sábado, 26 de mayo de 2012

Razón de más: De manzanas y peras


Sábado, 19 de mayo
NO ENTIENDO NADA

Suelo acostarme a las doce de la noche. Algunos días un poco más tarde, pero no mucho, a las doce y cuarto todo lo más. Acababan de dar las doce, me disponía ya a irme a la cama, cuando sonó el timbre del portal. Supuse que sería alguna equivocación y no hice caso, pero volvió a sonar con más fuerza. “¿Quién es?”, pregunté irritado. “Abre, soy yo”. No reconocí la voz. “¿Quién es?”, volví a preguntar. Pero sin pensar ya había dado al botón para abrir la puerta. Abrí la del piso sin siquiera observar por la mirilla. Ante mí estaba un desconocido, de unos cuarenta años, cuya cara me resultaba vagamente familiar. Entró en la casa como si la conociera, se dirigió al salón y se sentó exactamente en el lugar en que yo suelo sentarme. Algo debió de notar en mi mirada porque se levantó de inmediato, “Perdona”, y cambió de sitio. “Vengo a pedirte un favor”, comenzó. “No recuerdo tu nombre”. Sonrió y no dijo nada. Cogió uno de los libros del montón, titulado precisamente Objetos sobre una mesa, de Guy Davenport. “Muy apropiado”, dijo. “Me gusta el subtítulo: Desorden armonioso en arte y literatura. Pero tendrás prisa. Seguro que ibas a acostarte ya. Te digo a qué he venido y me voy. Tienes que guardarme esto por unos días”. Y me alargó una pequeña caja. “Puedes abrirla”. Lo hice y contenía un anillo: un sencillo aro de oro, como los que utilizan los casados. Se levantó de inmediato. “Me voy. Pero debes ser más cuidadoso. No dejes entrar en tu casa a cualquiera. Puede ser mala gente”. Yo tenía todavía la cajita abierta con el anillo en la mano cuando él salió cerrando cuidadosamente la puerta.
            No sabía qué pensar. A mí lo único que me entregan los desconocidos, aunque no suelen hacerlo en mano, sino a través del correo, son libros de poemas. Generalmente muy malos.
            Dejé el anillo sobre la mesa llena de libros y me fui a acostar. Dormí bien, al contrario de lo que suele ser mi costumbre. Cuando me desperté, a las ocho en punto (siempre me despierto a la misma hora, sin necesidad de despertador), ni recordaba la extraña visita. Preparé el zumo, las tostadas, el café, desayuné sin prisa, y al pasar luego por el salón vi que el montón de libros que había en equilibrio inestable sobre la mesa se había venido al suelo. Ocurre de vez en cuando, así que no me extrañé. Al recoger los libros recordé de pronto, como un vago sueño, la visita de la noche. Pero enseguida encontré la cajita del anillo. No había sido un sueño. Estaba vacía. Busqué el anillo por todas partes. No di con él. Y entonces sonó el teléfono. “Gracias por aceptar mi encargo. Me has ayudado a salir de un buen embrollo”. Colgó antes de que pudiera preguntarle algo. Quedé un poco preocupado. No demasiado. No entendía nada. Pero estoy acostumbrado a entender cada vez menos de lo que pasa en mi vida y de lo que pasa en el mundo.  


Domingo, 20 de mayo
CAMINO SOLO

“¿Por qué tengo un deseo al que ningún otro pecho responde?”, escribe Thoreau en su diario. “Camino solo. Mi corazón está insatisfecho. Los sentimientos estorban la corriente de mi pensamiento. Estoy cansado de la sociedad frívola. Dos yardas de cortesía no constituyen una sociedad para mí. Hay quien me habla de manzanas y peras, y yo me voy con mi secreto intacto. Las suyas no son las manzanas que me tientan”.


Lunes, 21 de mayo
DOBLAN POR TI

Una parte de mi biblioteca la llevo en la cabeza. Me ayuda en los momentos malos. Comienzo con los versos de Vicente Gaos, que he citado tantas veces: “La vida es dura / y no hay consuelo. / Saca el pañuelo, / literatura”. Sigo con John Donne: “Ningún hombre es una isla; cada uno es un trozo del continente, una parte del todo. La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque yo estoy involucrado en la humanidad; no preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”. Doblan por mí y por quien más quiero. Sigo con Manrique: “Nos dejó harto consuelo su memoria”. Y termino con Guillén y la “justa fatalidad” que nos impone “su ley, no su accidente”.
            Pero cuando me pongo en la fila para dar el pésame a mi compañera Cristina, se me llenan los ojos de lágrimas y de angustia el corazón. Hay huecos que no pueden taparse ni con toda la literatura del mundo.


