viernes, 26 de agosto de 2022

De andar y ver: A orillas del Escalda

 

 

AMOR A PRIMERA VISTA

Llegar en tren a una ciudad suele ser la mejor manera de llegar. Difícil no sentirse deslumbrado por la estación central de Amberes, con algo de palacio y mucho de catedral. Y sigue estando en el centro, como cuando se inauguró en 1904. De ella parte la ancha avenida, un fastuoso paseo urbano, que lleva hasta la plaza mayor y el río. A un lado tiene el zoológico, anunciado por la estatua tintinesca, en una alta cúpula, del niño sobre un dromedario; al otro, el barrio de los diamantes, nada espectacular, con sus docenas y docenas de diminutos escaparates, como de joyerías de barrio.

Si te gusta caminar, y a mí nada me gusta más, todo desde ella queda a un paso. Como no puedo dormir en la estación —no tiene habitaciones de invitados—, me alojo en un hotel cercano, desde el que se ven pasar los trenes.

Hubo un tiempo de odio a las ostentosas estaciones decimonónicas. ¿A qué tanto mármol, columnatas y estatuas? Mejor la discreta funcionalidad de las estaciones del metro, todas subterráneas, con solo una discreta entrada en la superficie, que queda libre para especular y construir. La maravillosa Grand Central de Nueva York se salvó de milagro; la estación de Pensilvania, de la que habló Julio Camba, no tuvo esa suerte. Tampoco la tuvo la estación central de Bruselas, que escondió las vías y la cabeza para no molestar.

            Con la estación como punto de partida, he recorrido todas las varillas del abanico cuyo borde es el río Escalda. Volvía al atardecer, los rayos del sol iluminando la dorada cúpula que me guiaba como un faro. Nada más funcional que la belleza urbana: eleva el ánimo, ayuda a vivir.

            Hay amores a primera vista: el brillo de unos ojos, una sonrisa entrevista, una manera de andar. El mío por Amberes fue de esos: me sedujo en cuanto puse por primera vez el pie en el andén. Y nunca me ha defraudado.  

MAÑANA DE DOMINGO

¿Cómo es un domingo en esta ciudad? El mío es igual en todas partes. Paseo temprano, aunque algún corredor ha madrugado más que yo, por el Stadspark; luego voy al mercado. A la silvestre soledad, con el silencio punteado por el canto de los pájaros, le sucede el bullicio y el parloteo de los charlatanes. El parque es relativamente reciente. Se inauguró en 1868 sobre el solar que ocupaba una fortaleza española; el mercado es medieval y algo de medieval conserva todavía en esos vendedores que atraen con su labia para vender mágicos elixires y en los puestos donde cacarean las gallinas. El Stadspark tiene forma de triángulo y en él se retuerce un río, que no es tal, sino un lago, cruzado por un puente propicio a las declaraciones amorosas. A mí me recuerda a un Central Park de bolsillo, con los edificios de alrededor asomando la cabeza por entre los árboles. Pero abundan los rincones en que uno se siente lejos de todo, bajo la fronda prodigiosa de árboles recién trasplantados del paraíso. Y de pronto uno se encuentra con los restos de un búnker alemán. Aquí tuvieron uno de los puntos clave de la defensa de su Muro Atlántico. Una garza inmóvil, cerca del agua, sobre unas ramas, parece mirar fijamente el horizonte, emblema quizá del tiempo que se detiene en este lugar.

Cruzo luego el barrio del teatro para llegar al mercado, que abarca una plazoleta y varias calles. En el teatro Elckerlyc, un espectáculo de vaqueros, con carteles de indios y caballistas que me recuerdan a las películas del Oeste de mi infancia. Para el 12 de noviembre se anuncia la final del “Míster Gay Belgium 2022”, con entradas a 45 euros, aunque puede verse gratis en Out TV. En los teatros de Amberes, como no podía ser de otra manera, hay espectáculos para todos los gustos. Y luego, tras el bullicio colorista del mercado, un trago de perfumado silencio en el jardín botánico, donde las plantas educadamente se presentan y te dicen su nombre en latín y en la lengua de la calle, para mí menos familiar que el latín. En el mercado, un hombre peroraba y gesticulaba en medio de un corro atento. ¿Qué les estaría contando? ¿Qué vendería? Yo me imaginé a un juglar del siglo XVI recitando, en español, uno de estos romances que aquí se recopilaron e imprimieron en la imprenta de Christopher Plantin. Y tan a lo vivo me lo imaginé que tuve que sentarme a transcribirlo: “Es una historia muy triste / la que hoy os vengo a contar / y no tiene moraleja / ni tampoco un buen final. / Ocurrió hace mucho tiempo / y en un lejano lugar…”

