UN ALTO EN EL CAMINO
Hay muchos cafés
Arcadia dispersos por el mundo. El mío estuvo en Coímbra, en la rúa Ferreira
Borges, y sigue estando en la Coímbra de mi memoria. Vuelvo a encontrar otro
donde menos lo esperaba, en Miranda do Douro, frente a la iglesia de la
Misericordia, que tiene una ventana que permitía a los presos —encerrados
enfrente— oír misa.
Es pequeño este café Arcadia e incluye una casa de juegos, un rincón en
el que se venden boletos para sueños, y un kiosco. Hay un solo cliente sentado
en la barra, como en los cuadros de Hopper. Yo me siento en la terraza, frente
a la fachada de la iglesia, y recuerdo el lema clásico: “Et in Arcadia ego”. Aparece
junto a una calavera y se piensa que es la muerte quien habla, ella también está
en ese territorio feliz. Pero puede entenderse de otra manera.
También yo estuve en la Arcadia, también
yo fui feliz. Y lo sigo siendo como he siempre lo he sido: a ratos. “Solo marco
las horas claras” decía la leyenda de un reloj de sol. Ojalá la memoria solo
guardara las horas felices.
La mía es una memoria bien educada y por eso, si no olvida los malos ratos, procura relegarlos a un rincón mal iluminado. En primer plano, bien visibles, los momentos de acuerdo con el mundo. Como aquellas tardes del café Arcadia en que yo leía a Camilo Castelo Branco, sufría por un “amor de perdición” y era feliz sin saberlo, o este alto en el camino, cerca ya la desembocadura del río, en que lo soy de nuevo. Y lo sé.
EL MEJOR ELOGIO
Adelantando el
pecho, con los brazos hacia atrás, preside hermosa avenida que lleva su nombre
en Vila Real. En el alto plinto, luchan dos titanes desnudos y se lee: “A Carvalho
Araújo 1881-1918”. En la parte posterior aparece un texto entre comillas:
“Tengo que confesar que el ataque fue hecho por el cazaminas con un brío y una
tenacidad nunca observados en nuestros enemigos y que la valentía con que ese
navío se arrojó sobre mi submarino me produjo admiración”. Son “palabras del
comandante del submarino alemán”, según se indica.
Ningún elogio mejor para un héroe que el del enemigo. José Botelho de Carvalho Araújo, el 13 de octubre de 1918, cuando estaba al mando del NRP Augusto del Castilho (un barco destinado a la pesca del bacalao adaptado a las necesidades de la guerra), recibió la orden de escoltar al navío de transporte de pasajeros San Miguel. Al día siguiente, mientras navegaban entre Funchal y Ponta Delgada, fueron avistados por el submarino alemán U-139, a cuyo frente estaba uno de los mayores héroes de la marina de guerra alemana, Lothar von Arnauld de la Perière. En el combate que siguió, que duró más de dos horas, perdió la vida el comandante Carvalho Araujo, pero el San Miguel pudo escapar y llegar a Ponta Delgada sin daño alguno para sus 206 pasajeros y 54 tripulantes y con sus muchas toneladas de carga intacta. El comandante alemán elogió la bravura de su enemigo. Y ese elogio es el único que figura en este monumento.
EN LA OSCURIDAD
El cuento de terror que más miedo me dio era un cuento sin palabras, solo silencio. Nos habíamos reunido cinco amigos en el caserón que los padres de uno de ellos tenían en una aldea cercana a Taramundi, que por entonces estaba lejos de ser la Disneylandia del turismo rural en que se ha convertido. A uno de ellos, Luis Riaño, se le ocurrió que nos reuniéramos por la noche para contar historias de miedo a la luz de unas velas. Encenderíamos una vela menos de los que éramos. Según se iban contando las historias se irían apagando las velas y la última se escucharía en total oscuridad. Era a Luis precisamente a quien, por sorteo, le había correspondido ese honor. Pero cuando se apagó la última vela y quedamos todos a oscuras solo se escuchó el silencio. “Luis, Luis, te toca”, dije yo tras unos minutos, o quizá segundos, de espera en los que todos sentimos un escalofrío. “Luis, Luis, ya está bien de bromas”, dijeron los demás. Pero Luis seguía sin decir nada. Encendimos la luz. Luis no estaba con nosotros. Le buscamos por toda la casa. Salimos a gritar su nombre fuera (era una noche oscura, como las de los cuentos que habíamos contado, sin luna y sin estrellas). No había teléfono. Solo al día siguiente, cuando bajamos al pueblo, pudimos llamar a su casa. Y nos respondió el propio Luis. “¿Cómo te fuiste sin avisar? Vaya susto que nos has dado. Eso no se hace a los amigos”. No sabía de qué hablábamos. En el último momento, le había surgido un imprevisto y no había podido acompañarnos.
