domingo, 29 de julio de 2018

La verdadera historia: Crimen perfecto



Colecciono enigmas, misterios por resolver. Estos días, leyendo las Crónicas de la república y la guerra civil, de Fernando Ortiz Echagüe, he creído aclarar el cómo y el por qué de su trágica muerte, que parecía un suicidio, como en el caso del fiscal Nisman, pero que no lo era, al contrario que en el caso del famoso fiscal argentino.
            Fernando Ortiz Echagüe nació en Logroño en 1892, de familia vasca. Vivió en San Sebastián hasta que con diecisiete años se trasladó a Argentina, donde se hizo un nombre como periodista. Buena parte de su vida –de 1918 a 1940– transcurrió en París, como director de la corresponsalía europea de La Nación. Allí moriría en 1946.
            Fue él quien permitió ganarse la vida a algunos de los más ilustres escritores españoles que se refugiaron en Francia al comienzo de la guerra española. Al comienzo de Ayer y hoy, el libro tantos años maldito de Baroja, leemos: “Fernando Ortiz Echagüe me invita aquí en Hendaya a escribir algo para La Nación, de Buenos Aires. No tengo la suficiente serenidad para hacerlo, y, cosa un tanto absurda, al ponerme sobre el papel, la pluma me tiembla entre los dedos. Tengo, pues, que dictar el párrafo”. Era julio de 1936 y Baroja había tenido que salir por pies y con lo puesto de su casa en Vera del Bidasoa tras un encontronazo con los requetés sublevados.
            Ortiz Echagüe, en la España republicana, fue amigo de García Lorca y de toda la joven literatura de entonces. Carlos Morla Lynch, en su famoso diario, nos ha dejado un buen retrato suyo. Tras definirlo como “periodista destacado que vive en París” que ha conseguido renombre internacional, añade: “Posee una inteligencia equilibrada y clara y sabe lo que hace y dónde va. Tiene un físico volcánico de boxeador español, pero con el atractivo de un hombre culto y fino. Es evidente que se ha dado un golpe grande en la nariz cuando pequeño. Así y todo, con la nariz rota, disfruta de un éxito ambicionable entre el elemento femenino. Es otro de aquellos a los que las damas atribuyen el sortilegio del sex-appeal, esa afortunada expresión americana que, a los ojos de las mujeres, ha dividido a los hombres en dos grupos: los que lo tienen y los que no”.
            Con la ocupación de Francia, se trasladó a Nueva York, donde siguió siendo corresponsal del gran diario porteño. En 1946 volvió de nuevo a París. Se alojó en un lujoso hotel, el Lancaster, cerca de los Campos Elíseos, un hotel abierto todavía hoy y que presume de haber tenido entre su clientela a Marlene Dietrich, que decoró la suite 401 a su gusto, Clark Gable, Greta Garbo y Grace Kelly. De la historia del periodista argentino-español no quieren saber nada en el hotel, aunque podría servir como argumento para una película de intriga.
            La noche del 8 de julio estuvo tomando unas copas hasta tarde con su amigo William Remon, agente de negocios que se ocupaba de sus intereses financieros. Le habló de su inminente viaje a Nueva York, donde se reuniría con su esposa, norteamericana, y con su hija, de cuatro años, una hija tardía que le había llenado de ilusión. Le pidió que comunicara al inquilino de su casa en Anglet, cerca de Biarritz, que debía dejarla en marzo porque para entonces pensaba irse a vivir en ella con toda su familia. Le mostró la fotografía de su mujer y de su hija que acababa de recibir: “¿A que es la niña más preciosa del mundo?”
            Esa misma noche se arrojó por la ventana de su cuarto, en un sexto piso. No dejó ninguna nota. La habitación estaba en perfecto orden: los pantalones aparecían cuidadosamente plegados; las monedas, el reloj y las llaves estaban colocados sobre la mesilla, en la cual se veía también un tubo de somníferos de marca inglesa, del que solo faltaba una tableta.
            Parece que a altas horas de  la noche, según indicaron desde la centralita del hotel, alguien le había llamado por teléfono; pero la llamada se cortó antes de que pudiera atenderla.
            La única explicación que se le ocurrió a William Remon para el comportamiento de su amigo fue que se tratara de un caso de sonambulismo. Así lo declaró a los periodistas que le interrogaron: “Tengo la convicción de que lo sucedido es que Ortiz de Echagüe ignoraba la fuerza de las tabletas somníferas y exageró su uso, siendo probable que la acción de estas, unida al extremo agotamiento debido a su intensa labor, originaron alguna pesadilla durante la cual imaginó quizá que se hallaba en un avión a punto de estrellarse y trató de sortear el peligro saltando al espacio. Esta hipótesis se apoya además en el hecho de que Ortiz se mostrara algo inquieto ante la perspectiva del vuelo trasatlántico, hasta el extremo de que, según me manifestó, tenía el propósito de hacer que le aplicaran una inyección en el momento de subir al avión a fin de cobrar ánimos”.
            En el diario Arriba aparecieron unas declaraciones de la hermana del periodista, doña Encarnación Ortiz de Echagüe, que vivía en San Sebastián, negando la posibilidad de un suicidio. Estaba muy ilusionado con su hija y con su próximo traslado al país vasco francés, muy cerca de los lugares de la infancia. Ella creía que el aparente suicidio había sido un asesinato. Ortiz Echagüe se había ganado muchos enemigos con sus últimos artículos y había recibido varias amenazas de muerte. Tenía la intención de dejar de escribir y retirarse a Francia para ocuparse solo de su huerto y de su hija. Doña Encarnación pensaba que los culpables de su muerte eran quienes en la España de los años cuarenta tenían la culpa de todo: los comunistas.
            Pero hubo quien apuntó en otra dirección. “El hombre que sabía demasiado” se titula una crónica publicada, tiempo después, en un periódico argentino. ¿Y qué es lo que sabía Ortiz Echagüe? Al parecer estaba muy al tanto de la trama que el gobierno de Perón había establecido para salvar a los jerarcas nazis y sus fortunas provenientes del saqueo de los territorios ocupados. Y pensaba denunciarla en una Francia que trataba de hacerse perdonar su pasado colaboracionista castigando sin piedad a todos los que habían tenido alguna relación con los alemanes. No era precisamente a los comunistas a quienes más interesaba aquella muerte.
