domingo, 25 de abril de 2010

Línea roja: Ritos y revelaciones

Viernes, 16 de abril
HIGH LINE

Descubrir nuevos rincones me gusta tanto como volver a pasear por los lugares de siempre. Allá por la calle 20, sobre la Novena o Décima avenidas, han convertido en un paseo las vías elevadas del tren que discurrían entre los edificios industriales. Esta era una de las zonas desastradas de la ciudad. De día la ocupaban estibadores y camioneros, de noche los trabajadores del sexo más sórdido y su huidiza clientela (Gil de Biedma pasó alguna vez por aquí en busca de emociones fuertes). Han dejado buena parte de las vías, y entre ellas crecen la yerba y las florecillas silvestres.
A un lado se ve el Hudson con su sucesión de muelles; al otro, edificios góticos sobre los que asoma su nariz el Empire y largas calles sombreadas; abajo, aparcamientos, confusión del tráfico, ruinas industriales. A veces, el paseo cruza por medio de fábricas o almacenes con anchuras catedralicias, sin perder del todo su carácter tiernamente pueblerino. Está casi solitario, solo alguna pareja ajena al mundo y un grupo de escolares que, acompañados de su profesor, se colocan en fila a un lado y comienzan a hacer ejercicios de gimnasia rítmica, indiferentes a la curiosidad de los transeúntes. Un poco más allá, el paseo se acerca a unos grandes ventanales tras los cuales una mujer joven medita o se relaja con la misma tranquilidad con que lo haría en medio del desierto.
Termino este recorrido inaugural del nuevo paseo urbano algo más allá de la calle 14, y luego la azarosa errabundia me lleva a un lugar que conozco bien, a Union Square, con su mercadillo y su librería. Hoy no están los coloristas y olorosos puestos de frutas, de quesos y de miel; solo los vendedores de baratijas. Entro en Barnes & Noble, paseo entre los libros como quien recorre un jardín familiar, subo hasta la cafetería (la han ampliado) y encuentro sitio junto a una de las ventanas. Mientras tomo el refresco de costumbre (sabe a película americana de los años cincuenta), contemplo la plaza arbolada, el gran mástil, el trozo de cielo por el que asomaban las Torres. Y pienso que es grato volver y que ser rutinario tiene sus compensaciones. Cierro el libro, miro por la ventana, no pienso en nada, salvo en lo a gusto que se está cuando uno está –como ahora- en casa.


Sábado, 17 de abril
MÚSICA SITUADA

En los alrededores de Madison Square han colocado diversas reproducciones de la escultura de un hombre desnudo de tamaño natural. Una de ellas está en el suelo, las otras se encaraman en los tejados, algunas a gran altura, y es divertido jugar como niños grandes a ir descubriéndolas. Anthony Gormley, el autor, ha titulado la experiencia Event Horizon. El juego obliga a mirar hacia lo alto, a ver de nuevo pirámides, mansardas, frisos, raras columnatas, el remate de los edificios que el caminante apresurado ignora. Yo no, y por eso no tardo en ir sorprendiendo las minúsculas siluetas allá en lo alto del Flatiron, sobre el Tribunal de Apelaciones, cerca de la torre veneciana de la Metropolitan Life o de la caperuza dorada de la New York Life Insurance Company.


A veces pienso que he equivocado mi vocación. Nada me habría gustado más que ser artista conceptual. No necesitaría saber pintar, ni esculpir ni componer. Solo tener chocantes, extravagantes, divertidas ocurrencias. Y no sé si será pecar de vanidoso, pero a mí me parece que las tonterías más o menos graciosas (el calcetín gigante de uno, las vacas coloreadas de otro) se me ocurren con cierta facilidad.
Por la tarde, en casa de Muñoz Millanes (el más sabio de mis amigos), vuelvo a estar en casa y, de pronto, inesperadamente, pongo un pie en el paraíso. Muñoz Millanes vive en Columbia, en Riverside Drive, a la altura de la calle 116. Este es el barrio de Juan Ramón Jiménez, de Lorca, y ahora también de Antonio Muñoz Molina, que pasa la mitad del año un poco más abajo, en la calle 106. Muchas veces ha hablado con amor de este barrio, en el que conoce cada tienda, cada puesto de periódicos, cada restaurante barato, en el que hay aún papelerías y ferreterías. Le gusta frecuentar el Hungarian Pastry Shop, en Amsterdam Avenue, casi frente a la inmensa e inacabada catedral de Saint John de Divine, donde dan “un café muy rico y unos dulces suculentos”. Lo primero no puedo certificarlo, porque el local estaba lleno de estudiantes apretujados, casi todos con libros, pero sí lo segundo. Los dulces que compramos y llevamos al apartamento acompañaron a un té importado de Inglaterra, pero que solo se vende en París, en las galerías Lafayette.


Muñoz Millanes sabe muchas cosas, y de las cosas que sabe lo sabe todo con minucia que no desdeña el tedio. “¿Me permites algunas preguntas sobre música barroca?”, le dice a Javier Almuzara. Y comienza el interrogatorio sobre compositores, intérpretes, versiones. Yo me abstraigo contemplando los depósitos de agua sobre los tejados, el brillo crepuscular del Hudson, la silueta del Washington Brigde al fondo. Y de pronto ocurre el milagro. De la erudita charla se ha pasado a la ejemplificación y de la música barroca a las canciones grises de Reynaldo Hahm interpretadas por Susan Graham. Se ha puesto ya el sol, la habitación está en dulce penumbra, todo se llena de refinadas melancolías verlaineanas, de proustianas y exactas sutilezas.
Al contrario que mis amigos, yo no soy especialmente filarmónico. El silencio suele ser la música que prefiero. Solo recuerdo la música situada, la música que se convierte en el alma de un lugar. A partir de ahora, las canciones de Reynaldo Hahm estarán para mí asociadas a un raro té comprado en París, a unos pasteles húngaros, a un apartamento minimalista y sabio, a un eterno atardecer sobre los tejados y el río.