DESDE LO ALTO

Subo primero al MAS, el nuevo museo junto al muelle de Napoleón, luego a la noria, cerca del castillo Steen y del puerto original. Me gusta ver las ciudades desde lo alto Pongo nombre a las torres y a las cúpulas. Dos torres destacan, la de la catedral y la del Boerentoren o Torre de los Campesinos, el primer rascacielos de Europa, que me enamoró con su esbelta elegancia art decó en cuanto lo vi por primera vez al final de la avenida Meir. El MAS —siglas de su nombre neerlandés: Museo en la Corriente— es una torre de Babel construida con arenisca roja y cristal ondulado. En cada planta hay un mirador y vamos viendo la ciudad desde más altura hasta llegar al último, en la terraza del décimo piso. Es el mejor sitito para entrever la magnitud del puerto y comprobar la elegancia de la ampliación napoleónica. Napoleón tiene su lado oscuro y su lado luminoso. Es el primer urbanista de Europa. En todas las ciudades por las que pasó dejó su huella, comenzando por Venecia y su plaza de San Marco (también es suyo, recuerdo ahora, el espléndido balcón sobre el Pirineo, de Pau). Napoleón se enamoró de Amberes. “Desde aquí, conquistaré Inglaterra”, parece que dijo, y aquí tiene un palacio, un hermoso palacio barroco, que ahora alberga una chocolatería, la del maestro Domenique Persoone, en sus salas con frescos y rutilantes arañas. La noria me permite ver ponerse el sol sobre el poderoso Escalda, quizá el único río urbano que carece de puentes, y ver más de cerca los tejados del casco antiguo y los grandes almacenes, ahora vacíos, del antiguo puerto. La noria y el MAS se contemplan en la distancia, celosos de cual ofrece un mejor panorama, Y yo, que he ido de uno a otro por la orilla del río, me quedo con ambos y, en medio de ellos, con el edificio, tan Kipling y victoriano, que un tiempo alojó a los pilotos del puerto y ahora solo aloja a los fantasmas de quienes perdieron su vida en el mar.

QUÉ CRUZ

¿Pero quién es el autor de este desaguisado?, me pregunto cuando, paseando por la catedral, atento a tanta maravilla, me hiere la vista un hombrecillo que sostiene en la mano, como un equilibrista, una cruz y que tiene ese relumbrón hortera del papel dorado que envuelve las chocolatinas. Me acerco a una cartela y sonrío al comprobar que se trata de Jon Fabre, el artista belga condenado por acoso sexual y del que se anularon los espectáculos que tenía previstos en varios lugares, entre ellos Sevilla. Podía ser un homicida, como parece que fue Caravaggio, y no por eso debemos cancelar su obra. Pero también podía ser un casto angelito, un santo varón, y no por eso este ofensivo bodrio debería seguir ofendiéndonos. Se habla mucho de las obras que escandalizaron a los contemporáneos, o de las que se burlaron, y que hoy nos admiran. No se dice que son pocas, que la mayoría de lo que no interesó a los contemporáneos no interesa nunca a nadie. Sigo mi ronda de Rubens y maravillas tratando de ignorar, sin conseguirlo, a este arrugado oficinista. A ver si pronto nombran a un obispo sin complejo de parecer anticuado y ordena que lo lleven a la papelera de reciclaje.

TRES CASAS

Conocía la casa de Rubens, que uno no se cansa de admirar, incluso fui a comer varias veces, a la Rubens Inn, desde cuyos ventanales se divisa el patio, para hacerme la ilusión de que era un invitado suyo; también la espléndida mansión de la familia Plantin-Moretus, con su imprenta que hizo más por la cultura del Renacimiento que cualquier universidad (allí admiré la Biblia Regia, la biblia en cinco lenguas que encargó Felipe II y cuidó un paisano mío, Arias Montano), pero no la casa de Mayer van den Bergh, un obsesivo coleccionista que llegó a reunir más de dos mil quinientas piezas de todo tipo y que murió a los cuarenta y tres años al caerse de un caballo. Fue su madre quien compró esta casa y dispuso este íntimo museo, el más hermoso mausoleo que se haya dedicado nunca a nadie. Recorro sus salas y siento todavía el abrazo maternal. Admiro los Bruegel, me entretengo en la biblioteca, pero son dos amigos, o un padre y un hijo, San Juan apoyando la cabeza en el hombro de Cristo, lo que se queda en mi memoria para siempre. No creo que haya en el mundo otra tan exacta representación del tierno amor que hace habitable el mundo..