Martes, 22 de mayo
LAS DOS MIRADAS

“Le he mandado la poesía de Víctor a Miguel d’Ors y me ha contestado que hay una errata en el libro, que hay un nombre que parece mal escrito”, me dice Paulina.
            Hay gente así. Reciben un libro maravilloso y lo primero que hacen (y a veces lo único) es mirar a ver si encuentran alguna errata. Recuerdo aquel viaje hasta casa de Salman, en Queens, que nos había invitado a comer. El metro tardaba más de una hora. “Tengo que comentarte algunas cosas”, me dijo José Muñoz Millanes. Se sentó a mi lado, sacó de la mochila Sueño, fantasmagoría y mientras Hilario Barrero y José Havel se entretenían contemplando el paisaje y el paisanaje, él fue página por página, y eran más de trescientas, señalando las erratas o lo que a él le parecían erratas (había leído con un lápiz rojo y no había página sin alguna marca). Todos mis esfuerzos por interrumpirle fueron vanos. No podía parar. Es un sabio, pero está programado así.
            Y entonces se me ocurrió pensar que se puede ser sabio y no saber leer. O no saber leer adecuadamente. Hay dos tipos de lectura como hay dos tipos de mirada. La mirada rencorosa, esa que dirigimos a la expareja, o a la nueva pareja de nuestra expareja, es la adecuada para las pruebas: solo tiene ojos para los defectos, ningún error se le escapa. Pero a los libros ya publicados debe dirigirse la mirada amorosa de la madre hacia el bebé, ciega para todo lo que no sea belleza y su gracia.
            El buen lector no ve las erratas y si ve involuntariamente alguna se lo calla, como hacen las personas bien educadas cuando descubren una pequeña mancha en el traje de la persona que nos acaban de presentar.


Miércoles, 23 de mayo
CON EL CULO AL AIRE

El fiscal archiva la denuncia contra Carlos Dívar, presidente del Tribunal Supremo y del Consejo del Poder Judicial, porque según decidió el propio Consejo sus integrantes no necesitan justificar gastos. Qué curioso. El fiscal no ve delito donde cualquier persona vería un doble delito: al de pagar con dinero público sus viajecitos a Puerto Banús se añade el abuso de confianza. Que confíen en ti y no te pidan justificantes de los gastos no quiere decir que te den licencia para robar. Pero Carlos Dívar parece que ha respondido: “No sigan ustedes por ese camino, señores vocales, porque yo, antes de dimitir, estoy dispuesto a tirar de la manta, a revisar sus facturas y a dejarles a todos con el culo al aire”.


Jueves, 24 de mayo
PASAN DE VERDAD

Son ya casi las diez de la noche cuando vuelvo al despacho del Milán para seguir con exámenes y burocracias. Me saluda el guardia de seguridad, acostumbrado a verme por allí los días de fiesta y a horas intempestivas. “¿Ha entregado ya el artículo del periódico?”. “No, todavía no”, le digo sorprendido. “Le leo todos los domingos, los colecciono”, añade.
Lo que puede la adulación, pienso. Desde que me refería a la inteligencia de mis lectores me he encontrado con más lectores de los que creía. “Todas esas cosas que cuenta, ¿de verdad le pasan?”
            Sí, todas pasan de verdad, al menos por mi cabeza.


Viernes, 25 de mayo
SUEÑO, FANTASMAGORÍA

Leo un libro sobre la dolce vita romana y el asesinato, todavía sin aclarar, de Wilma Montesi, y vuelvo de pronto a aquella mañana solitaria en que entré en el Café de París, en la via Veneto, con sus fotografías en blanco y negro del tiempo de las estrellas y los paparazzi. Yo tenía entonces treinta años y había llegado hasta Roma siguiendo la pista de un fantasma, o más precisamente, de unos ojos. Siempre he sido propenso a los enamoramientos, y en aquella época lo era todavía más. Una mirada, una sonrisa, el viento que juega con unos cabellos como a mí me gustaría jugar, bastan para hacerme perder la cabeza. Puedo hacer locuras, y las hago a menudo, pero se me pasa pronto. Afortunadamente. Si no, ya me habría suicidado infinitas veces. Estudiaba en Perugia y un amigo de un amigo daba una fiesta y la invitación me llegó a mí de carambola. Fui por morbosa curiosidad. El anfitrión, de poco más de veinte años, vivía con sus padres en un vetusto palazzo cerca del Duomo. Los padres estaban fuera. El caserón se llenó de estudiantes de los más diversos países; también había algunos profesores de la Universitá per Stranieri, y gente con una pinta rara. Se bebió, se bailó, hubo algunos excesos (dos chicas se desnudaron y comenzaron a hacer, o a fingir que hacían, el amor) y yo, que apenas me moví de un rincón, me marché pronto. Afortunadamente. Al final creo que intervino la policía. Al salir, antes de volver a casa, en Via Garibaldi, decidí darme un paseo por el Corso Vanucci. Estaba solitario, aunque no era demasiado tarde y hacía una hermosa noche de verano. Llegué hasta los jardines del final, hasta la terraza sobre la parte baja de la ciudad y las onduladas tierras de la Umbría. A lo lejos, bajo las estrellas, las luces de Asís. Creí que estaba solo y por eso me asusté cuando me pidieron fuego. “No fumo”, dije, “Yo tampoco. Era solo un pretexto”. Acabamos en el piso de Via Garibaldi, que compartía con otros estudiantes. Pero mis dos compañeros dormían cuando llegamos. Me pidió dinero, pero no me importó. Entonces todavía perdía la cabeza más frecuentemente y más estúpidamente que ahora. Poco más de una semana después había acabado todo y yo estaba en Roma, sin un duro, con deudas, hastiado de mí mismo, sin nadie a quien pedir consejo para salir de aquel embrollo.
            Leo La muerte y la dolce vita, de Stephen Gundle, y vuelvo a aquellos días, no sé si vividos o soñados en que en el Café de París, entre los escasos turistas que admiraban las fotos de Anita Ekberg, yo esperé a que alguien me entregara un pequeño paquete y, con él en las manos, temiendo ser detenido en cualquier momento, recorrí la ciudad. Tuve que memorizar la dirección. No podía coger un taxi. Llamé agotado y temeroso a la puerta de aquel quinto piso sin ascensor. Y apareciste tú. Sin mirarme siquiera retiraste el paquete de mis manos y me diste con la puerta en las narices. Oí risas antes de marcharme. Quizá todo era una broma.
            Te quedaste con mi corazón y con todo mi dinero. Pero el billete del tren era de ida y vuelta y pude regresar a Perugia. A nadie le conté aquella historia. La cuento ahora y no sé distinguir muy bien entre lo vivido y lo fantaseado. Todo igualmente sueño, fantasmagoría. 