            Había un motivo claro para asesinar a Ortiz Echagüe; lo que no estaba nada claro era cómo pudo llevarse a cabo.
            A mí su caso me recordó de inmediato al de Alfredo Nisam, el fiscal argentino dedicado a investigar la trama del atentado con coche bomba, en 1994, contra la Asociación Mutual Israelita Argentina. Tras años de investigación, sin demasiado fruto, de pronto lanza la bomba informativa de que tiene pruebas de la implicación de Cristina Fernández de Kirchner en los intentos de ocultar a los autores y que las va a presentar en el Senado. El día antes de esa comparecencia aparece muerto de un tiro en el baño de su casa, apoyado de espaldas contra la puerta y la pistola a un lado. Una pistola que el día antes le había pedido prestada a un íntimo amigo suyo. Los papeles que debía presentar ante el Senado estaban sobre su escritorio.
            Todos los enemigos de la entonces presidenta argentina pensaron de inmediato en un asesinato organizado por ella. Los primeros jueces lo descartaron; otros jueces han vuelto a hablar de asesinato y así lo creen todos los que quieren creerlo. Pero la realidad es terca. Nadie hasta la fecha ha sido capaz de imaginar cómo pudo haber sido realizado ese asesinato en un cuarto cerrado y en un lujoso apartamento de Puerto Madero sin que nadie, ni los guardaespaldas del fiscal, viera ni oyera nada. Cada poco, aparecen nuevos titulares confirmando el asesinato, pero basta leer el texto para darse cuenta de que obedecen más a pasión política contra el kirchnerismo que a hechos demostrados.
            ¿Sería también un suicidio, un simple suicidio (si es que algún suicidio puede considerarse simple), la muerte de Ortiz Echagüe? Parecía feliz, pero nadie sabe lo que pasa por la cabeza de un hombre un instante antes de arrojarse por la ventana de su habitación.
            Un detalle que ha pasado inadvertido a quienes se ocuparon del caso me ha permitido a mí formular una hipótesis sobre ese suicidio que, sin dejar de serlo, puede a la vez ser considerado como un crimen perfecto.
            William Remon, el amigo íntimo del periodista que fue el primero en entrar en su cuarto junto con la policía, apuntó hacia la verdad en sus declaraciones, pero no dijo toda la verdad. Por mucho miedo que uno tenga al avión, ¿a quién se le ocurriría arrojarse por la ventanilla del mismo ante la perspectiva de un accidente?
            Otra fue la sugestión que le llevó a Ortiz Echagüe a levantarse de la cama apartando con cuidado las sábanas y tranquilamente, sin tropezar con ninguna silla, abrir las contraventanas y saltar al vacío.
            En los diarios parisinos de esos días, aparece el anuncio de un espectáculo de hipnotismo, presentado como un experimento científico, que llamó mucho la atención. Sabemos que Ortiz Echagüe estaba interesado en el fenómeno, pero no creía en él, le parecía una patraña como el espiritismo.
            Se prestó a una sesión privada para desenmascarar el fraude. Se quedó dormido en ella y despertó al chasquido de los dedos del ilusionista.
            ––Eso no demuestra nada, estoy un poco fatigado últimamente, duermo bastante mal, tengo sueño atrasado.
            ––Pronto dormirá perfectamente, monsieur.
            A las seis de la mañana sonó el teléfono en la habitación. Al oír ese repiqueteo, Ortiz Echagüe se levantó e hizo lo que tenía que hacer, lo que le habían ordenado hacer.
            Su agente de negocios no le contó estás cosas a la policía. Su agente de negocios ganaba mucho más dinero llevando los negocios de otras personas.




domingo, 22 de julio de 2018

La verdadera historia: Golpe a golpe





Soy una persona bastante insoportable, para qué nos vamos a engañar. No es ya me empeñe en tener siempre razón, algo que con un poco de paciencia se podría soportar, sino que casi siempre la tengo, que es lo verdaderamente insoportable. De vivir conmigo,quienes lo han intentado se han cansado pronto.
            El trabajo, la lectura, las largas caminatas a pie (me he recorrido casi toda España y media Europa sin más compañía que una mochila y una cámara de fotos) me han permitido no añorar demasiado la vida en pareja, una familia, un hombro sobre ei que llorar. Pero ahora voy a cumplir setenta años y la perspectiva de enfrentarme a solas con los achaques de la vejez no me agrada demasiado, la verdad.
            Solía dormir bien sin necesidad de pastillas y al médico habré ido dos o tres veces en mi vida. Últimamente, sin embargo, parece que comienzo a vislumbrar lo que se avecina. Han comenzado las noches de insomnio, que aprovecho para leer, escuchar música, ordenar mi archivo. Guardo unos centenares de documentos, recopilados a lo largo de casi medio siglo en mercadillos y librerías de viejo, algunos simplemente curiosos, pero otros pueden ayudar a dar la vuelta a la historia de España que nos han contado.
            Ayer recibí el libro que Pedro López Ortega dedica al coronel Segismundo Casado. El subtítulo resulta significativo de la intención: “Defensor de la Justicia, la Libertad y la República”. Basta hojearlo para darse cuenta de que tiene mucho de acrítica apología.
            Hay un pasaje que me ha interesado especialmente. Se trata de la referencia a la edición de la Gaceta de Madrid que sirvió de pretexto al golpe contra el gobierno de la República, teóricamente un contragolpe contra el que preparaba Negrín para entregarles todo el poder a los comunistas.
            Julián Marías afirma en sus memorias haber tenido en las manos las galeradas de ese número, que muchos consideran apócrifo: “Negrín preparó un golpe que pudo ser muy grave. Se trataba de la destitución de todos los mandos importantes, militares y políticos, que estaban en manos de los republicanos o socialistas moderados y su sustitución por comunistas y algunos socialistas de significación análoga. Esto no me lo ha contado nadie: vi las galeradas en la Gaceta de Madrid –preparadas el día 5 y que debían haber sido publicadas el día 6– con las largas series de nombres, compuestas para su publicación al día siguiente. Pero esto fue interrumpido por un suceso que nos conmovió a todos el 5 de marzo”.
