sábado, 25 de agosto de 2018

La verdadera historia: Incidente en Estambul



Dos cafés llevan en Estambul el nombre de Pierre Loti y los dos están junto a un cementerio. Uno, el que dicen que frecuentaba el escritor, en la apartada colina de Eyüb, al fondo del Cuerno de Oro; el otro, muy céntrico, en Divan Yolu, la calle del tranvía, frente al majestuoso cementerio de Mahmud II, visitable día y noche, donde están enterrados tres sultanes.
            La historia que me propongo contar, o mejor no contar (no quiero acabar de mala manera), comienza en este último, en el que a mí me gustaba cenar (siempre había alguna joven sola, escribiendo en su portátil y fumando de la pipa de agua, con la que me habría gustado conversar), para luego tomar un té de manzana en el café al aire libre en lo alto del cementerio mientras contemplo cómo la luna y algún raro curioso se paseaban entre las tumbas y el olor a jazmín.
            Pierre Loti fue un personaje curioso, que hizo soñar a los lectores de su tiempo –especialmente a las lectoras– y que hoy nos hace sonreír. Era oficial de la Marina francesa y a bordo de un navío de guerra recorrió los siete mares. Supo aprovechar su experiencia para describir paisajes exóticos y para fantasear sentimentales aventuras. Su primera novela, la que de un día para otro le hizo célebre, Aziyadé, de 1879, transcurre en Estambul. A ella vuelve con Fantasma de Oriente, el libro que yo leía cuando me encontré con Pedro Cubillo. Comencé a leerlo con una sonrisa irónica, pero acabó haciéndome llorar.
            Los amores clandestinos con Aziyadé –una hermosa joven turca–  terminaron bruscamente cuando Pierre Loti (que en realidad se llamaba Julien Viaud) tuvo que partir de la ciudad. Volvió diez años después y en Fantasma de Oriente nos cuenta sus intentos de reencontrar a la amada, con la que había perdido el contacto tras el intercambio de unas pocas cartas.
            Desde su hotel en Pera contempla, en la otra orilla del Cuerno de Oro, “el santo arrabal” en que transcurrieron sus amores: “Los diez años que me separan del tiempo en que yo vivía en él acaban de desvanecerse tan por completo que hasta me forjo la ilusión de volver allá, a mi casa, entre rostros familiares. Iré a sentarme al antiguo cafetín en que Achmet y yo pasábamos las veladas de invierno, en compañía de derviches, recitadores de fantásticas historias de encantamiento”.
            En un esquife atraviesa las tranquilas aguas. Pero nada de lo que se encuentra es igual a como él lo había dejado: “Mi casa vieja, y las dos o tres que la rodeaban, ya no existen. No había previsto yo esta destrucción y siento que mi corazón se oprime. Echo pie a tierra, tratando de orientarme, de reconocer alguna cosa. ¿Dónde está el cafetín de los derviches narradores de historias? En el lugar que ocupaba se alza ahora un gran muro blanco que yo no conocía, un cuartel flamante custodiado por centinelas”.
            El café de la colina de Eyüp, que no se pierden los turistas más enterados, con sus camareros vestidos a la turca y su decoración decimonónica, parece que es tan auténtico como la casa de la Virgen en Éfeso. Pero las hermosas vistas, la mezquita y el cementerio siguen siendo verdaderos.
            Yo acabé leyendo Fantasma de Oriente  con lágrimas en los ojos, ya dije. Julio Camba, que estuvo por aquí el año 1908, cuando los Jóvenes Turcos impusieron un gobierno constitucional al Imperio Otomano, se burlaba de Pierre Loti, enamorado de un pintoresquismo que solo era atraso y miseria. Pero Loti fue un verdadero amigo de los turcos y en las diversas guerras balcánicas siempre se puso de su lado, aunque eso supusiera enfrentarse a su propio país.
            Junto a la terraza del café, discurría la animación de Divan Yolu y yo, que cenaba solo, me entretenía observando a los transeúntes, entre los que no abundaban demasiado –contra lo que pudiera pensarse– los turistas. Se reconocían por su pintoresco atavío. Uno de ellos –camisa floreada, pantalones cortos, gorra y gafas de sol, aunque ya era de noche– se detuvo frente a mí, sorprendido.
            –-¿Qué haces aquí? A estas horas deberías estar sentado en el Vetusta o comprando en el Mercadona del Fontán.
            Tardé en reconocerle y, cuando creí hacerlo, tuve mis dudas. Si era quien yo creía que era, hacía más de treinta años que no nos veíamos.
            –-¿Cubillo? ¿Pedro Cubillo López?
            ––¡José Luis García Martín!
            Había entrado en el café y me abrazó muy efusivamente. Estudiamos juntos en la Universidad allá por los primeros años setenta y, en aquel entonces, todavía había profesores que pasaban lista –parece que no tenían cosa mejor que hacer– y el sonsonete completo de nuestros nombres se nos había quedado en la cabeza.
