sábado, 31 de agosto de 2024

Al servicio de quien me quiera: A uña de caballo

 

Sábado, 24 de agosto
CAMPO DE MINAS

---¿Cuándo acabas las vacaciones? Estoy deseando volver a leer tu diario. Seguro que tienes muchas cosas que decir sobre la guerra interminable de Ucrania, la masacre de Gaza, el clavo ardiendo al que se han agarrado los demócratas cuando por fin lograron librarse de Biden, el nuevo guirigay de los barones socialistas a propósito del concierto o desconcierto catalán…

            ---Ni estoy de vacaciones ni tengo nada que decir sobre esos temas. La guerra de la OTAN contra el genio del mal, o sea, Rusia, en Ucrania, durará mientras sea un lucrativo negocio; la masacre de Gaza continuará, si depende solo del gobierno de Israel (que cuenta con el apoyo de la mayoría de los ciudadanos del país: quede constancia para la historia universal de la infamia), hasta que no quede en la zona un palestino vivo; el clavo ardiendo da igual que se llame Kamala Harris o Kim Kardashian, tiene garantizado al cien por cien el voto de los que detestan a Trump, la duda está en si son más o menos que sus partidarios en media docena de estados clave. Y en cuanto a si el acuerdo para investir a Illa es galgo o podenco, concierto o no (parece que el concierto es un invento diabólico que vascos y navarros lograron colar en la sacrosanta constitución), pues estoy a la espera de que se concrete. ¡Pero cómo habría aplaudido Maquiavelo la jugada maestra con que se logró que las juventudes de Izquierda Republicana, que estaban en contra, votaran a favor! Fue tanto el griterío, a derecha y a izquierda, de que se hundía España, de que sin el dinero de Cataluña no se podrían pagar las pensiones en Asturias o pasarían hambre en Extremadura, que no tuvieron más remedio que cambiar el no al españolista Illa por el sí. “¿O sea que de nuestro dinero vive el resto de los españoles? ¡Pues que se vayan a buscar la sopa boba a otra parte!”. Esto es lo que me imagino que dirían los independentistas al escuchar al manchego Page y a otros Jeremías. El gobierno, en ese tiempo, no dijo ni mu. Y así logró que quienes estaban en contra del pacto le ayudaran a sacarlo adelante. Una jugada maestra. Pero ni yo estoy de vacaciones ni suelo hablar de política. Nunca voy de vacaciones y ese es uno de mis lujos. Si tienes niños, ¿cómo evitar pasar quince días cerca de la playa? Las vacaciones para los que trabajan. Como dijo una vez mi amigo Martín López-Vega, yo no trabajo, juego a que trabajo. Y nunca hablo de política, no me gusta hablar por hablar, sin posibilidad de cambiar las cosas.

            ---Claro, a ti lo que te gustaría es tener un peso decisivo en la política nacional e internacional, ser asesor de Putin o de Maduro.

            ---No, eso es lo que piensa mi amigo Abelardo Linares. Yo preferiría ser el Kissinger de Trump o Harris (del que gane) o el Miguel Ángel Rodríguez de Pedro Sánchez.

Domingo, 25 de agosto
HACKER

Paso por Lerma e, inesperadamente, me la encuentro llena de homenajes a José Zorrilla. Parece que pasó aquí algún tiempo y han dado su nombre a la calle en que vivió, puesto una placa en la casa, escrito versos suyos en varias paredes.

             Frente a una iglesia, toma el sol en el bronce de la inmortalidad, sentado y con la pluma en la mano. Continúo paseando y en el mirador sobre el Arlanza, bajo el corredor que unía el palacio ducal y la iglesia, varias placas recuerdan versos suyos. Qué envidia. ¿Se acordarán así de mi en Aldeanueva del Camino cuando yo muera? Sospecho que no. Me hago una foto junto a Zorrilla para luego subirla a Facebook y ver si así le sugiero la idea a alguien de por aquellas tierras. Quiero acompañarla de alguno de los versos que aparecen en el mirador y en las paredes, pero no hay nada que merezca la pena, nada. Y como no tengo ganas de ponerme a buscar algo menos ripiosamente inane, escribo yo mismo un poema suyo:

“Allá en Lerma, la del Duque, / tuve yo un gran amor. / Se llamaba… callo el nombre / que con otro se casó. / Si era noche y sonreía, / salía de pronto el sol. / A la vera del Arlanza, / una tarde me besó, / una sola, que con otra / me convertiría en Dios. / Aunque un poco de amargura / en el alma me dejó, / es luz que nunca se acaba / y en mi vida lo mejor”.

            La verdad es que soy un falsificador nato, un hacker de la poesía. Ayudo a detectar los eruditos a la violeta que citan de Internet sin cerciorarse de la autenticidad de la cita. Algún poema de José Hierro que circula por ahí es mío, también alguna frasecita de Einstein o alguna ironía de Oscar Wilde. Y no digo más.

Lunes, 26 de agosto
SI NO FUERA ESPAÑOL
 

Nací en un pueblo que pertenecía a dos reinos, el de Castilla y el de León. Una calle, la antigua vía de la Plata, hacía de frontera. Pero cuando yo nací eso ya era historia, aunque aún cada parroquia pertenecía a un obispado distinto, el de Plasencia y el de Coria. Una vez coincidió el día de la Confirmación en las dos parroquias y el pueblo fue visitado a la vez por ambos obispos.