Domingo, 18 de abril
VUELTA A CASA

Nada mejor para una soleada mañana de domingo que pasear por el parque. Más de una vez crucé por delante del Prospect Park, en la majestuosa Grand Army Plaza, donde vive Hilario Barrero (que algún día será nombrado cónsul honorario de España en Nueva York), pero nunca se me había ocurrido entrar, tentado siempre por el cercano Botanic Garden. Lo hago hoy y quedo deslumbrado por la inmensa pradera ondulada del Long Meadow.
No, ya no estoy en Brooklyn, sino en los verdes campos de Inglaterra, con sus colinas y su cerco arbolado y prodigioso. Coleccionista de árboles, quiero buscar el Camperdown Elm, un olmo plantado en 1883 que extiende sus ramas por numerosos poemas, pero desisto pronto de buscarlo. Unos niños que juegan con una cometa acentúan la sensación de paz y soledad.


Colecciono muchas cosas -soy un coleccionista compulsivo-, y entre ellas mañanas de domingo. La de hoy será, sin duda, una de las piezas maestras de mi colección.
También, como en el parque, entro por primera vez en la Biblioteca Pública, sobriamente racionalista, sin más adorno que los bajorrelieves dorados de la gran puerta central e inscripciones que hablan de mágicas palabras y nobles corazones y de un saber perpetuamente abierto a todos. Entro por primera vez, como quien entra en un jardín, y en su activo silencio me siento inmediatamente en casa, tiernamente arropado. Todas las bibliotecas públicas son sucursales de la misma biblioteca: aquella de la calle Jovellanos, en Avilés, en que yo entré una vez de niño y de la que aún no he salido.


Lunes, 19 de abril
SUCURSALES DEL PARAÍSO

Como buen ateo, en ninguna parte me encuentro más a gusto que en algunas iglesias. Nunca había estado en St. Peter’s Lutheran Church, la luterana iglesia de San Pedro que se cobija al pie del Citicorp Center, cuyo melancólico atrio he visitado tantas veces. Entro y quedo fascinado por su geométrico, acogedor despojamiento. El lugar del retablo, en el altar mayor, lo ocupa el órgano. Para acercarse a Dios, sobran las imágenes, bastan la palabra, la música y el silencio. Cerca está la capilla de la meditación, con las abstracciones escultóricas de Luise Nevelson, pero ningún mejor lugar para meditar que este amplio recinto con su órgano mudo y los altos edificios que se asoman envidiosos a la cristalera.


Ante las dos tiendas de Abercrombie & Fitch, una muy cerca del Pier 17, la otra en la Quinta Avenida, siempre hay colas. ¿Qué es lo que venden? Ropa juvenil, nada que no se encuentre en cientos de otros locales en la ciudad. El secreto está en cómo la venden. Los modelos que lucen en las grandes fotografías que decoran las tiendas, y también las sugerentes bolsas, te reciben en la entrada, como dioses que bajaran a la tierra. Sonríen, se dejan fotografiar, incluso se prueban la ropa que tú has escogido y que a ellos, no a ti, siempre les queda perfectamente.
Tras de pasear junto a los veleros del antiguo puerto, tras de comer en el Pier 17 y admirar una vez más los puentes que cruzan el East River, yo también entro en la melodiosa penumbra del Abercrombie & Fitch, que algo tiene de alacre sucursal del paraíso. Sospecho que inauguro una nueva costumbre.



Miércoles, 21 de abril
COMO EL PRIMER DÍA

Tras la conferencia en el Graduate Center, cenamos en un restaurante cercano (en la esquina de la 38 con Madison), y allí se habló de viudas negras y de amores seniles. Releo ahora Cuaderno de Nueva York, de José Hierro, con otros ojos. Detrás de ese canto a la ciudad está el amor a una mujer, clandestino y quemante. “Era una alumna nuestra, pero no una jovencita; tenía más de cuarenta años y era una mujer espléndida. Ahora creo que vive en Londres”, me cuentan.
Leo de otra manera el libro: “Mi reino por un ‘te amo’, sangrándote en la boca. / Mi eternidad por solo dos palabras”. El poema “En son de despedida” deja de ser solo literatura: “No te importuno más (ni siquiera sé si me escuchas). / Bebo el último whisky en el Kiss Bar, / la última margarita en Santa Fe, / rodeo luego la ciudad y su muralla de agua / en la que ya no queda nada que fue mío”.
José Hierro no se enamoró de Nueva York, se enamoró en Nueva York y fue ese amor el que le devolvió de nuevo a la poesía con un libro divagatorio, apasionado y a ratos torpe, un libro adolescente que le trajo la propina sangrante de unos postreros años de renovada fama. “Nadie pudo, ni puede, ni podrá por los siglos de los siglos / arrebatarme tanta felicidad”, escribió después de que se la hubieran arrebatado.
Yo tuve más suerte. Cuando nos vimos por primera vez, hace veinte años, ya estábamos enamorados. Y seguimos estándolo, como el primer día, quizá porque nos vemos poco.

