Había dejado sobre un banco el libro que traía conmigo (una antología de Hugo von Hofmannsthal) y, con los ojos entrecerrados, escuchando el rumor de la fuente, trataba de no pensar en nada, de dejarme acariciar por el instante. Pero un negro cuervo revoloteaba sobre la rosaleda y sobre mí para ensombrecer la tarde: la idea de la muerte, que me obsesiona cada vez más. Morir, desaparecer para siempre, que tu nombre y todo lo que has sido se borre como escrito en el agua, como si nunca hubiera sido.
Hay cosas que uno no puede contar a nadie porque resultan ridículas dichas en voz alta. ¿Que me importa a mí que se lean o no mis libros después de que yo me haya muerto? ¿Que me importa que se recuerde o no mi nombre? Si no me voy a enterar… Eso dice la razón, pero el corazón dice algo distinto. A veces pienso que la gloria póstuma, que permanecer en la memoria de las gentes, eso que para un hombre sensato no tiene importancia ninguna, es lo único que me importa.
“Si no te hacen caso antes de los sesenta años, no te harán nunca caso. No existen genios póstumos, salvo los que mueren jóvenes, como John Keats, o con la mayor parte de su obra inédita, como Emily Dickinson y Pessoa”, escribió no sé quién y la serpiente herida de mi vanidad me lo recordaba en aquel rincón que parecía fuera del mundo, el Jardín de las Rosas, sobre una colina desde la que se divisa el apretado caserón histórico de Berna abrazado por el río Aare.
“¿Sabía que toda esa rosaleda está plantada sobre antiguas tumbas, que este jardín fue antes un cementerio?”
Se había sentado en una esquina del mismo banco en que estaba yo, aunque había otros vacíos, sin que me diera cuenta. Después de aquella observación, dicha en voz baja y acariciadora, sonrió y me pidió disculpa por interrumpir mis meditaciones.
“No, no lo sabía. Es una hermosa manera de resucitar. Yo pensaba precisamente en la muerte, en el hecho de desaparecer para siempre”.
“¿No es usted religioso?”
“Lo soy, a mi modo. Creo en Dios como creo en las sirenas, en las hadas y en el Minotauro; la teología, ya lo decía Borges, es una rama de la literatura fantástica”.
“Yo también soy una gran lectora de Borges. Y de Hofmannsthal…”, añadió contemplando la portada del libro que tenía a mi lado. Y luego, con una sonrisa: “¿Y qué ha venido a hacer José Luis García Martín a esta ciudad? ¿Qué libro de viajes y lecturas está preparando ahora?”
Me sentí tan sorprendido como halagado por aquel reconocimiento. Pero pronto supe que nada tenía de extraño. Había estudiado en la Universidad de Oviedo, había comenzado su tesina de licenciatura (sobre no sé qué revista de emigrantes asturianos publicada en Suiza en los años sesenta) con Antonio Insuela, había incluso mandado un libro al premio Emilio Alarcos… Y cuando me invitó, poco después, a su casa lo que pretendía era menos mostrarme su admiración que sus poemas.
Tuve que escuchar educadamente la lectura de unos versos que ni siquiera eran malos, solo mediocres. Pero valió la pena aquella tortura (nada detesto más que el que me lean poemas) porque me permitió conocer un inédito rincón de la ciudad y de ese laberinto en el que me he extraviado cuando niño y del que no acierto a encontrar la salida.
Vivía Sara (le cambio el nombre, aunque no faltará quien la reconozca) en una de las casas que se apretujan y amontonan en la ladera que, en torno a la iglesia de Nydegg, desciende hacia el río. La casa tenía un diminuto jardín que parecía encontrarse en el fondo de un pozo, entre altos paredones medievales.
Sara podía ser una muy mediocre poeta (que lo era), pero de lo que no cabía duda es de que se trataba de una gran lectora. No había rincón en la vivienda que no estuviera lleno de libros. Me sorprendieron los muchos tomos de Emilia Pardo Bazán, en primeras ediciones. “Pensé en dedicarle mi tesis”, dijo. “Y aún no he renunciado a hacerlo”.
