---¿Qué
interés puede tener un libro como La emperatriz Eugenia íntima, que el
pasado sábado encontré en un mercadillo de León? En principio, puede parecer el
mismo que una colección apolillada de Hola o almibaradas películas del
tipo ¿Dónde vas Alfonso XII o Sissi, emperatriz? Pero a mí me
fascina todo lo que tenga que ver con la historia privada de las naciones y, en
particular, con el Segundo Imperio.
--A ti te fascinan todos los fastos
imperiales, Martín. No me extraña que admiraras a Mao y sigas admirando a Chaves
y Napoleón.
---¿A Mao? Ni siquiera como poeta. La
primera novela de Baroja que leí no fue ninguna de las famosas, sino Las
tragedias grotescas, que transcurre durante el Segundo Imperio. Todavía
recuerdo las conversaciones entre don Fausto, el protagonista y su amigo Yarza.
“Estas grandes ciudades no enseñan más que una cosa, que hay que tener dinero”,
decía Yarza. Un día fueron de excursión al parque de Saint-Cloud y desde la
terraza contemplaban París inundada por el sol. “¡Qué admirable ciudad!”, dijo
don Fausto. “Sí, qué admirable sería saquearla”, respondió Yarza.
---¿Y qué intimidades se nos cuentan
de esa famosa Eugenia de Montijo de la que tanto hablan las coplas?
---Tuvo su importancia política, por
tres veces ocupó la regencia. Ella fue quien llevó al imperio a su mayor
gloria, con la inauguración del estrecho de Suez, y al desastre de Sedán.
Cuando el desfile triunfal por el estrecho, escoltada por barcos de todas las
naciones, casi como si fuera la emperatriz del mundo, unos marineros españoles
tuvieron la idea de acercarse en barca a su navío y darle una serenata. Al oír
las primeras coplas, Eugenia se asomó a la portilla de su camarote y para
sorpresa de todos unió su voz a la del improvisado cantaor: “La pena y lo que
no es pena / todo es pena para mí…”. Todo fue pena para ella en el medio siglo
que siguió viviendo después de que acabara su papel en la historia.
---Veo que hay una página marcada
por un menú con el escudo real.
---Me ha divertido comparar lo que
se servía en las comidas palaciegas de entonces con lo que se come en las de
ahora, si he de juzgar por las poquísimas a las que yo he asistido. Os leo:
“Había cuatro servicios dobles, es decir, dos sopas, cuatro principios, dos
segundos platos, dos asados…”. Parece
que no se preocupaban de guardar la línea. En el Palacio Real de Madrid, la
comida del pasado 22 de abril, consistió en sopa de tomate, suprema de merluza
y un poco de queso ahumado con nueces y membrillo. Pero en ambos casos, “el
servicio se hacía con tanta prontitud y orden que las comidas más espléndidas
no duraban más que tres cuartos de hora”.
---Pues en Madrid no me extraña,
pero en París no me parecen que tuvieran tiempo de masticar adecuadamente.
---También está la historia de Home,
el espiritista que hacía girar mesas, volar candelabros y oír músicas
celestiales que nadie parecía interpretar. Un marqués le prometió una fortuna
si le ponía en contacto con su amada, que había muerto hacía poco. “Venid esta
noche a mi casa y hablaréis con ella”. Le mandó pasar a una habitación y le
dijo que se acostara. A la mañana siguiente, en el dormitorio se encontraron
dos cadáveres: el del marqués y el de una joven de sonrisa angelical vestido
aún con la mortaja de su entierro.
---Con esos libros que te gusta
leer, no me extraña que te aburran las novelas, Martín. ¿Cómo seleccionas tus
lecturas?
---El libro que voy a leer por la
tarde, me suele estar esperando, sin que yo sepa siquiera que existe, por la
mañana en la librería. Hoy, antes de Los Porches, he pasado por Cervantes y
nada más hojear Con la vida por detrás, de Antoine Compagnon, sé que
está escrito para mí. Nació en 1950, se jubiló el mismo año que yo y este
libro, que reúne su último curso en el Colegio de Francia, habla de la vejez en
la literatura y en el arte. de las obras finales de Tiziano o de Rembrandt, de
Chateaubriand o de Gide, a veces obras maestras con un brillo distinto, lo
“sublime senil”, y otras senilidad y decadencia a secas.
---Y lo que tú escribes ahora,
¿dónde lo incluyes’
---Ni en lo sublime ni en lo senil,
me parece. Yo sigo en mi tono habitual, quizá con algo más de diplomacia, pero
no estoy muy seguro.
---Tú has sido muy cruel con los
escritores viejos. Recuerdo lo que dijiste del Dámaso Alonso de Duda y
afirmación sobre el Ser Supremo o del Jorge Guillén de Final, incluso
afirmaste que incluía algunos de los peores poemas de la literatura española.
¿No te arrepientes?
