Dos cafés llevan en Estambul el nombre de Pierre Loti y los
dos están junto a un cementerio. Uno, el que dicen que frecuentaba el escritor,
en la apartada colina de Eyüb, al fondo del Cuerno de Oro; el otro, muy céntrico,
en Divan Yolu, la calle del tranvía, frente al majestuoso cementerio de Mahmud
II, visitable día y noche, donde están enterrados tres sultanes.
La historia
que me propongo contar, o mejor no contar (no quiero acabar de mala manera),
comienza en este último, en el que a mí me gustaba cenar (siempre había alguna
joven sola, escribiendo en su portátil y fumando de la pipa de agua, con la que
me habría gustado conversar), para luego tomar un té de manzana en el café al
aire libre en lo alto del cementerio mientras contemplo cómo la luna y algún
raro curioso se paseaban entre las tumbas y el olor a jazmín.
Pierre Loti
fue un personaje curioso, que hizo soñar a los lectores de su tiempo
–especialmente a las lectoras– y que hoy nos hace sonreír. Era oficial de la
Marina francesa y a bordo de un navío de guerra recorrió los siete mares. Supo
aprovechar su experiencia para describir paisajes exóticos y para fantasear sentimentales
aventuras. Su primera novela, la que de un día para otro le hizo célebre, Aziyadé, de 1879, transcurre en
Estambul. A ella vuelve con Fantasma de
Oriente, el libro que yo leía cuando me encontré con Pedro Cubillo. Comencé
a leerlo con una sonrisa irónica, pero acabó haciéndome llorar.
Los amores
clandestinos con Aziyadé –una hermosa joven turca– terminaron bruscamente cuando Pierre Loti (que
en realidad se llamaba Julien Viaud) tuvo que partir de la ciudad. Volvió diez
años después y en Fantasma de Oriente nos
cuenta sus intentos de reencontrar a la amada, con la que había perdido el
contacto tras el intercambio de unas pocas cartas.
Desde su
hotel en Pera contempla, en la otra orilla del Cuerno de Oro, “el santo
arrabal” en que transcurrieron sus amores: “Los diez años que me separan del
tiempo en que yo vivía en él acaban de desvanecerse tan por completo que hasta
me forjo la ilusión de volver allá, a mi casa, entre rostros familiares. Iré a
sentarme al antiguo cafetín en que Achmet y yo pasábamos las veladas de
invierno, en compañía de derviches, recitadores de fantásticas historias de
encantamiento”.
En un
esquife atraviesa las tranquilas aguas. Pero nada de lo que se encuentra es
igual a como él lo había dejado: “Mi casa vieja, y las dos o tres que la
rodeaban, ya no existen. No había previsto yo esta destrucción y siento que mi
corazón se oprime. Echo pie a tierra, tratando de orientarme, de reconocer
alguna cosa. ¿Dónde está el cafetín de los derviches narradores de historias?
En el lugar que ocupaba se alza ahora un gran muro blanco que yo no conocía, un
cuartel flamante custodiado por centinelas”.
El café de
la colina de Eyüp, que no se pierden los turistas más enterados, con sus
camareros vestidos a la turca y su decoración decimonónica, parece que es tan
auténtico como la casa de la Virgen en Éfeso. Pero las hermosas vistas, la
mezquita y el cementerio siguen siendo verdaderos.
Yo acabé
leyendo Fantasma de Oriente con lágrimas en los ojos, ya dije. Julio
Camba, que estuvo por aquí el año 1908, cuando los Jóvenes Turcos impusieron un
gobierno constitucional al Imperio Otomano, se burlaba de Pierre Loti, enamorado
de un pintoresquismo que solo era atraso y miseria. Pero Loti fue un verdadero
amigo de los turcos y en las diversas guerras balcánicas siempre se puso de su
lado, aunque eso supusiera enfrentarse a su propio país.
Junto a la
terraza del café, discurría la animación de Divan Yolu y yo, que cenaba solo,
me entretenía observando a los transeúntes, entre los que no abundaban demasiado
–contra lo que pudiera pensarse– los turistas. Se reconocían por su pintoresco
atavío. Uno de ellos –camisa floreada, pantalones cortos, gorra y gafas de sol,
aunque ya era de noche– se detuvo frente a mí, sorprendido.
–-¿Qué
haces aquí? A estas horas deberías estar sentado en el Vetusta o comprando en
el Mercadona del Fontán.
Tardé en
reconocerle y, cuando creí hacerlo, tuve mis dudas. Si era quien yo creía que
era, hacía más de treinta años que no nos veíamos.
–-¿Cubillo?
¿Pedro Cubillo López?
––¡José
Luis García Martín!
Había
entrado en el café y me abrazó muy efusivamente. Estudiamos juntos en la
Universidad allá por los primeros años setenta y, en aquel entonces, todavía
había profesores que pasaban lista –parece que no tenían cosa mejor que hacer–
y el sonsonete completo de nuestros nombres se nos había quedado en la cabeza.
Yo
estudiaba y trabajaba, eran muchas las clases que me veía obligado a perder.