            Yo estudiaba y trabajaba, eran muchas las clases que me veía obligado a perder. Cubillo –le llamábamos así por el apellido– no se perdía una. A menudo tenía que recurrir a él para que me prestara los apuntes. Luego supe que también trabajaba y que su trabajo consistía en tomar buena nota de lo que decían ciertos alumnos y determinados profesores díscolos. Era policía, de la Brigada Político Social, y pronto lo supimos todos. Muchos se apartaron de él, pero yo seguí siendo su amigo. Conmigo se portó siempre bien e informó favorablemente –“solo le interesa los libros, no se mete en política”– cuando yo tuve un serio percance con la justicia militar en los últimos tiempos de la dictadura.
            Perdí contacto con Pedro Cubillo hace muchos años. Me imaginaba –su trabajo, como a mí el mío, no le impedía ser buen estudiante– que se habría jubilado como profesor de secundaria.
            ––¡Ya me habría gustado! No tuve suerte en las oposiciones. O quizá no fue solo cosa de mala suerte. El haber sido policía con Franco no era un buen aval para los recién conversos a la democracia. Acabé en una empresa de seguridad privada, en ella me jubilé. Hicimos trabajos que se pagaron bastante bien. No me quejo. Seguro que los ahorrillos que tengo yo para la jubilación no los tienes tú en la tuya.
            ––¡Yo aún no estoy jubilado!
            ––Pues no te quedará mucho. Alguna vez he pensado en escribir mis memorias, materia no falta, pero lo más interesante no lo puedo contar. Acabaría como el comisario Villarejo, para el que, por cierto, hice algunos trabajitos.
            ––Por ejemplo…
            ––No te empeñes, que no te voy a contar nada. ¡Bueno eres tú! Acabaría en tu diario, que yo leo todas las semanas, por eso me sé al dedillo tu vida. ¿Recuerdas aquella obra de Gregorio Martínez Sierra sobre la que hiciste un trabajo para Martínez Cachero? No recuerdo su título, era una obra en un acto, muy poco conocida, que nada tenía que ver con el meloso teatro de ese señor que firmaba los trabajos que escribía su señora. Tú la comparaste con los esperpentos de Valle-Inclán. Describía la juerga de unos señoritos con varias prostitutas. Una de las gracias que hacían era colgarlas boca abajo, sujetándolas por los pies, de alguna ventana o de algún palco, no recuerdo bien. Una de aquellas pobres infelices se resbala de las manos del borracho que la sujeta y muere. Tú investigaste y llegaste a descubrir que algo así había ocurrido en una fiesta en la que participaba un futuro Grande de España, en 1905 o 1907. La policía declaró que había sido un accidente y no pasó nada. Yo viví algo semejante, pero de eso no puedo contarte nada, aquí en Estambul, en uno de esos palacios fabulosos de la orilla del Bósforo. Fue en los años ochenta, con Felipe González como presidente. Pero me parece que ya te estoy contando demasiado. ¡Bueno eres tú! La fiesta era de esa que dejan a las de las Mil y una Noches a la altura de un bodorrio de pueblo. Entre los invitados había algún príncipe saudí, un magnate mexicano del petróleo y un político español –no te voy a decir de quién se trataba– que, aparte de su guardia oficial a cargo del contribuyente, nos había contratado a nosotros, también a cargo del contribuyente.
            ––Me estás contando demasiado, Cubillo. No me cuentes más, que no quiero tener que acabar pidiendo amparo a la justicia europea.
            ––Pues hablemos de otra cosa. A mí me divierte mucho ese empeño tuyo de tener razón contra todo el mundo, ya de estudiante eras así. Recuerdo cuando, a la salida de clase, te pusiste a discutir con Gustavo Bueno sobre alguna de sus rotundas afirmaciones y se indignó tanto que gesticulaba como si estuviera dispuesto a pasar a las manos. Amigo Martín, si los catedráticos de Derecho Constitucional, los jueces, los fiscales, los políticos y los contertulios de la Sexta dicen que, acuerdo con la Constitución, el rey de España puede –hablando en hipótesis, por supuesto– cobrar comisiones ilegales, malversar caudales públicos, incluso atracar bancos o asesinar prostitutas sin que le pueda juzgar pues será que la Constitución afirma eso. No pretendas se más papista que el papa.
            ––¡La Constitución no afirma tal cosa! La inviolabilidad del rey se refiere solo a sus actos como jefe del Estado, los que han de ser refrendados por el gobierno. De su vida privada no dice nada la Constitución y por eso el código penal se le ha de aplicar como a cualquier ciudadano. Lo único que no está claro es que tribunal ha de juzgarle, eso lo ha de decidir el Constitucional cuando un juez le haga la correspondiente consulta.
            ––¡No te metas en camisa de once varas, amigo Martín! Si los españolitos de bien están contentos con una Constitución que, según ellos, no según ella ni según tú, permitiría –no se ha dado el caso, pero podría darse, fiarlo todo al azar de la genética es lo que tiene– a un Calígula ser jefe del Estado español, pues con su pan se lo coman. ¿Conoces el verdadero café de Pierre Loti, no este, que podría estar en cualquier parte, que parece un McDonald’s o, peor aún, un Starbucks? Te invito a tomar allí una copa contemplando como riela la luna en el Cuerno de Oro.




