AMOR A PRIMERA VISTA
Llegar en tren a una ciudad suele ser la mejor manera de
llegar. Difícil no sentirse deslumbrado por la estación central de Amberes, con
algo de palacio y mucho de catedral. Y sigue estando en el centro, como cuando
se inauguró en 1904. De ella parte la ancha avenida, un fastuoso paseo urbano,
que lleva hasta la plaza mayor y el río. A un lado tiene el zoológico,
anunciado por la estatua tintinesca, en una alta cúpula, del niño sobre un
dromedario; al otro, el barrio de los diamantes, nada espectacular, con sus
docenas y docenas de diminutos escaparates, como de joyerías de barrio.
Si te gusta caminar, y a mí nada
me gusta más, todo desde ella queda a un paso. Como no puedo dormir en la
estación —no tiene
habitaciones de invitados—, me alojo en un hotel cercano, desde el que se ven
pasar los trenes.
Hubo un tiempo de odio a las ostentosas estaciones
decimonónicas. ¿A qué tanto mármol, columnatas y estatuas? Mejor la discreta
funcionalidad de las estaciones del metro, todas subterráneas, con solo una
discreta entrada en la superficie, que queda libre para especular y construir.
La maravillosa Grand Central de Nueva York se salvó de milagro; la estación de
Pensilvania, de la que habló Julio Camba, no tuvo esa suerte. Tampoco la tuvo
la estación central de Bruselas, que escondió las vías y la cabeza para no
molestar.
Con la estación como punto de
partida, he recorrido todas las varillas del abanico cuyo borde es el río
Escalda. Volvía al atardecer, los rayos del sol iluminando la dorada cúpula que
me guiaba como un faro. Nada más funcional que la belleza urbana: eleva el
ánimo, ayuda a vivir.
Hay amores a primera vista: el brillo de unos ojos, una sonrisa entrevista, una manera de andar. El mío por Amberes fue de esos: me sedujo en cuanto puse por primera vez el pie en el andén. Y nunca me ha defraudado.
MAÑANA DE DOMINGO
¿Cómo
es un domingo en esta ciudad? El mío es igual en todas partes. Paseo temprano, aunque
algún corredor ha madrugado más que yo, por el Stadspark; luego voy al mercado.
A la silvestre soledad, con el silencio punteado por el canto de los pájaros,
le sucede el bullicio y el parloteo de los charlatanes. El parque es
relativamente reciente. Se inauguró en 1868 sobre el solar que ocupaba una
fortaleza española; el mercado es medieval y algo de medieval conserva todavía
en esos vendedores que atraen con su labia para vender mágicos elixires y en los
puestos donde cacarean las gallinas. El Stadspark tiene forma de triángulo y en él se retuerce un río, que no es tal, sino un lago, cruzado por un puente
propicio a las declaraciones amorosas. A mí me recuerda a un Central Park de bolsillo,
con los edificios de alrededor asomando la cabeza por entre los árboles. Pero
abundan los rincones en que uno se siente lejos de todo, bajo la fronda
prodigiosa de árboles recién trasplantados del paraíso. Y de pronto uno se
encuentra con los restos de un búnker alemán. Aquí tuvieron uno de los puntos clave
de la defensa de su Muro Atlántico. Una garza inmóvil, cerca del agua, sobre
unas ramas, parece mirar fijamente el horizonte, emblema quizá del tiempo que
se detiene en este lugar.