Qué sorpresa al viajar hacia Braganza y encontrarme de pronto con que hay un pueblo que es a la vez español y portugués: Rionor. Franco quiso diferenciar claramente el povo de cima, el español, del portugués y lo llamó Rihonor de Castilla (debería ser de León, pero esa es otra historia). El río se quita la hache al pasar a Portugal y esa es toda la molestia que se toma: sigue siendo igual de hermoso en uno y otro país.

La parte española parece más abandonada. Yo me asomo al pequeño cementerio, junto a la iglesia de Santa Marina. Debió de haber una cierta endogamia en este remoto lugar al pie de la sierra de la Culebra: en varios de los panteones aparece el apellido Prieto. En el más destacado descansa don Manuel Prieto Ignacio que falleció el 7 de julio de 1943. La vida parece haberse detenido desde entonces en este puñado de casas.

El Rionor portugués está más vivo. Sigue siendo una aldea de régimen comunitario: sus habitantes comparten un horno, ciertas tierras y un rebaño. Supongo que aunque legalmente sean ciudadanos de otro país también dejarán participar de esos bienes a los pocos habitantes que quedan en la zona española.

Hay algo de juego infantil en este estar tan pronto en un país como en otro y con la sensación de estar lejos de todo, aunque a un lado tengo a Puebla de Sanabria y al otro a Braganza.

Si yo no fuera español, me gustaría ser portugués. Y de alguna manera lo soy.

Martes, 27 de agosto
EL ALEPH DE PIPILOTTI

Casi me quedo dormido en el Musac. La instalación de Pipilotti Rist cuenta con una especie de colchonetas, diseñadas por la propia artista, en las que uno puede tumbarse para contemplar imágenes entremezcladas del cuerpo humano y del mundo vegetal. Suena una música agradablemente hipnótica.

Cierro los ojos y estoy en Venecia, en la iglesia de San Stae, donde se estrenó. Cierro los ojos y lo que se entremezclan son estampas del reciente viaje: la apacible lámina de agua de la playa del Confín, en O Grove, y el mar furioso que se traga la playa y golpea contra los acantilados en As Catedrais; Pontedeume, con su puente y su torre de Andrade y su biblioteca dedicada a un amigo olvidado, Ramiro Fonte; aquel negro cuervo que planeaba sobre los bañistas en Vilanova de Arousa; el parque do Pasatempo, la fantasía filantrópica y enciclopédica de los hermanos García Naveira, cerrado e invadido por la maleza, como tantos de mis sueños, en Betanzos; el Burgos de 1971, al que fui a recoger mi primer premio literario, superpuesto al de hoy; el azul entre los pinos de La Toja y la gota de agua que se oye caer incansable en el húmedo silencio de las cuevas de Valporquero… Un Aleph de bolsillo, la instalación de Pipilotti Rist en el Musac. Casi me quedé dormido, relajado y feliz, entremezclando imágenes de mi viaje a uña de caballo, que es como a mí me gusta viajar.  

Miércoles, 28 de agosto
NO SOY UN LIBRO
 

A menudo recuerdo los versos de no sé qué poeta alemán: “No soy un libro hecho con reflexión, / sino un hombre con su contradicción”.

Me gusta viajar, pero no soporto estar mucho fuera de casa. Tres días si el viaje es por Europa, una semana si por otro continente. Viajo siempre agotando a la cabalgadura sin que yo me canse nunca. Como no sé conducir, dependo de la buena voluntad de los amigos. Recuerdo aquel viaje a Braga en que dejé a los samaritanos que me habían llevado hasta allí descansando en el hotel y yo, tras dar una vuelta por la ciudad, me subí al coche de otro amigo para acercarme hasta Aveiro. “La vida que no es una gran curiosidad inteligente no vale la pena”, subrayé en un libro de Fernández Flórez. Podría ser mi lema.




 

sábado, 24 de agosto de 2024

Los papeles perdidos: Extraños en un tren

 

1
PARÍS-MADRID

No soy yo muy dado a entablar conversación con desconocidos, aunque se trate de un largo viaje en tren en el que toda incomodidad tiene su asiento. Pero a mi compañero le gustaba hablar y parecía un tipo curioso. El pretexto de la charla fue un libro de Luz Pozo Garza, que yo encontré olvidado en un banco de la plaza de Arriba, en O Grove. “Con ese nombre y esos apellidos, imposible no ser poeta”, me dijo. “Yo la conocí”.

            Si hemos de hacer caso de sus palabras, había conocido personalmente a todos los poetas que a continuación salieron a colación: José Hierro, Vicente Aleixandre, Claudio Rodríguez. Yo no sabía si creerle o no. Me parecía un poco mitómano. De repente, la conversación cambió y hubo momentos en que temí encontrarme con un psicópata.

            ---Por supuesto, usted ha leído Extraños en un tren, la novela de Patricia Highsmith, o por lo menos visto la película de Hitchkock. Un encuentro como el nuestro: yo tengo alguien de quien quiero librarme y usted lo mismo. Yo elimino a quien usted me diga y viceversa. La falta de móvil hace que sea imposible que nos encuentren.

            ---En la novela sale mal. Esos trucos ingeniosos de los relatos policiales de antes siempre salen mal.

            ---No siempre. A Juan Ramón Jiménez estuvo a punto de salirle bien.

            ---¿A Juan Ramón Jiménez? ¡Qué cosa tan absurda!

            ---No conoce la historia. ¿Me permite que se la cuente?