domingo, 19 de agosto de 2018

La verdadera historia; El milagro de Éfeso




Ana Catalina Emmerick fue una monja alemana que, sin haber estado nunca allí, describió minuciosamente la casa cerca de Éfeso en la que la virgen María pasó sus últimos años.
            Heinrich Schliemann fue un comerciante aficionado a la arqueología que, tras quedar fascinado cuando niño con la lectura de la Iliada, descubrió Troya, encontró el tesoro de Príamo, adornó con él a su joven esposa griega, Sophía, con la que tuvo dos hijos, Andrómaca y Agamenón.
            Durante muchos años soñé yo con una torre con reloj junto a la cual, a media noche, esperaba a un desconocido. Me despertaba siempre cuando oía sus pasos acercándose.
            Y esa torre la entreví de pronto desde la ventanilla del coche que me traía de Éfeso, donde había visitado la casa de la Virgen, y el día antes de partir hacia la colina de Hisarlik, donde visitaría las ruinas de Troya. “Algo que no se llama azar rige estas cosas”, pensé con Borges.
            La torre estaba en Çanakkale, junto a los Dardanelos, y ese mismo día, cerca de la media noche, abandoné el hotel para dirigirme a ella. Durante largo rato, mientras poco a poco se iba calmando el bullicio veraniego de la ciudad, esperé la llegada del desconocido.
            No se me acercó nadie, pero a la mañana siguiente, sentado en un banco frente al canal y la península de Gallipoli, mientras a la memoria me venían los versos de Espronceda (“Asia a un lado, al otro Europa, / y allá a su frente Estambul”), un desconocido de cabellos blancos y piel curtida se paró frente a mí, me llamó por mi nombre y me saludó en italiano. Ante mi extrañeza, bastaron dos palabras suyas –Perugia, 1980-- para que un tiempo remoto se me hiciera súbitamente presente.
            ––¡Ibrahim!, dije.
            Y él me abrazó y me dio dos besos. Fuimos muy amigos en aquellos días de la Università per Stranieri. Él me presentó a sus amigos turcos, entre ellos a uno que pronto se haría famoso, Ali Agca, el autor del atentado contra el Papa un 13 de mayo de 1981. Cuando vi su rostro en las primeras páginas de los periódicos y en los telediarios, ya de regreso a España, la verdad es que me sobresalté un poco, incluso temí que me involucraran en los hechos. De mi amigo Ibrahim supe que lo habían detenido, acusado no sé si de participación también en el atentado o solo de ser miembro o simpatizante de una organización llamada los Lobos Grises, y dejé de tener cualquier contacto con él. Y ahora estaba ante mí, sonriente, contento de verme, olvidado, si alguna vez lo tuvo, de cualquier resentimiento por aquella brusca ruptura.
            La sonrisa le rejuvenecía, y el brillo de los ojos, que seguía siendo el mismo de hace casi cuarenta años. Le hablé de la torre del reloj que aparecía en mi sueño y de la casa de la Virgen, que acababa de visitar, y de las ruinas de Troya, que conocería por fin al día siguiente. Soltó una carcajada.
            ––¿Ahora crees en esas patrañas? No eres el Martín que yo conocía. Debe ser cosa de la edad. La llamada casa de la Vírgen es, en realidad, una capilla bizantina del siglo VI o VII. Supuestamente, el lugar lo describió una monjita histérica en 1822 y en 1892 lo encontraron dos sacerdotes de un colegio de Esmirna siguiendo sus palabras. Pura superchería. Nadie parece haber leído el libro de 1852, Vida de la bienaventurada virgen María, en el que Clemens Brentano, el amanuense de la beata, reunió y reescribió sus visiones. En él se nos dice que la Virgen no vivía sola, sino en una aldea con casas diseminadas y con familias refugiadas en cuevas a causa de una persecución. También afirma que muy cerca había un castillo en el que vivía un rey destronado con quien el apóstol Juan charlaba a menudo. ¿Dónde están esas cuevas, dónde ese castillo? ¿Quién era el rey destronado? Lo único verdadero es que la capilla está en un alto y rodeada de bosques, algo muy propio de todas las capillas. Los libros escritos en colaboración por la monja de las llagas y el escritor romántico alemán son una curiosa saga novelesca, una fantasía neotestamentaria, que se lee con gusto, con pasajes emocionantes y otros disparatadamente divertidos. En el Arca de la Alianza, entre otras reliquias, coloca un hueso de Adán, que luego al parecer la Virgen llevaba siempre consigo. La única verdad en todo eso es que alrededor se ha montado un buen negocio en el que los papas, que se llevan su parte, no dejan de colaborar. Ya sabes que todos ellos se han apresurado a visitarla para asegurar los ingresos, aunque se cuidan mucho, para no hacer demasiado el ridículo, de asegurar su autenticidad. Alí Agca estaba en contra de todas las mentiras religiosas. Era un gran admirador de Atatürk. Creía que el mundo sería mejor sin Juan Pablo II, que mezclaba la religión con la política de la peor manera