Domingo, 22 de diciembre
VOCACIÓN Y HOMENAJE
Algo tengo de periodista, sin serlo. Para escribir no
necesito un lugar aislado, sin ruidos, sin nadie que me moleste. Soy una
persona tranquila y solitaria por eso no me hacen falta encontrar tranquilidad
ni soledad. Las llevo puestas.
Puedo
escribir perfectamente en cualquier parte, siempre que tenga algo de qué
escribir, naturalmente. Mis problemas vienen porque con demasiada frecuencia no
se me ocurre nada. En cuanto se me ocurre de qué hablar, lo demás viene solo.
No soy un purista ni un estilista. Tampoco me preocupa la corrección
gramatical, como nunca le ha preocupado a un verdadero escritor ni a un
hablante de su lengua materna. “La gramática soy yo”, podría decir
parafraseando a Luis XIV.
·Escribo
estas líneas, casi por inercia, en el Caffè di Roma, del centro comercial Los
Prados –entre el barullo de las conversaciones, y el ir y venir de los niños en
medio de las mesas, y el llanto cuando se caen al suelo, y el grito de las
madres que les llaman la atención–, después de redactar mi colaboración para el
homenaje a Ana de Valle que se celebrará en enero.
Hace ya
treinta años de su muerte, en Bélgica, donde vivían sus hijas, y alguno más
desde que dejamos de verla, miope y minúscula, ir de un lado para otro por las
calles de Avilés.
Yo sentía
más afecto por la persona que admiración por sus versos, y ella lo sabía y no
le importaba. Representante de una España que pudo ser, la de la República , antes de tiempo
y casi en flor cortada, autodidacta, luchadora, única mujer en un mundo de
hombres, el de la intelectualidad avilesina de preguerra, conoció el exilio, la
separación de sus hijas (que acabaron adoptadas por otra familia), la vuelta temerosa
con todas las alas cortadas. Vivió austeramente de su taller de encuadernación,
al comienzo de la calle Galiana, se olvidó de todos sus ideales políticos y
reivindicativos, siguió escribiendo para sí misma. Fue descubierta en los
setenta por los poetas más jóvenes, volvió a publicar, se creó un premio con su
nombre.
Su recuerdo
me lleva a otro, del que nunca hablo, del que todavía no puedo hablar, y
escribo un posible epitafio: “No me lloréis. / Solo he cambiado de casa. / Sigo
viva en vuestro corazón”.
Sigue viva
en mi corazón. Si estuviera solo, se me llenarían ahora los ojos de lágrimas.
Pero soy incapaz de llorar en público, salvo en el cine.
Guardo el
iPad, pago mi café y voy a sacar la entrada para Doce años de esclavitud. Me gusta ser fiel a mis costumbres y la de
los domingos, desde que tenía diez o doce años, incluye la sala oscura y la
magia de la pantalla grande (las otras pantallas no son menos mágicas, por
cierto).
Sí, seguro
que yo tengo bastante de periodista. El desdén por las florituras estilísticas
y la falta de imaginación, por ejemplo. Podría haber sido un perfecto cronista
municipal.
Lunes, 23 de diciembre
UNA FELICIDAD
Cuando no tengo nada que hacer, hago frases.
Si no
tuviera defectos, ¿quién me iba a querer?
Si no dijera
de vez en cuando alguna solemne tontería, ¿quién me iba a aplaudir?
Qué
deprimente comprobar, tras una larga vida laboriosa, que nadie nos odia.
Morir es
una tragedia; estar muerto, una felicidad.
Martes, 24 de diciembre
CONTRA EL TIEMPO
No me gustan estos días especiales, tan propicios a la melancolía.
Creo que a nadie le gustan, pero todos disimulamos como podemos.
El tiempo y
yo libramos un combate desde siempre. Él se empeña en que todo cambie; yo, en
que todo siga igual.
Ganará él,
por supuesto, pero yo todavía no me doy por vencido.
Sigo
cenando, como cada año desde hace ya más de medio siglo, en Avilés. Y aún sigue
habiendo niños en casa. Aún la navidad sigue siendo navidad.
Y luego,
bajo los solitarios soportales de Rivero, me voy a dormir al hotel Ferrera. Un
rito que me he inventado. Ya se sabe que, como escribió Ortega, el hombre es el
único animal para el que lo superfluo resulta imprescindible.
Miércoles, 25 de diciembre
CUMPLIR SUEÑOS
Ese fenómeno meteorológico de llamativo título, la
ciclogénesis explosiva, sin quisiera asomar por Avilés, me ha hecho un
inesperado regalo. Me despierto temprano, como cada día, desayuno solo en el
comedor del hotel (me gusta este silencio en días de barullo) y luego salgo a
pasear por el parque Ferrera, ya iluminado por un fresco sol. Me sorprende no
ver a ninguno de los habituales madrugadores haciendo ejercicio. Pronto
compruebo la razón. No han abierto las puertas. El parque inmenso, como en los
días de infancia, es un espacio misterioso que a mí solo se me entrega.
Los lugares
no significan lo mismo para todo el mundo. Este parque, antes de ser municipal
y abierto a todos, era propiedad de los marqueses de Ferrera y, cuando yo era
niño, tenía que bordearlo todos los días, por la llamada calleja del Marqués,
para ir al Instituto. Sus altos muros eran una tentación. Alguno de mis
compañeros se atrevió a escalarlos, saltar al otro lado, volver luego contando
peligros y maravillas. Yo soñé muchas veces con hacer lo mismo, y a veces he
creído que lo hice, pero nunca me atreví. Ahora, gracias a la ciclogénesis
explosiva, cumplo ese sueño, tengo el parque para mí solo. Soy un hombre
paciente y afortunado. Con tal de que se cumplan, no me importa el tiempo que
mis sueños tarden en cumplirse.