2
EL ASALTO DE LA CALLE PADILLA

Me encogí de hombros. Definitivamente, me había tocado por compañero de viaje un chiflado. Pero era divertido, así que preferí escucharle a cambiar de asiento o enfrascarme en un libro. Me dijo que se llamaba Manuel Catoira y tenía más o menos mi edad.

            ---Ya sabe usted que en abril de 1939, a poco de terminada la guerra, un grupo de falangistas entró en la casa del poeta, en la calle Padilla, y arrambló con todo lo que pudo. El piso no estaba abandonado. Juan Ramón había marchado a América, pero lo dejó a cargo de Luisa Andrés, la cocinera del matrimonio, a quien por cierto yo llegué a tratar. Llegaron los falangistas con una camioneta oficial. Hicieron varios viajes. Se llevaron libros y manuscritos, docenas y docenas de carpetas con textos inéditos. Pero no solo: también una máquina de escribir, un gramófono, una muy completa colección de discos de música clásica. Al frente de la banda estaba Félix Ros, un tipo curioso, un escritor ni malo ni bueno. Yo le conocí. Cuando se protestó ante los organismos oficiales por aquel atropello, la respuesta fue que habían actuado por su cuenta. No se les castigó, sin embargo. Parece que cualquiera podía hacer lo que quisiera con los bienes de un rojo. Luis Felipe Vivanco, que estaba a las órdenes no sé si de Laín Entralgo o de Ridruejo, logró que devolvieran parte del botín. No todo, mucho sigue todavía desaparecido. Félix Ros entregó unos cuantos libros con las hojas de la dedicatoria arrancadas, señal de que pensaba quedarse con ellos o venderlos borrando las huellas del delito. Juan Ramón Jiménez, en cuanto se enteró, no dudó ni un instante en señalar al jefe: José Bergamín. ¿Cómo era posible? El compañero de viaje de los comunistas (“Con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más"), el principal intelectual antifascista, dando órdenes en el Madrid ocupado. Todo el mundo pensó que esa era una chifladura del poeta, otra más. Félix Ros había sido secretario de Cruz y Raya. Su papel durante la guerra no está claro. Cuando la policía política le detuvo en Barcelona, varios escritores republicanos, con Bergamín al frente, se movilizaron para su liberación. Incluso pidieron la firma de Antonio Machado, que se negó a darla. Juan Ramón escribió muchas lindezas de Bergamín. Le gustaba repetir una supuesta respuesta de Unamuno en Londres cuando le preguntaron si era su discípulo: padece una deficiencia congénita, solo posee medio cerebro. Un tipo de cuidado Bergamín, primero al servicio de los jesuitas y luego del mejor postor. Ahora, eso de que no sabía escribir, de que era incapaz de juntar dos ideas, con eso no estoy de acuerdo. Juan Ramón le publicó el primer libro, creo que se titulaba El cohete y las estrellas. Una de las explicaciones del robo fue que pretendían hacer desaparecer el manuscrito de ese libro y del primero de Salinas, Presagios, que estaban completamente enmendados por Juan Ramón para que no se viera que lo mejor que tenían era obra suya. Bergamín tenía muchos enemigos. Los principales estaban en la izquierda no comunista. Julián Gorkin le acusó, si no de estar directamente involucrado en el asesinato de Andreu Nin, sí de haber justificado ese asesinato y el de tantos militantes del POUM firmando el prólogo y avalando un panfleto, Espionaje en España, obra de un inexistente Max Rieger, que acusaba a ese partido de estar al servicio del fascismo. Quien estaba al servicio de Stalin era Bergamín y nunca dejó de estar al servicio de Moscú, aunque a veces lo disimulara, como cuando administraba los fondos de Indalecio Prieto; nunca ni siquiera cuando colaboraba con el independentismo vasco. Como prosista era bastante retorcido y a menudo se le iba el santo al cielo, pero como poeta, al menos cuando se olvida del barroco y se pone a la sombra de Bécquer y la poesía popular, a mí me gusta mucho.

            ---Y a mí, que siempre que puedo cito una cuarteta suya: “Qué poco me va quedando / de lo poco que tenía. / Todo se me va acabando, / menos la melancolía”. Pero esas cosas que me cuenta son bien sabidas. Al menos por quienes hemos leído el mamotreto, el cajón de sastre, de Guerra en España. Lo que no sabía yo, ni creo que sepa nadie, es lo de Juan Ramón convertido en asesino.

            ---Bueno, quizá exageré un poco. Antes le recordaba Extraños en un tren. Lo de Juan Ramón se parece más a la historia del mandarín chino, la de Eça de Queirós y Casona. Ya sabe: si tocas una campanilla, en China morirá un mandarín, al que no conoces, del que nunca volverás a oír hablar y del que heredarías una considerable fortuna. ¿Quién se negaría a tocar esa campanilla?

            ---Juan Ramón, sin duda.