posible: financiaba movimientos anticomunistas con dinero negro (recuerda la quiebra del banco Ambrosiano), protegía y alentaba a personajes tan siniestros como Marcial Maciel, el de los Legionarios de Cristo, porque hacía grandes donaciones y le llenaba las plazas de jóvenes entusiastas. Ali Agca se convenció de que debía librar a la humanidad de esa lacra. Admiraba a Atatürk, ya te dije, un personaje de la talla de los héroes homéricos, que levantó un país nuevo de las ruinas del imperio otomano, que le dio la vuelta como a un calcetín a las tradiciones heredadas. Lo de la pista búlgara, que se comentó entonces, lo de la intervención de la Unión Soviética, no tiene ningún fundamento. Alí Agca actuó solo. Si lo sabré yo, que muchas noches fui testigo de sus confidencias y que a punto estuve de pasar largos años en la cárcel como él. De Atatürk hay muchas cosas a las que ni siquiera se puede aludir aquí en Turquía, se corre casi tanto riesgo como al mencionar el genocidio armenio. No se puede decir, por ejemplo, que tenía escaso interés romántico por las mujeres. No es que las minusvalorara, no. Él les concedió el derecho a voto mucho antes que otros países europeos. Pero prefería la compañía masculina, estar rodeado de camaradas jóvenes. Se casó tarde y se divorció pronto. Sus hijos son adoptados. No se le conoce ningún gran amor, ni hombre ni mujer. Su amante fue Turquía, como Hitler decía de Alemania mientras escondía a Eva Braun en la trastienda. Se le ha comparado con Hitler y con Mussolini y quizá fue tan dictador como ellos, pero era un héroe de verdad, no un sanguinario fantoche como los otros.  Murió muy pronto, a los cincuenta y siete años, de cirrosis hepática (le gustaba demasiado el raqui, nuestro licor nacional), como tu admirado Pessoa. Porque lo sigues admirando, ¿verdad? En Perugia no hacías más que hablarnos de él. Cuando se hundió el imperio otomano, al final de la Gran Guerra, cuando las potencias vencedoras se repartieron con el tratado de Sèvres, no solo el imperio, sino también territorios de la propia Turquía, Atatürk se recluyó en su tienda, estuvo días sin comer ni beber, sin hablar con nadie. Sus allegados temían que intentara suicidarse. De pronto, en medio de la noche, se oyó el aullido de un lobo gris. Y entonces ocurrió algo extraordinario. Atatürk –le llamo así, pero entonces era solo Mustafá Kemal– lanzó un aullido que sobrecogió a todos, que se oyó en la entera Turquía. Fue como si hubiera recibido una fuerza sobrenatural. Comenzó la lucha para expulsar a las potencias extranjeras que culminó en 1923 con la proclamación de la República. Ahí tienes el origen del grupo de los Lobos Grises, del que Alí Agca no era un miembro destacado, como se ha dicho, sino solo un lobo solitario.
            A Ibrahim le gustaba hablar, siempre le había gustado, y a mí escucharle. “Visité en Ankara el mausoleo de Atartük”, le dije. “Me pareció un perfecto ejemplo de arquitectura fascista”.
            ––Más bien de reinterpretación racionalista del clasicismo. Es de una solemnidad y grandiosidad que no abruman. Atatürk más que con los dictadores fascistas tiene que ver con Pedro el Grande y con los monarcas del despotismo ilustrado.
            Nos pasamos la noche entera charlando, como en los buenos días de Perugia, siempre discrepantes en todo, salvo en lo fundamental. Al día siguiente, me acompañó a visitar las ruinas de Troya. Nos reímos con el caballo de madera, lleno de ventanas a las que se asomaban los turistas para hacerse fotos.
            ––No es la Ilíada la que les trae aquí, sino la película de Brad Pitt. Y Schliemann no fue más que un megalómano y un farsante. No descubrió el lugar leyendo a Homero, se lo recomendó Frank Calbert, el cónsul británico en los Dardanelos. Aquí se encontraron las ruinas superpuestas de muchas ciudades, todas dedicadas a controlar el estrecho. Él utilizó dinamita para llegar a las más antiguas. Su tesoro de Príamo no es de Príamo, que nunca existió, sino de muchos siglos anteriores a la época de ese personaje.
            ––Schliemann sería un megalómano y un farsante, pero sin él nadie vendría ver estas ruinas tan poco espectaculares. La Troya de Homero no estuvo nunca en ninguna parte, salvo en la imaginación de quienes escribieron los versos que se le atribuyen. Estas ruinas tienen tanto que ver con Héctor y Aquiles como la casa de Julieta en Verona con Romeo y Julieta. También la verdad se inventa y a veces esa verdad inventada es la única verdad. ¿Sabes una cosa? Junto a la casa de la Vírgen, hay un muro de los deseos y una fuente milagrosa. Yo bebí de esa agua y escribí un deseo. Doblé el papel, lo colgué, y allí sigue. Si quieres volvemos a la colina de Éfeso para que veas lo que pedí: dar con la torre que aparecía en mi sueño, encontrarme con el desconocido. Y me encontré con él, aunque no era –sonreí– un desconocido.