DEFENSA DEL TABACO
Se queja un amigo de la persecución a los fumadores y yo le leo la mejor defensa del tabaco, escrita precisamente por un médico, Miguel Torga: “Mi interlocutor, que era técnico en salud, al verme encender otro cigarrillo, insistió de nuevo en los riesgos de fumar, poniéndome delante unas estadísticas que yo de sobra conocía. Yo le hablé de otra cosa. De la angustia humana, que desde el principio de los tiempos —en China, en la India, en Egipto, en América y en Oceanía— se auxilió de tóxicos que la calmasen, que la pacificasen, fuese cual fuese el precio. Vivir es lo que cuesta. Morir no duele tanto. Nadie duda en tomar un comprimido que le calme el dolor de muelas. Y hay dolores más profundos y persistentes que esos que se calman con un aspirina. Dolores que necesitan de un lenitivo singular, que nos sepa bien mientras actúa y que sea un compañero solícito, un confidente discreto, un amigo fiel en todas las horas y circunstancias. Un amigo que, incluso cuando acaba por tiranizarnos y perdernos, nos libera de nosotros mismos en las alas de la obsesión”.
LOS INVASORES
La historia de un
país, como la de cualquier persona, está hecha de olvidos. ¿Quién recuerda
aquella guerra de los siete años que, a mediados del siglo XVIII, enfrentó a
Francia e Inglaterra? Aliada de la primera, España invadió Portugal en 1762.
Comenzaron asediando esta Miranda do Douro, en la que yo estoy ahora, y la
suerte de unos y la mala suerte de otros, quiso que el castillo, donde se
guardaba el único arsenal de la región, los olvidados Trás-os-Montes, estallara
causando más de cuatrocientos muertes. Nada podía oponerse a las triunfales
tropas españoles, tan confiadas en su poderío que ni siquiera se habían preocupado de crear líneas de avituallamiento. Ellos venían —eso
decía la propaganda oficial— a liberar a los portugueses del yugo inglés y a
unirlos, para su felicidad, a la corona española. Habían escogido bien el
momento. Tras el terremoto de Lisboa, Portugal parecía un país fallido y su
imperio colonial un botín particularmente codiciable. Pero entonces ocurrió lo
que en la España de 1808, una insurrección popular, una guerra de guerrillas.
Guadañas, escopetas de caza, simples palos, todo valía contra el invasor. Las
aldeas fueron abandonadas, arrasados los cultivos, la gente se refugió en el
monte y desde allí atacaban en sangrientas emboscadas. ¿Cuántos españoles
murieron? ¿Veinte mil, treinta mil? El glorioso ejército de Carlos III, como
después el de Napoleón, no pudo nada contra una panda de desharrapados
enfurecidos. Claro que, en uno y otro caso, contaron con la ayuda de
Inglaterra. Si la historia ocurriera hoy, unos hablarían de héroes y otros de
terroristas, de daños colaterales o de injustificables crímenes de guerra. Todo
es según el color del cristal con que lo mira la propaganda oficial
Dejo el castillo y me acerco
hasta los restos de la muralla, con su basamento que recuerda a Micenas y a
viejas leyendas de extraterrestres. Abajo el Duero, que ha creado una hendidura
entre estas tierras y las tierras de España. Y sin embargo aquí, por debajo del portugués oficial, se sigue hablando una variante del astur leonés, señal de
que en otros siglos, la frontera discurría por otra parte.
Yo en
Portugal siempre me siento en casa. Hispano soy y nada portugués me es ajeno, como
dijo Eugenio d’Ors. Pero nunca olvido que no estoy en mi casa, que soy solo un
invitado, por eso procuro no alzar la voz y comportarme con la mayor educación.
Sonrío al
ver en la catedral la trajeada imagen de un niño Jesús, con su sombrero de copa
y su elegancia de otros tiempos. No fue la de 1762 la primera invasión
castellana, ni sería la última. En 1711 ya el ejército español invadió Miranda
y la saqueó durante meses. Fue el niño Jesús que entonces empuñó la espada y se
puso al frente de los humillados y ofendidos.
Sonrío. Se
hacen las patrias con patrañas, pero solo nos lo parecen las de los demás.
Miranda. Efectivamente el "Café Arcadia" en Largo da Misericórdia. Y muy cerca de la maravillosa rúa da Costanilha o -veo en Google Map- Costanielha, en mirandés/astureleonés. Mi calle favorita de Miranda. ¿Te has regalado con una "posta" en O Mirandés?
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