3
UNA CONFESIÓN

---Juan Ramón era inmune a la codicia, pero no al rencor ni al afán de venganza. Bergamín fue tiroteado en una calle de México. Se salvó por poco. Todo quedó en un incidente sin mayor importancia. Los tiros parecía que no iban dirigidos contra él. Una reyerta de borrachos. Los biógrafos de Bergamín ni siquiera hablan de ello. México es un país violento y esas cosas están a la orden del día. A mí mismo… Pero bueno, vamos a lo que vamos, que ya veo su gesto de fastidio. Para contarle lo que le cuento, me baso en la mejor fuente: el propio Bergamín. Fui a verle varias veces, a una buhardilla que tenía alquilada en la plaza de Oriente. Por cierto, que alguna vez coincidí con quien entonces era un aprendiz de escritor, como yo, aunque abandoné pronto esas veleidades, y que luego se ha hecho muy famoso, Andrés Trapiello. Bergamín me enseñó los anónimos que recibió poco antes del intento de asesinato. Algunos muy vulgares. Le llamaba “maricón”, que era una de las obsesiones del poeta (tenía miedo de que le consideraran como tal, dada su delicadeza y que no frecuentaba prostíbulos), entre otras lindezas. “Quizá debería romperlos”, me dijo Bergamín de los anónimos. “Ese señorito de casino de Huelva que siempre fue Juan Ramón era muy mal hablado”. Lo de “señorito de casino de Huelva” lo escribió luego Gil de Biedma para escándalo de muchos, pero yo se lo oí antes a Bergamín. Y vamos a lo del asesinato. Bergamín me enseñó una confesión. El pistolero, arrepentido, le pidió perdón años después. Había sido trotskista, había perdido muchos amigos durante la purga de 1937, era uno de los admiradores que frecuentaban a Juan Ramón en Puerto Rico, y este le convenció de que el culpable era Bergamín. Le alentó, le ayudó, le facilitó dinero para el viaje a México. Si eso no es tocar la campanilla como en el cuento del mandarín, ya me dirá usted. Aquel fanático falló, se arrepintió, se convirtió al catolicismo, se lo confesó todo a Bergamín para poder ser perdonado. La carta que yo leí no dejaba lugar a dudas. Juan Ramón tiraba la piedra y escondía la mano. Aunque quizá aquel pobre hombre había interpretado mal el odio del poeta. Vaya usted a saber.

viernes, 16 de agosto de 2024

Los papeles perdidos: El heroico delator

 

 

1
TESTIGOS DE LA HISTORIA

Cumplir años tiene algunos inconvenientes que no necesito mencionar, pero también ciertas ventajas. Una de ellas, haber sido testigo de acontecimientos que hoy ya son historia o de haber escuchado de viva voz la versión de quienes fueron testigos de ellos. Yo nací a mediados del siglo XX, exactamente en 1950, pero mi abuelo paterno nació en el siglo XIX y participó en la guerra de Marruecos.

Por la tertulia a la que asisto todos los viernes, pasó un curioso personaje que presumía de haber sido el primero que había entrado en el búnker de Hitler, tras la toma de Berlín por los rusos, y que se había quedado con el teléfono del Fhürer, que tuvo que vender en un caso de apuro. Decía que estaba allí como periodista y que mandaba sus crónicas a los diarios de la cadena del Movimiento. Yo nunca encontré entonces ninguno de sus artículos y ahora no puedo buscarlos porque he olvidado su nombre.

De otro periodista jubilado que pasó fugazmente por la tertulia a comienzos de los ochenta, sí recuerdo el nombre, Paco, pero no los apellidos, si alguna vez los supe. Paco había asistido al entierro de Baroja y había entrevistado a Hemingway, entre otros personajes importantes. Me he acordado hoy de él al leer una entrevista que aparece en un viejo número de El Español, la revista de Juan Aparicio. Se publicó en mayo de 1954, cuando faltaban pocos meses para que le dieran el Premio Nobel, pero ya era un autor famoso. Amigo de Luis Miguel Dominguín y de Antonio Ordóñez había venido a España para seguir la temporada taurina.

¿Es el F. Costa Torro que firma esta entrevista aquel fugaz contertulio? Pudiera ser. Las cosas que leo ahora en esta entrevista son, en su mayor parte, las mismas que le oímos contar. El novelista se sentó en el suelo de una lujosa habitación del Palace y habló en un lenguaje directo que no desdeñaba las palabras malsonantes, aunque en la entrevista publicada, por supuesto, no se reproducen. 

2
HABLA HEMINGWAY

---Me gustan las corridas de toros porque dan una oportunidad de defensa al animal. Por esa misma razón, si en la selva africana yo me enfado con un portador negro, jamás le pegaría sin haberle entregado primero unos guantes de boxeo tan buenos como los que yo me pueda poner. Preparo ahora un libro sobre el Mau-Mau, pero no simpatizo con el salvajismo de esos negros fanáticos. Los Mau-Mau pretenden regresar a los lugares de los que fueron desplazados y volver a las costumbres de su tribu. Forman un ejército de fanáticos juramentados que destripan a los prisioneros, queman chiquillos vivos y son capaces de las mayores muestras de crueldad. El primer juramento del Mau-Mau le compromete a matar a un blanco en el momento en que reciba la orden, aunque se trate del amo y este se haya portado con él como un padre. Y luego están las mujeres que sirven de enlace a los comandos del taparrabos. Son astutas y se valen de su instinto femenino para infiltrarse en las tribus que aún no se han sublevado. Yo no le tengo miedo ni a los negros ni a las negras, que a veces son peores. No me importaría mucho tener la suerte del toro, que muere defendiéndose. Hay quien dice que me paso la vida buscando la muerte, pero lo cierto es que amo la vida, aunque no puedo negar que me gusta mucho “arrimarme al toro”, al toro o a los rinocerontes de Kenia. Me preocupa que el mundo llegue a civilizarse tan completamente que desaparezcan los lugares de emociones fuertes. Aunque, al paso que vamos, puede que pronto no haya ni siquiera mundo. ¿No bebe usted? Beba, beba, si quiere llegar a ser alguien. ¿Conoce a algún escritor o periodista que no beba? Ya sé que andan diciendo por ahí que mis últimos accidentes aéreos en la selva africana fueron un montaje de propaganda. ¿Quiere ver las heridas? Me irrita mucho que haya quien sea capaz de pensar que me puse a punto de morir solo para que hablaran de ello los periódicos y fuera más fácil que me dieran el Premio Nobel. Otros lo merecen más que yo, como el poeta Carl Sandburg o la prodigiosa Isak Dinesen.