domingo, 12 de agosto de 2018

La verdadera historia: Lisboa, 1937






Soy una persona patológicamente sedentaria, como saben de sobra quienes me conocen. Llega el verano y todo el mundo anda obsesionado con irse de vacaciones. Todo el mundo menos yo y no sé si alguna otra rara excepción. Yo, cuando quiero descansar, me quedo en casa.
            Si viajo, es siempre por obligación, por motivos laborales. Claro que debo reconocer que alguna vez hago trampa. Como soy mi propio jefe, si me apetece ir a un sitio, en seguida me encargo algún trabajillo.
            Esta vez fui a Lisboa para comprobar lo que había de verdad en lo que contaba, alborozado, uno de mis contactos portugueses en Facebook: que había encontrado parte de los papeles perdidos de Mário de Sá-Carneiro donde menos podía esperarse, en un escondido tenderete de la Feira da Ladra.
            Naturalmente, no me lo creí, aunque publicó varios de sus hallazgos, entre ellos nada menos que una carta de Fernando Pessoa. Pero no tardé en comprobar que esa carta no era ninguna de las desaparecidas, sino una de las ya publicadas en la correspondencia entre los dos poetas porque Pessoa guardó copia de ella.
            Sospeché en seguida que mi amigo Albino Santana había sido engañado y recordé el caso del dueño de una cafetería-panadería que yo solía frecuentar. Decía tener nada menos que el manuscrito de las Rimas perdido durante el asalto al palacio de González Bravo tras la revolución del 68. A mí me bastó echar una ojeada a ese manuscrito y comprobar que los poemas estaban en el mismo orden de la primera edición, debido no al poeta sino a sus amigos, para comprobar su falsedad. Pero el posible hallazgo de aquella maleta perdida de Sá-Carneiro (se la quedó el dueño del hotel tras su suicidio hasta que se abonaran las deudas y jamás pudo luego encontrarse), me pareció un buen pretexto –trabajo, por supuesto, no vacaciones– para darme una vuelta por Lisboa.
            Albino me citó en el café de la librería Bertrand. “Seguro que no lo conoce, se ha inaugurado hace poco”. No lo conocía, y estaba vacío cuando yo llegué media hora antes de la hora fijada para el encuentro. Decorado con citas e imágenes de Pessoa, como no podía ser de otra manera, y con un espejo que duplicaba el espacio, me pareció particularmente grato y en seguida lo adopté como mi oficina particular para las próximas visitas a la ciudad.
            Como me suponía, a Albino le habían engañado. Salvo la carta, de la que me confesó no tener el original, sino una copia escaneada, aquellos papeles nada tenían que ver con Sá-Carneiro, podían ser de cualquier turista portugués en el París de 1916.
            ––¿Y no sospechó al verlos en la feria de Ladra? Su propietario podía pedir por ellos lo que quisiera al Estado portugués. Valen su peso en oro.
            ––Quizá el vendedor se los encontró vaciando un piso e ignoraba su valor. Ocurre a menudo. Los herederos quieren el inmueble libre de libros y papeles para poder alquilarlo o venderlo pronto.
            Sonreí. Seguro que el vendedor sabía bien el valor de lo que vendía y llevaba un tiempo aprovechándose de la pasión pessoana de los más ingenuos. Era lunes, al día siguiente quedamos Albino y yo en darnos una vuelta bien temprano, como hacen los buscadores de gangas, por el campo de Santa Clara, en los alrededores del Panteón Nacional.
            Fue una visita inesperadamente provechosa. Resulta que Albino Santana era pariente de un famoso anarquista portugués, autor de varios libros autobiográficos, a quien yo había conocido fugazmente en 1988, el mismo año en que murió. Debió de ser una de sus últimas intervenciones públicas. Yo estaba en Lisboa con motivo del centenario de Pessoa (¡siempre Pessoa en mis memorias portuguesas!) y cuando subía hacia el Castello me encontré con una especie de mitin en las escaleras del Marqués de Ponte de Lima. Hablaba, con mucho brío, un anciano de cabellos blancos. Me dijeron que era Amídio Santana, uno de los autores del atentado del 4 de julio de 1937 contra Salazar, el único que el dictador tuvo en su vida, y del que salió milagrosamente ileso, afianzándose así su mito.
            Eran las diez de la mañana de ese día cuando el Presidente del Consejo bajó de su automóvil, un Buick negro, frente a la casa de su amigo el musicólogo Josué Trocuado –número 96 de la Avenida Barbosa de Bocage–, en cuya capilla particular tenía intención de oír misa. Sonó entonces una explosión que rompió los cristales de los edificios cercanos, hizo saltar las tapas de las alcantarillas y abrió un socavón de más de veinte metros de diámetro, pero que milagrosamente ni siquiera logró despeinar a Salazar, que sacudiéndose el polvo entró en el edificio y escuchó misa con toda tranquilidad, entre las lágrimas y las gracias a Dios de quienes le acompañaban.
