domingo, 28 de agosto de 2011

Nueve enigmas con jardín: Rosengarten

Había dejado sobre un banco el libro que traía conmigo (una antología de Hugo von Hofmannsthal) y, con los ojos entrecerrados, escuchando el rumor de la fuente, trataba de no pensar en nada, de dejarme acariciar por el instante. Pero un negro cuervo revoloteaba sobre la rosaleda y sobre mí para ensombrecer la tarde: la idea de la muerte, que me obsesiona cada vez más. Morir, desaparecer para siempre, que tu nombre y todo lo que has sido se borre como escrito en el agua, como si nunca hubiera sido.


            Hay cosas que uno no puede contar a nadie porque resultan ridículas dichas en voz alta. ¿Que me importa a mí que se lean o no mis libros después de que yo me haya muerto? ¿Que me importa que se recuerde o no mi nombre? Si no me voy a enterar… Eso dice la razón, pero el corazón dice algo distinto. A veces pienso que la gloria póstuma, que permanecer en la memoria de las gentes, eso que para un hombre sensato no tiene importancia ninguna, es lo único que me importa.
            “Si no te hacen caso antes de los sesenta años, no te harán nunca caso. No existen genios póstumos, salvo los que mueren jóvenes, como John Keats, o con la mayor parte de su obra inédita, como Emily Dickinson y Pessoa”, escribió no sé quién y la serpiente herida de mi vanidad me lo recordaba en  aquel rincón que parecía fuera del mundo, el Jardín de las Rosas, sobre una colina desde la que se divisa el apretado caserón histórico de Berna abrazado por el río Aare.


            “¿Sabía que toda esa rosaleda está plantada sobre antiguas tumbas, que este jardín fue antes un cementerio?”
Se había sentado en una esquina del mismo banco en que estaba yo, aunque había otros vacíos, sin que me diera cuenta. Después de aquella observación, dicha en voz baja y acariciadora, sonrió y me pidió disculpa por interrumpir mis meditaciones.
            “No, no lo sabía. Es una hermosa manera de resucitar. Yo pensaba precisamente en la muerte, en el hecho de desaparecer para siempre”.
            “¿No es usted religioso?”
            “Lo soy, a mi modo. Creo en Dios como creo en las sirenas, en las hadas y en el Minotauro; la teología, ya lo decía Borges, es una rama de la literatura fantástica”.
            “Yo también soy una gran lectora de Borges. Y de Hofmannsthal…”, añadió contemplando la portada del libro que tenía a mi lado. Y luego, con una sonrisa: “¿Y qué ha venido a hacer José Luis García Martín a esta ciudad? ¿Qué libro de viajes y lecturas está preparando ahora?”
            Me sentí tan sorprendido como halagado por aquel reconocimiento. Pero pronto supe que nada tenía de extraño. Había estudiado en la Universidad de Oviedo, había comenzado su tesina de licenciatura (sobre no sé qué revista de emigrantes asturianos publicada en Suiza en los años sesenta) con Antonio Insuela, había incluso mandado un libro al premio Emilio Alarcos… Y cuando me invitó, poco después, a su casa lo que pretendía era menos mostrarme su admiración que sus poemas.
            Tuve que escuchar educadamente la lectura de unos versos que ni siquiera eran malos, solo mediocres. Pero valió la pena aquella tortura (nada detesto más que el que me lean poemas) porque me permitió conocer un inédito rincón de la ciudad y de ese laberinto en el que me he extraviado cuando niño y del que no acierto a encontrar la salida.
            Vivía Sara (le cambio el nombre, aunque no faltará quien la reconozca) en una de las casas que se apretujan y amontonan en la ladera que, en torno a la iglesia de Nydegg, desciende hacia el río. La casa tenía un diminuto jardín que parecía encontrarse en el fondo de un pozo, entre altos paredones medievales.