Cubillo –le llamábamos así por el apellido– no se perdía una. A menudo tenía
que recurrir a él para que me prestara los apuntes. Luego supe que también
trabajaba y que su trabajo consistía en tomar buena nota de lo que decían
ciertos alumnos y determinados profesores díscolos. Era policía, de la Brigada
Político Social, y pronto lo supimos todos. Muchos se apartaron de él, pero yo
seguí siendo su amigo. Conmigo se portó siempre bien e informó favorablemente
–“solo le interesa los libros, no se mete en política”– cuando yo tuve un serio
percance con la justicia militar en los últimos tiempos de la dictadura.
Perdí
contacto con Pedro Cubillo hace muchos años. Me imaginaba –su trabajo, como a mí
el mío, no le impedía ser buen estudiante– que se habría jubilado como profesor
de secundaria.
––¡Ya me
habría gustado! No tuve suerte en las oposiciones. O quizá no fue solo cosa de
mala suerte. El haber sido policía con Franco no era un buen aval para los
recién conversos a la democracia. Acabé en una empresa de seguridad privada, en
ella me jubilé. Hicimos trabajos que se pagaron bastante bien. No me quejo. Seguro
que los ahorrillos que tengo yo para la jubilación no los tienes tú en la tuya.
––¡Yo aún
no estoy jubilado!
––Pues no
te quedará mucho. Alguna vez he pensado en escribir mis memorias, materia no
falta, pero lo más interesante no lo puedo contar. Acabaría como el comisario
Villarejo, para el que, por cierto, hice algunos trabajitos.
––Por
ejemplo…
––No te
empeñes, que no te voy a contar nada. ¡Bueno eres tú! Acabaría en tu diario,
que yo leo todas las semanas, por eso me sé al dedillo tu vida. ¿Recuerdas
aquella obra de Gregorio Martínez Sierra sobre la que hiciste un trabajo para
Martínez Cachero? No recuerdo su título, era una obra en un acto, muy poco
conocida, que nada tenía que ver con el meloso teatro de ese señor que firmaba
los trabajos que escribía su señora. Tú la comparaste con los esperpentos de
Valle-Inclán. Describía la juerga de unos señoritos con varias prostitutas. Una
de las gracias que hacían era colgarlas boca abajo, sujetándolas por los pies,
de alguna ventana o de algún palco, no recuerdo bien. Una de aquellas pobres
infelices se resbala de las manos del borracho que la sujeta y muere. Tú
investigaste y llegaste a descubrir que algo así había ocurrido en una fiesta
en la que participaba un futuro Grande de España, en 1905 o 1907. La policía
declaró que había sido un accidente y no pasó nada. Yo viví algo semejante,
pero de eso no puedo contarte nada, aquí en Estambul, en uno de esos palacios
fabulosos de la orilla del Bósforo. Fue en los años ochenta, con Felipe
González como presidente. Pero me parece que ya te estoy contando demasiado.
¡Bueno eres tú! La fiesta era de esa que dejan a las de las Mil y una Noches a
la altura de un bodorrio de pueblo. Entre los invitados había algún príncipe
saudí, un magnate mexicano del petróleo y un político español –no te voy a
decir de quién se trataba– que, aparte de su guardia oficial a cargo del
contribuyente, nos había contratado a nosotros, también a cargo del
contribuyente.
––Me estás
contando demasiado, Cubillo. No me cuentes más, que no quiero tener que acabar
pidiendo amparo a la justicia europea.
––Pues
hablemos de otra cosa. A mí me divierte mucho ese empeño tuyo de tener razón
contra todo el mundo, ya de estudiante eras así. Recuerdo cuando, a la salida
de clase, te pusiste a discutir con Gustavo Bueno sobre alguna de sus rotundas
afirmaciones y se indignó tanto que gesticulaba como si estuviera dispuesto a
pasar a las manos. Amigo Martín, si los catedráticos de Derecho Constitucional,
los jueces, los fiscales, los políticos y los contertulios de la Sexta dicen
que, acuerdo con la Constitución, el rey de España puede –hablando en hipótesis,
por supuesto– cobrar comisiones ilegales, malversar caudales públicos, incluso
atracar bancos o asesinar prostitutas sin que le pueda juzgar pues será que la
Constitución afirma eso. No pretendas se más papista que el papa.
––¡La
Constitución no afirma tal cosa! La inviolabilidad del rey se refiere solo a
sus actos como jefe del Estado, los que han de ser refrendados por el gobierno.
De su vida privada no dice nada la Constitución y por eso el código penal se le
ha de aplicar como a cualquier ciudadano. Lo único que no está claro es que
tribunal ha de juzgarle, eso lo ha de decidir el Constitucional cuando un juez
le haga la correspondiente consulta.
––¡No te
metas en camisa de once varas, amigo Martín! Si los españolitos de bien están
contentos con una Constitución que, según ellos, no según ella ni según tú,
permitiría –no se ha dado el caso, pero podría darse, fiarlo todo al azar de la
genética es lo que tiene– a un Calígula ser jefe del Estado español, pues con
su pan se lo coman. ¿Conoces el verdadero café de Pierre Loti, no este, que
podría estar en cualquier parte, que parece un McDonald’s o, peor aún, un Starbucks? Te invito a tomar
allí una copa contemplando como riela la luna en el Cuerno de Oro.