Jueves, 26 de diciembre
PSICOANÁLISIS
Una de las lecturas más apasionantes de mi adolescencia
fueron las obras completas de Sigmund Freud en la edición de Biblioteca Nueva.
De ellas me viene mi afición al psicoanálisis. Me gusta psicoanalizarme y lo
hago con cierta frecuencia. Cuando mi reacción ante un acontecimiento resulta
desproporcionada, trato de averiguar la escondida razón.
Esta mañana
me enteré de la muerte de mi amigo Pendás. Hacía tiempo que había dejado de
tener trato con él, pero me afectó como un inesperado mazazo. Al darle la
noticia por teléfono a una amiga común no podía contener las lágrimas, la voz
se me quebraba por los sollozos. Y no soy yo persona que guste de mostrar sus
sentimientos en público, salvo que se trate de sentimientos poco recomendables,
como el sarcasmo.
A Juan
Manuel Pendás Benito le conocí cuando yo estudiaba tercero de bachillerato y él
cuarto. Luego repitió curso y ya no fue capaz de seguir los estudios. Era muy
inteligente, pero había comenzado a manifestarse su enfermedad. Lo leía todo,
lo sabía todo y desde que nos conocimos me demostró una admiración tan incómoda
como halagadora. Salvo cuando el agravamiento de su enfermedad le hacía
desaparecer por un tiempo, me lo encontraba a todas horas y en todas partes.
Así, durante veinticinco o treinta años. Escribía continuamente artículos sobre
los más variados temas (y yo era uno de sus temas preferidos) que mandaba a los
periódicos y que solían publicarle en la sección de cartas al director. Creo
que solo Francisco Umbral escribió más artículos. Entre los muchos que me
dedicó a mí, todavía conservo uno que comienza de manera espectacular: “Es la
figura literaria más cotizada y más solicitada. Su verbo maravilloso, su
claridad mental, sus frases certeras, sus comentarios divertidos, amén de otras
grandes cualidades, atraen irresistiblemente al contertulio”. Pero pronto
incurre en el humorismo, no sé si involuntario: “Comentaba yo con este genio,
no hace mucho, que si en lugar de apellidarse tan vulgarmente –García
Martín– se hubiese apellidado más
rutilantemente –por ejemplo, Pendás Benito–, su nombre, su talento refulgirían
mucho más alto. Pero llamarse de tal modo es prácticamente, en el cotarro
nacional, estar condenado al anonimato”. El artículo termina con una pregunta
que Víctor Botas, con el que yo discutía de política a menudo, me repetía luego
con frecuencia: “Tiene 37 años, pero su obra es frondosa y dilatada. Aunque su
ideología es profundamente liberal, simpatiza con el socialismo y disputa en
vano, pese a su dialéctica sutil y maravillosa, defendiendo la política de los
socialistas. Me pregunto: ¿cómo un hombre tan inteligente y tan discutidor
puede comulgar con semejante credo? ¿Cómo puede un hombre inteligente ser
socialista?”
Y de
pronto, de la noche a la mañana, este amigo que no me dejaba ni a sol ni a sombra,
dejó se saludarme, no quiso tener nada más que ver conmigo. Y así durante los
veinte años últimos. En cuanto le veía por las calles de Avilés, me esquivaba.
A veces se asomaba al café donde yo estaba, pero en lugar de entrar a saludarme
y charlar, como hacía antes, observaba un rato y luego desaparecía. “¿Qué le
has hecho a Pendás?”, me preguntaban mis amigos. “Nada”, respondía yo
sinceramente extrañado.
Si hacía
tiempo que había dejado de tratarle, si hacía tiempo que había dejado de ser mi
amigo, ¿por qué me ha afectado tanto su muerte? ¿Por qué varias veces, a lo
largo del día, me he puesto a llorar?
Me he
tendido en el sofá, he cerrado los ojos, y he dejado que los pensamientos
vaguen libremente. Siempre, cuando alguien cercano muere, se nos despiertan los
sentimientos de culpa. ¿Qué le hice yo a Pendás para que de un día para otro
dejara de saludarme? No puedo recordarlo. Le diría alguna verdad poco amable,
según mi estilo, pero a eso debería estar acostumbrado, como todos los que me
conocen.
Y de
pronto, en el ir y venir de los pensamientos, en este divagar sin ataduras
lógicas, recuerdo que había algo en Pendás que me hacía sentir incómodo. Nuevo
Funes el Memorioso, contaba minuciosas anécdotas que yo había olvidado o que no
me apetecía recordar. Repetía también el argumento de mis primeros relatos,
fantasiosamente autobiográficos. A mí me avergonzaban aquellas historias y
siempre trataba de cambiar de conversación. Pero Víctor Botas o Felicísimo Blanco
le incitaban a seguir y le decían que algún día debía escribir mi biografía.
Ahora sé que
en el fondo me alegré de su alejamiento. Me comporté como un político que tiene
algo que ocultar y se libra de un testigo incómodo. Él debió de notar que,
aunque dijera lo contrario, no sentía demasiado que se hubiera enfadado
conmigo, que hubiera dejado de frecuentarme. Su alejamiento fue solo una
muestra de afecto.
Eso es lo
que me hace llorar ahora. Traté mal –desdeñando su pertinaz devoción– a quien
la vida no trató bien. Y con él desaparece para siempre una etapa de mi vida.
“Qué poco me va quedando, / de lo poco que tenía…”