domingo, 20 de mayo de 2012

Razón de más: Elogio de la adulación


Sábado, 12 de mayo
SIEMPRE JUEGO

Como soy bastante infantil, todo lo convierto en juego. Comprar, por ejemplo. Lo hago casi todos los días. No me gusta llenar la nevera y estar pendiente de las fechas de caducidad. Me divierte entrar cada día en un supermercado distinto: hoy en el Mercadona, mañana en El Árbol, Alimerka o Masymás. Todos me salen al paso, según vuelvo a casa tras tomar un café con los amigos o con unos cuantos libros. Los sábados es el día del Carrefour, en Los Prados, tras leer o escribir en el Caffè di Roma. Me gusta comparar precios y productos. Sé dónde venden los mejores yogures, la mejor fruta, dónde tienen la mayor variedad de pan. Me relaja mucho este paseo diario entre las estanterías. Nunca dura más de diez minutos. Y el importe jamás supera los quince euros. Voy sumando mentalmente los precios mientras echo los productos en la cesta y al final, otro juego de niño, me divierte ver la cara de sorpresa de la cajera cuando comprueba que llevo ya en la mano exactamente los, por ejemplo, siete euros con quince céntimos del importe. Me gusta saber el precio de las cosas, y no pagar por ellas más de lo que valen, pero tampoco menos. Si pago menos sé que le estoy robando a alguien o que alguien está intentando comprarme o engañarme.


Domingo, 13 de mayo
AHÍ SIGUE

Las barbaries caducan. ¿Quién se acuerda hoy de la matanza de refugiados palestinos en los campamentos de Sabra y Chatila? A mí me lo recuerda de pronto Jean Genet. En uno de los puestos del Fontán, encuentro por un euro sus Cuatro horas en Chatila, editado por el Comité de Solidaridad con la Causa Árabe cuando se cumplían veinte años de los asesinatos. Ahora se cumplen treinta. Los ejecutores materiales fueron las milicias de la ultraderecha libanesa. Los israelíes, que custodiaban los campos, de inmediato se lavaron las manos. Begin, en el parlamento, declaró: “Unos no-judíos han masacrado a otros no-judíos, ¿en qué nos concierne eso a nosotros?”. Pero Jean Genet estaba allí para contarlo: “Hay que saber que Chatila y Sabra son kilómetros y kilómetros de callejuelas estrechas –las callejuelas son tan angostas que dos personas no pueden cruzarse a no ser que uno se ponga de perfil–, obstruidas por escombros, bloques, ladrillos, harapos multicolores y sucios. En una noche, bajo la luz de los cohetes israelíes que alumbraban el campamento, quince o veinte francotiradores, aun bien armados, no hubieran logrado hacer esa carnicería. Los asesinos participaron en gran número y probablemente también escuadras de verdugos que abrían cabezas, tullían muslos, cortaban brazos, manos y dedos, arrastraban, trabados con una cuerda, a gente agonizando, hombres y mujeres que vivían aún porque la sangre ha chorreado abundantemente de sus cuerpos”. Los israelíes no estaban a doscientos metros de la entrada del campamento, estaban a cuarenta. La noche de la masacre, ¿a qué altura tuvieron que poner el volumen de sus emisoras de música para no oír los gritos? Algunos seguro que todavía los oyen. ¿Los oye Ariel Sharon, entonces ministro de Defensa y al que todos los indicios apuntan como responsable último del genocidio?
A Ariel Sharon, años después, cuando era primer ministro, un derrame cerebral le dejó entre la vida y la muerte. Y ahí sigue, ni muerto ni vivo, escuchando los gritos de los niños, de los ancianos, de las mujeres masacrados en Sabra y Chatila, y sin poder mover un dedo. Como no lo movió entonces. No me imagino un infierno peor.
 Muertos o vivos, los que propiciaron el crimen, los que no hicieron nada para impedirlo, los que se taparon los oídos o pusieron la música más alta mientras sonaban, seguirán escuchando los gritos de las víctimas por toda la eternidad.  


