Sábado, 15 de febrero
ME ARREPIENTO, PERO POCO
Cuando uno deja atrás la adolescencia y se adentra en la
madurez –en mi caso algo tardíamente, debo reconocerlo: a punto de cumplir setenta
años–, comienza a pensar en las cosas que ha hecho mal y se llena de
remordimientos.
Me temo que
he sido cruel, y no siempre involuntariamente, en mi trato con los demás. He
utilizado la lógica como una apisonadora y jamás he perdido ocasión de darle a
entender que tenía poco o ningún talento a quien yo creía que tenía poco o
ningún talento.
He carecido
de tacto, no he sido capaz de dominar la base de toda cortesía: el arte de
mentir. Y no es que no mintiera tanto como cualquiera, es que se me notaba
demasiado.
En mi favor
debo decir que el tener poco o ningún talento literario no siempre es un inconveniente
para el éxito literario. Vicente Aleixandre, a propósito de un poeta canario
muy traducido a todas las lenguas, hablaba de la Internacional de los
Mediocres. A esa liga se apuntan muchos de los desdeñados por mí y luego me
miran por encima del hombro desde su Loewe o sus ediciones anotadas en Cátedra
o sus multitudinarias presentaciones (a las mías van cuatro gatos).
Eso no me disgusta.
Lo malo es que algunos –lo más resentidos y menos inteligentes, aunque listos–
ni siquiera con el Cervantes y el Reina Sofía y todos los galardones habidos y
por haber son capaces de perdonarme que yo los siga considerando una
quejumbrosa mediocridad.
Domingo, 16 de febrero
CAER DE PIE
Me encuentro con Martín López-Vega en el habitual café del
Fontán. Es la primera vez que le veo después de su exitosa escapada de la
trampa en que él mismo se había metido. “Eres un Houdini”, le digo, y le cuento
cómo hace algunos domingos, cuando tomaba café en Los Prados, se me acercaron Chelo
Vega y Antón García –que se mueven como pez en el agua por los caladeros de la
administración autonómica– para contarme lo enfadados que estaban en la
Consejería, no porque hubiera dejado la
Dirección General de Cultura, sino por sus declaraciones sobre los motivos.
–Bueno –les
repondí–, yo habría hecho lo mismo. Sus razones no eran inconfesables, todo lo
contrario. En asuntos que tienen que ver con la función pública, mejor no
andarse con secretos. Lo que a mí extrañó fue que aceptara un cargo semejante.
Lo suyo es un trabajo que le haga ir de Cracovia a Chicago, de Alejandría a
Lisboa. Lo tenía y lo dejó para aceptar un cargo en que todo estaba atado y
bien atado (comenzando por cierto premio de poesía que quería reconvertir), un
cargo que le hacía moverse entre Gijón y Oviedo, Avilés y Mieres, con Sotrondio
o Cabañaquinta como destinos más exóticos.
Conozco a
Martín López-Vega desde que comenzó a estudiar en el Milán y a ir por la
tertulia. A los dieciocho años me enseñaba los poemas para que los corrigiera,
a los diecinueve ya dejó de hacer caso a mis sugerencias. Pero algunos todavía
piensan que yo soy, o he sido, su mentor. Y la verdad es que al principio lo
intentaba y le daba buenos consejos. Nunca hizo el menor caso de ellos, e hizo
bien.
Escapar de
Asturias, aprender idiomas raros (los habituales parecía saberlos desde
siempre), recorrer el mundo, fue desde niño su máxima ilusión. Y ha conseguido
hacerla realidad. Cada dos o tres años abandona su trabajo –a pesar de mis
sensatas advertencias– para ponerse a disposición del azar. Y siempre cae de
pie.
Le admiro,
pero no le envidio demasiado. Para mí el no cambiar, el seguir en el mismo
sitio medio siglo después, es la mayor aventura.
Lunes, 17 de febrero
LA ENFERMEDAD
La casualidad hace que lea seguidas, ayer una, hoy otra, dos
obras contrapuestas y con un nexo en común, la enfermedad.
La novela
de Azorín, El enfermo, se publicó en
1943, cuando el autor cumplía setenta años, y está escrita con una morosa
serenidad que a mí me resultó exasperante cuando la intenté leer por primera
vez. Comienza describiendo la casa en que habitan los personajes, luego el
pueblo, más tarde el valle del que ese pueblo, Petrel, forma parte. .. Solo en
el capítulo quinto aparece Víctor Albert, el hipocondríaco protagonista que
charla con los médicos y fantasea con los nombres de los remedios y las
enfermedades. Una obra menor, muy menor, una nadería que yo leo una apacible
tarde en que parece detenerse el tiempo.