lunes, 15 de agosto de 2022

De andar y ver: Popular y circulante

 

 

FELICIDAD

Voy de paso para otro lugar, pero no puedo evitar detenerme de nuevo en este Castropol que, como la proa de un barco, se adentra en la ría entre Ribadeo y Figueras. Cumple cien años su Biblioteca Popular Circulante. Para celebrarlo, le han devuelto el nombre original sin quitarle por ello el de Menéndez Pelayo que le pusieron cuando, convenientemente expurgada, volvió a abrir en los años cuarenta. Surgió de la iniciativa particular de un grupo de veinteañeros. En octubre de 1921, publicaron un manifiesto: “Somos un pueblo ignorante, no solo por el vergonzoso número de analfabetos que hoy existen, sino —lo que es peor— por la carencia absoluta de curiosidad intelectual entre los que no lo son. No es extraño, por tanto, que en nuestro país sean moneda corriente artículos, libros y discursos completamente ajenos a todo razonamiento. Y así la soberanía que nominalmente está vinculada al pueblo, resulta en la práctica —por incapacidad de este— abandonada a oligarquías que la utilizan para servicio de sus intereses. Ante la urgencia del problema sería suicida cruzarse de brazos y esperarlo todo de la acción del Estado. Si por incapacidad de la Sociedad viene desempeñando fines históricos que a esta incumbe, la experiencia de otros países y el ejemplo de ciertas instituciones del nuestro, completamente autónomas, prueban la mayor eficacia de la acción particular. Así lo comprendieron nuestros paisanos de América al emprender por su cuenta la construcción de escuelas, de las que ya funcionan más de cien. En vista de esto, surge en nosotros la iniciativa de crear una Biblioteca Popular Circulante con el fin de fomentar la propagación de la cultura. Esta biblioteca pondrá al alcance de todos, aquellos libros que encerrando un concepto elevado del pensamiento ayuden a conocer mejor la vida y depurar algo la sensibilidad”.

            El entusiasmo de aquellos pioneros, que pronto contaron con la simpatía y el apoyo de las mejores mentes de la España de entonces, lo continúa hoy Manuela Busto. Yo, como Borges, me crie en una biblioteca, pero no de propiedad privada como la suya, sino también popular y circulante, la de Avilés, fundada por las mismas fechas, y cuyo primer bibliotecario, el poeta Luis Lumen, fue fusilado nada más entrar las tropas franquistas. Su delito: haber puesto los libros al alcance de todos.

Entro en el luminoso local de la biblioteca de Castropol, con el monumento a Villamil asomándose por un lado y el campanario de la iglesia por el otro, y me invade una sensación de felicidad, la misma que cuando visité por primera vez la biblioteca Bances Candamo.

            Sigo viviendo en una biblioteca, pero ahora abarca el universo. Los libros vienen a buscarme a mí o yo los busco a ellos en las librerías de viejo y de nuevo. Ya no tengo la avidez de leerlo todo, como en la adolescencia. Ahora me basta con encontrar cada día un libro o dos con los que mantener una conversación inteligente. Y también he aprendido a hojear con fruición ese otro libro inagotable que abarca tierra y cielo, el libro de la naturaleza. Pero todo empezó en un rincón como este. Entro en la biblioteca de Castropol con su luz de perpetuo domingo y sus libros dedicados y me invade una sensación de felicidad, un sentimiento de gratitud.

HONRAR HONRA

Disuena encontrarse, en una plazoleta de Taramundi, cerca de la iglesia, con un aparatoso monumento decimonónico. ¿Quién será ese bigotudo prócer?, me pregunto. Seguro que un rico indiano o un politicastro de la Restauración.

Qué sorpresa la mía al leer, bajo el nombre, Manuel Lombardero Arruñada, el título de “maestro nacional” como timbre de gloria. Se trata de un maestro, director de la escuela de niños, al que a los treinta años de su muerte quienes fueron sus alumnos, dispersos por España y América, decidieron levantarle este monumento, “fieles a la divisa hidalga de honrar honra”. No creo que haya muchos casos semejantes.

            Me emociona este homenaje. La persona más importante en mi vida intelectual, la que más me ayudó a ser lo que soy, fue un maestro nacional, don José Ramón, allá en el Valliniello de finales de los cincuenta y primeros sesenta, donde se amontonaban los emigrantes. Él fue quien dijo que yo debía estudiar, quien me preparó para el ingreso en el bachillerato, quien me consiguió una beca, quien aguantó pacientemente mis primeras discusiones (porque yo era un niño insoportable —muy parecido al adulto que soy— que no se creía cualquier cosa, que todo lo ponía en cuestión).