            Ese suceso fue la toma del poder por parte de un Consejo Nacional de Defensa que encabezaba Casado y que tenía entre sus principales valedores a un socialista de cátedra al que las circunstancias habían dejado al margen, Julián Besteiro.
            Todo el mundo sabe cómo se desarrollaron esos hechos. Lo que pocos saben es que fueron recibidos con alivio por Negrín y que quizá el propio Negrín les dio el impulso final ante los retrasos y las dudas de los golpistas.
            Al comunismo se deben muchos de los mayores crímenes de la historia, pero al anticomunismo no se le deben menos. El joven Julián Marías –orteguiano, católico y visceralmente anticomunista– fue uno de los ideólogos del golpe que desmanteló lo que quedaba de la República y se lo entregó en bandeja de plata a los franquistas. Cuarenta años después también estaría, al parecer, entre los ideólogos de otro golpe contra el comunismo y el terrorismo, el protagonizado por los militares argentinos contra el tambaleante gobierno de Isabelita Perón.
            Como el golpe de Casado, fue recibido con un suspiro de alivio por buena parte de la sociedad argentina. “Por fin tenemos un gobierno de caballeros”, dijo Jorge Luis Borges más de una vez y todavía podemos escucharlo en una entrevista con Joaquín Soler Serrano que anda por Youtube.
            No solo la plutocracia argentina alentó a los militares. Contaron también con una coartada intelectual que se gestó en las reuniones que tenían lugar en el domicilio de Jaime Perriaux, que había sido ministro de Justicia y era un gran admirador de Ortega. Uno de los asistentes habituales a aquellas tertulias era Julián Marías, que viajó con frecuencia a Argentina –donde era un conferenciante admirado– en los años previos al golpe y con el proceso ya en marcha y torturando y haciendo desaparecer a subversivos para bien de la patria. Lo contó José Alfredo Martínez de Hoz, el superministro de Economía de la dictadura, en la comisión que, en 1984, investigaba uno de los negocios de entonces: la compra de la compañía Ítalo-Argentina de Electricidad por mil veces su valor, un sobrecoste que, en buena medida, iría a parar a los bolsillos de los generales que pretendían salvar la nación.
            Pero les estaba hablando de Segismundo Casado y de las pruebas que tengo de que su golpe fue recibido con alivio, si no propiciado, por Negrín. Nos han dicho que uno pretendía continuar la guerra de manera numantina y el otro quería la paz. Pero la paz llevaba ya muchos meses buscándola Negrín, a través de contactos, más o menos secretos, con el gobierno francés y, sobre todo, con el gobierno inglés. Claro que no una paz a cualquier precio, arrodillándose y bajando la cabeza para que se la cortaran, que es lo que finalmente hizo Casado.
            La derrota de la República tuvo lugar en dos fases. La caída de Cataluña constituyó la primera. Negrín se encargó de que fuera de forma ordenada. El 9 de febrero las tropas franquistas llegaron a la frontera con Francia y ocuparon todos los puestos fronterizos. Ese mismo día, desde primeras horas de la mañana, Negrín estuvo supervisando, en el enclave de La Junquera-Le Perthús, el paso a Francia de las últimas unidades del ejército republicano. Le acompañaba el general Rojo. Ya habían pasado todas las autoridades y todos los civiles que temían alguna represalia cuando él se decidió a cruzar la frontera. Unos minutos de retraso y habría caído bajo las garras de Franco. Ya en Francia, suspiró aliviado y le dijo a Zugazagoitia, que le acompañaba en ese momento: “¡Veremos cómo liquidamos la segunda parte! Esa será más difícil”.
            Sin descansar apenas, Negrín se trasladó a Toulouse, donde tomó un avión para la zona centro. No solo se había ocupado de salvar la vida de los republicanos, también de asegurarles en lo posible la subsistencia durante un exilio que se adivinaba largo. Incluso el famoso tesoro del Vita –que luego administraría Prieto– fue él quien lo trasladó a Francia. Y de todo el empleo de los bienes de la República, también del famoso oro de Moscú, dejó minuciosa constancia documental.
            Qué diferencia con Segismundo Casado, un militar, solo un militar, en el buen y en el mal sentido de la palabra. Él quería acabar la guerra, liquidando a los comunistas, y a su aliado Negrín, y luego dándose un abrazo –como el famoso de Vergara– con el general Franco, a fin de cuentas, un compañero, un patriota que solo quería una cosa, y en eso coincidían, el bien de España. Franco era tan generoso que no tendría ningún inconveniente en incorporar a su ejército, conservado sus grados, a los militares que había estado al lado de la República sin participar en sus desmanes,
            Franco le dejó hacer, relamiéndose de gusto: aquel militar traidor era el perfecto tonto útil. Negrín proclamaba que todavía era posible seguir la lucha para poder negociar desde una posición de fuerza la paz que permitiera salir de España a todo el que lo deseara.
            Casado negociaba con el enemigo ya antes del golpe, incluso consultó los detalles con algún notorio quintacolumnista.
            Negrín estaba cenando, tras una reunión del Consejo de Ministros, en la posición Yuste. Casado llamó al general Matallana, uno de los comensales, para comunicarle su decisión. Matallana se lo contó a Negrín y luego le pasó el auricular: “Dígame usted, general Casado, qué es lo que pasa”. Una pausa, y luego, con voz firme: “Bien. Queda usted destituido”. Pero, al sentarse, dio un suspiro de alivio. Había hecho lo que había podido. Él no tomaría parte en una guerra civil entre republicanos. La gestión de la derrota quedaba ahora en otras manos. En las peores manos, en las más torpes, aunque sin duda bien intencionadas.
            Negrín, jefe del gobierno legítimo de la República, fue el último en cruzar la frontera tras la caída de Cataluña; Casado, jefe del gobierno republicano tras un golpe militar (apoyado por militantes de distintos partidos que solo tenían en común su odio a los comunistas), se subió a un buque inglés en Gandía –después de hablar por la radio acompañado de un jerarca falangista y tras escuchar la Marcha Real–, dejando a cientos de miles de republicanos en tierras de Alicante esperando unos barcos que nunca llegarían.