domingo, 18 de abril de 2010

Línea roja: Historias con historia

Sábado, 10 de abril
MALAS NOTICIAS

“Es mi deber informar, tras haber realizado una extensa averiguación histórica y comparada sobre el tema, que el genio desconocido no existe ni ha existido nunca”, declara rotundamente Javier Gomá en Babelia. “Si no todos los creadores de éxito popular son precisamente geniales, los genios acaban siempre disfrutando de una amplia recepción entre sus contemporáneos. Los bienes escasos resultan muy demandados, y no hay bien más escaso que el de la genialidad. El éxito solo llega póstumamente a quienes viven poco, como los poetas románticos. Un genio que viva setenta u ochenta años es siempre testigo de su propio éxito. Si un creador llega a esa avanzada edad y no ha merecido aún la atención de sus contemporáneos, hay una posibilidad altísima de que no la consiga nunca. O dicho con otras palabras, debe perder toda esperanza de una celebridad póstuma”.
Bueno, todavía me quedan diez años antes de perder toda esperanza.


Domingo, 11 de abril
MAL DE ALTURA

Se analizarán las cajas negras, se reunirán una y otra vez los expertos, se formularán contradictorias hipótesis, pero la solución de la catástrofe aérea polaca, está a la vista desde las primeras noticias periodísticas, como en “La carta robada”, el cuento de Poe. Copio dos párrafos de una noticia de agencia. El primero informa del inexplicable comportamiento del piloto: “Los servicios terrestres bielorrusos fueron los primeros en advertir al ‘número uno’ de la Aviación de Polonia de que las condiciones meteorológicas hacían imposible el aterrizaje en Smolensk. Más tarde se lo repitieron los servicios terrestres rusos, la última vez a 50 kilómetros del aeródromo militar. Cuando el avión se encontraba a 1,5 kilómetros y el control terrestre detectó su ‘peligroso descenso’, ‘el jefe de vuelos que pasara al vuelo horizontal y dirigiera el avión a un aeropuerto de reserva’, explicó a la televisión rusa el general Alexandr Alioshin, subjefe del Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas Rusas. ‘La tripulación continuó el descenso, que lamentablemente terminó trágicamente’, puntualizó”. El segundo nos ofrece la única explicación posible para ese terco comportamiento tan poco profesional: “Hace dos años, cuando el avión presidencial se dirigía a la capital de Georgia, Tiflis, en plena invasión militar rusa y en medio de unas condiciones meteorológicas adversas, el piloto del ‘Air Force One’ polaco sí hizo caso a las advertencias de la torre de control y llevó su avión al aeropuerto de reserva, por lo que fue despedido por el presidente Kaczynski”. Fue algo más que despedido, el presidente le dedicó este comentario: “Los pilotos polacos tienen que ser más valientes”. Me temo que dentro de poco alguien se atreverá a decir lo que ahora todos piensan: “Y el presiente de un país algo menos imprudente”.


Lunes, 12 de abril
HISTORIA DEL INFINITO

Casimiro de Silva puso su nombre en este libro un día de 1918. Me gustaría saber quién fue ese hombre, cuántas vueltas dio este libro hasta llegar a mis manos. Se titula El arroyo y lo firma Eliseo Reclus, aquel geógrafo que no faltaba nunca en las bibliotecas populares de antes de la guerra. Lo compré ayer en el Fontán, hoy comienzo a leerlo y desde las primeras líneas vuelvo a ser el niño que abre los ojos desmesurados ante la gozosa variedad del mundo: “La historia de un arroyo, hasta la del más pequeño que nace y se pierde entre el musgo, es la historia del infinito. Sus gotas centelleantes han atravesado el granito, la roca calcárea y la arcilla; han sido nieve sobre la cumbre del frío monte, molécula de vapor en la nube, blanca espuma en las erizadas olas. El sol las ha hecho resplandecer con hermosos reflejos; la luz de la luna las ha irisado apenas perceptiblemente; el rayo las ha convertido en hidrógeno y oxígeno y luego, en un nuevo choque, ha hecho descender en forma de lluvia sus elementos primitivos. Todos los agentes de la atmósfera y el espacio y todas las formas cósmicas, han trabajado en concierto para modificar incesantemente el aspecto y la posición de la imperceptible gota; a su vez, ella misma es un mundo como los astros enormes que dan vueltas por los cielos, y su órbita se desenvuelve de cielo en cielo eternamente y sin reposo”.



