfombrado, con árboles gigantescos por paredes, con techo de ramas que apenas si dejaban ver el cielo. En medio de la selva, como en el jardín de un palacio. Manteles impolutos, cristalería transparente, vajilla de plata. Y sigilosos sirvientes con casaca que servían los platos, lo mejor de la cocina portuguesa, como traídos directamente del mejor restaurante de Lisboa. Hubo brindis, discursos. Y al final una orquesta invisible se puso a interpretar a Schubert. El anfitrión, don Federico Carvalho, uno de los más ricos propietarios de las colonias, sonreía complacido, como un mago que muestra sus infinitos poderes. Mi padre tenía veinte años, creía vivir un cuento de hadas. Se hizo muy amigo del periodista alemán, un aventurero rubio y saludable, al que luego, después de la guerra, tuvo algún tiempo escondido en casa, antes de que pudiera escapar a Sudamérica. Siempre soñó con volver a aquel lugar, con volver a ver a aquel héroe que entonces encarnaba para él lo mejor del mundo. No consiguió nunca regresar, pero sí volvió a ver, como ya te dije, al héroe derrotado. Cuando yo fui a Angola, en plena guerra, no parecía el lugar más apropiado para encontrar el paraíso. Pero yo lo intenté. Los sueños de mi padre eran, en buena parte los míos. Allí se convirtieron en una pesadilla. Maté, no me mataron. Lo demás carece de importancia. Pero a pesar de todo, aquel lugar en la selva, con el que tantas veces soñé de niño (le pedía a mi padre que me contara la historia una y otra vez) sigue siendo mi idea del paraíso. A veces sueño que vuelvo a estar allí, en un lugar que no está en ninguna parte. Yo admiraba a mi padre como nunca he vuelto a admirar a nadie. Un día supe que, además de periodista, era informante de la Pide. Varios compañeros del partido fueron detenidos, al parecer por culpa suya. Yo me libré, a mí no quiso entregarme, y en una reunión secreta un grupo de exaltados decidió que había que darle un escarmiento y que yo debía ser quien se ocupara de ello, o ellos se ocuparían de mí. Me encargaron que lo matara y yo acepté el encargo. Éramos unos chiquillos, a pesar de haber estado en la guerra, unos ilusos que creíamos que el carnicero Stalin era mejor que el sacristanesco Salazar. Mi padre me avisó que la policía andaba tras de mí, me escondí unos días y luego me ayudó a pasar a Francia. Él siguió siendo fiel hasta el final. El 27 de abril, con la pistola que me habían entregado para que lo matara, y que había quedado en casa, se pegó un tiro. Tenía la edad que yo tengo ahora. Y es curioso que cuando pienso en él lo que me viene a la cabeza es aquel joven fascinado que cena en medio de la selva con el presidente de la República, mientras escucha a Schubert en un rincón del paraíso tan falso como son todos los rincones del paraíso.
También, casualmente, sonaba Schubert, muy bajito, en el claustro dieciochesco de San Vicente del Pino. Los dos nos quedamos callados, hacía tiempo que habían cerrado el bar, pero ninguno tenía ganas de subir a la habitación. Se estaba bien allí. Casi se oía, bajo la fresca enramada a la que se asomaban las estrellas, entrechocar de copas y las risas felices de la comitiva presidencial.
No muchos meses después el azar me hizo volver a Nueva York. Venía conmigo un amigo que no conocía la ciudad y tuve que acompañarle a las inevitables visitas turísticas, algo que no me desagrada demasiado. Al pasear por Coney Island, un día de lluvia y sol, me vino a la memoria de pronto toda la melancolía de Monforte y el recuerdo del encuentro con Pedro Moura. Como soy hombre de impulsos repentinos, busqué en la cartera la tarjeta que me había dado. La llevaba conmigo. Al hablar con él por teléfono, tuve la impresión de que apenas se acordaba de mí, pero fingió alegrarse y quedamos citados para unos pocos días después, cuando mi amigo ya hubiera regresado a España y yo quedara liberado de mis labores de acompañante y guía.
Pedro Moura era profesor en Columbia y vivía en Riverside Drive, muy cerca de la Universidad, en un historiado edificio que miraba al río. Me invitó a su casa y quedó en esperarme en una cafetería muy cerca de la parada del metro. A mí gustaba mucho aquella parte alta de la ciudad, con sus librerías de viejo y sus locales llenos de estudiantes, sin olvidar claro el recuerdo de Juan Ramón Jiménez que por allí vivió un tiempo y habló de aquellos lugares en el poema “Espacio”.
Nos saludamos un poco distantes, con cierta temerosa timidez. Aquella noche los dos bebimos demasiado y no recordábamos al detalle las confidencias que nos habíamos hecho; parecía como si nos avergonzáramos de aquella momentánea debilidad. Casi me arrepentí de haberle llamado; él seguramente no pensaba volverme a ver. Unas copas, ya en su casa -desde la que se divisaba un paisaje muy neoyorquino de tejados y depósitos de agua y, al fondo, el dibujo en tinta china del puente de Washington-, restableció la cordialidad.