Sara podía ser una muy mediocre poeta (que lo era), pero de lo que no cabía duda es de que se trataba de una gran lectora. No había rincón en la vivienda que no estuviera lleno de libros. Me sorprendieron los muchos tomos de Emilia Pardo Bazán, en primeras ediciones. “Pensé en dedicarle mi tesis”, dijo. “Y aún no he renunciado a hacerlo”.
Habíamos quedado en que me enseñaría la ciudad, en la que llevaba casi dos décadas viviendo, pero yo estaba tan absorto con los libros (había títulos que yo había buscado durante años, sin encontrarlos) que se hizo bastante tarde y ella improvisó allí mismo una agradable cena. “Puedes quedarte a dormir aquí”, me dijo. “A dormir o a lo que te apetezca…”, añadió.
Las cuatro paredes de la habitación de invitados estaban también cubiertas de libros, pero de una temática especial, esoterismo y magia negra. “Eran todos de mi exmarido, un canalla”. Sentí un cierto desagrado.


No quise tocar ninguno de aquellos volúmenes (en una ringlera de tomos reconocí el nombre de Aleister Crowley) y, cuando me retiré a dormir, me llevé las Poesías jocoso-satíricas, de Victoriano Martínez Muller, un poeta del que ni siquiera había oído hablar, editadas en 1856. Están dedicadas a su madre, doña Tomasa Muller: “Al frente de mis primeras producciones no puedo poner otro nombre que el tuyo. Te dedico la colección de mis poesía satíricas que, cuando menos, podrán evitarte algunos ratos de melancolía, porque todo es en ellas algazara, risa y jolgorio”.
Algazara, risa y jolgorio era lo que se escuchaba en una casa cercana. Cerré el libro. No podía dormir. Salí al diminuto jardín. En lo alto brillaba, hermosa y demacrada, una gran luna llena. No había ninguna ventana iluminada, pero yo escuchaba cada vez más cercano el rumor de una fiesta.
Apareció Sara. “Ocurre con frecuencia. Muchas noches yo tampoco puedo dormir”. Y luego, tras permanecer un rato los dos en silencio, añadió: “Hace una temperatura muy agradable. ¿Por qué no damos un paseo?”
Me pareció una buena idea y al poco ya estábamos contemplando el rielar de la luna en el agua desde el gran puente (a un lado, más bajo, el puente medieval, y al otro el rincón de los osos, siempre rodeados de turistas durante el día). Caminamos por la larga calle soportalada, irreal y vacía a aquella hora; permanecimos silenciosos en el jardín de la catedral, en lo hondo el rumor del río y arriba todas las estrellas. Bajo la gran marquesina transparente que cubre la plaza que hay ante la estación, se nos acercó un hombre, que parecía borracho. Yo no entendí lo que dijo; Sara se asustó y me tiró de la mano para que nos alejáramos rápidamente. “Es mi marido”, susurró.


Estábamos muy cerca de mi hotel, y yo la invité a pasar allí la noche. Pero ella prefirió volver a su casa, y tuve que acompañarla, no podía dejarla sola a aquellas horas, aunque nada me apetecía más que dormir tranquilamente en mi habitación.
Cuando llegamos, la fiesta parecía haber terminado y todo estaba en silencio. Antes de dormirnos, cada uno en su cuarto, pensé en las rosas con nombre del Rosengarten: una se llamaba Grande Amore y otra Papagena, estaba también la rosa Queen Elizabeth y la rosa Benita, y no podía faltar la rosa Wilhelm Tell, homenaje al héroe nacional. Esas rosas son verdad y son literatura, naturaleza y artificio, como yo mismo, como todo en la vida.


Yo soy el que sueño ser, el que invento cada día. Cuando muera, otros me soñarán por mí y lo harán mejor de lo que yo puedo hacerlo. O eso quiero creer. Cuando alguien abra un libro mío, aunque nunca haya oído hablar de mí, aunque no sepa quién soy, allí estaré yo rondando por la habitación, mirándole por encima del hombro, como el marido de Sara sigue dando sus fiestas en el pequeño jardín en que ella le sorprendió una noche y sigue apareciéndosele, después de tantos años muerto, en cualquier amenazante desconocido. “Yo le maté”, me dijo. “Pero eso solo tú lo sabes”. No la creí, por supuesto.
Yo también estoy muerto,  lector amigo, desde hace muchos años, yo tampoco soy nada fuera de estas palabras. Pero eso solo tú lo sabes. Yo no lo sé ni lo sabré nunca y seguiré soñando, en cualquier jardín del mundo, en cualquier biblioteca, con encontrar los versos que me aseguren el secreto de la inmortalidad, como si morir, morir enteramente y para siempre, no fuera lo único que los dioses envidian a los humanos.