            Taramundi, lleno de tiendas para turistas, carece del aura que yo esperaba encontrar tras tantos años de ver su nombre en las panaderías, un nombre que yo asociaba, no sé por qué, con los confines del mundo. Pero se me vuelve entrañable porque sus vecinos dispersos por España y América fueron capaces de hacer lo que a mí me habría gustado hacer: honrar a quien nos ayudó a ser lo que somos.

TIEMPO DETENIDO

Lo que buscaba y no hallé en Taramundi lo encuentro en Bres, a dos pasos. Admiro la Casa del Agua, una antigua escuela “hispano-argentina”, llena de artilugios hidráulicos (entre ellos una ingeniosa máquina de movimiento continuo obra de J. M. Legazpi), pero lo que yo busco es otra cosa: la magia del silencio, el tiempo detenido. Y aquí está, abrazador, acariciador, subrayado por el tenue susurro del Cabreira, oculto entre la colina en que se dispersan las casas del pueblo y la montaña. Pastan vacas, ramonean caballos (un potrillo con una estrella en la frente se me queda mirando), cruza el cielo algún ave cuyo nombre ignoro; todo como en una película a la que hubieran quitado el sonido. A la memoria me vienen versos de Juan Ramón Jiménez: “En la quietud de estos campos, / llenos de dulce añoranza…”

            ¿Añoranza de qué?, me pregunto. Sé que, si estoy a gusto aquí, es porque estoy de paso, porque no me detendré mucho rato. Lo sé y a pesar de ello quisiera que este instante, en el centro del mundo, tan cerca y a la vez tan lejos de mí, no se acabara nunca. Lo dijo para siempre Pascal: el corazón tiene razones que la razón no comprende, especialmente una razón tan torpemente racionalista como la mía.

UNA HUMORADA

Me gusta desayunar lejos de casa, abandonadas todas las rutinas, con el día por estrenar y sin nada que hacer más que estar conmigo y con el mundo. Hoy soy el primer cliente en la cafetería Martínez, en Navia, muy cerca del monumento a Campoamor. Las pocas veces que pasé por aquí fue por causa suya: para hablar de su poética en un curso de verano, para presentar una antología con motivo de su centenario. Hoy solo me dedico a pasear por la orilla de la ría, a perderme por sus calles, a admirar los viejos caserones y los floridos edificios modernistas. Junto al casino, el teatro Fantasio. Qué hermoso nombre, tan contrario al tópico realismo campoamoriano.

Navia se prepara para el bullicio de sus fiestas, pero las atracciones  —“Pegasos, lindos pegasos, / caballitos de madera”— están todavía cubiertas. De vez en cuando, me cruzo con algún madrugador transeúnte.

            En el verano, Navia se acuesta tarde y tarda en despertarse. A mí me gusta levantarme antes que nadie, antes que el alba, y observar las ciudades como un escenario dispuesto para la función pero al que aún no han entrado los actores ni se ha abierto el público.

            A don Ramón de Campoamor, confortablemente sentado en un banco, como cualquier jubilado, no parece importarte haber pasado de la cima a la sima, de haber sido objeto de la mayor admiración a verse convertido en el paradigma de la ramplonería. ”Una humorada, don Ramón”, le pido. Y él en seguida improvisa una: ”En torno de mí la gente / viene y va a sus quehaceres. / Yo los miro indiferente, / salvo que sean mujeres”.

FRONTERA

Cruzo distraído un puente, en Vegadeo, y ya estoy en Galicia. Antes he leído los poemas que cuelgan en los soportales del Ayuntamiento, escritos en un gallego que es también asturiano: “Lo que máis recordó d’ela son as maos”, esas manos que ahora veo cuando veo las mías, escribe Lucía Iglesias Gómez. Y he hojeado, mientras me tomo un café junto a una fuente alegórica idéntica a otra del avilesino parque del Muelle, La Voz de Galicia. “Remolcados diez barcos en tres días por incidentes con orcas en la Costa da Morte”, leo en un titular. A las orcas —que pueden medir hasta nueve metros y pesar unos seis mil kilos— les ha dado por lanzarse en grupo contra los veleros para arrancarles el timón. No se sabe si lo hacen por jugar o por alguna otra desconocida razón. Me parece el comienzo de una adolescente novela de aventuras.