            Aquel no nato ejemplar de la Gaceta de Madrid en que se destituía a los mandos socialistas y republicanos para sustituirlos por comunistas, la justificación de un golpe que se iba a dar con o sin justificación, yo lo tuve también en mis manos. Y el librero de Toulouse que me lo quería vender me dijo que procedía de alguien, su abuelo materno, que había sido ayudante de Negrín en los días aciagos de la posición Yuste, cuando abandonado de todos, comenzando por el presidente de la República, llevaba días sin dormir, abrumado por no poder salvar a los combatientes que habían confiado en él. “Pensó incluso en quitarse la vida”, me dijo.
            Pero lo que se quitó fue un peso de encima cuando Casado dio por fin un paso al frente y pasó de negociar a escondidas a rendirse incondicionalmente, no sin antes liquidar –hubo unos dos mil muertos aquellos días de marzo– a la oposición comunista.
            Le hizo un gran favor a Franco, que le pagó de mala manera (se limitó a dejarle escapar), y otro a Negrín. El primero es bien sabido; del segundo se ha hablado menos.



domingo, 15 de julio de 2018

La verdadera historia: Tema del traidor y del héroe



No soy un hombre muy enamoradizo, la verdad. Amores, verdaderos amores, de esos que acaban rompiéndote el corazón, habré tenido apenas seis o siete en toda mi vida.
            Uno de ellos me hizo ir a Bayona con bastante frecuencia, lo que pudo haberme traído complicaciones porque eran días –años noventa– en que aún actuaba con virulencia cierta organización armada y mis frecuentes visitas podían hacerme sospechoso, y no solo para la policía española, pero nunca fui molestado ni por unos ni por otros.
            Le cogí cariño a la ciudad, ya desembarazado de aquella gustosa carga, y he vuelto más de una vez, la más reciente el pasado mes de junio.
            Mientras tomaba café en una de las terrazas de la Rue del Port-Neuf, se me acercó un anciano –o eso me pareció, aunque tendría mi edad– de barba blanca, a lo Walt Whitman, que me conocía porque habíamos coincidido en la revista Zurgai e intercambiado, allá por la época de Jugar con fuego, algunas cartas.
            Acababa de sorprenderme la placa dedicada a Aristides de Sousa Mendes en el edificio que había sido consulado de Portugal en los años cuarenta y le hablé de ella.
            –-Creía que Sousa Mendes fue cónsul en Burdeos, no en Bayona.
            ––Así es, aquí solo estuvo dos o tres días.
            –-¿Y con solo dos días ya le dedicaran ese recuerdo? ¡Admirable personaje!
            ––Admirable lo que hizo; él tenía sus luces y sus sombras, bastantes sombras. ¿De verdad cree que su intención primera al dar visados a troche y moche durante aquella semana de junio era salvar vidas?
            ––De verdad lo creo y por salvarlas arriesgó la propia y echó a perder su carrera diplomática.
            ––No estoy yo tan seguro. Aristides de Sousa Mendes era de una familia aristocrática venida a menos, católico, monárquico, conservador. Tuvo sus enfrentamientos con los gobiernos republicanos hasta que llegó al poder Salazar, que había sido su profesor en Coimbra. Siempre fue un derrochador, siempre necesitó más dinero del que ganaba. Le expulsaron de algún puesto por intento de extorsión. Salazar le envió en primer lugar a España y allí se dedicó a informar sobre las actividades de los portugueses huidos de la dictadura. Más de una vez utilizaba dineros del consulado para sus necesidades personales. Todo se le perdonaba por su fidelidad a Salazar.
            ––Pero supo desobedecerle en el momento clave, por eso ha pasado a la historia. En junio de 1940, Burdeos se convirtió en una ratonera con miles y miles de judíos, de comunistas, de personas que trataban de huir de los nazis y él, desoyendo las claras directrices de su gobierno, les dio los papeles necesarios para llegar a Lisboa y allí poder embarcarse hacia América. Salvó treinta mil vidas, eso es lo que cuenta.
            –––Eso es lo que cuenta, cierto, pero las cosas no fueron exactamente como nos las han contado. En 1940, Sousa Mendes tenía, como era habitual en él, importantes problemas económicos. No solo debía alimentar a su numerosa familia –tuvo catorce hijos–, sino que además acababa de perder la cabeza como un adolescente por una francesita, mucho más joven que él, Andrée Cibial, a la que le gustaba vivir a lo grande. Cuando comienza la guerra, Portugal, como España, declara su neutralidad, pero, al contrario que España, y a pesar del fascista Estado Novo, sus simpatías van hacia los Aliados por la tradicional alianza con Inglaterra. Por eso, los huidos del nazismo, recuerde la película Casablanca, quieren llegar a Lisboa, no a Madrid. Los primeros cuarenta visados que expide Sousa Mendes sin pedir autorización al Ministerio los firma el 16 de junio, un día antes del armisticio. Cobra tarifas adicionales y entre los destinatarios se encuentra la familia Roschild. A partir del día siguiente, se dedica a entregar visado a todo el que lo solicita. Le ayudan sus hijos, sus sobrinos, el rabino Jacob Kruge, una auténtica producción en cadena. Salva vidas, pero en un día las tasas superan a lo ingresado en un año.
            ––Esa interpretación me parece un poco miserable, un intento de manchar con fango al héroe. ¿Qué pruebas hay? Se parece a las teorías que niegan el holocausto.
            ––Nada que ver, son hechos probados, hasta puede usted consultarlos en la Wikipedia. Pero el mito, una vez consolidado, resiste cualquier evidencia.
            ––Bien, admitamos que cobró lo que tenía que cobrar, lo que le correspondía legalmente. En cualquier caso, hizo un mal negocio que acabaría costándole la expulsión, como él podía imaginarse.
            ––Ya llegaremos a eso. Antes de ese 17 de junio ya había cometido alguna irregularidad. El 20 de mayo le había proporcionado a un desertor del ejército un pasaporte portugués falso para que pudiera huir a España. Como cónsul, era poco escrupuloso.
            ––¡Un héroe!