            No eran buenos tiempos para la dictadura: ciertas reformas militares habían disgustado a amplios sectores del ejército y la aliada tradicional de Portugal, Inglaterra, no veía con buenos ojos el apoyo que Salazar prestaba a los militares sublevados en España. El atentado resultó providencial. Dios protegía a aquel nuevo don Sebastián que había llegado para quedarse y llevar al país a días de gloria como los que cantara Camoens y profetizara Pessoa, cuya gloria empezaba a crecer y a crecer tras su fallecimiento.
            Fue precisamente un amigo de Pessoa, António Ferro, quien supo sacarle todo el partido posible al atentado. El mismo año 1937 se estrena la película A Revoluçao de Maio, de López Ribeiro, financiada por el Secretariado de Propaganda Nacional, que dirigía Ferro, y con guion escrito por él mismo. Ferro era un genio de la promoción, menos demoníaco pero no menos talentoso que Goebbels. Gracias a él aquel oscuro profesor de misa y olla, António de Oliveira Salazar, se convirtió durante los años treinta en un estadista admirado por los intelectuales europeos: Paul Valery prologó la versión francesa de sus discursos.
            Hubo quien sospechó que el atentado había sido preparado por el propio régimen, quizá en colaboración con agentes franquistas. Aumentó la sospecha el que, a los pocos días, la policía política detuviera a un puñado de infelices que, tras los habituales y brutales métodos de persuasión (uno de los cuales recibía el curioso nombre de “Arriba España”), confesaron su autoría y que obedecían órdenes del comunismo internacional.
            Pero tras este éxito ocurrió algo poco frecuente en una dictadura. Rivalidades entre cuerpos policiales distintos hicieron que se revisara la causa y que un juez profesional e imparcial, Albes Monteiro, echara por tierra toda la instrucción de la policía política (que todavía no era la famosa PIDE), declarara inocentes a los detenidos y los pusiera en libertad. No solo hizo eso, sino que también detuvo a los verdaderos autores, principalmente anarquistas, aunque entre ellos hubiera algún simpatizante comunista o algún republicano.
            No contaban con ayuda exterior, cometieron todas las chapuzas posibles y fue fácil dar con ellos. Emídio Santana estuvo en prisión hasta 1953. Escribió un pormenorizado libro sobre los hechos. El fracaso se debió al amateurismo de los participantes, que cometieron una torpeza tras otra, en este atentado y en los que intentaron antes. En cierta ocasión, huyeron abandonando un coche con una pistola, una nota manuscrita firmada por uno de ellos y una tartera con guiso de conejo.
            La conclusión es que aquel atentado del 4 de julio de 1937 había sido un regalo para la dictadura (fue seguido de infinidad de manifestaciones en apoyo de Salazar), pero sus servicios secretos no habían tenido nada que ver con él ni tampoco los sublevados españoles, que en buena parte habían preparado el golpe contra la Repúblicaen Lisboa y contaban entre sus principales apoyos con el colaboracionismo salazarista.
            Y sin embargo… El martes siguiente a mi encuentro con Albino Santana en la librería Bertrand fui con él a la feria de Ladra. Por supuesto, no encontramos nada que tuviera que ver con la maleta perdida de Sá-Carneiro. Sí, una primera edición de Mensagem más falsa que Judas, varios libros dedicados de Concha Espina, O Terror Vermelho de Fernández Flórez, y un puñado de cartas que, desde Salamanca escribía un tal Luis Leal (hermoso nombre) a un amigo portugués, Joaquim de Carvalho, que vivía en la Praça da Figueira. Compré las cartas, porque me sorprendió la coincidencia: yo estaba alojado en un hotel de esa plaza, cada mañana al despertarme lo primero que veía eran las ruinas del Carmo, el elevador de Santa Justa sobresaliendo sobre los tejados de la Baixa y el arbolado del mirador de San Pedro de Alcántara.
            No tenían mucho interés esas cartas, que leí ya de vuelta a Oviedo, salvo una, en la que, sorprendentemente, se hablaba del atentado a Salazar. Se mencionaban detalles curiosos, como el lugar de la Avenida donde estaban colocadas las bombas (un lugar, por cierto, desde el que podían hacer más ruido que daño). Bueno, pensé, nada de extrañar. Un suceso tan llamativo no podía faltar por aquellas fechas en la correspondencia entre un amigo portugués y otro español.
            Lo raro era que quien lo comentaba era Luis Leal desde Salamanca, no su corresponsal portugués. Y que faltaba todavía más de un mes para el atentado cuando lo hacía, si hemos de hacer caso al matasello de aquella carta no fechada.
            Se me ocurrieron dos explicaciones: que la carta estuviera en un sobre equivocado o que las sospechas sobre la intervención de los servicios secretos españoles y portugueses en la preparación de aquel rentable atentado tuviera algo de razón.   