---No.
---¿Ni siquiera de burlarte de los
últimos libros de Luis Alberto de Cuenca?
---No me he burlado, solo he
deplorado que entre sus innumerables amigos y estudiosos no haya alguno capaz
de asesorarle adecuadamente.
---A tu edad, ya pocos poetas
publican algo que valga la pena. ¿No estás pensando en retirarte?
---A mi edad Borges publicaba sus
mejores libros de poemas.
---Pero tú no eres Borges. Ni
Pessoa.
---Y bien que lo siento.
---Cambiemos de tema, Martín. Yo he
comenzado a leer este otro libro que tienes aquí, El último vuelo, de
Fernando Castillo. ¿Qué te parece?
---El tema no puede ser más
sugerente, Enrique. Habla de los últimos dirigentes republicanos que
abandonaros la Península y de los fugitivos de la Alemania nazi y la Francia
colaboracionista. Fernando Castillo, historiador, no escribe novelas, pero es
nuestro Patrick Modiano.
---Demasiado minucioso para mi
gusto. Se pierde uno entre tantos personajes y personajillos. Yo prefiero sus
libros sobre Biarritz o Tánger. A veces me recuerda a Juan Manuel Bonet, otro
escritor que gusta de acumular fichas y más fichas, Lo edita Abelardo Linares,
que anda ahora metido en una hilarante polémica a propósito de unas crónicas de
Chaves Nogales recientemente rescatadas y restauradas. ¿Qué opinas de Abelardo
como editor?
---Que es un excelente poeta y
también un poeta, o un Quijote, de la edición. Debería escribir sus memorias. A
mí me gustan mucho las memorias de editores. Las últimas que he leído son las
de Jacobo Muchnik, Editing, que encontré en un saldo de libros a un euro
(sorprende la cantidad de obras maestras o simplemente curiosas que pueden
encontrarse por ese precio). Muy seguro de sí mismo, escribe con precisión e
inteligencia. Esto le dijo Manuel Aguilar: “El negocio editorial no se basa en
la cantidad de gentes que leen libros que no les cuestan nada, porque nunca los
compran, sino en esos otros que compran libros con la sana intención de
leerlos, aunque no los lean nunca”. Y Robert Laffont: “La relación con los
autores se parece a cualquier relación de pareja. Muy agradable y llena de
ilusiones al principio. Después, los gruñidos, los reproches, el descontento.
Los esfuerzos que el editor hace en favor del autor no valen nada, son bien
pronto reducidos a obligaciones incumplidas. Es como si, tarde o temprano, la
verdadera cosecha del editor tuviese que ser la ingratitud”. Pero en Editing
no hay solo editores y autores, hay también una mágica presencia que ni
siquiera se anuncia en el índice. Qué sorpresa entrar en casa de Arthur Miller
y encontrarse con Marilyn Monroe como anfitriona.
---Creo que tú escribiste algunos
poemas suyos. Llevan años circulando por la red, a su nombre, y son muy leídos.
--No los escribí yo, solo le ayudé a
escribirlos. Alguno todavía lo recuerdo: “Soñamos con que nos quieran, /
soñamos con amar a alguien, / pero es solo un mal sueño / del que conviene
despertar. / La quimera del amor / ha hecho más daño al mundo / que lobos y que
ratas y asesinos feroces”. Amigo, traductor y editor de Arthur Miller, Jacobo
Muchnik le visitaba siempre que pasaba por Nueva York: “El criado me abría la
puerta, pero inmediatamente aparecía Marilyn, resplandeciente como si de veras
le acompañara una enceguecedora y misteriosa aureola; siempre solícita,
cariñosa. Me tomaba del brazo, me introducía en el estudio de Arthur sin dejar
de preguntarme por mi esposa, por mi hija y por mi olvidada úlcera de estómago.
Me dejaba con Arthur, anunciaba que iba a salir de compras, se iba y al cabo de
un buen rato reaparecía para ir a la calle, con gafas oscuras ‘para no ser
reconocida’ y con un gran vaso de leche”. Había oído que era bueno para la
úlcera de estómago y nunca se olvidaba de traérselo. Jacobo Muchnik nos ofrece
dos o tres estampas de aquella felicidad doméstica que no duró demasiado. Una
vez Marilyn leyó en el diario de Arthur Miller, dejado a la vista como por
descuido, que en ocasiones se avergonzaba de ella, de su ignorancia. No fue
capaz de superar aquel golpe de quien tanto admiraba. Era una estrella, pero
seguía siendo una niña desvalida. “Si alguien te preguntara cómo es verdaderamente
Marilyn Monroe, ¿qué le contestarías?”, le preguntó a Truman Capote. “Seguro que
dirías que una estúpida, una sentimental”. “Por supuesto –le respondió--, pero
también diría que eras una hermosa criatura, más hermosa aún por dentro que por
fuera”.