Sensación
contraria la que me produce No entres
dócilmente en esa noche oscura, de Ricardo Menéndez Salmón, despiadado
ajuste de cuentas familiar. En más de un momento, nos hace sentirnos incómodos,
con ganas de mirar para otro lado o taparnos los oídos como obligados a asistir
a una pelea familiar. Azorín acaricia (y mece y adormece), Menéndez Salmón
araña o golpea, aunque de vez en cuando nos ofrece un remanso reflexivo con el
empaque estilístico que le caracteriza.
Hay quien
se siente obligado a dejar minuciosa constancia del sufrimiento que acompaña al
final de todo sufrimiento; otros prefieren que la mano piadosa del olvido borre
en lo posible ese amargo trance y recordar del ser querido solo los momentos
felices.
Yo soy de
estos últimos. No me gusta recrearme en el recuerdo de las desdichas vividas, a
no ser que ese recuerdo sirva para algo. Menéndez Salmón –quizá con mejor
criterio– opina lo contrario y no nos ahorra ninguna llaga.
Martes, 18 de febrero
STRIPTEASE SEMANAL
----¿No tienes la sensación de vivir en un escaparate? --me
preguntan a veces--. Recuerdas a Simenon, que una vez, como reclamo de no sé qué
periódico, se metió en una jaula de cristal y escribió una novela a la vista de
todos con temas y personajes elegidos por el público. Pero tú no escribes una
novela, cuentas tu vida. Y lo haces desnudándote cada semana a semana en
directo delante de todos.
¿Me
desnudo? Sí, pero solo hasta cierto punto. Muestro lo que quiero mostrar, ni un
centímetro más. El mío es un striptease
que evita ciertas intimidades, y no por censura o autocensura, sino porque
ninguna realidad puede competir con la imaginación de los espectadores.
Miércoles, 19 de febrero
RESPONDO A UN CUESTIONARIO
Una ciudad.
––Nápoles.
Un escritor.
––Sócrates, que no escribió ni una línea.
Un río.
––El Misisipi de la aventuras de Huckleberry Finn
Un café.
––El Slavia, en Praga
Un amor.
––El amor propio.
Un poema.
––“Para ser grande, sé entero: nada tuyo / exageres o
excluyas. / Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres / en lo mínimo que hagas. /
Así la luna entera en cada lago brilla / porque alta vive”, de Fernando
Pessoa-Ricardo Reis.
Una calle.
––La barojiana Rue du Port-Neuf, en Bayona.
Un parque.
––El cementerio de Plain Palais, en Ginebra
Un hotel.
––El Pierre Loti, de Estambul.
Un acontecimiento
histórico.
––El momento en que Rosa Parks se negó a levantarse de un
asiento del autobús reservado a los blancos.
Un desengaño.
––¿Amoroso? El último, que siempre es el peor.
Una palabra.
––Yo.
Una novela.
––Cualquiera de las que me imagino cada noche mientras llega
el sueño.
Un deseo inconfesable.
––Uno que no necesito confesar porque se me nota demasiado:
ser siempre el que manda.
Un epitafio.
––Mi nombre, dos fechas (lo más alejadas posibles) y una
rosa recién cortada, muchos años después.
Jueves, 20 de febrero
NO HABLO MAL DE CUALQUIERA
––El otro día –me dice una amiga en el Vetusta–, mientras
presentaba su obra, escuché a un autor quejarse de quienes reseñan libros que les
parecen malos cuando hay tantos buenos que comentar. Creo que se refería a ti y
estoy de acuerdo.
––Un honor
si se refería a mí, pero no estoy de acuerdo. Hablar mal de un libro malo que
nadie conoce resulta absurdo, no hablar mal de un libro malo que todos dan por
bueno, que se promociona por todas partes y que desplaza a los demás en los
escaparates, es para un crítico literario una imperdonable cobardía. Pero tú no
te preocupes, que de tu libro, cuando se publique, no voy a hablar mal.
Ella sonríe
agradecida y yo callo la razón: jamás me meto con nadie que no merezca la pena.
Viernes, 21 de febrero
MALA CONCIENCIA
Me llega confusamente –un amigo lo ha leído en la Wikipedia–
la noticia de la muerte de Eduardo Errasti, uno de los jóvenes poetas que
fundaron la tertulia Óliver, allá por 1980. Se separó muy pronto y se convirtió
en un tenaz detractor. No había entrevista en que no hablara mal de la tertulia
y especialmente de mí. Luego se fue borrando del mundo literario y le perdí la
pista, aunque de vez en cuando algún conocido me contaba que lo había escuchado despotricar contra mí y los poetas de la experiencia en la librería de viejo que frecuentaba.
Ahora no sé
a quién preguntar sobre la exactitud de ese dato (quizá falso, quizá una
macabra broma digital), que no encuentro confirmado en ninguna parte, pero que me
nubla el día y borra de la memoria al pertinaz detractor y vuelve a poner ante
mí al vehemente joven al que di clases, al joven poeta impetuoso al que tal vez
yo, en aquellos remotos años, no traté con excesiva benevolencia.