            ––-O un pescador en aguas revueltas, como tantos entonces. Pero de esas irregularidades suyas fue cómplice el gobierno portugués, que trataba de estar a bien con unos y con otros. Amonestó a Sousa Mendes por los visados que otorgaba sin seguir sus indicaciones, pero no los invalidó. Hay además un hecho curioso, la Embajada Británica en Lisboa protestó el 20 de junio porque Sousa Mendes retrasaba el visado a súbditos británicos para dárselo luego en horas fuera de servicio y así cobrar tasas especiales. En fin, un héroe con muchas sombras, ya digo. Expulsado por su gobierno de Burdeos, Sousa Mendes se vino a Bayona. Aquí estuvo, firmando visados como un loco, del 20 al 23 de junio, firmando con una mano y cobrando con la otra. El 23 le cesa Salazar de su cargo, pero él sigue firmando visados de camino a Hendaya. Los firmó hasta un minuto antes de entrar en España. Y aquí viene algo en lo que nadie ha reparado, me parece a mí. Si ya había sido cesado como cónsul, ¿qué validez tenían esos visados? Ninguna. Tampoco la tenían los que firmó contraviniendo las órdenes de su gobierno. Habría bastado una circular del Ministerio para que ninguno de esos refugiados hubiera podido pasar la frontera. Con otras palabras, Sousa Mendes hizo lo que hizo porque contó con la complicidad de Salazar.
            ––¿Y entonces por qué se le expulsó de la carrera consular?
            ––Pues porque había que complacer a los dos bandos. A los Aliados, especialmente a Inglaterra (Portugal siempre tuvo algo de protectorado inglés, sin su ayuda no habría logrado escapar del imperialismo español), y a la Alemania nazi, hacia la que iban todas sus simpatías ideológicas y que entonces parecía que iba a marcar para siempre el futuro de Europa. Se le sancionó, no había otro remedio, pero sin cargar la mano. Tenga usted en cuenta que solo por falsificar un pasaporte le podían caer cinco años de cárcel. Parece que siguió cobrando su pensión hasta su muerte, en 1954.
            ––No son esas mis noticias.  Se retiró a su casa solariega, en Cabanas de Viriato y tuvo que ir malvendiendo todo lo que tenía para sobrevivir y alimentar a sus hijos.
            ––Sus hijos no quisieron saber nada de él desde que se casó en 1948 con su amante francesa. Con ella había tenido una hija, de la que se desentendió pronto: se quedó en Francia con unos parientes y no se preocupó de volver a verla. La mitificación comenzó en 1966 cuando Israel le declaró Justo entre las Naciones. Ahora le reivindican sus nietos, que han creado una fundación y comprado la casa solariega de la familia, con la que se quedó el tendero del pueblo para saldar deudas.
            ––Vamos a suponer que todo eso cierto. El hecho es que su desobediencia salvó vidas, muchas vidas. ¿Qué importa lo demás?
            ––Al padre de mi mujer, que salvó del linchamiento a una mujer embarazada, no le dieron ninguna medalla por ello. Todo lo contrario. Pudo costarle caro. Estuvieron a punto de depurarle. Parece que el padre de la criatura era un soldado alemán. Así andaban las cosas en el París de 1945.
            Cuando me quedé solo, mientras daba un paseo por los lugares familiares (la plaza de la catedral, el mercado junto al Nive, el Gran Teatro, el largo puente sobre el Adour, la neoclásica sinagoga), pensé en las ambigüedades de la historia, en lo cerca que están el héroe y el criminal, el canalla y el santo. ¿Qué diferencia hay entre un mártir que merece ser honrado en los libros de historia y un terrorista suicida? Que uno da la vida por aquello en lo que nosotros creemos y el otro por aquello en lo que creen nuestros enemigos.
            Recordé, una vez más, algo que nunca he contado a nadie. Fue en el otoño del 74. Yo estaba en la cárcel de Carabanchel por sinrazones que no vienen al caso. En el silencio de la noche, angustiado e insomne en la celda de la Séptima Galería, una voz comenzaba a cantar el Gernikako Arbola. De inmediato, se oían los pasos de los funcionarios que se dirigían hacia donde sonaba esa voz para hacerla callar. Y callaba con el rechinar del cerrojo, pero en ese mismo instante la canción continuaba en otra de las celdas. Y así durante un largo rato, jugando al gato y al ratón. Eran hermosas aquellas voces que no se rendían, que ponían un poco de luz en la negrura carcelaria.
            Luego vino lo que vino, tanto dolor y tanta injusta muerte, y todo eso es verdad y sin disculpa alguna, pero todavía hoy se me llenan los ojos de lágrimas cuando escucho el Gernikako Arbola, bocanada de libertad en una larga noche de piedra que parecía que no iba a terminar nunca.
           



domingo, 8 de julio de 2018

La verdadera historia: ¡Viva España con honra!




“Me encantaría que conocieras a mi amigo Julio Salom, general de brigada que –no tengo duda– llegará a general de cuatro estrellas. Julio, uno de los pocos idealistas de verdad que conozco, ha sido teniente, capitán, comandante y coronel legionario, y está tan atónito como yo ante lo que se dice sobre la legión española. Disciplinado como buen militar, aguanta lo que haga falta pero no entiende que se publiquen determinados artículos tan tremendos como los escritos a propósito del himno de la legión entonado por políticos que asistían al desembarco del Cristo de Pedro de Mena en el Puerto de Málaga”.
            Soy más amigo de la verdad que de mis prejuicios, así que después de haberme pasado los últimos días defendiendo a Unamuno y despotricando contra Millán Astray, el energúmeno del Paraninfo en un incidente que algunos quieren minimizar, no tendría ningún inconveniente –todo lo contrario– en conocer a Julio Salom, como me sugiere Ángel Gómez Moreno, catedrático de Literatura en la Complutense, hombre de muy varios e insólitos saberes.
            A fin de cuentas, entre mis héroes ha estado siempre un militar, Antonio Ros de Olano, de quien supe mucho antes de encontrármelo en la historia de la literatura y de leer sus obras. Mi abuelo Juan era un gran admirador suyo y siempre lo mencionaba cuando hablaba de la guerra de Marruecos. Yo pensaba que había sido su jefe, pero luego supe que no podía ser posible. Mi abuelo estuvo en los años veinte y Ros de Olano a mediados del XIX. Quizá la admiración le venía del Diario de la guerra de África, de Pedro Antonio de Alarcón, que leía y releía.
