NO ENTIENDO NADA
Suelo acostarme a las doce de la noche. Algunos días un poco más tarde, pero no mucho, a las doce y cuarto todo lo más. Acababan de dar las doce, me disponía ya a irme a la cama, cuando sonó el timbre del portal. Supuse que sería alguna equivocación y no hice caso, pero volvió a sonar con más fuerza. “¿Quién es?”, pregunté irritado. “Abre, soy yo”. No reconocí la voz. “¿Quién es?”, volví a preguntar. Pero sin pensar ya había dado al botón para abrir la puerta. Abrí la del piso sin siquiera observar por la mirilla. Ante mí estaba un desconocido, de unos cuarenta años, cuya cara me resultaba vagamente familiar. Entró en la casa como si la conociera, se dirigió al salón y se sentó exactamente en el lugar en que yo suelo sentarme. Algo debió de notar en mi mirada porque se levantó de inmediato, “Perdona”, y cambió de sitio. “Vengo a pedirte un favor”, comenzó. “No recuerdo tu nombre”. Sonrió y no dijo nada. Cogió uno de los libros del montón, titulado precisamente Objetos sobre una mesa, de Guy Davenport. “Muy apropiado”, dijo. “Me gusta el subtítulo: Desorden armonioso en arte y literatura. Pero tendrás prisa. Seguro que ibas a acostarte ya. Te digo a qué he venido y me voy. Tienes que guardarme esto por unos días”. Y me alargó una pequeña caja. “Puedes abrirla”. Lo hice y contenía un anillo: un sencillo aro de oro, como los que utilizan los casados. Se levantó de inmediato. “Me voy. Pero debes ser más cuidadoso. No dejes entrar en tu casa a cualquiera. Puede ser mala gente”. Yo tenía todavía la cajita abierta con el anillo en la mano cuando él salió cerrando cuidadosamente la puerta.
No sabía qué pensar. A mí lo único que me entregan los desconocidos, aunque no suelen hacerlo en mano, sino a través del correo, son libros de poemas. Generalmente muy malos.
Dejé el anillo sobre la mesa llena de libros y me fui a acostar. Dormí bien, al contrario de lo que suele ser mi costumbre. Cuando me desperté, a las ocho en punto (siempre me despierto a la misma hora, sin necesidad de despertador), ni recordaba la extraña visita. Preparé el zumo, las tostadas, el café, desayuné sin prisa, y al pasar luego por el salón vi que el montón de libros que había en equilibrio inestable sobre la mesa se había venido al suelo. Ocurre de vez en cuando, así que no me extrañé. Al recoger los libros recordé de pronto, como un vago sueño, la visita de la noche. Pero enseguida encontré la cajita del anillo. No había sido un sueño. Estaba vacía. Busqué el anillo por todas partes. No di con él. Y entonces sonó el teléfono. “Gracias por aceptar mi encargo. Me has ayudado a salir de un buen embrollo”. Colgó antes de que pudiera preguntarle algo. Quedé un poco preocupado. No demasiado. No entendía nada. Pero estoy acostumbrado a entender cada vez menos de lo que pasa en mi vida y de lo que pasa en el mundo.
Domingo, 20 de mayo
CAMINO SOLO
“¿Por qué tengo un deseo al que ningún otro pecho responde?”, escribe Thoreau en su diario. “Camino solo. Mi corazón está insatisfecho. Los sentimientos estorban la corriente de mi pensamiento. Estoy cansado de la sociedad frívola. Dos yardas de cortesía no constituyen una sociedad para mí. Hay quien me habla de manzanas y peras, y yo me voy con mi secreto intacto. Las suyas no son las manzanas que me tientan”.
Lunes, 21 de mayo
DOBLAN POR TI
Una parte de mi biblioteca la llevo en la cabeza. Me ayuda en los momentos malos. Comienzo con los versos de Vicente Gaos, que he citado tantas veces: “La vida es dura / y no hay consuelo. / Saca el pañuelo, / literatura”. Sigo con John Donne: “Ningún hombre es una isla; cada uno es un trozo del continente, una parte del todo. La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque yo estoy involucrado en la humanidad; no preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”. Doblan por mí y por quien más quiero. Sigo con Manrique: “Nos dejó harto consuelo su memoria”. Y termino con Guillén y la “justa fatalidad” que nos impone “su ley, no su accidente”.
Pero cuando me pongo en la fila para dar el pésame a mi compañera Cristina, se me llenan los ojos de lágrimas y de angustia el corazón. Hay huecos que no pueden taparse ni con toda la literatura del mundo.
Martes, 22 de mayo
LAS DOS MIRADAS
“Le he mandado la poesía de Víctor a Miguel d’Ors y me ha contestado que hay una errata en el libro, que hay un nombre que parece mal escrito”, me dice Paulina.
Hay gente así. Reciben un libro maravilloso y lo primero que hacen (y a veces lo único) es mirar a ver si encuentran alguna errata. Recuerdo aquel viaje hasta casa de Salman, en Queens, que nos había invitado a comer. El metro tardaba más de una hora. “Tengo que comentarte algunas cosas”, me dijo José Muñoz Millanes. Se sentó a mi lado, sacó de la mochila Sueño, fantasmagoría y mientras Hilario Barrero y José Havel se entretenían contemplando el paisaje y el paisanaje, él fue página por página, y eran más de trescientas, señalando las erratas o lo que a él le parecían erratas (había leído con un lápiz rojo y no había página sin alguna marca). Todos mis esfuerzos por interrumpirle fueron vanos. No podía parar. Es un sabio, pero está programado así.
