Sábado, 20 de enero
POR QUÉ NO HABLO DE POLÍTICA
Hace cuarenta años fui a votar por primera vez con toda la
ilusión del mundo; desde entonces, con mayor o menor entusiasmo, no he dejado jamás
de hacerlo. Pero si mañana hubiera elecciones no sabría a quién votar.
Me
avergüenzan todos los partidos españoles, y muy especialmente los más afines a
mí, los de la izquierda.
No voy a
decir por qué. Pero voy a contar una historia. Durante el reinado de su
católica majestad, Isabel II, la esclavitud seguía siendo un gran negocio. El
comercio de esclavos estaba prohibido, y barcos ingleses vigilaban el
territorio de Fernando Poo para evitar que partieran cargamentos de tan
lucrativa mercancía. Pero los cristianísimos súbditos de la corona española
seguían haciendo de la suyas. La propia corona daba ejemplo y buena parte de la
inmensa riqueza de la madre de la reina, la ex regente María Cristina, de ahí
procedía.
¡Y pobres
de los abolicionistas! Iban contra el más sagrado de los derechos, el de la
propiedad. La esclavitud estaba reconocida por todas las leyes, tratar de
acabar con ella era subvertir el orden público. Ahí estaban los jueces –el
Tribunal Supremo como máxima autoridad– para defender el derecho de los
propietarios. “La ley es la ley”, decían entonces los buenos españoles cuando
se metía en la cárcel a quienes ayudaban a un esclavo huido.
Yo estoy
orgulloso de Blanco White, de Carolina Coronado, de Emilio Castelar y de los otros
políticos republicanos que se opusieron a leyes injustas; estoy avergonzado del
resto de los españoles de entonces, comenzando por la reina, siguiendo por los
obispos, los políticos liberales o moderados, los buenos padres de familias,
las señoras de misa diaria.
¿De quién
podría sentirme orgulloso hoy? No de los patriotas de la banderita en los
balcones ni de los del tricornio y tente tieso, por supuesto, pero tampoco de
quienes más me han decepcionado en menos tiempo, Pedro Sánchez o Pablo
Iglesias, pactistas, componedores, temerosos de que declarar claramente que
están a favor de la abolición de la esclavitud (del primero no estoy tan seguro
de que lo esté) les haga perder votos.
Esa es la
razón de que no hable de política. Me siento un extraterrestre en una España de
la que, hasta hace bien poco, me sentía orgulloso. Hoy, leyendo los titulares
de los periódicos nacionales, escuchando las declaraciones de sus líderes
presuntamente de izquierda, siendo vergüenza. ¿Seré el único? No me puedo creer
que el miedo a dar libertad a los esclavos (o a dejar decidir libremente a
siete millones de ciudadanos su destino político) haya hecho perder por
completo la dignidad a mis compatriotas.
No me lo
puedo creer, pero temo que me lo hagan creer a golpe y porrazo. Por eso no
hablo de política.
Domingo, 21 de enero
NUESTRO TOM HANKS
Si en España algún día se rueda una película como Los archivos del Pentágono sobre el
actual conflicto político, de algo estoy seguro: el protagonista, no será el
director de El País ni mucho menos
Juan Luis Cebrián.
Al
maravilloso Tom Hanks le veo más bien interpretando al sufrido, paciente y
sabio Oriol Junqueras.
Lunes, 22 de enero
POR QUÉ NO ME DEDICO A MIS VERSOS
Con qué poco se conforma la literatura cuando es solo
literatura.
Un libro o
es algo más que un libro o no es nada.
Un poeta al
que solo le interesa la poesía no es un poeta que pueda escribir algo que
merezca la pena.
Martes, 23 de enero
ALGO HUELE A PODRIDO
Cada vez estoy más convencido de que soy un ser de otro
planeta. Tengo dudas de mi españolidad. Solo así se explica que resulte inmune
al virus que parece haber entontecido a mis compatriotas, sea cual sea su nivel
cultural.
La última
doctrina del Tribunal Supremo, según leo hoy en la portada de los periódicos,
me deja estupefacto. ¿Sentará jurisprudencia? En ese caso, pondrá patas arriba todo
el sistema judicial. La noticia es la siguiente: el fiscal pide se reactive la
orden de arresto contra un presunto delincuente huido de la justicia; el juez
encargado del caso dice que de ninguna manera, que eso es lo que quiere el
presunto delincuente y que él no está para darle ese gusto.
Me froto
los ojos, vuelvo a leer la noticia. O sea que, a partir de ahora, si un
delincuente comete un delito y al juez le da por pensar que lo que en realidad
quiere es ser detenido, pues automáticamente queda libre.
¿Y a nadie
más que a mí le parece rara esa decisión judicial? Tan rara, al menos, como el
presunto delito: tratar de cumplir su programa electoral. Y tan rara como el
“delito” que piensa evitar el juez no deteniéndole: que pueda votar y ser
votado en el Parlamento para el que fue elegido en unas elecciones algo
anómalas, pero legítimas..
En fin, yo
me limito a manifestar mi extrañeza. No entro en política. Pero algo me huele a
podrido, y no precisamente en Dinamarca.
Miércoles, 24 de enero
LOS DEPORTADOS DE FERNANDO POO
¿Quién fue Juan Pablo Soler? Un demócrata de la época de
Isabel II. Sus ideas le llevaron a Fernando Poo. Hoy ya no te llevan tan lejos:
solo a Bruselas o a Estremera. Le escucho contar su historia en el Anuario republicano federal publicado
por J. Castro y Compañía, en Madrid, allá por 1870.