            Una noche de invierno en que había comenzado a nevar, lo recuerdo bien, sentados junto a la lumbre, en la humosa cocina, tras recitarme el romance de la loba parda (“Estando yo en la mi choza / pintando la mi cayada…”), que yo siempre oía embelesado y gozosamente asustado, le interrumpí nada más comenzarme a contar de nuevo una de sus heroicas o picarescas aventuras con los moros. Aquella mañana, en la escuela, habíamos leído “El carbonero alcalde”, una de las historietas nacionales de Alarcón, y el maestro había justificado las barbaries que allí se cuentan conque se trataba de defender la patria contra los invasores.
            ––Abuelo, si en la guerra de la Independencia los malos eran los franceses porque habían invadido nuestro país, en la guerra de Marruecos. ¿los malos no éramos los españoles por haber invadido el de los moros?
            Mi abuelo se quedó atónito, nunca se le había ocurrido pensar tal cosa –que en una guerra los españoles pudieran ser los malos– ni que nadie pudiera pensarlo. Me miró un rato en silencio; luego me acarició el pelo.
            ––¡Este niño! ¡Lo que se le ocurre! Los moros son salvajes, nosotros les llevábamos la civilización cristiana.
            Y siguió con sus historias en las que, no sé cómo, siempre acababa apareciendo, ejemplo y lección, el general Ros de Olano, el amigo de Espronceda, el héroe de la primera guerra carlista. Allí tuvo como adversario a un heroico brigadier, Juan Antonio de Urbiztondo, de quien, tras el abrazo de Vergara, se hizo amigo.
            La muerte del general Urbiztondo dio mucho que hablar y todavía no se ha aclarado del todo. Pío Baroja se refiere a ella en Los visionarios: “El rey consorte era partidario de los carlistas, y quería en la sucesión de la corona a la rama mayor de los Borbones de España, es decir, a don Carlos. Al saber que su mujer había quedado embarazada por obra y gracia del oficial Puig Moltó, don Francisco llamó en su auxilio al general Urbiztondo, hombre de pelo en pecho y ministro de la Guerra, y en su compañía se presentó en la cámara de doña Isabel dispuesto a armar un gran escándalo. Les salieron al paso el general Narváez y el marqués de Alcañices. Don Francisco de Asís increpó a Narváez y le llamó alcahuete. Urbiztondo y Alcañices riñeron con tal violencia que, frenéticos los dos, sacaron la espada y se atravesaron. Ubiztondo murió en el acto en la antecámara de la reina y Alcañices, pocas horas después, en su casa. Los periódicos dijeron que Urbiztondo había muerto de una pulmonía fulminante”.
            Los hechos no fueron exactamente así, y el propio Baroja, cuando volvió a referirse a ellos en uno de sus artículos del diario Ahora, que dirigía Chaves Nogales, recibió una carta de rectificación del Presidente del Consejo de Estado, Martínez de Aragón, nieto del general. A su madre le había oído contar muchas veces cómo el ilustre abuelo murió en casa, a causa de una fulminante pulmonía.
            Antonio Ros de Olano quiso saber lo que le había ocurrido a su amigo y lo que averiguó, la verdadera historia, no parece que fuera muy diferente a lo que referían los libelos contra aquella reina castiza que luego daría tanto juego en los esperpentos de Valle-Ínclán.
            Lo contó, cuando ya era historia antigua, en uno de los capítulos de sus “Saltos de la memoria”, la autobiografía incluida en Episodios militares, pero esas páginas las tachó en galeradas. ¿A qué molestar al joven monarca? Prefirió ser infiel al recuerdo de su amigo.
            Tampoco quiso contar nunca la verdad de lo que había pasado el duque de Sesto, mentor de Alfonso XII, y hermano mayor del otro muerto aquella infausta noche en palacio, Joaquín Osorio y Silva, hijo del marques de Alcañices, ayudante de campo del entonces presidente del Consejo de Ministros, el general Narváez.
            Se conservan esas galeradas en las que Antonio Ros de Olano resume el resultado de sus investigaciones, pero no se han hecho públicas. Las guarda un coleccionista madrileño y hay quien ha tenido la suerte de echarles una ojeada, como mi amigo Abelardo Linares, que ofreció por ellas una cantidad considerable, pero no se le permitió leerlas mi muchos menos fotografiarlas.
            Mientras no se hagan públicas, tenemos que conformarnos con lo que poco a poco fue trascendiendo a pesar de la desinformación oficial. No parece cierto, sino una chusca invención, que meses después, en el solemne acto de presentación al gobierno de la nación del recién nacido príncipe Alfonso, con el salón del trono repleto de purpurados y grandes hombres, el bebé en una bandeja que sostenía la oronda madre al lado del encogido rey consorte, un diputado se atreviera a gritar, como en los estrenos teatrales, “¡Que salga el autor!”
            Lo cierto es que a partir de aquel suceso muchos monárquicos, entre ellos Ros de Olano, abrazaron la causa antidinástica, la que en 1868 lanzó el famoso manifiesto del “viva España con honra” y el “queremos poder comentar con nuestras esposas y nuestras hijas la causa de los cambios de gobierno”.
            Lo que ocurrió la noche del 25 al 26 de abril de 1857, hasta dónde yo he podido averiguar, y a falta de conocer el resultado de las investigaciones de Ros de Olano, fue lo siguiente.
            El 16 de diciembre de 1856, Narváez destituyó fulminantemente a su ministro de la Guerra, Juan Antonio de Urbiztondo, que había sido gobernador de Filipinas y conquistador del archipiélago de Joló. La razón es que le habían llegado noticias de que se conspiraba contra él y que el rey consorte, descontento con su manera de hacer política (tenía muy poco en cuenta sus recomendaciones), propiciaba un cambio de gabinete con Urbiztondo como presidente. Nada más cesar, fue nombrado por el rey consorte su ayudante de campo.