Martes, 13 de abril
ROSTRO HUMANO

“En 1944, mi madre y yo volvimos a Moscú”, cuenta Evgueni Evtushenko en su Autobiografía precoz. “Y entonces por primera vez en mi vida, tuve ocasión de ver a nuestros enemigos. Si no me equivoco, había veinticinco mil prisioneros alemanes que debían atravesar en una sola columna las calles de la capital. Todas las aceras estaban llenas de gente, rodeada por los soldados y la milicia. Esa muchedumbre estaba integrada por mujeres. Mujeres rusas, con las manos deformadas por las duras labores, con hombros sobre los cuales reposaba el peso esencial de la guerra. Probablemente, a cada una de ellas los alemanes les habían quitado a su padre, a su hermano, a su marido o a sus hijos. Miraban con odio hacia el sitio en que se esperaba la columna de prisioneros. Finalmente la columna apareció. A la cabeza marchaban los generales, tensas sus poderosas mandíbulas. Las comisuras de los labios estaban apretadas, despectivas. Así querían afirmar su superioridad aristocrática sobre la plebe que los había vencido. A su paso las manos obreras de las mujeres rusas se cerraban coléricas. ‘Apestan a agua de colonia. ¡Cerdo!’, gritó alguien entre la multitud. Los milicianos tuvieron que esforzarse para evitar que las mujeres rompieran las barreras. Después llegaron los soldados alemanes, magros, sucios, sin afeitar, la cabeza cubierta con vendas ensangrentadas, apoyándose sobre muletas o sobre los hombros de sus camaradas. Llevaban la cabeza baja. Entonces en la calle se hizo el silencio. No se oía más que el lento roce de los zapatos y de las muletas. Y vi a una mujerona con sus gruesas botas rusas poner la mano sobre la espalda de un miliciano. ‘Déjame pasar’. Y el miliciano, como obedeciendo a una orden, le abrió paso. La mujer se aproximó a la columna y sacó de su blusa un pedazo de pan negro, cuidadosamente envuelto en un pañuelo. Se lo tendió a un prisionero agotado, que apenas se sostenía sobre sus piernas. E instantáneamente otras mujeres siguieron su ejemplo y comenzaron a lanzar pan, cigarrillos, a los soldados alemanes vencidos. Ya no era enemigos. Eran seres humanos”.


Evtushenko escribe su autobiografía en 1963, cuando tenía treinta años, Stalin había muerto y algunos creían que era todavía posible en la Unión Soviética un comunismo de rostro humano. ¿Qué habrá sido de él? A mí todavía me conmueve aquella anécdota de su infancia, probablemente falsa. Soy de los que siguen creyendo no solo en un comunismo de rostro humano, sino también en algo todavía más difícil: en un capitalismo de rostro humano.


Miércoles, 14 de abril
MANIFESTACIONES

El azar ha querido que en este día para mí siempre hermosamente republicano, todos los periódicos hablen del hombre que quiso cerrar de una vez y para siempre los horrores de la guerra civil: Baltasar Garzón. Yo, al contrario que mi amiga Inés Illán, me he manifestado muy pocas veces. Desde la llegada de la democracia, casi se pueden contar con los dedos de una mano: tras el golpe de febrero, cuando secuestraron a Miguel Ángel Blanco, tratando de impedir su asesinato, cuando la guerra de Irak… Ahora también saldría a la calle para defender el derecho de un juez a no considerar prescrito el delito de genocidio sin que por eso se le acuse de prevaricación. Me temo que su acusador, por mucho que se sepa la letra de los códigos, tiene ya ganado un buen lugar en la historia universal de la infamia.
No solo me manifestaría a favor de Garzón, sino que también haría algo más. Convertir el movimiento a favor del juez que supo decir “basta” en un movimiento a favor de su candidatura para presidente de la República.
En las aburridas horas de avión, me entretengo en imaginar las portadas de los periódicos al día siguiente de su proclamación como presidente de la tercera república española. La portada que más me divierte es la de La Razón. La de La Gaceta de los Negocios no quiero ni imaginármela. Los que niegan en cuanto pueden la libertad de expresión siempre hacen buen uso de ella.



Jueves, 15 de abril
VIEJAS COSTUMBRES, NUEVOS ASOMBROS

No todos los días duran lo mismo. El de ayer, por ejemplo, duró exactamente treinta horas. Tuve tiempo de todo: de hacer la revolución, de librar a mi país de la última costra sanguinolenta del franquismo (soñemos, alma, soñemos) y de pasearme luego, en una apacible noche de primavera, por una de esas ciudades que me quieren bien.
Me gusta comprobar que sigue idéntica a sí misma, que los cambios no la cambian. Times Square continúa con su aire de bulliciosa verbena, con su encanto a la vez cosmopolita y palurdo. Ahora la han peatonalizado parcialmente y es muy agradable sentarse a charlar en medio del apacible barullo, como se sienta uno las noches de verano a la puerta de casa. Miro a lo alto y dudo, como Juan Ramón Jiménez, si ese blanco rostro que se asoma a lo alto para disfrutar de la verbena es realmente la luna o solo un anuncio de la luna.
Pero si el día de ayer fue largo, el de hoy no cabe en un día. Desde primera mañana fue alternando las viejas costumbres con los nuevos asombros. No me gusta hacer planes. Dejo que el azar me guíe y sé que estoy en buenas manos.
Hoy me ha llevado a la gran logia masónica de la Calle 23 y a la catedral anglicana de la Quinta Avenida. La verdad es que mis sentimientos hacia la masonería son un tanto ambiguos: admiro su lucha por la libertad, no puede tomarme en serio rituales, tenidas y espadines. Cuando entré en Santo Tomás, comenzaba el oficio religioso. Era conmovedor el sonido del órgano y las voces que entonaban salmos en aquel ambiente hermosa y falsamente gótico. ¿Por qué un ateo como yo se sentía más conmovido y arropado en la iglesia cristiana que en el templo masónico? No sé, supongo que tiene que ver con las primeras y mágicas impresiones de la infancia.
¿Hay un momento en que la vida deja de ser novedad y aventura, en el que solo nos conmueve el recuerdo? En Times Square, además de los espacios peatonales, había otra novedad: una mágica escalera roja hacia ninguna parte en la que la gente se sentaba a contemplar el espectáculo y a ser parte del espectáculo. Y a mí me recordó la escalera del Duomo, en Perugia, y Broadway se convirtió de pronto en el Corso Vanucci. Y me senté como entonces, como tantas veces, a esperar a quien no venía. Quizá me espera en otra parte, quizá todavía me esté esperando.

domingo, 11 de abril de 2010

Línea roja: Cuanto sé de mí

Viernes, 2 de abril
MENTIROSO

“¿Pero tú nunca te vas de vacaciones?”, me pregunta un amigo madrileño que me encuentra sentado a las doce de la mañana, como cada día, frente a un café. Y entonces caigo en la cuenta de que la última vez que me fui de vacaciones fue en 1964, cuando tenía catorce años y no dependía de mi voluntad.