Cruzo luego el barrio del teatro para llegar al mercado, que abarca una plazoleta y varias calles. En el teatro Elckerlyc, un espectáculo de vaqueros, con carteles de indios y caballistas que me recuerdan a las películas del Oeste de mi infancia. Para el 12 de noviembre se anuncia la final del “Míster Gay Belgium 2022”, con entradas a 45 euros, aunque puede verse gratis en Out TV. En los teatros de Amberes, como no podía ser de otra manera, hay espectáculos para todos los gustos. Y luego, tras el bullicio colorista del mercado, un trago de perfumado silencio en el jardín botánico, donde las plantas educadamente se presentan y te dicen su nombre en latín y en la lengua de la calle, para mí menos familiar que el latín. En el mercado, un hombre peroraba y gesticulaba en medio de un corro atento. ¿Qué les estaría contando? ¿Qué vendería? Yo me imaginé a un juglar del siglo XVI recitando, en español, uno de estos romances que aquí se recopilaron e imprimieron en la imprenta de Christopher Plantin. Y tan a lo vivo me lo imaginé que tuve que sentarme a transcribirlo: “Es una historia muy triste / la que hoy os vengo a contar / y no tiene moraleja / ni tampoco un buen final. / Ocurrió hace mucho tiempo / y en un lejano lugar…”
DESDE LO ALTO
Subo primero al MAS, el nuevo museo junto al muelle de Napoleón, luego a la noria, cerca del castillo Steen y del puerto original. Me gusta ver las ciudades desde lo alto Pongo nombre a las torres y a las cúpulas. Dos torres destacan, la de la catedral y la del Boerentoren o Torre de los Campesinos, el primer rascacielos de Europa, que me enamoró con su esbelta elegancia art decó en cuanto lo vi por primera vez al final de la avenida Meir. El MAS —siglas de su nombre neerlandés: Museo en la Corriente— es una torre de Babel construida con arenisca roja y cristal ondulado. En cada planta hay un mirador y vamos viendo la ciudad desde más altura hasta llegar al último, en la terraza del décimo piso. Es el mejor sitito para entrever la magnitud del puerto y comprobar la elegancia de la ampliación napoleónica. Napoleón tiene su lado oscuro y su lado luminoso. Es el primer urbanista de Europa. En todas las ciudades por las que pasó dejó su huella, comenzando por Venecia y su plaza de San Marco (también es suyo, recuerdo ahora, el espléndido balcón sobre el Pirineo, de Pau). Napoleón se enamoró de Amberes. “Desde aquí, conquistaré Inglaterra”, parece que dijo, y aquí tiene un palacio, un hermoso palacio barroco, que ahora alberga una chocolatería, la del maestro Domenique Persoone, en sus salas con frescos y rutilantes arañas. La noria me permite ver ponerse el sol sobre el poderoso Escalda, quizá el único río urbano que carece de puentes, y ver más de cerca los tejados del casco antiguo y los grandes almacenes, ahora vacíos, del antiguo puerto. La noria y el MAS se contemplan en la distancia, celosos de cual ofrece un mejor panorama, Y yo, que he ido de uno a otro por la orilla del río, me quedo con ambos y, en medio de ellos, con el edificio, tan Kipling y victoriano, que un tiempo alojó a los pilotos del puerto y ahora solo aloja a los fantasmas de quienes perdieron su vida en el mar.
QUÉ CRUZ
¿Pero quién es el autor de este desaguisado?, me pregunto cuando, paseando por la catedral, atento a tanta maravilla, me hiere la vista un hombrecillo que sostiene en la mano, como un equilibrista, una cruz y que tiene ese relumbrón hortera del papel dorado que envuelve las chocolatinas. Me acerco a una cartela y sonrío al comprobar que se trata de Jon Fabre, el artista belga condenado por acoso sexual y del que se anularon los espectáculos que tenía previstos en varios lugares, entre ellos Sevilla. Podía ser un homicida, como parece que fue Caravaggio, y no por eso debemos cancelar su obra. Pero también podía ser un casto angelito, un santo varón, y no por eso este ofensivo bodrio debería seguir ofendiéndonos. Se habla mucho de las obras que escandalizaron a los contemporáneos, o de las que se burlaron, y que hoy nos admiran. No se dice que son pocas, que la mayoría de lo que no interesó a los contemporáneos no interesa nunca a nadie. Sigo mi ronda de Rubens y maravillas tratando de ignorar, sin conseguirlo, a este arrugado oficinista. A ver si pronto nombran a un obispo sin complejo de parecer anticuado y ordena que lo lleven a la papelera de reciclaje.
TRES CASAS
Conocía
la casa de Rubens, que uno no se cansa de admirar, incluso fui a comer varias
veces, a la Rubens Inn, desde cuyos ventanales se divisa el patio, para hacerme
la ilusión de que era un invitado suyo; también la espléndida mansión de la
familia Plantin-Moretus, con su imprenta que hizo más por la cultura del
Renacimiento que cualquier universidad (allí admiré la Biblia Regia, la biblia
en cinco lenguas que encargó Felipe II y cuidó un paisano mío, Arias Montano),
pero no la casa de Mayer van den Bergh, un obsesivo coleccionista que llegó a
reunir más de dos mil quinientas piezas de todo tipo y que murió a los cuarenta
y tres años al caerse de un caballo. Fue su madre quien compró esta casa y
dispuso este íntimo museo, el más hermoso mausoleo que se haya dedicado nunca a
nadie. Recorro sus salas y siento todavía el abrazo maternal. Admiro los
Bruegel, me entretengo en la biblioteca, pero son dos amigos, o un padre y un
hijo, San Juan apoyando la cabeza en el hombro de Cristo, lo que se queda en mi
memoria para siempre. No creo que haya en el mundo otra tan exacta
representación del tierno amor que hace habitable el mundo..