           

domingo, 21 de agosto de 2011

Nueve enigmas con jardín: En todas partes y en ninguna


Vaya donde vaya siempre llevo mis rutinas conmigo. Sin ellas me siento desnudo, o peor aún, tan inerme como el crustáceo que ha perdido su concha. Me levanto a las ocho, escribo durante una hora o una hora y media, salgo luego a pasear. En los últimos meses me ha dado por escribir sonetos, como cuando era joven, y esta mañana, tras concluir el número veinte, he decidido que debía dejar de hacerlo porque ya no me ofrecían ninguna dificultad: “De mí mismo en mí mismo prisionero, / sin nadie, sin razón, sin luz, sin guía,  / paso la noche sin que llegue el día / en un sueño falaz y verdadero”.


            Mi paseo por la orilla del lago comienza en el puerto de Ouchy, junto a la escultura de Ángel Duarte “Ouverture au monde”, una metálica rosa de los vientos que se parece mucho a la que saluda al viajero en la desviación de la autovía de la Plata hacia Aldeanueva del Camino. Suelo terminar en los jardines escalonados del Museo Olímpico. En la terraza más alta me siento a contemplar las aguas límpidas y las montañas del otro lado, que a veces resaltan nítidas y otras se difuminan entre la bruma. Por la tarde, antes de tomar un café en el Starbucks de la plaza de San Francisco, frente a la iglesia, paso por la FNAC, en la Tour Bel-Air, un rascacielos de los años treinta, y hojeo las novedades en busca de algún título interesante. Luego me entretengo un rato por el parque de Mont-Repos, mientras el sol se pone lentamente en estos días de verano, antes de regresar, caminando despacio, hasta el hotel, al lado de la estación. Esta es mi vida en Lausanne, la misma que en cualquier otra parte, una vida apaciblemente monótona donde la vaga ensoñación es la única aventura.


            Soy rutinario, pero no maniáticamente rutinario. A veces me permito algún cambio en mi costumbre, y me acerco a la Place de la Riponne para perderme entre las salas del palacio de Rumine o descender, los días de mercado, por la Rue Madeleine hasta la Place de la Palud, frente al Ayuntamiento. En su parte de atrás hay un reloj de sol con la inscripción “Le Temps s’en va, mais l’Éternité reste”. Sí, el tiempo pasa, la eternidad queda, pero aquí el tiempo parece no pasar, convertirse de inmediato en eternidad en estos días en que no pasa nada.


            En una librería de ocasión, junto al Hôtel de Ville y el reloj de sol, me sorprendió el catálogo de una exposición de Ángel Duarte en Badajoz. Me lo llevé conmigo hasta Mont-Repos y allí, al hojearlo, me encontré con que tenía dentro una amarillenta postal: representaba la carretera de Aldeanueva del Camino, todavía con los grandes árboles que dieron sombra a mi infancia, y en primer plano, a la derecha, la casa penumbrosa y misteriosa, la casa que tenía detrás un jardín cercado de altos muros y un pozo, un ciprés, un rosal y una parra siempre cargada de uvas (al menos en mi memoria). Toda mi vida la he pasado soñando con volver a aquel caserón, destruido para siempre, ocupado su lugar por un feo edificio de apartamentos.


            Daría cualquier cosa por abrir esa puerta, cruzar el fresco y oscuro zaguán, sentirme de nuevo deslumbrado por la luz del jardín, el jardín primordial, del que todos los demás, por fastuosos que sean, resultan solo un pobre remedo.
            Daría cualquier cosa, vendería mi alma al diablo, pero ya he podido comprobar, en Ginebra, que al diablo mi alma le interesa más bien poco, tan poco como mi cuerpo. Miro en torno mío: cerca, una pareja de titiriteros practica sus ejercicios (y creo reconocer en uno de ellos al joven diablo de Les Bastions); detrás de mí, una gran esfera azul, símbolo de no sé qué,  y a mi derecha tres bustos que representan, no a otros tantos ilustres desconocidos, sino a tres asnos, con sus puntiagudas orejas y sus ojos redondos muy abiertos.