La verdad es que nunca he sentido el menor deseo de irme lejos, al mar o a la montaña, de cambiar de hábitos, de dedicarme a no hacer nada durante un tiempo.
En lo que de mí depende, la vida que llevo es la que me gustaría llevar. Y la única persona a la que tengo que ver todos los días y a la que me gustaría dejar de ver durante algún tiempo soy yo mismo. Y eso no se arregla yéndose de vacaciones.
----Las vacaciones son para los que trabajan —le respondo a mi amigo—. Lo malo de pasarse todo el año de vacaciones es que uno no puede tomarse vacaciones.
----No creo nada de lo que dices. Me recuerdas aquella historia de dos judíos que se encuentran en una estación de ferrocarril. “¿A dónde vas?”, pregunta uno. “A Cracovia”, le responde el otro. Y el primero se enfada: “Eres un maldito mentiroso. Me dices que vas a Cracovia para hacerme creer que vas a Lemberf. ¡Pero yo sé muy bien que a donde en realidad vas es a Cracovia!”.


Sábado, 3 de abril
NEGOCIANTE

Ayer en el Fontán había algunos puestos de libros, como si fuera domingo. En uno de ellos, era la primera vez que lo había, encontré un pequeño tesoro: libros de los años cincuenta y primeros sesenta, editados en Méjico, en Venezuela, en el París de Ruedo Ibérico, en Seix Barral. Todos ellos en perfecto estado, como acabados de salir de la imprenta. “¿Cuánto te ha costado esta primera edición de Alberti?”, me pregunta un amigo. “Cuatro euros”. “Pues has hecho un negocio redondo. En la librería Renacimiento está a la venta por doscientos veinte”.


Sonrío. Pero no, no la pienso revender. Soy una persona negada para los negocios. Por eso suelo hacer tan buenos negocios. Jamás he regateado a la hora de comprar algo. Bueno, una vez. Pero no tuve yo la culpa. En un puesto del Fontán encontré una primera edición de una de las más raras novelas de Baroja, El Hotel del Cisne. Pregunté el precio: “Dos mil pesetas”. Como llevaba más libros en la otra mano, lo volví a dejar en su sitio para buscar el dinero. Y entonces el vendedor, creyendo que me parecía caro, me dijo: “Mil quinientas”. Pagué con mala conciencia porque dos mil pesetas era un buen precio. Pero me dio vergüenza decírselo. No quería que me ocurriera lo que aquella mañana, en el patio de Carabanchel, cuando tras comprar un bocadillo en el economato, comprobé que se habían equivocado en el cambio y me daban unas pesetas de más (no manejábamos dinero, sino unos bonos equivalentes). Fui a devolverlos ingenuamente, con el pitorreo de los otros reclusos que aguardaban cola: “¡Un chico honrado! ¡Te vas a corromper entre tantos ladrones!”.


Domingo, 4 de abril
RAZONADOR

Me gusta razonarlo todo. Soy de los que creen –iluso— que hablando se entiende la gente. Recuerdo mi respuesta a una carta de ruptura, a una carta de las antiguas, de las de tinta y de papel: “No es que no me quieras, es que no quieres quererme, que no es lo mismo. Déjame que te lo explique.”



Lunes, 5 de abril
VIAJERO

Más que en el espacio, me gusta viajar en el tiempo. Salgo de la librería de Valdés con una fabulosa máquina que me permitirá el prodigio: un tomo de la revista Estampa del año 1934. Faltan todavía algunos meses para octubre y buena parte de las primeras páginas se dedican a noticias tan trascendentales como la elección de Miss Coruña, Miss Asturias o Miss España. “Baroja, académico, sigue hablando mal de las gentes” dice un titular. Luego resulta que apenas habla mal de nadie, pero la fama es la fama. “Han hecho académico a don Pío –comienza el artículo— y la noticia le ha cogido plantando lechugas. Está deliciosa ahora su casa de Itzea, ahí en una arruga del Pirineo. Se atraviesa un jardincillo de rosales, se llega a un zaguán señorial y fresquísimo, y cuando uno da dos valientes aldabonadas sin que nadie le conteste, se da cuenta de que el aldabón no es más que un adorno en la puerta, bien ferrada, porque a la casa del ‘hombre malo’ se sube sin llamar. Ya se encargará una doncellita fragante de llevarle a uno hasta don Pío sin preguntarle de dónde viene”. En junio de 1934, nadie puede todavía imaginarse lo que se avecina. “¿Hay en Vera lucha política?”, le pregunta a Baroja el periodista. “Poca”, le responde. “¿Y nacionalismo?”. “No ha llegado apenas”. Y aclara: “A mí el nacionalismo, en su parte externa, me gusta. Danzas, canciones, poxpoliñas. No sé si es porque soy de la tierra. pero debajo no hay más que clericalismo”. El fotógrafo prepara la cámara: “¿No creen ustedes que debo ponerme la corbata?”. “Yo creo que no, don Pío”. Pero entonces interviene su madre, una viejecita de ochenta y dos años: “Sí, hombre, sí; ponte la corbata y otra americana”. Y don Pío se va riendo: “Sí, sí, voy a ponerme la corbata, porque si no, cuando se vayan ustedes, me riñe y me dice que estoy hecho un fachoso. Pero las zapatillas no me las quito”.