Lo que nos contaba Paco en la tertulia es más o menos lo que cuenta Hemingway en la entrevista con Costa Torro. Pero él nos refirió algo más, de enorme interés, aunque yo entonces no le diera mayor importancia. En la entrevista se alude a la novela en que Hemingway quiso interpretar el alma de España y “oyó campanas sin saber exactamente dónde”. Se habló luego de su intervención en la guerra de España, un tema al que el novelista le costaba referirse. También de la ruptura de su amistad con Dos Passos. Y en relación con ese asunto Paco nos contó algo que yo no he visto referido en ninguna parte. Primero traté de confirmar sus palabras, luego me olvidé del asunto. Esto, más o menos, fue lo que nos contó Paco un día de 1983 o 1984 en el antiguo Óliver de la Avenida de Galicia. En ese momento, estábamos solamente en la tertulia Víctor Botas, que ya no puede corroborar lo que digo, un jovencísimo Xuan Bello y yo.

3
LA DESAPARICIÓN DE JOSÉ ROBLES

---Yo llevé la conversación al tema de la guerra y de la ruptura de su amistad con John Dos Passos. Iban a filmar juntos una película propagandista La tierra española que luego se quedó en nada. A Dos Passos le afectó mucho la desaparición de su amigo José Robles, a quien había conocido durante un viaje a Toledo, cuando ambos aún no habían cumplido veinte años, y que había traducido varias de sus obras. Era profesor en Estados Unidos, pero al comenzar la guerra estaba de vacaciones en España. Decidió quedarse aquí para ayudar a la causa republicana. Como sabía ruso, servía de traductor e intérprete de los asesores soviéticos en el Ministerio de la Guerra. Un día, ya el gobierno en Valencia, desapareció. Y de él nunca más se supo. Corrió el rumor de que era un espía fascista. Dos Passos hizo todo lo posible por encontrarlo. Hemingway no le dio ninguna importancia a tal hecho. “La guerra es la guerra, no se puede andar con escrúpulos legalistas. Era un espía, de eso no hay ninguna duda”, dijo encogiéndose de hombros ante las peticiones de ayuda de su amigo.

Noté que ese tema le incomodaba. Y más cuando le hablé de que un cuñado mío, que había estado con los rojos y había escapado a América, había dejado unos papeles que yo encontré casualmente y que tenían que ver con la detención de José Robles. De pronto, perdió el control y me echó de la habitación a empujones y poco faltó para que nos enredáramos a puñetazos. Los dos habíamos bebido mucho, esa es la verdad. ¿Pero os imagináis el escándalo si un joven periodista acaba a puñetazos con el novelista más famoso del mundo? No me habrían vuelto a dar trabajo en ningún periódico.

Lo que yo había encontrado fue la denuncia que llevó a la detención y a la desaparición de José Robles. No la firmaba Hemingway, pero en ella figuraba su nombre como la persona que había facilitado la información. Al parecer, había sido testigo de cómo se entrevistaba con Carlos Morla Lynch, encargado de la embajada de Chile, en la que estaban refugiados docenas de quintacolumnistas. Por entonces, un ataque republicano fue desbaratado por los sublevados, que parecía que estaban esperándolo. Ese ataque se había decidido entre el general soviético Vladimir Gorev y Enrique Líster, jefe del Quinto Regimiento. El intérprete había sido José Robles. Hemingway, al hacer la denuncia del contacto de Robles con posibles quintacolumnistas, firmó la sentencia de muerte del traductor de Dos Passos.

Seguramente ya había olvidado tal hecho y nunca supo que había quedado constancia escrita de ello. No volvimos a vernos, pero a los pocos días Luis Miguel Dominguín, el famoso torero, el padre del cantante Miguel Bosé, me concedió una entrevista y me invitó a su próxima corrida. Al final de la entrevista, cuando ya se había ido el fotógrafo, mientras tomábamos unas copas, me dijo: “Creo que has encontrado unos papeles que tienen que ver con la guerra y con mi amigo don Ernesto, que entonces anduvo por aquí mezclado con los rojos. No es un asunto del que está orgulloso, quiere olvidar todo lo que pasó entonces. Mejor que los destruyas y que no volvamos a sacar a relucir los feos asuntos de entonces. Ahora es el momento de la reconciliación. Mírame a mí, que lo mismo toreo para el Caudillo que para Picasso”.

Le prometí hacerlo, por supuesto. Pero yo rompí todos los papeles que dejó mi cuñado en la casa de Madrid, y que podían comprometerme, menos el folio de la denuncia. A fin de cuentas, le acababan de dar el Nobel al nombre que figuraba allí como delator. Algún día escribiría yo un reportaje sobre el asunto, que me haría famoso y hasta reproduciría The New York Times. Nunca lo hice, sin embargo. Ya nadie recordaba ni a nadie interesaba el caso de José Robles. Y no sé por dónde andará ese papel. 