Lunes, 14 de mayo
MISTERIOS INEXPLICABLES

Termino el curso agobiado por las clases. Pero no me quejo. Según me comunica el director del Departamento, el próximo curso tendré que añadir alguna otra asignatura, y de las que se imparten por primera vez. No me preocupa trabajar más, todo lo contrario. El trabajo es mi terapia antidepresiva. Unos combaten con el juego o la bebida o la comida sus carencias afectivas, yo las compenso con el trabajo.
No me preocupa trabajar más, sino no hacerlo bien. El mejor actor deja de serlo si ha de representar tres funciones el mimo día.
            Lo curioso es que la Universidad de Oviedo, que sobrecarga a unos profesores, a otros les paga el sueldo íntegro para que se queden en casa. Más de una vez me he referido a esas prejubilaciones anticipadas a las que me negué a acogerme. Para mí son un misterio todavía mayor que el que un doce o trece por ciento de los asturianos votara a Cascos en las últimas elecciones. Mientras se debate retrasar la edad de jubilación, la Universidad de Oviedo manda una carta a los profesores que cumplen sesenta años con la siguiente oferta: si se prejubilan, no solo cobrarán la jubilación íntegra, sino que, hasta los setenta, recibirán todos los complementos como si estuvieran trabajando y no les afectará ninguna posible rebaja de sueldo de los funcionarios. Este curso, cinco profesores de mi Departamento aceptaron la oferta (entre ellos uno que acabada de ser nombrado catedrático). Y las clases que ellos no dan tenemos que repartírnoslas los que quedamos, con el consiguiente deterioro de la calidad de la enseñanza.
            Quizá exagere un poco al decir que ese es un misterio superior aún al del voto a Cascos, pero que es un misterio nadie me lo podrá negar. Y lo más curioso es que esa estrafalaria decisión la tomó la Universidad de Oviedo sin escudarse siquiera en las presuntas exigencias de Bolonia, que es la coartada que ahora sirve para esconder cualquier absurdo sin justificación ninguna.


Martes, 15 de mayo
ABRA LA BOCA

Mi amigo Fernando Iwasaki escribió el cuento de terror más breve del mundo: “Abra la boca, dijo el dentista”. Siempre lo recuerdo cuando el dentista, como esta tarde, me dice: “Abra la boca”.
            Cuando nos cansamos de andar un día sí y otro también llevando el coche al taller, cambiamos de coche. Deberíamos poder hacer lo mismo con el cuerpo viejo. Qué maravilla entrar en la tienda y decirle al amable dependiente: “Lo quiero un poco más alto, no demasiado musculoso, una ligera miopía no me parece mal, el pelo castaño y que no se me caiga al poco tiempo”. Luego lo colocamos a un lado de la cabina, nos ponemos en el otro, apretamos un botón, parpadean unas luces y a los pocos segundos, casi a la velocidad de la luz, nuestro cerebro se instala en la nueva carcasa y este cuerpo viejo, que tantos problemas nos da, cae por una trampilla a una rampa deslizante que de inmediato lo lleva a la planta de reciclaje.
            Estas cosas pienso mientras el dentista trajina acá y allá como el mecánico en el taller. Pero tampoco hay que ser injustos. Para los años que lleva funcionando, no ha parado un momento desde 1950, tampoco me da tantos problemas este trasto. No se si lo cambiaría, aunque pudiera. Se le acaba cogiendo cariño.


Miércoles, 16 de mayo
LECTOR Y PERSONAJE

Parece que la pesadilla ha terminado. Yo estaba seguro de que Ignacio Prendes, el diputado de UPyD, no iba a cometer ningún disparate. Entre otras cosas, porque no podía. Eso de que la izquierda y la derecha estaban empatadas en Asturias no pasaba de ser una falacia. Uno de esos dos partidos de derecha había convocado elecciones porque no había sido capaz de llegar a un acuerdo con el otro. Si no habían llegado antes (cuando sumaban la mayoría absoluta), ¿cómo iban a llegar después? A Ignacio Prendes le bastaba abstenerse para que en Asturias gobernara quien había ganado las elecciones. Pero jugó a dejarse querer, a ser reina por un día, a ocupar el centro del escenario. Disculpable vanidad.
Durante la campaña electoral, cuando yo ni había oído mencionar su nombre, en la plaza del Ayuntamiento me alargó un folleto. Vi de qué partido era (me gusta poco, como bien sabe mi amigo Abelardo Linares, simpatizante) y lo rechacé. Entonces dijo: “Le leo, le leo todas las semanas”. Inmediatamente cambié de actitud: recogí el papel y charlamos un rato. Por eso yo, mientras se desarrollaba el vodevil de estos días, no me preocupaba demasiado: a cualquier lector mío, la inteligencia se le supone. Javier Almuzara no las tenía todas consigo: “Tú dirás lo que quieras, pero parece que Prendes va a apoyar a Cascos”. Y yo: “Tranquilo, Almuzara, tranquilo. No le van a votar ni él ni la señora esa que cada vez que entra a ver a su exjefe sale con una propuesta distinta”.
            Tranquilo, Almuzara, tranquilo, le decía. Pero yo no lo estoy aún del todo. ¿Qué última traca hará estallar para despedirse el político más reacio a la lógica, el sentido común o la racionalidad que haya existido nunca? Quizá refugiarse en el búnker con los más fieles y brindar con cianuro. O simplemente hacer lo que está deseando hacer desde hace un año: dejarlo todo, respirar aliviado, irse de caza y prometerse a sí mismo que jamás volverá a meterse en camisa de once varas.
La verdad es que, como político, Álvarez Cascos puede no valer nada, pero como personaje literario no tiene precio. Es digno de Dostoyevski.


Jueves, 17 de mayo
SABER VIVIR

Del libro de Michael Pollan Saber comer me quedo con dos reglas: “Tómatelo todo con moderación, especialmente la moderación”. “Sin un capricho de vez en cuando ninguna dieta es verdaderamente equilibrada”.