            Aunque yo siga siendo el actor principal, si cambia el escenario cambia la función. No hace falta ir muy lejos para cruzar una frontera, la que separa mi vida de otras vidas.


sábado, 13 de agosto de 2022

De andar y ver. Patrias y patrañas

 

 

UN ALTO EN EL CAMINO

Hay muchos cafés Arcadia dispersos por el mundo. El mío estuvo en Coímbra, en la rúa Ferreira Borges, y sigue estando en la Coímbra de mi memoria. Vuelvo a encontrar otro donde menos lo esperaba, en Miranda do Douro, frente a la iglesia de la Misericordia, que tiene una ventana que permitía a los presos —encerrados enfrente— oír misa.

Es pequeño este café Arcadia e incluye una casa de juegos, un rincón en el que se venden boletos para sueños, y un kiosco. Hay un solo cliente sentado en la barra, como en los cuadros de Hopper. Yo me siento en la terraza, frente a la fachada de la iglesia, y recuerdo el lema clásico: “Et in Arcadia ego”. Aparece junto a una calavera y se piensa que es la muerte quien habla, ella también está en ese territorio feliz. Pero puede entenderse de otra manera.

            También yo estuve en la Arcadia, también yo fui feliz. Y lo sigo siendo como he siempre lo he sido: a ratos. “Solo marco las horas claras” decía la leyenda de un reloj de sol. Ojalá la memoria solo guardara las horas felices.

            La mía es una memoria bien educada y por eso, si no olvida los malos ratos, procura relegarlos a un rincón mal iluminado. En primer plano, bien visibles, los momentos de acuerdo con el mundo. Como aquellas tardes del café Arcadia en que yo leía a Camilo Castelo Branco, sufría por un “amor de perdición” y era feliz sin saberlo, o este alto en el camino, cerca ya la desembocadura del río, en que lo soy de nuevo. Y lo sé.

EL MEJOR ELOGIO

Adelantando el pecho, con los brazos hacia atrás, preside hermosa avenida que lleva su nombre en Vila Real. En el alto plinto, luchan dos titanes desnudos y se lee: “A Carvalho Araújo 1881-1918”. En la parte posterior aparece un texto entre comillas: “Tengo que confesar que el ataque fue hecho por el cazaminas con un brío y una tenacidad nunca observados en nuestros enemigos y que la valentía con que ese navío se arrojó sobre mi submarino me produjo admiración”. Son “palabras del comandante del submarino alemán”, según se indica.

            Ningún elogio mejor para un héroe que el del enemigo. José Botelho de Carvalho Araújo, el 13 de octubre de 1918, cuando estaba al mando del NRP Augusto del Castilho (un barco destinado a la pesca del bacalao adaptado a las necesidades de la guerra),  recibió la orden de escoltar al navío de transporte de pasajeros San Miguel. Al día siguiente, mientras navegaban entre Funchal y Ponta Delgada, fueron avistados por el submarino alemán U-139, a cuyo frente estaba uno de los mayores héroes de la marina de guerra alemana, Lothar von Arnauld de la Perière. En el combate que siguió, que duró más de dos horas, perdió la vida el comandante Carvalho Araujo, pero el San Miguel pudo escapar y llegar a Ponta Delgada sin daño alguno para sus 206 pasajeros y 54 tripulantes y con sus muchas toneladas de carga intacta. El comandante alemán elogió la bravura de su enemigo. Y ese elogio es el único que figura en este monumento.

EN LA OSCURIDAD

El cuento de terror que más miedo me dio era un cuento sin palabras, solo silencio. Nos habíamos reunido cinco amigos en el caserón que los padres de uno de ellos tenían en una aldea cercana a Taramundi, que por entonces estaba lejos de ser la Disneylandia del turismo rural en que se ha convertido. A uno de ellos, Luis Riaño, se le ocurrió que nos reuniéramos por la noche para contar historias de miedo a la luz de unas velas. Encenderíamos una vela menos de los que éramos. Según se iban contando las historias se irían apagando las velas y la última se escucharía en total oscuridad. Era a Luis precisamente a quien, por sorteo, le había correspondido ese honor. Pero cuando se apagó la última vela y quedamos todos a oscuras solo se escuchó el silencio. “Luis, Luis, te toca”, dije yo tras unos minutos, o quizá segundos, de espera en los que todos sentimos un escalofrío. “Luis, Luis, ya está bien de bromas”, dijeron los demás. Pero Luis seguía sin decir nada. Encendimos la luz. Luis no estaba con nosotros. Le buscamos por toda la casa. Salimos a gritar su nombre fuera (era una noche oscura, como las de los cuentos que habíamos contado, sin luna y sin estrellas). No había teléfono. Solo al día siguiente, cuando bajamos al pueblo, pudimos llamar a su casa. Y nos respondió el propio Luis. “¿Cómo te fuiste sin avisar? Vaya susto que nos has dado. Eso no se hace a los amigos”. No sabía de qué hablábamos. En el último momento, le había surgido un imprevisto y no había podido acompañarnos.

