Colecciono enigmas, misterios por resolver. Estos días,
leyendo las Crónicas de la república y la
guerra civil, de Fernando Ortiz Echagüe, he creído aclarar el cómo y el por
qué de su trágica muerte, que parecía un suicidio, como en el caso del fiscal Nisman,
pero que no lo era, al contrario que en el caso del famoso fiscal argentino.
Fernando
Ortiz Echagüe nació en Logroño en 1892, de familia vasca. Vivió en San
Sebastián hasta que con diecisiete años se trasladó a Argentina, donde se hizo
un nombre como periodista. Buena parte de su vida –de 1918 a 1940– transcurrió en
París, como director de la corresponsalía europea de La Nación. Allí moriría en 1946.
Fue él
quien permitió ganarse la vida a algunos de los más ilustres escritores
españoles que se refugiaron en Francia al comienzo de la guerra española. Al
comienzo de Ayer y hoy, el libro
tantos años maldito de Baroja, leemos: “Fernando Ortiz Echagüe me invita aquí
en Hendaya a escribir algo para La Nación,
de Buenos Aires. No tengo la suficiente serenidad para hacerlo, y, cosa un
tanto absurda, al ponerme sobre el papel, la pluma me tiembla entre los dedos.
Tengo, pues, que dictar el párrafo”. Era julio de 1936 y Baroja había tenido
que salir por pies y con lo puesto de su casa en Vera del Bidasoa tras un
encontronazo con los requetés sublevados.
Ortiz
Echagüe, en la España republicana, fue amigo de García Lorca y de toda la joven
literatura de entonces. Carlos Morla Lynch, en su famoso diario, nos ha dejado
un buen retrato suyo. Tras definirlo como “periodista destacado que vive en
París” que ha conseguido renombre internacional, añade: “Posee una inteligencia
equilibrada y clara y sabe lo que hace y dónde va. Tiene un físico volcánico de
boxeador español, pero con el atractivo de un hombre culto y fino. Es evidente
que se ha dado un golpe grande en la nariz cuando pequeño. Así y todo, con la
nariz rota, disfruta de un éxito ambicionable entre el elemento femenino. Es
otro de aquellos a los que las damas atribuyen el sortilegio del sex-appeal, esa afortunada expresión
americana que, a los ojos de las mujeres, ha dividido a los hombres en dos
grupos: los que lo tienen y los que no”.
Con la
ocupación de Francia, se trasladó a Nueva York, donde siguió siendo corresponsal
del gran diario porteño. En 1946 volvió de nuevo a París. Se alojó en un lujoso
hotel, el Lancaster, cerca de los Campos Elíseos, un hotel abierto todavía hoy
y que presume de haber tenido entre su clientela a Marlene Dietrich, que decoró
la suite 401 a
su gusto, Clark Gable, Greta Garbo y Grace Kelly. De la historia del periodista
argentino-español no quieren saber nada en el hotel, aunque podría servir como
argumento para una película de intriga.
La noche
del 8 de julio estuvo tomando unas copas hasta tarde con su amigo William
Remon, agente de negocios que se ocupaba de sus intereses financieros. Le habló
de su inminente viaje a Nueva York, donde se reuniría con su esposa,
norteamericana, y con su hija, de cuatro años, una hija tardía que le había
llenado de ilusión. Le pidió que comunicara al inquilino de su casa en Anglet,
cerca de Biarritz, que debía dejarla en marzo porque para entonces pensaba irse
a vivir en ella con toda su familia. Le mostró la fotografía de su mujer y de
su hija que acababa de recibir: “¿A que es la niña más preciosa del mundo?”
Esa misma
noche se arrojó por la ventana de su cuarto, en un sexto piso. No dejó ninguna
nota. La habitación estaba en perfecto orden: los pantalones aparecían
cuidadosamente plegados; las monedas, el reloj y las llaves estaban colocados
sobre la mesilla, en la cual se veía también un tubo de somníferos de marca
inglesa, del que solo faltaba una tableta.
Parece que
a altas horas de la noche, según
indicaron desde la centralita del hotel, alguien le había llamado por teléfono;
pero la llamada se cortó antes de que pudiera atenderla.
La única
explicación que se le ocurrió a William Remon para el comportamiento de su
amigo fue que se tratara de un caso de sonambulismo. Así lo declaró a los
periodistas que le interrogaron: “Tengo la convicción de que lo sucedido es que
Ortiz de Echagüe ignoraba la fuerza de las tabletas somníferas y exageró su
uso, siendo probable que la acción de estas, unida al extremo agotamiento
debido a su intensa labor, originaron alguna pesadilla durante la cual imaginó
quizá que se hallaba en un avión a punto de estrellarse y trató de sortear el
peligro saltando al espacio. Esta hipótesis se apoya además en el hecho de que
Ortiz se mostrara algo inquieto ante la perspectiva del vuelo trasatlántico,
hasta el extremo de que, según me manifestó, tenía el propósito de hacer que le
aplicaran una inyección en el momento de subir al avión a fin de cobrar
ánimos”.