            Soy la persona más racionalista del mundo, lo he repetido muchas veces; por eso siempre estoy atento al milagro, a lo maravillo positivo, como lo definía un filósofo de Avilés, Estanislao Sánchez Calvo. Vuelvo a mirar la postal, trato de encontrar mi casa, que es una de esas que se apretujan diminutas entre la casa de mis sueños y el caserón de la familia Masides, ahora convertido –curiosa coincidencia— en el Centro Cultural Ángel Duarte. No soy capaz de dar con mi casa, pero me fijo de pronto en dos niños sentados ante una de las puertas y creo reconocerme.
            Sí, es la hora de la siesta, esa hora que yo siempre he detestado tanto, por eso la carretera, una calle más del pueblo, está vacía. Todo el mundo se aletarga en la sombra, pero yo no soporto estar quieto. Me escapo a dar una vuelta, sin miedo al sol, y me encuentro con otro niño, al que no reconozco, quizá sea el hijo de algún veraneante. Le hablo del jardín de la casa de al lado, en el que hay toda clase de frutas maravillosas. La casa está cerrada, sus dueños, que viven en Madrid, todavía no han vuelto al pueblo. Él me propone que saltemos la tapia y entremos en el jardín. Yo nunca me atrevería a hacer una cosa así. Digo que le espero abajo. Mi desconocido amigo se encarama con rapidez. “Traeré frutas también para ti”. Y no vuelve a aparecer. Me canso de esperar. Regreso a casa. Ni aquella noche ni al día siguiente se echa en falta ningún niño. Yo tengo miedo de que se haya caído al pozo y sueño con que su cadáver, flotando sobre el agua, es lo primero que encuentran los dueños de la casa al regresar de Madrid. Eran algo parientes nuestros, y mi madre fue a visitarlos cuando volvieron, y yo fui con ella. Mientras los adultos hablaban, di vueltas y vueltas por el jardín, me asomé al pozo, repetí por todos los rincones el nombre de mi amigo desaparecido (ahora lo recuerdo: Daniel), pero todo fue en vano. En mis sueños todavía le sigo buscando.


            Ahora, en un parque de Laussanne, trato de ver su rostro en una desvaída postal. Pero la imagen es diminuta, y además está de espalda. No puedo reconocerle. “Daniel”, repito en voz alta y un desconocido que en aquel momento pasa cerca del banco en el que yo estoy sentado se detiene y me mira sorprendido. “¿Nos conocemos?”, me dice en español. “Perdona, estaba pensando en voz alta”. “Pues qué casualidad que yo me llame Daniel”. “Era el nombre de un amigo mío al que he creído reconocer en esta postal”. “Esa es la carretera de Aldeanueva del Camino”. “¿Conoces el pueblo?”. “Pues claro”. Y me contó que, cuando era niño, había veraneado varios años allí, en casa de unos familiares. Pero yo no podía haber coincidido con él en los veranos de mi niñez; eso ocurrió años más tarde, en los ochenta.


            Me invitó acompañarle a su casa, una buhardilla en la parte alta de la ciudad, cerca de la catedral, desde cuyas ventanas se divisaba un irregular panorama de torres, tejados, largos puentes sobre las calles y, al fondo, el azul deslumbrante del lago. Tenía una muy buena biblioteca, en francés y en español. Vi, entre los libros de poesía, uno mío, de hace años, El pasajero, pero resistí la vanidosa tentación de señalárselo. Me dijo que escribía algo, pero que no había publicado nada. Se ganaba la vida como cocinero, y no mal: era el jefe de cocina de uno de los más lujosos hoteles de la localidad, el Beau-Rivage, por el que pasó todo el mundo que fue alguien en la Europa de la belle époque. Me invitó a acompañarle a una ópera que representaban aquella tarde en la sala Paderewski del casino de Montebenon: Dido y Eneas, de Purcell. “Dido y Eneas” se titula uno de los poemas míos que más detesto porque habla de aceptar el fracaso con resignación.