No se
creerá en estos tiempos de democracia, ahora que tanto se habla de derechos
individuales y de libertad, pero pocos días hace que solo por sus opiniones
eran encarcelados y conducidos como fieras a una playa inhospitalaria, a un
lejano cementerio, hombres llenos de vida, sin más motivo que amar una idea.
Fernando
Poo guarda los cuerpos de algunos de estos infortunados, y en la Península se
conservan los demás, macilentos y abatidos todavía, porque no es posible que se
curen las heridas que les abrieron los malos tratos, aquel clima insano.
Cubierta de
frondosos y espesísimos árboles, Fernando Poo se levanta en medio de los mares
como un bosque que encanta por su hermosura. La isla apenas mide doce leguas de
extensión por ocho de anchura. Difícilmente halla espacio para posarse la
planta europea. El bosque lo llena todo, bosque en el que solo pueden habitar
los indígenas. Un alto pico, elevado en el centro, la domina.
Los pocos
europeos que allí residen se encuentran congregados en la capital, única
población civilizada. Pero qué población. Las casas son de madera, las calles
se hallan cubiertas de hierba y ni una mujer blanca se pasea por ellas.
Aquellas barracas no albergan sino a los empleados del gobierno, a ocho o diez
especuladores ingleses, a dos comerciantes españoles, y a una veintena de
africanos que han recogido en las colonias inglesas un tinte de civilización
que les da cierto realce sobre los otros.
Ni un café
ni una casa de huéspedes se encuentra en la isla. Si algún viajero llega a
aquellas latitudes, como no encuentre un alma misericordiosa que le recoja en
su morada, se ve precisado a habitar su barco.
Multitud de
culebras monstruosas, algunos puerco espines y antílopes son los animales que
pueblan el bosque. La hormiga es abundantísima y tan fiera que causa estragos
en las plantas y gran incomodidad en las personas. Las inextinguibles arañas y
las cucarachas que vuelan son compañeras inseparables del hombre.
No hay
industria en el país, apenas si se explota nada, pues los comerciantes ingleses
se limitan a levantar almacenes para distribuir en islas cercanas los géneros
que exportan. Las comunicaciones con España son raras. De tres en tres meses
acostumbra a ir un vapor con provisiones y dinero para los empleados; lleva
también la correspondencia. De Inglaterra va un barco mensual, que es el
verdadero correo. Alguna escuadrilla extranjera que vigila nuestros buques para
impedir la trata de negros es lo que generalmente completa el número de
viajeros que por allá llega.
A este
lugar fueron conducidos treinta y un patriotas después de la sublevación de
Loja, diecinueve después de los sucesos de junio de 1866 y ciento cincuenta de
La Habana en la misma época.
Yo fui uno
de los allí enviados después del 22 de junio. Cogidos a media noche, sin haber
tomado parte en sublevación alguna, fuimos entre guardias civiles, atadas las
manos con esposas y los brazos con cuerdas. Maniatados, en tren de tercera,
llegamos a Barcelona sin tolerarnos comunicación ninguna. Paseados por sus
calles y expuestos a la vergüenza pública, nos llevaron por fin a un pontón
hediondo, el bergantín Alsedo.
Nos metieron
en el sollado, inhabitable; escaseaba el aire y sofocaba el calor del mes de
julio. Nos incomunicaron, nos pusieron un centinela de vista a cada uno y nos
colocaron con grillos, sujetos los pies a una enorme barra de hierro que pesaba
sobre nuestros tobillos. Una tabla, suspendida de dos cuerdas atadas al techo
nos servía de asiento. Desde las cuatro de la mañana hasta las ocho de la noche,
esa era nuestra situación. Sin poder hablar ni escribir ni leer, presos en
aquel tormento, pasábamos una vida fatigosa. Para descansar retiraban la tabla,
nos arrojaban al suelo y con el hierro en los pies quedábamos a él amarrados
sin poder movernos.
Después de
mes y medio de nuestra salida de Zaragoza, tras pasar por las mazmorras de
Alicante y Cádiz, una mañana el capitán de la urca Mari-Galante se presentó
para decirnos que nos preparáramos para partir con rumbo a Fernando Poo.
En el
sollado nos hacinaron. Para comer nos daban galleta podrida, para beber agua
corrompida y llena de gusanos. Ni mezclada con vinagre podíamos beberla. El
agua del mar, introduciéndose por las grietas, bañaba nuestra miserable cama.
Lo mal unidas que estaban las tablas que cerraban nuestro calabozo hacían que
con el balanceo se produjese un chirrido tan estridente, agudo y continuo que
nos quebrantaba el alma.
Dos días
antes que los peninsulares, habían llegado a Fernando Poo los deportados de La
Habana. A los cubanos los arrojaron a la intemperie. Por comida les
suministraban algunas onzas de arroz, un poco de tocino lleno de gusanos y
escasa parte de galleta podrida. Apenas uno espiraba los restantes se
apoderaban de sus harapos para cubrir las carnes. Decían que eran grandes
criminales, pero no se les había formado causa siquiera. Uno de ellos aseguraba
y probaba con cartas de su mujer, que el haber resistido esta exigencias
brutales de un inspector de policía en La Habana era la causa de su
deportación. Habían venido en el barco como negros.
A los de
Loja se les había tratado como facinerosos y con la cadena al pie se les
obligaba a trabajar. Habían tomado parte en una conspiración inocente, que no
causó daño más que a ellos.