Habíamos quedado en que me enseñaría la ciudad, en la que llevaba casi dos décadas viviendo, pero yo estaba tan absorto con los libros (había títulos que yo había buscado durante años, sin encontrarlos) que se hizo bastante tarde y ella improvisó allí mismo una agradable cena. “Puedes quedarte a dormir aquí”, me dijo. “A dormir o a lo que te apetezca…”, añadió.
Las cuatro paredes de la habitación de invitados estaban también cubiertas de libros, pero de una temática especial, esoterismo y magia negra. “Eran todos de mi exmarido, un canalla”. Sentí un cierto desagrado.
No quise tocar ninguno de aquellos volúmenes (en una ringlera de tomos reconocí el nombre de Aleister Crowley) y, cuando me retiré a dormir, me llevé las Poesías jocoso-satíricas, de Victoriano Martínez Muller, un poeta del que ni siquiera había oído hablar, editadas en 1856. Están dedicadas a su madre, doña Tomasa Muller: “Al frente de mis primeras producciones no puedo poner otro nombre que el tuyo. Te dedico la colección de mis poesía satíricas que, cuando menos, podrán evitarte algunos ratos de melancolía, porque todo es en ellas algazara, risa y jolgorio”.
Algazara, risa y jolgorio era lo que se escuchaba en una casa cercana. Cerré el libro. No podía dormir. Salí al diminuto jardín. En lo alto brillaba, hermosa y demacrada, una gran luna llena. No había ninguna ventana iluminada, pero yo escuchaba cada vez más cercano el rumor de una fiesta.
Apareció Sara. “Ocurre con frecuencia. Muchas noches yo tampoco puedo dormir”. Y luego, tras permanecer un rato los dos en silencio, añadió: “Hace una temperatura muy agradable. ¿Por qué no damos un paseo?”
Me pareció una buena idea y al poco ya estábamos contemplando el rielar de la luna en el agua desde el gran puente (a un lado, más bajo, el puente medieval, y al otro el rincón de los osos, siempre rodeados de turistas durante el día). Caminamos por la larga calle soportalada, irreal y vacía a aquella hora; permanecimos silenciosos en el jardín de la catedral, en lo hondo el rumor del río y arriba todas las estrellas. Bajo la gran marquesina transparente que cubre la plaza que hay ante la estación, se nos acercó un hombre, que parecía borracho. Yo no entendí lo que dijo; Sara se asustó y me tiró de la mano para que nos alejáramos rápidamente. “Es mi marido”, susurró.
Estábamos muy cerca de mi hotel, y yo la invité a pasar allí la noche. Pero ella prefirió volver a su casa, y tuve que acompañarla, no podía dejarla sola a aquellas horas, aunque nada me apetecía más que dormir tranquilamente en mi habitación.
Cuando llegamos, la fiesta parecía haber terminado y todo estaba en silencio. Antes de dormirnos, cada uno en su cuarto, pensé en las rosas con nombre del Rosengarten: una se llamaba Grande Amore y otra Papagena, estaba también la rosa Queen Elizabeth y la rosa Benita, y no podía faltar la rosa Wilhelm Tell, homenaje al héroe nacional. Esas rosas son verdad y son literatura, naturaleza y artificio, como yo mismo, como todo en la vida.
Yo soy el que sueño ser, el que invento cada día. Cuando muera, otros me soñarán por mí y lo harán mejor de lo que yo puedo hacerlo. O eso quiero creer. Cuando alguien abra un libro mío, aunque nunca haya oído hablar de mí, aunque no sepa quién soy, allí estaré yo rondando por la habitación, mirándole por encima del hombro, como el marido de Sara sigue dando sus fiestas en el pequeño jardín en que ella le sorprendió una noche y sigue apareciéndosele, después de tantos años muerto, en cualquier amenazante desconocido. “Yo le maté”, me dijo. “Pero eso solo tú lo sabes”. No la creí, por supuesto.
Yo también estoy muerto, lector amigo, desde hace muchos años, yo tampoco soy nada fuera de estas palabras. Pero eso solo tú lo sabes. Yo no lo sé ni lo sabré nunca y seguiré soñando, en cualquier jardín del mundo, en cualquier biblioteca, con encontrar los versos que me aseguren el secreto de la inmortalidad, como si morir, morir enteramente y para siempre, no fuera lo único que los dioses envidian a los humanos.