Viernes, 18 de mayo
NADIE ME ADULA

Da un poco de vergüenza hablar de ciertas cosas. Confesar que leo el horóscopo, por ejemplo. O peor aún, la razón porque lo hago. Todos necesitamos que de vez en cuando nos adulen un poco. Que nos digan exactamente lo que queremos oír. Lo listos, lo guapos, lo buenos que somos. Y a mí ya, a estas alturas de la vida, el único que me adula es el horóscopo. Soy Géminis. Y raro es el día que no me encuentro con  frases como: “Hoy deslumbrará a todos con el brillo de su inteligencia”, “Su personalidad versátil le permite adaptarse a cualquier situación y sacar el mayor provecho”, “La confluencia de Mercurio y Júpiter acentuará su capacidad de seducción”, “Vencerá en cualquier discusión, nadie podrá resistir el rigor de sus argumentos”.
            El éxito de una persona se mide por la cantidad de aduladores que le rodean. Yo tengo que conformarme con la letra pequeña del horóscopo. No es que me crea lo que dice, pero me gusta que me lo diga. 


domingo, 13 de mayo de 2012

Razón de más: Mientras me voy borrando

Sábado, 5 de mayo
AÚN NO

Esta mañana me he levantado con un miedo angustioso a no poder volar. Así comienza uno de los relatos breves, apenas media docena de líneas, de José María Merino. El miedo persiste mientras el protagonista, trajeado, maletín en mano, sube la escalera de su casa hasta la terraza. Pero sabe vencerlo, cierra los ojos y se lanza al vacío.
            Esta mañana, como tantas otras, me he levantado con un miedo angustioso a no poder vivir. Pero yo también he seguido adelante a pesar de mi miedo, he cerrado los ojos y me he lanzado al vacío.
            El protagonista del relato de Merino emprende el vuelo sin problemas y llega con puntualidad a la oficina. Yo todavía sigo cayendo. Pero aún no he perdido la esperanza.


Domingo, 6 de mayo
EL SUEÑO DEL PERDÓN

“Qué aburrido eres, Martín. Siempre estás hablando de lo mismo. De casas abandonadas y mujeres misteriosas. ¿Por qué no nos hablas un poco de tu vida, de lo que piensas, de lo que sientes? Eso tendría más interés.”
            Anoche –en el cine había visto una película de secretos y fantasmas– sonó el teléfono en lo mejor del sueño. Una voz vagamente familiar me pedía ayuda. “Ábreme”, dijo. “Estoy aquí mismo, frente a tu casa”. Me asomé al balcón y allí estaba, con el teléfono en la mano. Levantó la cabeza para mirarme. Llevaba casi veinte años muerto, pero a mí no me extrañó. Por eso supe que era un sueño. “Te portaste mal conmigo”, dijo. “Yo me porto mal con todo el mundo”, respondí. No me extrañaba nada aquella conversación porque me paso la vida hablando con los muertos. Tienen más cosas que contar que los vivos.
“Conmigo te portaste especialmente mal, me hiciste mucho daño. Y no te lo perdonas. Yo ya te he perdonado, pero tú no”.
“Yo me lo perdono todo. Soy muy benévolo conmigo mismo”.
            El teléfono seguía sonando y por fin me decidí a cogerlo. Sonreí. No era un fantasma. Y me pedía permiso para pasar la noche conmigo. Ya me había perdonado.


Lunes, 7 de mayo
LAS HERIDAS DE LA VANIDAD

“No te voy a contar nada porque luego tú vas y lo cuentas y me haces quedar mal”, me dice un amigo que el pasado fin de semana ha estado en Madrid presentando un libro y ha tenido ocasión de cenar con varios escritores. No me va a contar nada, pero acaba contándome que Luis Antonio de Villena, después de hablar muy mal de mí, añade: “Me gustaría verle muerto”. No sé hasta qué punto la frase es literal.
            Y yo pienso: “¡Pobre Luis Antonio!”. La verdad es que me porté mal con él. Es de mi edad, incluso algo más joven, pero más precoz y más brillante. Admiraba mucho sus primeras publicaciones y escribí textos entusiastas sobre ellas. Incluso alguna vez nos vimos en Madrid y nos llevó a conocer, a Víctor Botas y a mí, algunos de los lugares que frecuentaba. Me trataba muy amablemente, como un gran escritor y gran señor a su admirador de provincias. Pero él siguió escribiendo profusamente y yo reseñando sus libros, cada vez con menos entusiasmo. Hubo alguna reseña especialmente dura a algún texto particularmente amanerado y descuidado. Y ciertas discrepancias a la hora de antologar la joven poesía. Yo no fui particularmente amable al referirme a sus peculiares relaciones con la sintaxis y con la sindéresis. Y quizá alguna vez me pasé a la hora de ridiculizar sus disparates en letra impresa. Soy un maestro en esas artes.
            Comprendo perfectamente la poca simpatía que me tiene: a nadie le agrada ver a un admirador convertido en detractor. Pero esto ocurrió hace más de veinte años. Demasiados para que todavía sangre la herida y quiera verme muerto.
Pobre. Yo, que tendré menos talento pero no menos vanidad que él, jamás he tenido un disgusto literario que me durara tanto, ni mucho menos. Para los ultrajes y los odios del medio literario (y para los de cualquier otro medio), tengo la misma norma que Hacienda con las deudas de los contribuyentes: a los cinco años caducan. Y de momento nunca he tenido que esperar tanto tiempo.
            No es Villena el único que me odia porque hace veinte o treinta años, en una reseña que apenas leyó nadie, traté sin la debida consideración sus versos o su prosa. Pero lo de querer verme muerto (si no fue dicho con ironía), ya es pasarse un poco. De ninguna de mis ilustres “víctimas” –Gamoneda, César Antonio Molina, Siles–  me imagino una cosa así. Pero parece que hay hemofílicos de la vanidad: cualquier rasguño puede convertirse para ellos en una herida que no cicatriza nunca.
            ¡Pobre Luis Antonio! Me siento en deuda con él. Compré y leí atentamente su último libro de poemas, Proyecto para excavar una villa romana en el páramo, con la intención de escribir una reseña elogiosa (“Al doctor Masés / le encantaba el turismo sexual brasileño” comienza uno de los poemas). Pero no pude. Pensaría que era irónica. Y tendría razón.