           Demasiado novelera me parece esta última hipótesis para ser cierta. A fin de cuentas, los extremistas nunca han necesitado ayuda para ser los más eficaces colaboradores de sus enemigos.




domingo, 5 de agosto de 2018

La verdadera historia: Sherlock Holmes y el eslabón perdido




Mucho se ha especulado sobre quiénes pudieron ser los autores del fraude del Hombre de Piltdown, que mantuvo engañada a la comunidad científica durante cuatro décadas, y sobre cuáles pudieron ser las razones que les llevaron a ello.
            Una carpeta procedente del archivo de John Dickson Carr, el famoso autor de novelas detectivescas, subastada recientemente en Londres, contribuye a aclarar el enigma.
            Los hechos son bien conocidos. En 1912, un abogado de cierto nombre, coleccionista y arqueólogo aficionado, Charles Dawson, se puso en contacto con el Museo Británico, porque había encontrado sensacionales restos prehistóricos en un descampado de Piltdown, cerca de Susex, al sur de Inglaterra.
            Al director del departamento de Geología, Arthur Smith Woodward, le llamaron la atención desde el principio esos hallazgos y tomó parte en las siguientes excavaciones.
            Ayudante y colaborador de Dawson, era un jovencísimo jesuita francés, Pierre Teilhard de Chardin, que años más tarde se haría famoso por sus descubrimientos paleontológicos y sus peregrinas teorías, a medio camino entre la ciencia y la especulación espiritualista, sobre la evolución humana.
            De la veintena de hallazgos encontrados en Piltdown, pronto llamó la atención una mandíbula que parecía de algún tipo de mono, pero que tenía una rara particularidad: las superficies de los dos morales intactos del fósil estaban planas y tan solo en una mandíbula de homínido podían haberse desgastado esas muelas hasta quedar lisas. Fragmentos de cráneo descubiertos cerca permitieron reconstruir lo que creyeron era el “eslabón perdido” de la evolución humana, un ser intermedio entre el hombre y el mono, según proclamaron de inmediato todos los periódicos sensacionalistas y alguno tan serio como The Times. Recibió el nombre de su descubridor: Eoanthropus dawsoni. Se decía que había existido hacía medio millón de años, en los comienzos de la Edad Glacial. El primer humano sería entonces inglés, no africano ni asiático, lo que llenaba de orgullo a los súbditos de la Gran Bretaña.
            El cráneo del Hombre de Piltdown se convirtió en uno de los mayores tesoros del Museo Británico. Encerrado en una caja fuerte, a prueba de fuego, solo muy de tarde en tarde, y con todas las precauciones posibles, se enseñaba a unos pocos privilegiados. Se sacaron varios moldes y sobre ellos realizaron sus mediciones y estudios los investigadores. El hombre de Piltdown, reconstruido, figuró en varias exposiciones y se hizo popular entre los niños, ya que aparecía dibujado en los manuales escolares.
            Aquel cráneo prodigioso no fue el único descubrimiento que hizo Dawson. Hasta 1915, y en el pozo de grava del primer hallazgo, siguió encontrando otros restos: dientes fósiles, hachas de silex, huesos de animales. El último hallazgo fue espectacular: a tres kilómetros, se encontró con el cráneo de un segundo hombre de Piltdown. Pero ya por entonces circulaban rumores entre los vecinos. Uno incluso se refirió a que, algunos de los restos recién encontrados, lo había visto él en casa de Dawson meses antes.
            Un periodista le preguntó su opinión al conocido escritor Arthur Conan Doyle, que vivía cerca. “No tengo nada que decir –respondió–, solo que el doctor Challenger está analizando el asunto y pronto se publicará el resultado de sus investigaciones”.

            El doctor Challenger era el protagonista de El mundo perdido, fascinante anticipo de las fantasías hollywoodenses del Jurasic Park. En ese libro, publicado el mismo año de 1912, se afirma explícitamente “lo fácil que sería crear una farsa con fósiles y engañar a los científicos contemporáneos”. Y más de una vez repitió en sus numerosas conferencias que había más pruebas objetivas de la verdad de los fenómenos espiritistas que de las teorías de la evolución.
            Lo que no dijo nunca, quizá para no impacientar a sus seguidores, es que también había puesto tras la pista del Hombre de Piltdown  a Sherlock Holmes, a quien había llegado a odiar porque cada vez ensombrecía más con su fama no solo al resto de sus obras sino a él mismo. Como don Quijote, en conocida opinión de Unamuno, era menos criatura que creador de Cervantes, así él se sentía cada vez más un borroso apéndice del detective, poco más que un pseudónimo del doctor Watson.
            La falsedad del Hombre de Piltdown no se hizo evidente hasta comienzos de los años cincuenta. Por entonces Teilhard de Chardin vivía en Nueva York, donde moriría en 1955. Un amigo londinense, que sabía de su participación en los hallazgos de 1912, le escribió alarmado para que defendiera la legitimidad de aquellos restos arqueológicos. Theilhard nunca contestó a esa carta o no se ha encontrado la respuesta. Nunca sabremos si participó en el fraude o si fue engañada su buena fe.