Y entonces se me ocurrió pensar que se puede ser sabio y no saber leer. O no saber leer adecuadamente. Hay dos tipos de lectura como hay dos tipos de mirada. La mirada rencorosa, esa que dirigimos a la expareja, o a la nueva pareja de nuestra expareja, es la adecuada para las pruebas: solo tiene ojos para los defectos, ningún error se le escapa. Pero a los libros ya publicados debe dirigirse la mirada amorosa de la madre hacia el bebé, ciega para todo lo que no sea belleza y su gracia.
El buen lector no ve las erratas y si ve involuntariamente alguna se lo calla, como hacen las personas bien educadas cuando descubren una pequeña mancha en el traje de la persona que nos acaban de presentar.
Miércoles, 23 de mayo
CON EL CULO AL AIRE
El fiscal archiva la denuncia contra Carlos Dívar, presidente del Tribunal Supremo y del Consejo del Poder Judicial, porque según decidió el propio Consejo sus integrantes no necesitan justificar gastos. Qué curioso. El fiscal no ve delito donde cualquier persona vería un doble delito: al de pagar con dinero público sus viajecitos a Puerto Banús se añade el abuso de confianza. Que confíen en ti y no te pidan justificantes de los gastos no quiere decir que te den licencia para robar. Pero Carlos Dívar parece que ha respondido: “No sigan ustedes por ese camino, señores vocales, porque yo, antes de dimitir, estoy dispuesto a tirar de la manta, a revisar sus facturas y a dejarles a todos con el culo al aire”.
Jueves, 24 de mayo
PASAN DE VERDAD
Son ya casi las diez de la noche cuando vuelvo al despacho del Milán para seguir con exámenes y burocracias. Me saluda el guardia de seguridad, acostumbrado a verme por allí los días de fiesta y a horas intempestivas. “¿Ha entregado ya el artículo del periódico?”. “No, todavía no”, le digo sorprendido. “Le leo todos los domingos, los colecciono”, añade.
Lo que puede la adulación, pienso. Desde que me refería a la inteligencia de mis lectores me he encontrado con más lectores de los que creía. “Todas esas cosas que cuenta, ¿de verdad le pasan?”
Sí, todas pasan de verdad, al menos por mi cabeza.
Viernes, 25 de mayo
SUEÑO, FANTASMAGORÍA
Leo un libro sobre la dolce vita romana y el asesinato, todavía sin aclarar, de Wilma Montesi, y vuelvo de pronto a aquella mañana solitaria en que entré en el Café de París, en la via Veneto, con sus fotografías en blanco y negro del tiempo de las estrellas y los paparazzi. Yo tenía entonces treinta años y había llegado hasta Roma siguiendo la pista de un fantasma, o más precisamente, de unos ojos. Siempre he sido propenso a los enamoramientos, y en aquella época lo era todavía más. Una mirada, una sonrisa, el viento que juega con unos cabellos como a mí me gustaría jugar, bastan para hacerme perder la cabeza. Puedo hacer locuras, y las hago a menudo, pero se me pasa pronto. Afortunadamente. Si no, ya me habría suicidado infinitas veces. Estudiaba en Perugia y un amigo de un amigo daba una fiesta y la invitación me llegó a mí de carambola. Fui por morbosa curiosidad. El anfitrión, de poco más de veinte años, vivía con sus padres en un vetusto palazzo cerca del Duomo. Los padres estaban fuera. El caserón se llenó de estudiantes de los más diversos países; también había algunos profesores de la Universitá per Stranieri, y gente con una pinta rara. Se bebió, se bailó, hubo algunos excesos (dos chicas se desnudaron y comenzaron a hacer, o a fingir que hacían, el amor) y yo, que apenas me moví de un rincón, me marché pronto. Afortunadamente. Al final creo que intervino la policía. Al salir, antes de volver a casa, en Via Garibaldi, decidí darme un paseo por el Corso Vanucci. Estaba solitario, aunque no era demasiado tarde y hacía una hermosa noche de verano. Llegué hasta los jardines del final, hasta la terraza sobre la parte baja de la ciudad y las onduladas tierras de la Umbría. A lo lejos, bajo las estrellas, las luces de Asís. Creí que estaba solo y por eso me asusté cuando me pidieron fuego. “No fumo”, dije, “Yo tampoco. Era solo un pretexto”. Acabamos en el piso de Via Garibaldi, que compartía con otros estudiantes. Pero mis dos compañeros dormían cuando llegamos. Me pidió dinero, pero no me importó. Entonces todavía perdía la cabeza más frecuentemente y más estúpidamente que ahora. Poco más de una semana después había acabado todo y yo estaba en Roma, sin un duro, con deudas, hastiado de mí mismo, sin nadie a quien pedir consejo para salir de aquel embrollo.
Leo La muerte y la dolce vita, de Stephen Gundle, y vuelvo a aquellos días, no sé si vividos o soñados en que en el Café de París, entre los escasos turistas que admiraban las fotos de Anita Ekberg, yo esperé a que alguien me entregara un pequeño paquete y, con él en las manos, temiendo ser detenido en cualquier momento, recorrí la ciudad. Tuve que memorizar la dirección. No podía coger un taxi. Llamé agotado y temeroso a la puerta de aquel quinto piso sin ascensor. Y apareciste tú. Sin mirarme siquiera retiraste el paquete de mis manos y me diste con la puerta en las narices. Oí risas antes de marcharme. Quizá todo era una broma.
Te quedaste con mi corazón y con todo mi dinero. Pero el billete del tren era de ida y vuelta y pude regresar a Perugia. A nadie le conté aquella historia. La cuento ahora y no sé distinguir muy bien entre lo vivido y lo fantaseado. Todo igualmente sueño, fantasmagoría.