Martes, 8 de mayo
SACROSANTA ORTOGRAFÍA

Siempre me ha divertido la obsesión que las personas con escasa cultura literaria y lingüística tienen con la ortografía. Se publican algunos correos electrónicos de un presunto pillo, Iñaki Urdangarín, escritos con amical descuido, y un profesor valenciano de la ESO, Tomás Ruiz Luna, se apresura a mandar una carta de protesta a un diario. “¡A ver cómo convenzo yo ahora a mis alumnos –exclama– de que no tienen razón cuando dicen que el futuro y el éxito de una persona no tienen nada que ver con su ortografía!”.
            En este caso concreto (como en tantos otros) los alumnos son más inteligentes que el profesor. Para hacer suculentos negocios, estimado Tomás Ruiz Luna, es más conveniente casarse con la hija de un rey que tener excelente ortografía.
            Y ni siquiera para escribir excelente literatura es necesario tener buena ortografía. Qué susto se llevaría el profesor si algún día tuviera la curiosidad de observar los manuscritos de Lorca o de Ramón Gómez de la Serna o de tantos escritores de hoy antes de pasar por el proceso de corrección de pruebas. Pedro Salinas, poeta y catedrático, incluso era laísta.
            La mayoría de los grandes hombres (en los negocios, en la política, en las artes) no es ya que cometan de vez en cuando faltas de ortografía es que ni siquiera saben escribir con un poco de gracia o corrección y por eso sus libros o sus discursos se los redactan siempre otros.
            Me divierte repetir estas obviedades para escándalo de mis colegas y asombro de mis alumnos, que me consideran poco menos que un anarquista.
            Claro –añado–  que no basta tener mala ortografía para ser un gran hombre de negocios o casarse con la hija de un rey.


Miércoles, 9 de mayo
NUESTRA QUERIDA ESPAÑA

“No te metas en política” era el sabio consejo que en los años del franquismo nos daban nuestros mayores. Y yo siempre he seguido ese consejo. Y no por miedo a lo que pudiera pasar (soy más bien un poquito temerario), sino por puro egoísmo. No digo lo que pienso en política porque siempre hay algún lector que piensa lo contrario y se enfada y deja de leerme. Y no cuenta uno con tantos como para permitirse el lujo de perder lectores.
            Por eso no diré jamás lo que pienso de tantas cuestiones. Jamás diré, por ejemplo, que hay día en que uno lee los periódicos y se avergüenza de su país, de esta España nuestra donde se expulsa al juez Garzón por combatir la delincuencia organizada de políticos y empresarios mientras el presidente del Tribunal Supremo, un tal Carlos Dívar, que tiene un sueldo superior al del Presidente del Gobierno, trampea las cuentas de sus escapaditas de fin de semana para que las pague el contribuyente.


Jueves, 10 de mayo
DOLOROSAMENTE HARTOS

Al comprar los periódicos, la quiosquera me dice: “¿Quiere usted El hormiguero? Es gratis”. “Bueno”, respondo. “Es de Foro”, añade. “Ah, entonces no, gracias. Lo que tienen que hacer es largarse de una puta vez y dejar de marear la perdiz”.
Algo avergonzado del desahogo, añado: “Perdone que le haya dado mi opinión sin pedírmela”.
––No se preocupe. Estoy acostumbrada. El anterior cliente me respondió: que se lo pasen por el foro de los cojones.


Viernes, 11 de mayo
LOS MILAGROS SUCEDEN

Me gustan las simetrías y las coincidencias. En mayo de 1979, cuando su autor tenía treinta y tres años, publiqué en Avilés Las cosas que me acechan, primer libro de Víctor Botas. Hoy, exactamente treinta y tres años después, ni un día más ni un día menos, me llegan los ejemplares de la nueva edición de su poesía completa con que la editorial sevillana La Isla de Siltolá inaugura una colección encuadernada en tela y de empaque clásico, hecha para perdurar. Antes de dar paso a los poetas que esta tarde leen en el Valey de Piedras Blancas, muestro orgulloso el volumen al público, leo uno de sus poemas y pienso que el tiempo, “que todo se lo lleva por delante / como un rinoceronte enloquecido”, no podrá contra algunas cosas: estos versos, y tantos otros que yo no he escrito pero a los que, poco o mucho, algo he ayudado a que existieran.
            Escucho a José Luis Sevillano, Ana Vega, Cristian David López y Sara Torres leer sus poemas y los de algunos autores que admiran. Los versos sapienciales de José Ángel Buesa que lee Cristian se me quedan en la memoria: “Tu pie siempre es más firme después de haber caído. / Solo es grande en la vida quien sabe ser pequeño. / Nadie es dueño de nada sin ser su propio dueño. / Solo tiene algo suyo quien todo lo ha perdido”.
Pienso que soy un hombre afortunado. No sé hacer milagros, pero los milagros –todo poeta verdadero lo es– han esperado más de una vez a que yo estuviera allí para suceder. Si el tiempo, como dice Buesa, “es un camino que crece hacia delante / mientras se va borrando, poco a poco, hacia atrás”, hay cosas que tardan más en borrarse que otras. Y aquí estamos de nuevo, amigo Botas, como en una de tantas tertulias nuestras en Avilés o Salinas. La muerte, que todo lo puede, contra tu voz no puede.