            La conspiración continuó por otros medios. Un día en que la reina se había retirado a sus aposentos privados con su amante de entonces, Puig Moltó, el rey decidió visitarla, armar un escándalo y amenazarla con no reconocer el fruto del incipiente embarazo si no destituía a Narváez.
            Pero Narváez tenía espías en todas partes y cuando el rey y su ayudante llegaran a la antecámara se encontraron al espadón de Loja, como se le llama en El Ruedo Ibérico, y a su ayudante de campo plantados ante la puerta.
            ––¡La reina ha pedido que no se la moleste! ¡Aquí no entra ni una mosca!
            ––¡Soy el rey!
            ––¡Como si eres la madre que me parió!, contestó chulesco Narváez.
            El rey trató de abrir la puerta y Narváez le dio un empujón que le hizo tambalearse. Urbiztondo desenvainó entonces el sable para proteger a su señor. El joven Osorio y Silva hizo lo mismo. No se sabe bien qué pasó, ya que era un espadachín consumado. Quizá pensó que el enfrentamiento no iba en serio. El caso es que a los pocos instantes, visto y no visto, Urbiztondo le atravesó el pecho. En ese momento, Narváez le apuñaló por la espalda. El rey sufrió un desvanecimiento y al caer se dio un fuerte golpe en la cabeza. Todo había ocurrido en pocos minutos y sin que hubiera nadie más presente (Narváez había mandado salir a los alabarderos).
            La primera en aparecer fue la reina, entre grititos, rodeada de sus damas. Narváez era el único que podía contar lo que había ocurrido y, muy sereno, se hizo cargo de la situación.
            –-Un desgraciado incidente, señora. Mi ayudante de campo, al querer impedir por la fuerza que el general irrumpiera en sus habitaciones, se enfrentó a él con el resultado de la muerte de ambos. Al rey no le pasa nada, un susto; cuando se recupere de su desmayo, lo corroborará. Ahora es cuestión de impedir el escándalo. Estos desdichados deben fallecer en sus casas, no en palacio.
            Ambos murieron en sus casas, de acuerdo con la escueta información que publicaron los periódicos, y de una fulminante pulmonía.
            Se cuenta que, cuando Narváez estaba a punto de fallecer, en 1868, poco antes del derrocamiento de la reina, le preguntó su confesor si perdonaba a sus enemigos. “Yo no tengo enemigos, los he fusilado a todos”, contestó orgulloso el prócer. Pero parece que mentía: a alguno no había mandado fusilarlo, sino que él mismo, como un tabernario jaque, le había apuñalado por la espalda.



domingo, 1 de julio de 2018

La verdadera historia: La amante del rey




Estaba yo en la no muy ordenada fila, esperando para subir al avión, cuando se me acercó una joven.
            ––Eres español, ¿verdad? Perdona que te moleste. Yo soy de Alicante, he pasado un año trabajando en Nueva York, y ahora me han traslado a Madrid. No he podido facturar todo el equipaje. ¿Te importaría llevarme esta maleta? Pesa poco y veo que tú no llevas equipaje de mano.
            No, no llevaba, según mi costumbre: solo un par de libros. No me dio tiempo a pensarlo, dejó en el suelo la pequeña maleta, más bien un maletín, me dio las gracias y con una sonrisa se fue hacia atrás, hacia el lugar que le correspondía en la fila.
            Sin muchas ganas, pero pensando que no habría ningún problema (ya habíamos pasado el control de seguridad), subía al avión. Empecé a preocuparme una vez dentro. No vi por ningún lado a la joven, a pesar de que la busqué insistentemente con la mirada, y en mitad del vuelo, al ir a buscar algo en mi chaqueta encontré en uno de los bolsillos un sobre con dinero que yo no había puesto allí.
            La vida de una persona puede cambiar en un instante. Primero pensé que aquel maletín llevaba droga y que yo me había convertido en una involuntaria y estúpida mula; luego, al no ver a quien me lo había entregado, en algo peor, en un explosivo que nos haría desaparecer a todos en mitad del vuelo.
            Puede cambiar en un instante la vida persona, puede cambiar la historia de un país. En Toulouse, hace unos días, conocí a un profesor del liceo Saint Sernin, que me dijo que él debía ser, y no Felipe VI, el rey legítimo de España.
            El mundo está lleno de chiflados, pensé, y no le hice ningún caso, pero luego me enteré por otros colegas que se trataba de un respetable profesor de matemáticas, no de un lunático, y le llamé, morbosamente interesado por su historia; me imaginaba que pretendería ser uno de los presuntos hijos naturales del anterior jefe del Estado.
            Pero no, la historia venía de más lejos, de hace dos siglos, y no se hablada de ella en los libros de Historia.
            ––Mesonero Romanos insinuó algo en sus Memorias de un setentón y le contó bastantes cosas a Galdós, que no quiso mencionarlas en los Episodios nacionales; don Benito siempre fue muy cauto.
            Habíamos quedado citados en uno de los cafés de la plaza del Capitole, Les Illustres, un nombre que me pareció irónico. Yo había ido a Toulouse a estudiar las publicaciones literarias del exilio español. Pero lo que me contó aquel profesor de matemáticas hizo que cambiaran las líneas de mi investigación.
            ––Me llamo Francisco Marzo, pero en realidad soy Francisco de Borbón, y otra habría sido la historia de España si el hijo verdadero de Fernando VII le hubiera sucedido en el trono en lugar de la princesa Isabel, que no era hija suya. No abra tanto los ojos, no piense que está ante un paranoico; puedo probar todo lo que digo. Bueno, todo no, harían falta análisis de ADN, que ya he solicitado, pero que aún no me han concedido, para eliminar cualquier duda.
            Como usted sabrá, Fernando VII se casó cuatro veces. La primera, cuando aún era príncipe de Asturias, con María Antonia de Nápoles. Ese matrimonio fue el hazmerreír de toda Europa. La joven princesa le contaba sus problemas conyugales a su madre y esta a su vez los comentaba con varios corresponsales; unas y otras cartas eran interceptadas por Napoleón, y no solo por él, y acababan siendo el entretenimiento de Europa. Cuando se casó, Fernando tenía dieciocho años, lo ignoraba todo de la vida sexual y su desarrollo no correspondía con esa edad. Padecía una enfermedad denominada macrogenitosomía, una de cuyas consecuencias era la aparición tardía de los caracteres sexuales secundarios. No comenzó a afeitarse hasta bastantes meses después de casarse y tardó un año en consumar el matrimonio.