            Tras la representación fuimos a saludar a Natacha Ducret, la soprano que nos había roto el corazón con el lamento de Dido, a la que Daniel conocía. Quedamos luego en que, dentro de dos días, cuando terminara su período de descanso, iría a visitarle al Beau-Rivage. Me dijo por qué puerta tendría que entrar, me enseñaría las suites de príncipes y reyes, la habitación en que durmió Churchill, y el inmenso parque que lo rodea.
            Ya en mi hotel, cerca de la estación, dejé sobre la mesa, junto a la pila de los otros libros que había ido comprando estos días, el catálogo de Ángel Duarte, y me entretuve mirando la postal. “Bueno, Daniel, has tardado, pero finalmente has saltado los muros y has vuelto junto a mí con los frutos de ese extraño jardín que no está en ningún lugar, pero que podemos encontrar en cualquier parte”.

domingo, 14 de agosto de 2011

Nueve enigmas con jardín: La llave

Solo, en la terraza de este café que es también hostal, entre bebedores de cerveza y jugadores de cartas, pienso en el comienzo de un libro que quizá comenzó a escribirse, o al menos a soñarse, en este mismo sitio: “Yo solo. Siento mi corazón y conozco a los hombres: no soy como ninguno de cuantos vi, y aun me atrevo a creer que como ninguno de los que existen. He aquí lo que hice, lo que pensé, lo que fui. Lo bueno y lo malo, descubiertos con la misma franqueza. Nada malo oculté, ni me atribuí nada bueno. Si hay algún pormenor erróneo, se debe únicamente a confusión de la memoria”.
            Yo, como Rousseau, me atrevo a creer que soy como ninguno de los que existen, y que no me atribuí nada bueno, aunque algo malo oculte. Cuando cuento mi vida, cuando enseño mi casa, siempre dejo de mostrar ciertos rincones, un cuarto que he cerrado con llave y esa llave la he arrojado lejos, donde nadie pueda encontrarla. Ni yo mismo sé lo que aguarda tras esa puerta oscura, bajo la que en mis pesadillas asoma un charco de sangre.


            Dos días estuvo hospedado Rousseau en este mismo lugar, una placa lo recuerda en su fachada, y esos dos días, en los que no vio a nadie, pero fue feliz, le acompañaron para siempre en la memoria.
            Durante unos días he estado yo también hospedado en esta hostería de Vevey, en un cuarto desde el que se ve el azul cambiante del lago y, al otro lado, las ásperas montañas de la dulce Francia. Bajé en la estación, me atrajo el nombre, “La Clef”, y solo después de decidir quedarme me enteré de que tan ilustre huésped me había precedido. En su inquieto deambular por el mundo, se imaginaba aquí el Paraíso: “Cuando el ardiente deseo de una vida feliz y dulce, que huye de mí y para la cual he nacido, viene a inflamar mi imaginación, siempre me la represento en el país de Vaud, a orillas del lago, en medio de campiñas deliciosas. No puedo prescindir de un huerto junto a este lago, no junto a cualquier otro. Necesito un amigo seguro, una mujer amable, una vaca y una barquilla. No gozaré de felicidad verdadera hasta que no tenga todo esto”.


            ¿Qué necesito yo para gozar de felicidad verdadera? No necesito más que lo que tengo, o eso quiero creer. Paseo por la empedradas y frescas calles, por la orilla arbolada del lago; alguna vez, en una lenta caminata de cerca de dos horas, me acerco hasta Montreux, que durante muchos años fue para mí solo un nombre al comienzo de un poema de Pere Gimferrer, un poema que leí deslumbrado a los veinte años y que todavía me acompaña en la memoria: “Aquí, en Montreux, / rosetón de los ópalos lacustres…”
            Sentado inquieto en una silla, en una terraza dedicada a las grandes figuras del jazz, a las que no parece admirar demasiado, me encontré a uno de los más ilustres residentes de la localidad, Nabokov, delante de su hotel inmenso y deslumbrante de oros. Y en el cercano Château de Chillon, otro amigo admirado grabó su nombre sobre una de las columnas que se hunden en la profundidad de los antiguos calabozos: “Siete columnas macizas y grises, / vagamente iluminadas por un cautivo / rayo de sol que parece / haber perdido su camino, / haber caído en la mazmorra / y agonizar en ella, / arrastrándose sobre el suelo húmedo / como un fuego fatuo sobre una ciénaga”.
Llegué al castillo cuando estaban a punto de cerrar. Al entrar yo en cada estancia, salían los últimos visitantes. Me entretuve largo tiempo admirando desde las altas murallas el lago cada vez más oscuro, y en la que fue prisión de Bonnivard, mientras contemplaba el nombre de Byron inscrito a punta de navaja, escuché un chirrido de pesadas puertas y, por un momento, temí quedarme encerrado para siempre.