DEFENSA  DEL TABACO 

Se queja un amigo de la persecución a los fumadores y yo le leo la mejor defensa del tabaco, escrita precisamente por un médico, Miguel Torga: “Mi interlocutor, que era técnico en salud, al verme encender otro cigarrillo, insistió de nuevo en los riesgos de fumar, poniéndome delante unas estadísticas que yo de sobra conocía. Yo le hablé de otra cosa. De la angustia humana, que desde el principio de los tiempos —en China, en la India, en Egipto, en América y en Oceanía— se auxilió de tóxicos que la calmasen, que la pacificasen, fuese cual fuese el precio. Vivir es lo que cuesta. Morir no duele tanto. Nadie duda en tomar un comprimido que le calme el dolor de muelas. Y hay dolores más profundos y persistentes que esos que se calman con un aspirina. Dolores que necesitan de un lenitivo singular, que nos sepa bien mientras actúa y que sea un compañero solícito, un confidente discreto, un amigo fiel en todas las horas y circunstancias. Un amigo que, incluso cuando acaba por tiranizarnos y perdernos, nos libera de nosotros mismos en las alas de la obsesión”.

LOS INVASORES

La historia de un país, como la de cualquier persona, está hecha de olvidos. ¿Quién recuerda aquella guerra de los siete años que, a mediados del siglo XVIII, enfrentó a Francia e Inglaterra? Aliada de la primera, España invadió Portugal en 1762. Comenzaron asediando esta Miranda do Douro, en la que yo estoy ahora, y la suerte de unos y la mala suerte de otros, quiso que el castillo, donde se guardaba el único arsenal de la región, los olvidados Trás-os-Montes, estallara causando más de cuatrocientos muertes. Nada podía oponerse a las triunfales tropas españoles, tan confiadas en su poderío que ni siquiera se habían preocupado de crear líneas de avituallamiento. Ellos venían —eso decía la propaganda oficial— a liberar a los portugueses del yugo inglés y a unirlos, para su felicidad, a la corona española. Habían escogido bien el momento. Tras el terremoto de Lisboa, Portugal parecía un país fallido y su imperio colonial un botín particularmente codiciable. Pero entonces ocurrió lo que en la España de 1808, una insurrección popular, una guerra de guerrillas. Guadañas, escopetas de caza, simples palos, todo valía contra el invasor. Las aldeas fueron abandonadas, arrasados los cultivos, la gente se refugió en el monte y desde allí atacaban en sangrientas emboscadas. ¿Cuántos españoles murieron? ¿Veinte mil, treinta mil? El glorioso ejército de Carlos III, como después el de Napoleón, no pudo nada contra una panda de desharrapados enfurecidos. Claro que, en uno y otro caso, contaron con la ayuda de Inglaterra. Si la historia ocurriera hoy, unos hablarían de héroes y otros de terroristas, de daños colaterales o de injustificables crímenes de guerra. Todo es según el color del cristal con que lo mira la propaganda oficial

Dejo el castillo y me acerco hasta los restos de la muralla, con su basamento que recuerda a Micenas y a viejas leyendas de extraterrestres. Abajo el Duero, que ha creado una hendidura entre estas tierras y las tierras de España. Y sin embargo aquí, por debajo del portugués oficial, se sigue hablando una variante del astur leonés, señal de que en otros siglos, la frontera discurría por otra parte.

            Yo en Portugal siempre me siento en casa. Hispano soy y nada portugués me es ajeno, como dijo Eugenio d’Ors. Pero nunca olvido que no estoy en mi casa, que soy solo un invitado, por eso procuro no alzar la voz y comportarme con la mayor educación.

            Sonrío al ver en la catedral la trajeada imagen de un niño Jesús, con su sombrero de copa y su elegancia de otros tiempos. No fue la de 1762 la primera invasión castellana, ni sería la última. En 1711 ya el ejército español invadió Miranda y la saqueó durante meses. Fue el niño Jesús que entonces empuñó la espada y se puso al frente de los humillados y ofendidos.

            Sonrío. Se hacen las patrias con patrañas, pero solo nos lo parecen las de los demás.