 

viernes, 9 de agosto de 2024

Los papeles perdidos: Lo que nunca he contado

  

1
UN EPISODIO NACIONAL

Allá por el año 2002 o 2003, tuve una breve experiencia como guionista de televisión. Se puso en contacto conmigo Javier Lostalé, muy amigo por entonces del guionista principal de una serie titulada “Los papeles perdidos”. Pretendía dramatizar algunos episodios de la historia de España a partir de nueva documentación. El asesor histórico creo que era Ricardo de la Cierva.

Mis guiones, o proyectos de guiones, tenían que ver con anécdotas de la historia literaria, verídicas pero no siempre verosímiles. Ninguno de ellos fue aprobado. En un caso, al menos, me propusieron el tema. Lo recuerdo ahora, cuando leo en un tomo de Mundo Nuevo, encontrado en un mercadillo, la reseña de España trágica, el Episodio Nacional en que se narra el asesinato de Prim.

Desde que apareció en 1909 corrió el rumor de que Galdós sabía mucho más sobre ese magnicidio y que lo calló, por temor o por respeto. Yo tenía que averiguar si había dejado alguna documentación que permitiera al menos intuir lo que había silenciado.

Por entonces Justo Jorge Padrón, un poeta incluido en mi antología Las voces y los ecos, me invitó a uno de los congresos que organizaba en Canarias. Acepté, aunque ya por esas fechas había disminuido bastante el aprecio que tuve por su poesía. Podía aprovechar el viaje para visitar la Casa Museo de Galdós en Las Palmas.

            El congreso resultó incluso peor de lo que yo temía. Cuando me invitaron, me dijeron que iban a asistir José Ángel Valente y no recuerdo qué premio nobel. Los únicos poetas que conocía de los que me encontré por allí fueron Jesús Munárriz, Manuel Rico y Antonio Enrique. Algo es algo. El programa, que no recibí con la invitación, confirmaba mis peores temores: el ochenta por ciento de las ponencias estaban dedicadas a la poesía de Justo Jorge Padrón.

2
ENCUENTRO EN LAS PALMAS

De lo que supiera Galdós del asesinato de Prim, no averigüé nada nuevo, pero sí de otros crímenes que me tocaban más de cerca. Paseaba yo por la playa de La Puntilla, recordando los versos que le dedica el poeta Lázaro Santana, cuando se me acercó uno de los invitados al congreso.

            ---¿Aburrido?

            ---Como todos, no creo que haya mucha gente a quien le interese pasarse ocho horas durante ocho días escuchando hablar de la poesía de nuestro anfitrión.

            ---Usted es José Luis García Martín, ¿no? Usted a mí no me conoce. He publicado algunos poemas y un librito que ganó un premio extremeño, pero si estoy aquí es porque reseñé en el diario Lanza, de Ciudad Real, Los círculos del infierno. A usted le conocí en razón de mi oficio, ahora estoy jubilado. Si quiere, le invito a unas cervezas y le cuento mi historia. Yo fui policía, de la secreta, de la temida brigada político-social. Espero que eso no le asuste. No se preocupe de que le vean conmigo. Aquí no me conoce nadie y de mi antiguo trabajo no suelo hablar. Con usted voy a hacer una excepción.

            Naturalmente, lo primero que pensé fue largarme con cualquier pretexto. No me interesaba escuchar batallitas. ¿Qué tenía que contarme a mí un antiguo policía franquista? Pudo más la cortesía, o la curiosidad, y acabamos sentados en la terraza de un chiringuito.

            ---¿Le pegaron mucho cuando estuvo en la Dirección General de Seguridad?

            ---Prefiero no hablar de eso.

            ---Yo estaba entonces por allí, pero no fui de los que le interrogaron. Mi ocupación era otra. Estaba infiltrado en uno de los grupos literarios que jugaban, más o menos en serio, a hacer oposición. Tenía entonces veintipocos años, solo algunos más que usted. Había publicado tres o cuatro poemas sociales en revistillas multicopiadas de la época e incluso un soneto en Poesía española, la revista de García Nieto. Asistí a la tertulia de Angelina Gatell, una de las poetisas destacadas de la época, en la que a veces me encontré con José Hierro y otros poetas famosos. Fue ella quien me presentó a Eva Forest.

            ---¿Conoció usted a Eva Forest?

            ---A ella y a Mariluz Fernández. A usted no le conocí hasta ahora, treinta años después, pero durante un tiempo oí hablar mucho de usted. Tuvo un papel más importante en ciertos hechos de lo que nunca llegó a sospechar.

            ---Hay ciertas cosas que prefiero no saber. He pasado página de aquello. Fue como un capítulo de no sé qué novela negra incluido por error en mi biografía. ¿Qué le parece si terminamos la cerveza y volvemos al congreso? Creo que al final de la mañana hay una lectura de poemas, siempre más interesante que escuchar ponencias sobre la presencia del mar o de la noche en la poesía de Padrón.

            ---Como quiera, yo estoy escribiendo un libro en el que cuento todo esto, pero no sé si me dejarán publicarlo.

            No le dejaron. Murió poco después en accidente de tráfico, aunque yo tardé en enterarme. Lo supe por Manuel Rico, al que volví a ver en un homenaje a Ángel González en el que recuerdo que también intervino el cantante Nacho Vegas. El presidente de la Asociación Española de Escritores nunca llegó a sospechar que aquel poco conocido poeta social había sido policía.