            ¿Qué necesito yo para gozar de felicidad verdadera? Encontrar la llave que tiré lejos, abrir las mazmorras del alma, limpiar aquellos sótanos oscuros, dejar entrar la luz a iluminar el rostro del prisionero.
            Delante de la estatua de Chaplin, en Vevey, donde vivió los últimos años y está enterrado, un gran tenedor se hunde en las aguas. Me divierte esa imagen surrealista, y frente a ella me siento cada tarde, oyendo resonar de vez en cuando la sirena de los barcos que pasan y queriendo irme con cada uno de ellos a un lugar en que todo es “lujo, calma y voluptuosidad”, como en el poema de Baudelaire, a cualquier lugar en el que no esté yo.


            Una noche, antes de volver a mi solitaria buhardilla roussoniana, entré en el jardín del Hôtel des Trois Couronnes, que daba sobre el lago. Estaba solitario. Me apoyé en el tronco de un árbol a contemplar las estrellas, reflejadas sobre la cabrilleantes aguas.
            “Hermosa noche”, escuché decir en español, y yo no supe al principio si aquella tenue voz la había oído o imaginado. Tardé un rato en descubrir a aquella mujer todavía hermosa, pero más o menos de mi edad, fumando distraída y en traje de fiesta.
            “Nos conocimos hace mucho tiempo. Veo que ya no te acuerdas de mí”.
            “Lo siento, tengo mala memoria”.
            “Solo para lo que te conviene”, sonrió.
            Aquella sonrisa me resultaba familiar, aunque seguía sin reconocerla, y en lugar de irme con una vaga excusa, como pensé al principio, acepté la invitación a sentarme a su lado.
            “Estás buscando algo que has perdido, y eres un hombre con suerte porque eso que buscas lo tengo yo”.
Me pasó un brazo en torno al cuello y quiso besarme en los labios. Solo entonces me di cuenta de que estaba bastante bebida. Me puse tenso y me eché hacia atrás.
            “No has cambiado nada”, dijo ella, a la que no pareció ofender mi gesto de rechazo. Me cogió de la mano y me llevó hasta la orilla del agua. Allí comenzó a desnudarse. “Pero ¿vas a bañarte ahora?”, dije yo asustado. “Me sentará bien, estoy un poco borracha”. “Es peligroso”. “He sido campeona de natación, ¿recuerdas? Tú en cambio nunca te metías en el agua más allá de donde hicieras pie. Siempre fuiste muy cauteloso, querido. Demasiado. Recuerda el consejo de lady Ottoline Morrell a Bertrand Russell: Debes dejar en tu vida un lugar para lo salvaje”.
            Puso el collar, la pulsera y el negro traje de noche cuidadosamente a mi lado (no llevaba ningún anillo), y su cuerpo brilló un momento sobre la roca antes de arrojarse al agua.
            “Acompáñame. Sé valiente por una maldita vez”.
            “No sé nadar. Sabía, pero lo he olvidado”.
            “Esas cosas no se olvidan. Y si se olvidan, mejor. Ahoguémonos juntos, allá en el centro del lago. ¿Qué mejor final para la biografía de un hombre sin biografía?”
            No, nos ahogamos juntos, por supuesto. Y yo, bastante rato después, tuve que ir hasta el hotel en busca de una toalla con que secarla. Se había levantado el viento, la noche había enfriado de pronto; aquella loca podía coger una pulmonía.
            La abracé para que entrara en calor, allí a la orilla del lago. El raro tenedor que pinchaba las aguas brillaba a la luz de la luna y, muy cerca, Chaplin parecía mirarnos con gesto burlón. La acompañé luego hasta su cuarto. Nada más tumbarse sobre la cama, se quedó dormida. Arropé su cuerpo desnudo y volví a mi solitaria habitación en La Clef.
            Un momento antes de dormirme recordé su nombre. No la había vuelto a ver desde hacía exactamente cuarenta años. Compartimos apuntes y confidencias durante los cinco cursos de la licenciatura. “Tengo prisa”, me dijo cuando terminamos el último examen, con el profesor Martínez Cachero. No volví a saber de ella.
            Aquella noche soñé que había encontrado la llave y que la había vuelto a perder.


domingo, 7 de agosto de 2011

Nueve enigmas con jardín: Las ensoñaciones de un paseante solitario


Más de una vez me he encontrado, o me he creído encontrar, con el diablo. La última, esta misma semana, en Ginebra. Paseaba yo por el Jardín Botánico y, sin saber cómo, voy a dar con un apacible rincón de mi infancia: cacarean las gallinas, ramonean indolentes las cabras, en un riachuelo cercano se alzan los flamencos “como claves de sol de la corriente”.