 

viernes, 5 de agosto de 2022

De andar y ver: Un reino maravilloso

 

 

 

ALCAÑICES

Camino de Portugal, hacemos un alto en Camarzana de Tera. Soy de los que piensan que no hay pueblo feo, al menos para una visita breve, pero Camarzana parece empeñada en desmentirme: dos hileras de casas a lo largo de la carretera y ni siquiera una placita con fuente y acacia frente a una vieja iglesia. Sonrío al leer el anuncio pegado en un poste: en el Bar Juventud, de Ferreras de Abajo, se celebrará un campeonato de tute cuyo primer premio es un cabrito. “La España profunda”, pienso con mi urbana suficiencia. Pero entonces me fijo en una construcción nueva que está exactamente al otro lado de la carretera. “Villa romana de Orpheus”, leo en la fachada. No, no estoy en el fin del mundo. Aquí me esperaba, sin yo saberlo, nada menos que Orfeo, aquí llegó la gloria de Roma. Recordé luego su descenso a los infiernos cuando atravesamos la sierra de la Culebra, recientemente arrasada. El tópico se hace verdad: un paisaje dantesco. Ferreras de Abajo, donde sortean el cabrito, es un puñado de calles apretujadas que solo por milagro logramos atravesar con el coche. La espadaña de la pequeña iglesia tiene en lo alto un nido de cigüeñas casi más grande que ella. A dos pasos, Ferreras de Arriba, más abierto y desparramado, con todas las casas llenas de pancartas que hacen lo que dicen: “Ferreras no se calla”, “La culebra no se calla”.

            Una lápida en la iglesia parroquial me indica que estoy en el  “camino portugués de la vía de la Plata”. Y luego un poquito de literatura: “En esta villa por el talante, por el trato y por el tratado desde lejanos tiempos se fomentó la convivencia y se estableció la paz. Que también tú, caminante, te encuentres con la paz y sea la siembra de tu andadura”.

            Lo que uno se encuentra en Alcañices son camiones, infinitos y aturdidores camiones, no de uno en uno, sino en caravana. La autovía portuguesa de Oporto hasta la frontera no continúa en España y de ahí este cuello de botella. Veo carteles que anuncian la actuación de una serie de grupos y luego música y baile “hasta que el cuerpo aguante”. Aguantará bastante, que los camiones que cruzan día y noche el pueblo habrán acostumbrado a no dormir..

BRAGANÇA

¿Qué necesito yo para estar a gusto en un lugar? Un café, como Chave d’Ouro, en la Praça da Sé, en el que leer con tranquilidad (incluso tiene una pequeña biblioteca con libros dedicados por los autores); un luminoso centro comercial en el que refugiarse los días de lluvia; una Pousada, como esta en la que estoy, cerca y lejos, con una higuera en el salón comedor a la que han hecho un hueco en la cristalera para que siga creciendo al aire libre; un restaurante al que ir cuando tenga invitados (si estoy solo, prefiero en el centro comercial), como  el Solar Bragançano, la señora Ana María Batista con su cortesía y su fragilidad como de romance caballeresco al frente; una biblioteca como “Os nossos libros”, en un caserón encaramado en la ladera del castillo. Hay también un río que parece hundirse en la tierra y un camino junto a él que recorrer sin prisa para escuchar el silencio y olvidarse —al menos por un tiempo— de todas las preguntas.


S. MARTINHO DE ANTA

Desde que, allá por 1980, en Coímbra, leí su nombre repetido en los diarios de Miguel Torga, con el que quizá coincidí alguna tarde en el Café Arcádia, había querido visitar S. Martinho de Anta. Se puede llegar por dos caminos. Yo elegí el más tortuoso, que es también el más hermoso: sierras que se cruzan y entrecruzan, estrechas carreteras que bordean el abismo, inmensos pedruscos que parecen haber sido depositados por un Sísifo gigante, el acero del Duero al fondo y un cielo muy azul coronando el milagro. En la ermita de S. Leonardo de Galafura un poema de Torga que habla de un navío de piedra que navega las olas de la eternidad con el capitán en su puesto sin prisa de llegar a su destino.