El verano de 1934 fue todavía un verano apaciblemente burgués. En el mismo número de Estampa en que entrevistan a Baroja se frivoliza sobre la moda en las mujeres nazis: “De todas las nacionalizaciones, la de la moda es la más difícil. Ya Guillermo II sufrió un rudo fracaso al intentar imponer una moda alemana. Ahora el fürher vuelve a insistir sobre el tema: no puede admitir que Francia siga dictando la moda a las mujeres alemanas. ¡Es tan difícil nacionalizar el gusto de las mujeres!... Son capaces de quitarle la piel a una serpiente de la India, el pelo a un mono africano, una collar a una polinesia, un brazalete a una ciudadana de Abisinia y una tiara a Artajerjes, si ven que cualquiera de estos aditamentos va a aumentar su seducción. ¡Y con semejantes elementos no verán ustedes nunca la manera de imponer una moda nacional!”.


Martes, 6 de abril
HIPÓCRITA

“No creo que seas malo. Te tomas demasiado trabajo en aparentarlo”, me dice sonriente antes de darme un beso de buenas noches.



Miércoles, 7 de abril
CURIOSO

Nunca me canso de mirar el cielo. Desde el avión, desde el balcón de mi casa, desde cualquier alto en las afueras de la ciudad, desde la ventana del hotel en que paso unos días. No solo al desperezarse en el amanecer o en los suntuosos crepúsculos. En cualquier momento, aunque los que yo prefiera sean la alta noche, con la luna y todas las estrellas, o cuando unas pocas nubes blancas se desplazan en el intenso azul. Hoy abro al azar un libro de Benigno del Río Molina -no tengo referencias del autor y la editorial en que se publica me inspira muy poca confianza- y de pronto me encuentro con que fue una helada noche de diciembre de 1802 cuando las nubes recibieron por primera vez nombre. Hasta entonces eran un caos informe y sin sentido. Ocurrió en pleno centro de Londres, ante un público aficionado a asistir en las tediosas tardes lluviosas a conferencias de excéntricos sabios o meros charlatanes. El protagonista aquella vez era Luke Howard, cuáquero, químico y meteorólogo. Con ayuda de unos pocos dibujos y acuarelas, demostró que las infinitas formas caprichosas de las nubes podían ser reducidas a tres —y solo a tres— formas esenciales: los cirros, o nubes altas, que suelen verse con frecuencia sobre el mar al caer la noche; los cúmulos, nubes de altura media, a menudo majestuosas, con bordes caprichosos y formas redondeadas (“es la forma de nube que los niños dibujan o recortan con tijeras”, aclara Benigno del Río), y los estratos, o nubes bajas (no suelen alcanzar los dos kilómetros de altura), a las que a menudo vemos cortando en dos la copa de un árbol o cubriendo con una capucha de algodón un campanario… Yo me entretengo, esta tarde solitaria, en ir clasificando en uno u otro grupo las nubes que veo. Me gusta encontrar un sitio para cada cosa y poner a cada cosa en su sitio, incluso a las nubes, las maravillosas nubes de las que hablaba Azorín, que no parecen atenerse a orden alguno.



Jueves, 8 de abril
SEDENTARIO

Siempre me ha sorprendido la imagen que los demás tienen de uno, tan distinta de la que cada uno tiene de sí mismo. “¡Todo el día viajando!”, suelen decirme quienes me conocen poco y me leen de vez en cuando. Y la verdad es todo lo contrario. ¿Cuánto tiempo hace que no paso fuera de casa, no ya un mes, sino ni siquiera diez días seguidos? Pues exactamente desde 1982. En este mundo cambiante, creo que soy de las personas más apegadas a un lugar, a unas costumbres, a una invariable rutina. ¡La de vueltas que ha dado el mundo en los últimos treinta o cuarenta años y mi único cambio ha sido irme haciendo un poco más viejo! Por eso nunca escribiré mi biografía. Poco tendría que contar. De un año a otro, solo cambio en que tengo un año más.


No me gusta estar mucho tiempo fuera de casa, pero tampoco puedo estar mucho tiempo en casa. Ni siquiera cuando últimamente estuve enfermo –fue más el susto que otra cosa- logré estar un día entero sin salir de casa. Necesito darme una vuelta por los alrededores. Y los alrededores de mi casa por los que me gusta pasear no siempre están cerca de casa. Puedo sentir nostalgia de Via Chiaia, del Campo dei Fiori, de la Rua Ferreira Borges, del Boulevard Sant Michel o del Campo de Santa Margherita, pero a los tres días, sin falta, ya estoy en casa. O a la semana, cuando me voy a dar una vuelta a Montague Street o a Union Square, con su mercado al aire libre y sus infinitas librerías.
Vivo solo, no tengo responsabilidades familiares, el trabajo que hago durante buena parte del año –si a lo que yo hago se le puede llamar trabajo- me permitiría pasar largas temporadas en cualquier lugar del mundo. Pero a mí lo que me apetece es tomarme de vez en cuando un café en cualquier rincón familiar de unas pocas ciudades –media docena a lo sumo- y en seguida volver a casa.
Soy la persona menos aventurera del mundo. No me extraña que nunca tenga nada nuevo que contar, que siempre esté hablando de lo mismo.

domingo, 4 de abril de 2010

Línea roja: Quien está de fiesta

Viernes, 26 de marzo
CHAVES


Los lugares entrevistos, como los amores de una noche, conservan para siempre su magia y su misterio. En treinta años solo tres o cuatro veces habré pasado por Chaves, y nunca estuve sino unas pocas horas, pero en sueños vuelvo a cruzar muchas veces el puente sobre el Támega (con sus rotundas columnas que hablan de Trajano) y asciendo por las callejuelas que llevan hasta el Largo de Camoens, una de las plazas más íntimamente hermosas que conozco, y me siento en el café Sport frente a otra plaza menos monumental (al fondo la Biblioteca Pública, a un lado Correos), pero no menos llena de demorada magia provinciana.