            Se casó cuatro veces, pero solo tuvo una esposa en el verdadero sentido de la palabra, Josefa Montenegro, a la que se conocía como Pepa la Malagueña. Los historiadores liberales, y los chismógrafos de la corte, dijeron de ella que regentaba un burdel y que proporcionaba jovencitas al rey para que satisfaciera su apetito sexual, bastante desmesurado, como si quisiera compensar su tardía aparición. No es cierto: fue su amante, su consejera, le dio varios hijos. El rey le buscó una casa cerca de Palacio y le preparó un matrimonio con un militar, Francisco Marzo Sánchez, destinado lejos de Madrid y con el que nunca cohabitó. Ese militar fue el padre legal de los hijos de Josefa: Manuela, nacida en 1817, y Francisco, nacido en 1819.
            Sabemos que durante un tiempo el rey buscó la manera de reconocer a Francisco como su heredero. Cuando desistió, desesperado (era un rey absoluto, lo podía todo, pero eso no podía), terminaron sus relaciones con Josefa Montenegro, que poco después pasó a ser la compañera clandestina –en aquel tiempo no podía ser de otra manera–  del duque del Infantado, enamorado de ella desde siempre.
            Como ve usted, nada de dirigir un burdel. Entonces los matrimonios eran de conveniencia, la amante, la querida, era en realidad la verdadera esposa, la que estaba unida por vínculos de amor. En 1840, Josefa Montenegro tuvo un pleito en París con los herederos del duque del Infantado. Yo he visto esos papeles, en ellos declara que sus dos primeros hijos son hijos del rey, entonces ya difunto.
            Fernando VII dejó de estar enamorado de Josefa Montenegro (quizá su único amor), pero nunca dejó de pensar en que Francisco Marzo Montenegro, en realidad Francisco de Borbón Montenegro, habría sido su mejor heredero.
            Siempre tuvo sospechas de que la princesa Isabel no era hija suya. Dicen que la reina Cristina conoció a Fernando Núñez a los pocos días de la muerte del rey; hay sospechas de que lo conoció bastante antes. Pero era peligroso investigar ese asunto, más peligroso que tratar de averiguar quién estaba detrás de la muerte de Prim. Hubo quien dijo tener pruebas y desapareció poco después con ellas. Toda la legitimidad de la monarquía española se vendría abajo. Una cosa es que no se sepa con certeza quién es el padre, o quiénes son los padres, de los hijos de Isabel II (la única certeza es que ninguno es hijo de su marido) y otra que la hija de Fernando VII no sea hija suya. En el primer caso, quien transmitía los derechos dinásticos era ella.
            Explican estas sospechas lo ocurrido en septiembre de 1832, cuando el rey, al creer que iba a morir, no tuvo inconveniente en derogar la pragmática sanción de 1789 (que nunca se había hecho pública), para que siguiera vigente la ley Sálica introducida por Felipe V. Con ello, Isabel dejaba de ser la heredera al trono. Las intrigas de la madre, que ya llevaba las riendas del gobierno ante la debilidad del rey, hicieron que las cosas volvieran atrás y de inmediato se convocaran las cortes del reino para proclamarla formalmente Princesa de Asturias.
            Fue un acto muy solemne, el más solemne del reinado. Tuvo lugar en la iglesia de San Jerónimo, deslumbrante de uniformes, sedas, joyas y condecoraciones. ¿Y a quién cree que, fuera de todo protocolo, quiso el rey también invitar? Pues a Josefa Montenegro y a su hijo Francisco, que entonces ya era un espigado adolescente de catorce años. Otra habría sido la historia de España si ese adolescente, dos años después, tras una breve regencia, hubiera sido proclamado rey de España. Murió a los ochenta años, en 1899, y habría sido un rey tan longevo y tan provechoso para su país como la reina Victoria. ¡La de desastres que nos habríamos ahorrado!
            Lo que recordaba de ese acto interminable (se lo contó a mi abuelo y mi abuelo me lo contó a mí), fue lo mal que lo paso la pobre princesita, que lloró muchas veces, que no entendía nada, que cuando veía acercarse a obispos y personajes para besar su mano, la escondía y volvía la cara. Su madre, que sonreía oronda como quien había hecho el mejor negocio de su vida (luego haría muchos, sumamente lucrativos), trataba de calmarla, pero solo hacía caso a los requiebros de su aya pasiega, que era quien la sostenía en brazos, ataviada con mayor esplendor que los propios monarcas.
            Imagínese lo que habría sido la historia de España si a Francisco I, le hubiera sucedido en 1899 su hijo Francisco II, que entonces tenía cincuenta años y era marino y destacado científico. Le sucedería a él mi abuelo, que murió en 1960, y luego mi padre, hasta 1993, y usted estaría ahora hablando, no con un profesor de matemáticas del liceo Saint Sernin, sino con el rey de España…
            Ya sé, ya sé, que soñar con lo que pudo haber sido y no fue, es un empeño inútil. En realidad, mi familia nunca pretendió reivindicar ningún derecho a la corona de España, que no les parecía precisamente un bien apetecible. Yo estoy intentando, sabiendo que es un empeño inútil, que se analice el ADN de los restos de Isabel II. Habría que reescribir la historia si el resultado es el que yo espero, aunque de sobra sé que legalmente no pasaría nada. La legitimidad de Felipe VI le viene de la constitución de 1978, no de ser lejano descendiente de esa señora.
            Mi empeño mayor es restituir su buen nombre a Josefa Montenegro, no la alcahueta del rey, sino su verdadero amor, la mujer más hermosa de su tiempo y además inteligente, fuerte y sana. Habría podido regenerar la monarquía española y cambiar así la historia de un país que sigue siendo el mío, aunque yo naciera en Francia, como consecuencia de una guerra civil que, si las cosas hubieran sido de otra manera en tiempos de Fernando VII, cuando España se partió en dos, quizá nunca habría tenido lugar.