 No lo vi acercarse. Cuando me di cuenta, ya casi me rozaba con su aliento. Resultaba inconfundible, la estampa era la misma que en tantos grabados de misas negras y aquelarres: los corvos cuernos, la barba rala, la expresión adusta. Frente a mí estaba, en su pestilente encarnación favorita de macho cabrío, el demonio. ¿Qué me ofrecería a cambio de mi alma? Yo estaba dispuesta a dejársela a bajo precio. Pero no dijo nada.  Se limitó a mirarme con desdén irónico y luego me volvió la espalda.


            Al día siguiente visité, como hago siempre que estoy en esta ciudad, el cementerio de Plainpalais. Busco la tumba de Borges, muy cerca de la de Calvino y la de Griselidis Real, célebre prostituta, y me divierto imaginando de qué podrán hablar los tres para distraer el tedio de las largas horas de la eternidad.
            “No hay que tener miedo” dicen los misteriosos signos góticos grabados en la lápida sepulcral del escritor. ¿Y quién tendría miedo en este lugar de frescas sombras y largo silencio?


Me acerco a saludar a otro amigo, Leo Ferrero, muerto en accidente de automóvil a los treinta años, al que custodian sus padres, Giugelmo Ferrero y Gina Lombroso. A la memoria me vienen unos versos suyos, una oración escrita en Ginebra poco antes de partir hacia su última cita en una carretera de Nuevo México: “Señor que estás en los cielos, / aparta de mí los sueños tristes, / fortifícame contra la voluptuosidad / de la melancolía y la desesperación”. Le pedía a Dios lo mismo que yo le habría pedido al diablo a cambio de mi alma, si la hubiera querido.


Entre tantos epitafios de prohombres, envidio el de un profesor de literatura, Robert Harvey: “Fort de corps et d’esprit / bienveillant, droit, pur, / fils et frère dévouè / disciple de / Platon, Epictete, Je´sus, / il fut heureux”. Y al lado me golpea otro, que queda grabado para siempre en mi corazón:: “To our darling mother whose life was nothing but love”. Sí, su vida no fue nada más que amor.
            Como quien vuelve al mundo tras estar fuera del mundo, salgo del cementerio de Plainpalais. Dejando que el azar guíe mis pasos, camino por la calle de la Sinagoga, llego hasta la Place de Neuve. Un joven se me acerca, sonríe, pregunta algo que no entiendo, y de pronto, cuando tras excusarme trato de seguir mi camino, me detiene alzando una pierna, como en un paso de ballet, inclina luego la cabeza y me ofrece en la mano una cámara fotográfica. Digo que no, gracias, que no quiero comprar nada, y entones me doy cuenta que es mi propia cámara. La recojo asombrado y él, sin dejar de sonreír, se da la vuelta y se aleja hacia el parque de Les Bastions. Antes de desaparecer entre los habituales jugadores de ajedrez, se vuelve y me saluda, como en un escenario.


            Aquella noche soñé con él y con el diablo del Jardín Botánico y con María Kodama. Había pasado la tarde siguiendo las huellas de Borges: el número 28 de la Gran-Rue, adonde fue trasladado para que no muriera en un hotel (el dueño se negó a que colocaran una placa de homenaje en la fachada); el número 7 de la calle Ferdinand Hotler, donde pasó su adolescencia (desde las ventanas del edificio se contemplan la cúpulas doradas de la iglesia rusa); el cercano Colegio Calvino, ahora en obras, en uno de cuyos muros, todos ellos abundantemente grafiteados, se lee una frase de Woody Allen: “Yo tengo preguntas para todas vuestras respuestas”; el hotel Les Armures, en una esquina desde la que se divisa la fachada neoclásica de la catedral, que lo acogió alguna vez (su hotel habitual, L’Arbalète, ya no existe).