El tiempo se sienta sin prisa a tomar un café en este café y yo le acompaño en silencio con palabras de Unamuno: “Hay algo de dulce y sosegador, y sobre todo de sabio, de muy sabio, en eso que los hombres de mundo llaman aburrirse. Y el que quiera saber lo que es la dulzura del aburrimiento, la miel de la modorra, que se venga a Portugal”.


Sábado, 27 de marzo
FIGUEIRA

“Cuando llegué a Figueira, la estación era un hervidero de españoles que gritaban con montones de maletas y bultos, chiquillos llorando, señoras llamándose unas a otras, hombres que enarbolaban periódicos, y gente comprimida ante las taquillas”.


Así comienza –con los veraneantes españoles tratando de volver a España tras la noticia de la sublevación militar— la novela de Sinais de fogo, de Jorge de Sena, a la que hoy homenajea el Casino de Figueira, escenario de muchas de sus páginas. Así comienza, o así debería comenzar. Antes hay una primera parte que poco tiene que ver con el resto, salvo la figura del narrador, que comparte nombre con el autor y muchos de sus recuerdos. Jorge de Sena quería escribir un ciclo novelesco, una especie de episodios nacionales, pero no tuvo tiempo de hacerlo. La primera edición la prologó Arnaldo Saraiva. En la segunda edición Mécia de Sena, eliminó ese prólogo y puso otro suyo. Arnaldo Saraiva había causado la irritación de la viuda al poner en duda que, en 1938, tras un largo viaje en el navío Sagres, hubiera sido expulsado de la Escola Naval por motivos políticos, como él afirmó siempre, e insinuar ambigüedades sexuales que explicarían la dolida homofobia de su novela.


Cuando llegué a Figueira, el sol se ponía tras la inmensa playa. Me parecía contemplar un crepúsculo en medio del desierto. Esta playa fue, durante muchos años, la playa de los españoles. Unamuno la frecuentó durante repetidos veranos y aquí se encontraba en agosto de 1914: “Mientras arde e incendia la guerra por esa Europa adentro, ¡qué encanto el de vivir en el remanso de paz de este rincón del pequeñito Portugal, lejos de los horrores y junto al mar suspirante! Y desde aquí, desde esta playa de Figueira da Foz, esto es, de la hoz del Mondego, ir a ver una vez más la ciudad de encanto, cuyos pies bañan las aguas de un río henchido de recuerdos de la tragedia de Inés de Castro”.


Domingo, 28 de marzo
COIMBRA

El coche sube y baja por calles en cuesta, que no reconozco, y de pronto me encuentro enfrente de lo que fue primero teatro y luego cine Avenida. Es una luminosa mañana de fresco azul, con la ciudad casi sin gente. Subo hasta la Praça da República, entro en el parque de A Sereia, saludo a Camilo Pessanha, me acerco hasta el Jardín Botánico, paseo por su perfumado y solitario silencio… Qué bien se está aquí, en el centro del mundo y fuera del mundo.
Siempre que vuelvo a Coimbra es la misma inmediata emoción, casi embriaguez. Subo hasta la Universidad, saludo a Don Dinis, atravieso la Porta Férrea, contemplo el Mondego desde el Patio das Escolas… Desciendo luego hasta la jesuítica y blanca Sé Nova. Hay un pequeño grupo de gente a la entrada. En el momento en que me acerco, sale el obispo vestido de gala, rodeado de sus acólitos, y yo recuerdo que estamos en el domingo de Ramos. Huele a espliego y a romero y a infancia remota. Dos mujeres, a la puerta de la catedral, tienen un cesto con brillantes hojas de laurel y plantas olorosas. Me acerco a ellas y luego me sumo al pequeño grupo. Escucho los cánticos y el dulce relato portugués de la entrada, montado en burro, de Jesús en Jerusalén. Al obispo, un viejecito tembloroso, a ratos le interrumpe un ataque de tos. Al final, de dos en dos, en procesión damos la vuelta a la plaza. Yo siento que se celebra, a la vez que el viejo rito, mi regreso a Coimbra, ese lugar donde siempre he sido feliz, incluso cuando era joven y estaba enamorado y me sentía inmensamente desdichado.



Sigo luego mi peregrinaje sin abandonar el mágico laurel. Al museo Machado de Castro, antiguo palacio episcopal, le ha crecido un inmenso apéndice que encaja como puede entre las callejuelas de la ciudad. Me gustaría estrenar las nuevas salas, pero está cerrado. Me conformo con asomarme al patio y admirar la cúpula de la Sé Velha entre las esbeltas columnas de la galería renacentista. Luego las estrechas escaleras de Quebracostas y, girando a la derecha, la Torre do Anto, de António Nobre, el autor del libro más triste que hay en Portugal. El Arco de Almedina me deja en la rua Ferreira Borges, tantas veces recorrida arriba y abajo en lentos paseos de remotos domingos. Cruzo distraído ante una tienda de ropa y, de pronto, las vetas de mármol negro de la fachada actúan como la magdalena de Proust. Cierro un momento los ojos y el lugar se llena de fantasmas. Ahí estaba el Café Arcadia y ahí estoy yo, como cada tarde, sentado a una mesa, cansado de esperar, contando las vetas del mármol, citado con quien tantas veces no venía, aunque viniera.