domingo, 6 de mayo de 2012

Razón de más: Nuevo retablo de las maravillas


Sábado, 28 de abril
EN EL CAFFÈ DI ROMA

Me gustan las historias que se enredan unas en otras, que abren cien puertas y no cierran ninguna, que entremezclan lo vivido y lo fantaseado, que son mentira cuando parecen verdad y verdad cuando parecen mentira.
            La casa estaba en lo alto de la colina, se veía desde el apeadero del tren y era la única visible desde allí. El resto eran grandes extensiones verdes con alguna mancha más oscura de arbolado. Aquel verano, como todos los veranos, yo tenía poco que hacer y me aburría en las noches breves y en los días interminables. Fui un niño sin amigos, un adolescente sin amores, un adulto sin ambiciones y con un trabajo rutinario.
            Como cada sábado me entretenía con unos cuantos libros en el Caffè di Roma, resguardado de la intemperie por el murmullo familiar de las conversaciones, cuando aquel desconocido sonriente se acercó a mi mesa junto a la gran cristalera y dijo: “¿Le importa que me siente un momento? Le conozco del periódico”.
            No, no me importaba, nunca me importa, sigo siendo el adolescente solitario que nada agradece más que un rato de conversación.
            Yo tenía por entonces poco más de veinte años, acababa de terminar en la Universidad, carecía de perspectivas laborales inmediatas. Por medio del amigo de un amigo me ofrecieron dar clases a los hijos de unos ricos indianos que habían regresado recientemente de América. Me aceptaron sin conocerme, salvo por referencias de algunos de mis profesores, y yo acepté el trabajo, pagaban bien, sin haberlos visto personalmente.
            La casa estaba en lo alto de la colina. Fui el único viajero que descendió del tren y con mi maleta en la mano, pesaba más bien poco, inicié el camino de ascenso, un camino de tierra, bordeado a trechos por escuálidos árboles que parecían haber sido plantados recientemente.
Engañaba la perspectiva y tuve que caminar bastante. Cuando llegué ante la puerta principal, comenzaba a anochecer. Llamé al timbre y no oí ningún ruido, golpeé ligeramente con la mano y en seguida oí el ladrido de unos perros. Luego se hizo de nuevo el silencio. Era una casona grande, casi palaciega, con un pórtico de columnas clásicas, un torreón almenado y ventanales vagamente góticos. El típico pastiche historicista de finales del XIX. A aquella hora, y en aquella soledad, daba un poco de miedo.
            Pensará que le estoy contando un cuento, dijo el desconocido mientras yo miraba con alguna impaciencia el libro cuya lectura me había hecho interrumpir, una nueva traducción de las Rimas de Michelangelo Buonarroti. Y es un cuento y no es un cuento. Ya había emprendido el camino de regreso cuando alguien me llamó desde una ventana. Era una mujer y parecía asustada. Bajó a abrirme la puerta. “Discúlpeme. Estoy sola”. Era una mujer mayor, o eso me parecía a mí, aunque no debía tener más de cuarenta años. Muy frágil, muy pálida, uno se sentía inmediatamente con ganas de ayudarla. Me hizo pasar y sentarme en el salón. Los muebles estaban desvencijados y había polvo por todas partes, como si la casa llevara tiempo abandonada. “Mi marido está con los niños, bajará en seguida”. Aquello acentuó aún más mi extrañeza: hacía un momento me había dicho que se encontraba sola. Entonces oí ruidos, gritos, llanto en el piso de arriba. La mujer parecía no inmutarse, me miraba sonriente. “¿Así que es usted alumno del profesor Martínez Cachero? A mí también me dio clase de literatura hace algunos años. Cuando me casé, abandoné los estudios”. Los gritos eran cada vez más agudos y angustiosos. La mujer, de pronto, pareció oírlos  y se abrazó a mí. Yo traté de consolarla y acabamos pasando la noche juntos, en una cama con dosel que parecía sacada del atrezzo de una mala película de fantasmas.
Me desperté solo, con la maleta abierta y su contenido esparcido por el suelo, como si hubieran estado buscando algo. Lo recogí todo, busqué a la mujer para despedirme, no encontré a nadie, y volví al apeadero. No sabía cuando pasaría el próximo tren, pero llegó enseguida. Volví a Oviedo y llamé al amigo que me había recomendado el trabajo. Me había equivocado con la dirección, no debía bajarme en ese apeadero sino en otro que estaba dos estaciones más allá.
Los dos niños eran un poco inquietos y yo no tenía ninguna experiencia, así que estuve bastante entretenido aquel verano con las clases. Nunca me atreví a volver a aquel apeadero en que me había bajado por equivocación. Pero disculpe usted, aquí viene mi mujer, cuando hace las compras prefiero dejarla sola. Ha sido un placer hablar con usted. Le leo todas las semanas.