----He encontrado a un nieto de aquel periodista alemán que acompañó a mi padre al viaje a África. Él también oyó hablar muchas veces en su casa de aquel viaje. Vamos a volver juntos en busca de aquel lugar. Ha buscado documentación, casi está seguro del sitio exacto.
Poco después apareció por la casa Friedrich, a quien había invitado para que yo le conociera. Con cerca de treinta años, rubio y atlético, recordaba a los personajes de las películas propagandísticas de Leni Riefenstahl. Me dieron ganas de apuntarme yo también a aquel viaje absurdo en busca de un sueño.
Friedrich hablaba perfectamente español; su familia había vivido largos años en Argentina. Le volví a ver algunas veces. Su carácter contrastaba con su apariencia: era tímido y delicado.
----Mi abuelo me entrenó rudamente desde que yo era pequeño; quería hacer de mí un hombre como él, quizá porque adivinó enseguida que yo era distinto. Creo que, al final, aunque yo nunca me habría atrevido a decirle nada, sospechó mis preferencias eróticas, y eso le amargó los últimos días. También le amargó haber salvado la vida, no haber muerto con los suyos. Sospechaba que, en el fondo, era un cobarde y no quería que yo fuera como él. Nunca se arrepintió de nada ni reconoció haber hecho otra cosa que defender la civilización occidental de la barbarie rusa. Curiosamente, al final, consiguió morir en la guerra, con las armas en la mano, como le habría gustado. Un día, al salir de casa, se encontró, en pleno Nueva York, con las aceras levantadas, tanques en medio de la calle, tiendas saqueadas. Algo le dio un vuelco en la cabeza y volvió a encontrarse en el Berlín de 1945. Regresó a casa en busca de una vieja pistola que guardaba desde entonces. La cuidaba con mimo, a mí me la enseñó más de una vez desde que yo tenía apenas diez años, por supuesto a escondidas y sin que se enteraran mis padres. “Los judíos están en todas partes”, me solía repetir. “Hay que estar siempre alerta”. Y aquel día salió a la calle gritando contra los judíos y los rusos. Disparó un único tiro, con tan mala suerte que hirió a uno de los policías que acudían a detenerle. Murió con una sonrisa, dando vivas a Hitler.
----Yo leí la noticia en un periódico sensacionalista, que la titulaba “Muere el último nazi”. Pude haber sido testigo de ella. Unos días antes pasé por esas mismas calles preparadas para rodar los exteriores de Soy leyenda. Luego vi la película de Hill Smith en un cine de Oviedo y me resultó fascinante pasear por las calle de un Nueva York sin nadie y poco a poco volviendo al estado de naturaleza, con la hierba creciendo entre el pavimento y fieras en las calles.


----El apartamento donde yo vivo, en Washington Square, no es tan grande como el del protagonista de la película, pero tiene la misma vista sobre el arco. Cuando quieras, puedes pasar a comprobarlo.
----¿No se enfadará Pedro Moura? ¿Cuándo pensáis hacer el viaje a África?
----Es una vieja obsesión suya. Yo me limito a seguirle la corriente. Pero he recogido mucha documentación de aquel viaje. Entre ella, un libro de un periodista español, Francisco de Cossío, que también estuvo allí y lo contó en África. Impresiones de un viaje presidencial, publicado en 1938. Lo compré en la Strand por diez dólares. Me emocionó encontrarme con que habla de mi abuelo cuando era más joven de lo que yo soy ahora. Lo presenta como un joven simpático y atolondrado, como uno de esos periodistas del cine, siempre llegando tarde a todas partes, siempre a punto de perder el barco. Incluso en el momento solemne de la partida tiró por la borda un carrete de fotografías para que lo revelasen y lo enviaran a su periódico.
Más de una vez estuve luego en el apartamento de Friedrich y allí pude ver fotocopias de los periódicos de la época sobre el viaje del Ángola, que así se llamaba el barco, y buscar en el libro de Cossío las líneas que hablaban del periodista alemán: “Muy rubio, casi rojo, es como un chico mayor, de estos que se han quedado en el colegio un poco retrasados, pero que juegan con los pequeños. Por la noche, el frac le da una seriedad inusitada; pero a veces se olvida de que está de frac y se mueve y acciona como si vistiese una camisa de deporte. Es maestro en mímica y, sobre todo, en exclamaciones. Con una sola exclamación dice cuanto tiene que decir. Eck es un hombre que se entera de todo a fuerza de exclamaciones. En la fiesta se portó bien. Hizo un discurso en alemán, y lo preparó con la misma seriedad que si todos lo fueran a entender. ¿Qué impresión le producirán a Eck, tan rubicundo y tan propenso a ruborizarse, los negros?”
Las primeras veces me encontré con Friedrich en el Pier 17, en el mismo lugar en que el protagonista de Soy leyenda, frente a un destruido puente de Brooklyn, espera la llegada de algún superviviente en aquella Nueva York evacuada y llena de alimañas. Comíamos allí –el profesor Moura detestaba aquel lugar bullicioso, siempre con aire de berbena- y charlábamos agradablemente de cosas sin importancia, en las terrazas que miraban al río, mientras se acercaba el día en que yo tendría que volver a España. A la vuelta, siempre entrábamos un rato en la librería Strand, de Fulton Street. Casi nunca comprábamos nada, pero nos gustaba hojear los libros, leer algunos versos de acá y de allá. Recuerdo que el último día, que yo no sabía que iba a ser el último, me vino a la memoria un epigrama de Ernesto Cardenal: “Si tú estás en Nueva York, / en Nueva York no hay nadie más. / Si tú no estás en Nueva York, / en Nueva York no hay nadie”.


Dejó de acudir a las citas, dejó de responder al teléfono –nunca supe la razón, pero la sospeché: tampoco Pedro Moura respondía al teléfono- una semana antes de que yo regresara a Oviedo. Una semana que no me gusta recordar. Cuando vuelvo a ver Soy leyenda es a mí mismo a quien veo paseando desesperado por una amenazadora ciudad sin nadie.
Quizá tuvo que marchar antes de lo previsto a África, sin tiempo para avisarme, en busca de un paraíso que no está en ninguna parte. O que puede estar en cualquiera, lo mismo en Nueva York que en Monforte de Lemos, igual que ocurre con el infierno.