Me sacudo rápidamente la melancolía y sigo mi camino hasta el Largo da Portagem, junto al puente y el río, que se me ofrece como una página en blanco donde comenzar a escribir una nueva historia.


Lunes, 29 de marzo
IGUALES Y DISTINTOS

“En términos de amistad —cuenta Richard Zimler—, aún tengo dificultades en Portugal porque un norteamericano o un español, a los cinco minutos de conocerte, ya te está hablándote de su divorcio, de los problemas de su hijo, de todo. Aunque no te interese, él te lo cuenta lo mismo. En Portugal, cuando yo llegué, era exactamente lo contrario: la gente me hablaba de la situación del país, del tiempo, de un libro o una exposición, pero no de su vida personal. Y cuando yo lo hacía, cuando hablaba por ejemplo de mis dificultades de adaptación, no se sentían a gusto. Enseguida me di cuenta de que iba a tener problemas. Porque yo no me siento amigo de nadie sin libertad para hablar de mis preocupaciones y alegrías y sin que me hablen también de los suyos. Solo después de diez o quince años de trato con algunas personas comenzaron a abrirse conmigo. Los portugueses tardan mucho tiempo en tener confianza con el otro”.
En el homenaje a Jorge de Sena, en que yo era el único no portugués, traté de hablar poco y no tocar temas conflictivos: el absoluto control de Mécia de Sena sobre la obra de su marido, sus fulminantes enfados con los estudiosos independientes, su decisión de publicar desahogos ofensivos para gente aún viva... Pero si Jorge de Sena (que amaba Portugal tanto como odiaba a la mayoría de los portugueses) no ha sido sepultado por sus detractores, es gracia a esa meticulosa y tiránica obsesión.
Los veraneantes españoles, en julio de 1936, se pelean en las terrazas de los cafés al grito de “comunista”, “fascista”. Jorge, el protagonista de Señales de fuego, encuentra a uno de sus amigos en medio del barullo. “¿Qué estás haciendo ahí a tortazos? ¿Qué te importa a ti esto?”, le pregunta. “Nada. Pero aprovecho la ocasión para darles una buena a estos españoles de mierda”. Un actor, Luís Lucas, lee ese pasaje antes de que comience el coloquio en el que participo. Yo sonrío. Se trata de viejas querellas de familia. No digo que una de las razones por las que a mí me fascina Portugal es porque, sin ser España, es Hispania, parte de mi propia historia.


Martes, 30 de marzo
AVEIRO


Me gustan los centros comerciales, esos lugares donde estar solo entre la gente. Y uno de mis favoritos está en Aveiro, extendido a lo largo del canal central. Me gusta sobre todo el café con terraza situado al frente, en edificio aparte, unido al resto por una pasarela, frente a los cines y la librería. Allí compré una novela de Irvin D. Yalom que hablaba de Nietzsche y de la amistad sólo porque me gustaron las dos citas que vienen al frente. “Un hombre –dice la primera— tiene que estar preparado para arder en la propia llama. ¿Cómo puede renovarse sin primero transformarse en cenizas?”. Y la otra: “Hay personas que no pueden liberarse de sus propias cadenas, pero ayudan a los demás a liberarse de las suyas”. En un café de Venecia, una fría mañana de octubre, el doctor Breuer se encuentra con Lou Salomé, que le pide ayuda para salvar a su amigo Friederich de la desesperación. Yo alzo los ojos del libro y contemplo, al otro lado del canal, la elegante geometría del hotel Arcada. Junto a él, los domingos, hay un demorado rastrillo de libros y antigüedades, otra sucursal del paraíso.
Siempre que paso por Aveiro me sonríe. Tengo la impresión de que es uno de esos lugares en los que resulta fácil ser feliz.


Miércoles, 31 de marzo
ELEGÍA Y NO

Leo el libro de poemas que Jorge Fazenda Lorenzo me regaló en Figueira. Comienza jugando con las palabras –Cutucando a musa se titula— y acaba con seca, escueta emoción. En sus páginas encuentro una elegía a Eugénio de Andrade, al que descubrí en Coimbra a la vez que a Jorge de Sena, allá por 1980: “Debe de ser el fin. Los mejores / se han acostumbrado ya al camino, / luminoso para ellos, para nosotros, / los vivos, oscuro, sin perdón. / Hoy, los únicos de fiesta / son los cuervos y el buitre”.
Los cuervos y el buitre planean sobre estos días felices, pero todavía vuelan alto, apenas si se divisan en el azul del cielo. Si prestas atención, se escuchan sus graznidos en el paseo de la playa, en Figueira, y si miras fijamente el Támega desde la ponte romana de Chaves los verás como puntitos negros reflejados en el agua. Están ahí, quizá posados sobre las más altas ramas del árbol inmenso que crece junto al invernadero en el Jardín Botánico, o perdidos en el deslumbrante laberinto de las salinas de Aveiro. Todavía, sin embargo, quien está de fiesta soy yo, no ellos.