            Ninguna prisa tengo yo de llegar a mi destino y aquí levantaría mi tienda como los apóstoles en el monte Tabor. Pero llego por fin a San Martinho, tan soñado, tan esperado, y lo primero con que me encuentro es que, donde estaba el negrillo, el inmenso olmo que reinaba en la plaza del pueblo, hay ahora un llamativo espantajo: una máscara de madera, que quizá quiera representar al poeta. Menos mal que los muertos no se enteran de lo que hacen o dicen los vivos, como escribió Cernuda, porque, si no, me imagino perfectamente a Torga, famoso por sus arrebatos de mal humor, saliendo de su tumba y haciéndola leña para calentar con ella las noches de invierno. Pero delante de la ofensiva estantigua —se colocó en 2020 y su autor es Oscar Rodrigues— sigue el hermoso busto del poeta y el texto de su poema a ese árbol que ya no existe: “En mi tierra natal hay un solo poeta / y mis versos son hojas de sus ramas…”

            Tras el susto inicial, un tranquilo paseo por el pueblo, una visita a la casa del poeta, donde siguen las azaleas que él cuidaba, y un café en el bar de Rosa, que es también estafeta de correos. Pero lo que uno trae de regreso es la imagen de unos horizontes escarpados y temerarios: el reino maravilloso al que volver una y otra vez, como Anteo, para recuperar las fuerzas perdidas en la lucha por la vida. Podrá haber lugares tan hermosos; más, lo dudo.

SOLAR DE MATEUS

Lo protege una muralla vegetal que no deja entrever lo que hay dentro. Por muchas veces que uno haya visto reproducida esta prodigiosa fachada reflejada en el agua (aparece en la etiquetas de un vino, el Mateus Rosé, que los conocedores no aprecian demasiado), en nada disminuye la sorpresa. Un escenario de cuento de hadas, dirías tópicamente. O de las sonatas de Valle-Inclán o los versos de Rubén Darío: “Era un aire suave de pausados giros…” (al fondo, entre el boscaje, creo escuchar la risa cristalina y cruel de la marquesa Eulalia). Pero vengo de S. Martinho de Anta y es otra historia la que se me viene a la cabeza. En 1980 le dieron a Miguel Torga el Premio Morgado de Mateus, que se entregaba en este palacio y el aprovechó las palabras de agradecimiento para contar una historia que no había contado nunca: “En mis remotos tiempos de niño, se realizaban en una casa religiosa de Mateus unos para mí misteriosos ejercicios espirituales a los que dos señoras de mi aldea asistían invariablemente. Viajaban en burro. Y el arriero era siempre yo, descalzo, tropezando con las piedras de los atajos, comiendo el polvo levantado por las herraduras. Las traía al atardecer, con la fresca, volvía con las acémilas, y regresaba a buscarlas en la fecha convenida. Este gran palacio, entonces fabuloso en la imaginación popular —tenía trescientas sesenta y cinco ventanas como los días del año— jalonaba las emociones del camino. Cuando lo descubría al fondo del paisaje, cercado por sus bellos jardines y coronado por sus pináculos y chimeneas, se me alegraba el corazón. Al regreso, montado en uno de los jumentos, apenas lo perdía de vista me entraba el pánico. Un toque de campanas resonaba en el valle. El sol se escondía detrás del Marao. Se adensaba el crepúsculo. El resto de la jornada debía hacerlo tanteando en la noche. Y con diez años no se enfrenta uno fácilmente a los fantasmas de la oscuridad”.

            Poco después, conoció a Torga en este lugar Carlos Casares. Él mismo me lo contó cuando me trajo a Oviedo en su coche desde Verines, donde habíamos coincidido. Había caído una gran nevada y los caminos eran intransitables. Carlos Casares se arriesgó a recorrer los doscientos kilómetros que le separaban de Vila Real con la esperanza de conocer a Torga, que le habían dicho que asistiría al encuentro de escritores.  Pero no apareció. En la comida, a Casares le tocó sentarse junto a una señora menuda que era profesora en la Universidad de Coímbra. Carlos Casares le confesó que había ido allí solo con la esperanza de conocer a Torga. Ella le preguntó que por qué tenía tanto interés. Respondió que era un fervoroso lector de su diario y que, en el último tomo, por entonces el XIII, había leído una historia de Torga niño, relacionada con este palacio, que le había emocionado. A partir de ese momento, Torga fue el único motivo de conversación, que más que conversación parecía un examen. La profesora debió de quedar satisfecha porque al final le dijo: “Es la primera vez que conozco a un español que me habla de Torga con tanto interés”. Aquel día, la profesora no asistió a las sesiones de tarde. La volvió a ver en la cena, pero se sentaron en lugares separados. Pero luego, al terminar, le hizo un gesto para que la acompañara. Le llevó hasta un extremo del salón donde había una pequeña puerta, como disimulada en la pared. Llamó suavemente con los nudillos y la abrió un señor alto, de cara angulosa, que pareció sorprendido. La profesora se limitó a decir: “Mi marido, Miguel Torga”.