Domingo, 29 de abril
LA PRIMERA VEZ

Hay tres palabras que me he resistido siempre a pronunciar. Hoy no he tenido más remedio que emplearlas. Y me siento deprimido, hundido, como si hubiera perdido toda la fe en mí mismo.
El cuestionario, para un diario extremeño, era muy sencillo. Solo constaba de dos preguntas. La primera: “¿Cree usted que el presidente del gobierno está tomando las medidas adecuadas para salir de la crisis?”. La respuesta no tuve que pensarla mucho: “No”. La segunda: “¿Qué medidas cree usted que serían las más adecuadas en la situación actual?”
Me he pasado la mañana tratando de responder a esa pregunta. En lo que a la economía doméstica se refiere siempre he actuado con sentido común y nunca he tenido problemas. Claro que no hay en ello mucho mérito: mis ingresos son fijos, mis gastos también; del remanente, una pequeña parte queda para imprevistos y con el resto lo dedico a financiar actividades no lucrativas de interés social o cultural. Las deudas que he tenido, y tengo, son siempre afectivas, nunca económicas. Echo de menos muchas cosas en mi vida, pero ninguna que se pueda comprar con dinero.
            Pero por eso mismo soy el peor economista del mundo. No entiendo la codicia ajena. No entiendo que quienes te prestan dinero al dos por ciento, en cuanto empiezan a tener dudas de que puedas devolver el préstamo te exijan un interés del seis por ciento (con lo que es casi seguro que no podrás devolverlo). La economía tiene al parecer razones que la razón no comprende.
            Soy de esas personas que se creen más listas que nadie, que siempre encuentran respuestas para todo. Pero hoy no he sido capaz y cuando me preguntan qué medidas habría que tomar para salir de la crisis actual me he visto obligado a responder: “No lo sé”.
            Yo creo que es la primera vez que utilizo esas palabras. Y me siento hundido, humillado, derrotado. No me queda más remedio que reconocer que no soy tan listo como me creo. No lo soy, no (sonrío: acabo de encontrar la forma de darle la vuelta a la derrota), pero he aprendido a decir “no lo sé” y eso quizá me hace un poco más sabio.


Martes, 1 de mayo
ALGUNOS CONSEJOS

Completamente sincero no lo seas nunca con nadie, salvo con ese desconocido al que estás seguro de que no vas a volver a ver.
            Créate fama de mentiroso, así podrás luego decir la verdad sin riesgos.
            Sé agradecido: es más rentable que no serlo.


Miércoles, 2 de mayo
ESPEJO DE NARCISO

Como todo el mundo, yo también estoy en Facebook. Solo llevo una semana y ya he aprendido lo mucho, lo demasiado que se parece ese mundo virtual al real. “Si me lees, te leo”, se decía antes, y se sigue diciendo ahora, entre los escritores. “Si me sigues, te sigo” es la norma en Facebook. Lo malo es que a la mayoría nos gusta que nos sigan cuantos más mejor, pero seguir a otros nos aburre pronto. Afortunadamente, fingir es fácil: basta con apretar una tecla. A los que se olvidan de hacerlo, Hilario Barrero les acaba de advertir: “A partir de ahora voy a comenzar a borrar de mi lista de amigos a los que solo esperan y piden elogios y nunca aprietan el botón de Me gusta”.
            Yo soy de los que solo esperan y piden elogios, amigo Hilario, pero ya he aprendido que los elogios hay que ganárselos elogiando previamente. Y que todavía menos sinceros que los que uno da suelen ser los que recibe. Pero ya dijo Machado que “si dos mentirosos hablan, / es la mentira inocente: / se mienten y no se engañan”.
            Me apunté a Facebook solo por ir preparando entretenimiento para cuando me jubile (todavía me quedan ocho años y ya estoy obsesionado con lo mucho que me voy a aburrir), pero no tardé en encontrarle utilidad. ¿Qué mejor lugar para ir mostrando mi archivo fotográfico? O sea, para aparecer yo cada día en una foto distinta y rodeado de amigos. Como casi todos son escritores, finjo que estoy ofreciendo material para una minuciosa historia ilustrada de la literatura. Y unos pocos curiosos fingen que se lo creen mientras sonríen ante mis veleidades de Narciso.
            Así funciona el mundo. Facebook no es más que un barullento y divertido mundo en miniatura en el que cada uno aparece como es, por mucho que intente disimularlo. Y yo lo intento poco, para qué nos vamos a engañar.


Jueves, 3 de mayo
CONFIDENCIAS

Últimamente incurro con excesiva frecuencia en uno de esos lujos que no puedo permitirme: el lujo de no ser inteligente.
Estábamos hechos el uno para el otro, no había ninguna duda: nos enamoramos nada más vernos y dejamos de querernos al mismo tiempo, una semana después.
            No me interesan las intimidades ajenas, pero me gusta estar enterado de todo.
            De lo que más me cuesta prescindir es de algunas cosas que no sirven para nada.
            Lo que no me atrevo a contar a nadie cara a cara, se lo cuento a todos en letra impresa. 
 

Viernes, 4 de mayo
UNA GRAN FARSA

En un país imaginario (todo parecido con cualquier otro país, incluida España, es pura coincidencia), unos pícaros le hicieron al rey un prodigioso uniforme de Gran Estadista. Con aquel traje, los pícaros y el rey y parte de su familia hicieron grandes negocios. Todos los políticos fingían ver el traje mientras el país iba viento en popa y cada uno robaba lo que podía. La gente de la calle sí que lo veía, pero era un traje virtual que le añadían en los estudios de televisión y en las redacciones de los periódicos.
Cuando las cosas de la economía empezaron a ir mal y dejó de haber dinero para contentar a todos, comenzó a correrse la voz de que el rey estaba desnudo y que andaba por el mundo mostrando a todo el mundo sus vergüenzas. Y entonces los habitantes de aquel país imaginario miraron para otro lado y siguieron fingiendo que veían el traje porque no se atrevían a reconocer que habían sido timados, que la historia reciente de su país estaba basada en una gran farsa.