            Charles Dawson murió en 1916; su valedor en el Museo Británico, treinta y cinco años después. Ambos defendieron hasta el último momento la autenticidad del hallazgo, aunque cada vez resultaba más insostenible. Primero fueron aparecieron otros restos en distintos lugares del planeta que en nada se parecían a aquel cráneo; después la datación por flúor del cráneo, llevada a cabo por el doctor Kennet Oakley, le dio una antigüedad de cincuenta mil años, no de medio millón de años.
            Oakley habló de estos asuntos con un colega de Oxford, el doctor Weiner. ¿Cómo era posible aquella quijada simiesca en un cráneo tan evidentemente humano? ¿Cómo era posible que tuviera unos molares tan aplanados? Se le ocurrió de pronto una idea algo absurda, que en principio descartó. Luego recordó unas palabras de Sherlock Holmes: “Tras haber eliminado todo lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, tiene que ser la verdad”.
            Lo que hizo Weiner fue adquirir una muela de chimpancé, limarla y teñirla: el resultado fue bastante semejante a las del hombre de Piltdown.
            De la aventura de Sherlock Holmes recién descubierta solo se ha publicado un resumen. Los herederos de Conan Doyle aún no han dado permiso para publicarla en su integridad. Es claramente una narración en clave. Sherlock recibe la visita del director del Museo Smithsoniano que le pide que investigue la muerte, que él cree un asesinato, aunque fue considerada como natural, del autor de un sensacional descubrimiento arqueológico sobre el que han comenzado a surgir serias dudas. Sherlock, tras averiguar que se trata de un fraude y describir minuciosamente cómo se llevó a cabo, llega primero a la conclusión de que se trató de un suicidio, como el del falsario Thomas Chatterton, movido por los remordimientos, para luego inclinarse por la opción del asesinato..
            Yo me imagino perfectamente cómo se sentiría Dawson al comprobar las dimensiones que iba cobrando lo que en principio podía pasar por una sofisticada broma. Y me lo imagino porque yo también, en mucha menor escala por supuesto, he jugado a la mixtificación. En los ochenta, publiqué un cuadernillo con unos poemas inéditos de Sandro Penna, que Eugénio de Andrade dio por buenos y tradujo del italiano al portugués. Una tesis doctoral sobre Francisco Brines reproduce en apéndice, como no incluidos en su obra completa, dos supuestos poemas suyos que yo di a conocer en la revista Jugar con fuego. De vez en cuando encuentro en algún blog unos poemas de Marilyn Monroe, de una simplicidad y de una intensidad conmovedoras, que yo publiqué por primera vez y cuyos originales ingleses quizá no han existido nunca. Con motivo del cincuentenario de la muerte de Pessoa, Félix Grande me pidió un texto sobre el creador de los heterónimos para Cuadernos Hispanoamericanos. Yo envié una serie de apócrifos, entre ellos una supuesta carta inédita a Mário de Sá-Carneiro bastante escandalosa. Para mi sorpresa no aparecieron en la sección de homenajes al poeta, sino como textos suyos. La revista se presentó en un acto cultural en el que intervino el embajador portugués en España. Pudo haber ocurrido un escándalo que motivara el cese de Félix Grande como director (eso al menos me reprochó él, cuando, movido por los remordimientos, se lo confesé).
            Parece que Charles Dawson, al percatarse de las dimensiones que había tomado su broma, quiso confesar la verdad. El director del departamento de Geología del Museo Británico, el ambicioso Arthur Smith Woodward, que había alcanzado reconocimiento mundial gracias a ella, se lo impidió.
            ¿Por qué Conan Doyle no publicó un relato que, a juzgar por quienes lo han leído, no desmerece en absoluto del resto de las sesenta aventuras canónicas del detective? La transposición novelesca no ocultaba lo que había detrás y quedaba demasiado clara la acusación de asesinato a un personaje todavía vivo e influyente.
            Hay otra razón. John Dickson Carr, en colaboración con Adrian Conan Doyle, hijo de Arthur, es el autor de Las hazañas de Sherlock Holmes, un brillante pastiche que recrea las aventuras del detective a las que se alude en los relatos canónicos y que el doctor Watson decidió no contar por motivos diversos. Quizá “Sherlock Holmes y el eslabón perdido” no es una relato inédito de Conan Doyle, sino un brillante pastiche de del propio Dickson Carr, escrito cuando ya se conocían bastantes de las claves del fraude.
            Lo que nunca sabremos es cuántos Hombres de Piltdown o falsos brontosaurios hay en los museos de Historia Natural del mundo; cuántos Goyas que no pintó Goya admiramos; cuántos de los nuevos inéditos de Juan Ramón Jiménez o Pessoa que se descubren cada año son de verdad suyos (algunos, lo confieso –mea culpa, mea culpa– son míos).