3
SE SABÍA

El libro no llegó a publicarse y no creo que se conserve ninguna copia del original. Lo que en él contaba acabó contándomelo a mí, tras el primer intento fallido, en la sala de espera del aeropuerto. Se retrasó el avión y pudo más mi curiosidad en aquellas horas tediosas que el deseo de olvidar el sanguinario enredo en que me vi involuntariamente involucrado.

            Xuan Cándano tiene a punto de aparecer, en Akal, un libro sobre el atentado de la Calle del Correo, del que el 13 de septiembre se cumplen exactamente  cincuenta años. Creo que también Eduardo Sánchez Gatell, el hijo de Angelina Gatell, que estuvo en la cárcel por las mismas fechas que yo, va a publicar su versión los hechos.

Cuando Xuan Cándano fue a verme para pedirme información a la cafetería Atípiko, no le dije nada de lo que me contó el policía jubilado en Las Palmas. Creo que entonces no le di demasiado crédito y por eso lo había olvidado. Ni siquiera sé si el nombre que me dio, bastante anodino, algo así como José García (los versos los firmaba con pseudónimo), era cierto y si verdaderamente fue policía. A fin de cuentas, las teorías de la conspiración no son un invento de Trump y los antivacunas.

Lo que me vino a decir –resumo-- es que Eva Forest no se recataba mucho al hablar del gran golpe que estaba preparando, orgullosa del éxito del atentado contra Carrero, que ella había ideado y que había cambiado la historia de España. Primero pensó colocar una bomba en la propia Dirección General de Seguridad. Las dificultades la llevaron a optar por una cafetería situada al lado, en una calle lateral, y cuyos clientes eran casi exclusivamente policías.

---Yo fui pasando toda la información. Casi llegué a averiguar el día y la hora en que estaba previsto el atentado. Se hizo circular el aviso de que ningún agente entrara en la cafetería Rolando. El día 13 estaba llena de turistas y visitantes ocasionales de Madrid. Ni un policía resultó herido. ¿Que por qué no se hizo nada para evitar el atentado? Quizá, aunque lo dudo, no se tomó en serio la amenaza. Más probable es que fuera por estrategia política. La revolución de los Claveles, ocurrida pocos meses antes, había metido mucho miedo a los jerarcas del Régimen. Y a mis compañeros policías, que ya se veían escapando de sus casas o de los cuarteles en calzoncillos. Santiago Carrillo pactaba con las fuerzas de la oposición, hasta con los monárquicos. Contaban incluso con militares demócratas para dar un golpe a la portuguesa. En la preparación del atentado de la calle del Correo intervenían comunistas. Dejar que se llevara a cabo era levantar contra ellos a la población. Carrillo y sus seguidores quedarían desactivados para siempre. “¿Y qué pinto yo en todo esto?”, se preguntará usted. Ese día estaba en Madrid y con su amiga Mariluz Fernández visitó el Prado y estuvo comprando libros en la cuesta de Moyano. Mis eficaces colegas dejaron escapar a los autores materiales y, en su lugar, pusieron a su amiga y a usted. Ella había estado en contacto con la embajada de Cuba y su padre, que entonces vivía clandestinamente en Madrid, era un destacado militante comunista. Pero usted no tenía ninguna militancia política, estudiaba, trabajaba para pagarse los estudios y había publicado un libro de versos. Eso era todo. Si hubiera estado afiliado al partido comunista, o mostrado alguna simpatía, si hubiera sido simplemente compañero de viaje, ahora no estaríamos hablando aquí. Le encerraron en la Séptima Galería, no en la Tercera, la de los políticos, para mantener oculto el feo tinglado que podía haberle hecho figurar entre los últimos ejecutados del franquismo. ¿Le maltrataron mucho? Yo sé bien cómo se las gastaban mis colegas. Pero en aquella oscura trama para desacreditar al partido comunista ellos no tuvieron nada que ver. La orden vino de más arriba, de muy arriba. Si se publica mi libro, si se investiga de verdad lo que ocurrió entonces, habrá sorpresas. Tan culpables como los que lo hicieron fueron lo que dejaron hacer por intereses políticos.



           

 

viernes, 2 de agosto de 2024

Los papeles perdidos: La verdad sobre Lorca

 

 

1
DOBLE MISIÓN

Hay una frase hecha que expresa a la perfección lo que supuso mi regreso a Nápoles: se me cayó el alma a los pies. La ciudad alegre y confiada del fascismo había desaparecido. No solo en la Riviera de Chiaia o en el Lungomare donde los hoteles de lujo miraban a Capri, en cualquier callejuela del centro, la vigilancia municipal impedía que un napolitano distraído arrojase al suelo el más mínimo papel o una cáscara de fruta. Ahora, casi todo eran montones de escombros y chatarra, edificios cuarteados y a punto de derrumbarse, barcos medio hundidos en el puerto, hierros retorcidos.

Claro que peor era la situación de Manila, a donde yo viajaba en el Plus Ultra con don Juan Bernia en misión oficial. Allí todo el centro histórico, el sector español de la ciudad, era una llanura amarillenta. Nada quedaba en pie. Antes residían veinte mil habitantes, cuando llegamos nosotros solo quedaban tres vecinos. La sensación de vacío era mayor que cuando visité las ruinas de Pompeya. Lo que fue uno de los más bellos barrios españoles del mundo había quedado reducido a la nada. En contraste con la ruina urbana, con el inmenso cementerio que era la ciudad, de vez en cuando aparecían destellos de juventud y vida: los jeeps del ejército norteamericano que se deslizaban veloces por las calles, cargados de mocetones rubios y fornidos y a su lado muchachas del país, con su clara sonrisa y sus ojos rasgados.