También la verdad se inventa, como en el cuento de Emma Zunz, con su falsa violación verdadera. Todo el borgiano epílogo ginebrino del escritor no fue más que un invento de una mujer, María Kodama, que quiso apartarle de amigos y familiares para que nada escapara a su codicia. Incluso llegó a demandar a Fani, la sirvienta que se había ocupado de la madre valetudinaria y del hijo ciego durante casi cuarenta años, porque presuntamente se había llevado, al ser desalojada del apartamento de la calle Maipú en que compartió toda su vida con ellos, la pila de lavar, la plancha de la carne, una cacerola, papel higiénico, una escoba y un reloj de pared.
            El macho cabrío del Jardín Botánico tenía la cara de María Kodama, la secuestradora de Ginebra. Pero su cara de pronto cambiaba y era la del propio Borges, niño egoísta, a quien nada le importaban ya los amigos de siempre, la sirvienta fiel, el remoto Buenos Aires al que no le unía el amor, sino el espanto.
            La placa que no dejaron colocar en el número 28 de la Gran-Rue se colocó al lado, en el número 26, donde hay una panadería y una cafetería de hermoso nombre: el Jardín del Edén.


            Soñé con el diablo, con Borges y con María Kodama y con una extraña tumba en Plainpalais que era la tumba de Dios (un dios que tenía las barbas dionisíacas de Federico Nietezsche) y cuyo epitafio comenzaba así: “Here lies a tyrant whom some called a devil”.    
            Mientras tomaba un café en el Jardín del Edén traté de reconstruir aquel epitafio, visto en sueños, pero quizá leído antes en alguna parte, y del que solo recordaba con claridad el primer verso: “Aquí yace un tirano al que algunos llamaron el demonio. / Con abrazos de serpiente cautivó nuestra vida. / Ahora está muerto, y el mundo carece de maldad, / porque no existe el mundo”.
            Estoy en Ginebra, pero no estoy en Ginebra, sino en una cárcel con libros en vez de muros. Paso unas páginas, y tras cruzar un arco, me encuentro con el alargado jardín sobre las murallas que frecuentaban los protagonistas de El mundo es ansí, la novela de Baroja: “Muchas veces los dos iban a pasear a la Treille, a contemplar sus terrazas llenas de flores. El sol dorado del crepúsculo brillaba en las cristalerías de las antiguas mansiones de la Cité; los árboles del paseo de los Bastiones iban despojándose de sus hojas amarillas y mostrando sus troncos negros entre el ramaje desnudo. Reinaba una calma y una melancolía profunda en las tardes otoñales. Enfrente, marcaba en el horizonte azul su lomo blanco de nieve el monte Saleve”.
            No menos melancólica que en otoño resulta en la tarde del fresco verano la Promenade de la Treille. Unas páginas más abajo, se encuentra el parque de Les Bastions. Dispersos grupos juveniles tendidos en la yerba, un malabarista que ensaya alguno de sus números, solitarios ciclistas; en la fachada de la Universidad, la inscripión que tanto gustaba a la madre de Albert Cohen: “Le peuple de Genève, en consacrant cet édifice aux études supérieures, rend hommage aux bienfaits de l’instruction, garantie fundamental de ses libertés”.


            Me senté en un banco, incapaz de resistirme a las ensoñaciones tristes, a la voluptuosidad de la melancolía y la desesperación. De pronto, una de las bolas blancas que lanza al aire el malabarista se acerca rodando hasta mis pies. Viene a recogerla. Al levantarse, me ofreció algo. Era mi teléfono móvil. Pensé que se me había caído. Le di las gracias, pero él entonces me mostró las dos manos vacías, las juntó y al abrirlas apareció en ellas mi cartera. La recupere asombrado. “¿Cómo lo haces?”, dije. Dio una voltereta en el aire y se quedó boca abajo, con los pies en alto.
            Permaneció así mucho tiempo, o eso me pareció. Luego se puso en pie, recogió la bola blanca, me arrojó un manojo de llaves (las que yo llevaba en el bolsillo) y despacio volvió de nuevo al lugar donde hacía sus ejercicios.
            Si era el diablo, estaba claro que nada de mí le interesaba, y menos que nada mi alma, que yo estaba dispuesto a entregarle a cambio de nada.