En el
diario Arriba aparecieron unas
declaraciones de la hermana del periodista, doña Encarnación Ortiz de Echagüe, que
vivía en San Sebastián, negando la posibilidad de un suicidio. Estaba muy
ilusionado con su hija y con su próximo traslado al país vasco francés, muy
cerca de los lugares de la infancia. Ella creía que el aparente suicidio había
sido un asesinato. Ortiz Echagüe se había ganado muchos enemigos con sus
últimos artículos y había recibido varias amenazas de muerte. Tenía la
intención de dejar de escribir y retirarse a Francia para ocuparse solo de su
huerto y de su hija. Doña Encarnación pensaba que los culpables de su muerte eran
quienes en la España de los años cuarenta tenían la culpa de todo: los
comunistas.
Pero hubo
quien apuntó en otra dirección. “El hombre que sabía demasiado” se titula una
crónica publicada, tiempo después, en un periódico argentino. ¿Y qué es lo que
sabía Ortiz Echagüe? Al parecer estaba muy al tanto de la trama que el gobierno
de Perón había establecido para salvar a los jerarcas nazis y sus fortunas
provenientes del saqueo de los territorios ocupados. Y pensaba denunciarla en
una Francia que trataba de hacerse perdonar su pasado colaboracionista
castigando sin piedad a todos los que habían tenido alguna relación con los
alemanes. No era precisamente a los comunistas a quienes más interesaba aquella
muerte.
Había un
motivo claro para asesinar a Ortiz Echagüe; lo que no estaba nada claro era
cómo pudo llevarse a cabo.
A mí su
caso me recordó de inmediato al de Alfredo Nisam, el fiscal argentino dedicado
a investigar la trama del atentado con coche bomba, en 1994, contra la
Asociación Mutual Israelita Argentina. Tras años de investigación, sin
demasiado fruto, de pronto lanza la bomba informativa de que tiene pruebas de
la implicación de Cristina Fernández de Kirchner en los intentos de ocultar a
los autores y que las va a presentar en el Senado. El día antes de esa
comparecencia aparece muerto de un tiro en el baño de su casa, apoyado de
espaldas contra la puerta y la pistola a un lado. Una pistola que el día antes
le había pedido prestada a un íntimo amigo suyo. Los papeles que debía
presentar ante el Senado estaban sobre su escritorio.
Todos los
enemigos de la entonces presidenta argentina pensaron de inmediato en un
asesinato organizado por ella. Los primeros jueces lo descartaron; otros jueces
han vuelto a hablar de asesinato y así lo creen todos los que quieren creerlo.
Pero la realidad es terca. Nadie hasta la fecha ha sido capaz de imaginar cómo
pudo haber sido realizado ese asesinato en un cuarto cerrado y en un lujoso
apartamento de Puerto Madero sin que nadie, ni los guardaespaldas del fiscal,
viera ni oyera nada. Cada poco, aparecen nuevos titulares confirmando el
asesinato, pero basta leer el texto para darse cuenta de que obedecen más a
pasión política contra el kirchnerismo que a hechos demostrados.
¿Sería
también un suicidio, un simple suicidio (si es que algún suicidio puede
considerarse simple), la muerte de Ortiz Echagüe? Parecía feliz, pero nadie
sabe lo que pasa por la cabeza de un hombre un instante antes de arrojarse por
la ventana de su habitación.
Un detalle
que ha pasado inadvertido a quienes se ocuparon del caso me ha permitido a mí
formular una hipótesis sobre ese suicidio que, sin dejar de serlo, puede a la
vez ser considerado como un crimen perfecto.
William
Remon, el amigo íntimo del periodista que fue el primero en entrar en su cuarto
junto con la policía, apuntó hacia la verdad en sus declaraciones, pero no dijo
toda la verdad. Por mucho miedo que uno tenga al avión, ¿a quién se le ocurriría
arrojarse por la ventanilla del mismo ante la perspectiva de un accidente?
Otra fue la
sugestión que le llevó a Ortiz Echagüe a levantarse de la cama apartando con
cuidado las sábanas y tranquilamente, sin tropezar con ninguna silla, abrir las
contraventanas y saltar al vacío.
En los
diarios parisinos de esos días, aparece el anuncio de un espectáculo de
hipnotismo, presentado como un experimento científico, que llamó mucho la
atención. Sabemos que Ortiz Echagüe estaba interesado en el fenómeno, pero no
creía en él, le parecía una patraña como el espiritismo.
Se prestó a
una sesión privada para desenmascarar el fraude. Se quedó dormido en ella y
despertó al chasquido de los dedos del ilusionista.
––Eso no
demuestra nada, estoy un poco fatigado últimamente, duermo bastante mal, tengo
sueño atrasado.
––Pronto
dormirá perfectamente, monsieur.
A las seis
de la mañana sonó el teléfono en la habitación. Al oír ese repiqueteo, Ortiz
Echagüe se levantó e hizo lo que tenía que hacer, lo que le habían ordenado
hacer.
Su agente
de negocios no le contó estás cosas a la policía. Su agente de negocios ganaba
mucho más dinero llevando los negocios de otras personas.