2
EN NÁPOLES
 

Pero usted me ha pedido que le hable de mi misión en Nápoles, no de la que nos llevaba a todos a Filipinas. Esta última se ha contado en un libro, Viaje a Nueva Castilla, que todavía puede encontrarse en las librerías de viejo. Puedo dar fe de la fidelidad de la relación porque yo mismo ayudé a redactarla.

El Plus Ultra partió del puerto de Barcelona el 23 de enero de 1946. Llegamos a Nápoles cuatro días después. Íbamos a detenernos allí solo el tiempo imprescindible para que desembarcara parte del pasaje, pero nos quedamos un tiempo más para que yo pudiera cumplir un encargo de Juan Aparicio.

La misión oficial era llevar a los españoles de Filipinas el aliento de la Madre Patria tras la gran catástrofe de la guerra. Yo debía recuperar unos manuscritos de un gran escritor español. Su importancia no era solo literaria. El propio Franco, nuestro invicto caudillo al que ahora tratan de denigrar, estaba interesado en ellos.

La cita era en el Gambrinus, al lado mismo del palacio real, en una de cuyas entradas había un cartel en el que podía leerse “Palace Club”. Afortunadamente, Nápoles no había sido completamente destruido como Manila. Buena parte de los edificios históricos seguían aún en pie. A uno de ellos, al Museo Nazionale, habían regresado ya las obras escultóricas trasladadas a Montecasino y Roma. Habían vuelto el Hércules Farnesio y la seductora Venus Calípigia. Me quedé con ganas de visitarlos.

En el Gambrinus esperé en vano a quien me ofrecía aquellos papeles a cambio de buen dinero. Aparecieron vendedores de todo tipo para ofrecerme incluso cosas que avergonzaría confesar a un caballero, pero no  quien decía poseer los últimos escritos de Federico García Lorca, esos que Juan Aparicio daría a conocer en El Español y taparían la boca para siempre a los enemigos de nuestro país.

Una oportuna avería –no sé si real o fingida—nos permitió quedarnos un día más. Yo, según nuevas instrucciones cablegrafiadas, debía visitar a una mujer en el barrio de Sanità para recuperar los documentos.

Aquella zona, incluso tras la limpieza llevada a cabo por Mussolini, tenia fama de estar dominada por la camorra. El Duce se había comprometido a exterminarla, pero volvió triunfante a hombros de las tropas de ocupación. Yo no tenía miedo de adentrarme en esos lugares. Antes de pasarme a la España liberada, sobreviví casi un año en el Madrid rojo: estaba curado de espantos.

Me abrió una mujerzuela, muy pintarrajeada, que tenía aspecto de lo que sin duda era, una prostituta. En la pequeña sala a la que me hizo pasar, había un tipo malencarado que debía ser su chulo o protector. Me preguntaron si traía el dinero acordado, una abultada cantidad. Les dije que solo había venido a ver si era realidad lo de aquellos papeles, que el dinero estaba en el barco y que se lo entregaría mañana, a primera hora, antes de zarpar.

Estoy seguro de que, a no haber sido por esa estratagema, me habrían acuchillado y robado allí mismo. La policía no se aventuraba por tales lugares y las fuerzas de ocupación o de liberación tenían cosas mejores que hacer que buscar a un franquista desaparecido. Para muchos, en aquellos años, Franco era el vértice del triángulo que, tras la caída de Hitler y Mussolini, había que hacer desaparecer.

Me enseñaron una carpeta dentro de la cual había varias cuartillas garabateadas y unos folios mecanografiados. Los manuscritos eran de distinta mano, pero al menos uno de ellos –había visto reproducciones de sus originales antes de embarcarme-- era indudablemente de Lorca, a no ser que se tratara de una muy buena falsificación.

El texto mecanografiado, un largo poema en alejandrinos, llevaba el título de “Cantata de los mártires y los héroes”. Si era de Lorca, bastaba para acabar con toda la patraña propagandística de la anti España.

Los mismos que habían propalado la abominable leyenda negra, ratas de archivo y cuervos de biblioteca, habían utilizado como ariete el supuesto martirio de Lorca, aprovechándose de que había muerto trágicamente en momentos de confusión.

Nadie más interesado que el Caudillo de la España renaciente en que siguiera viviendo y escribiendo. Refugiado en aquellos confusos  primeros días en la casa acogedora de los Rosales, se sintió contagiado de la nueva fe y escribió versos que demostraban su apasionado apoyo a la cruzada: “Yo canto a los titanes del Imperio, / a los héroes que cruzan el mar Rojo”.

¿Cómo desaparecieron esos papeles trascendentales, cómo aparecieron diez años después en un turbio rincón del Nápoles arrasado? Eso, que a muchos haría sospechar de falsificación, era lo que a mí me servía como garantía de autenticidad.

Los falsificadores cuidan esos detalles. Fui algo amigo de Ruano, tan gran escritor como asegura la fama y tan deleznable persona como afirma la leyenda. Un chamarilero le prestaba cuadros que él colgaba en su despacho y que luego vendía a algún rico americano, lamentándose de tener que desprenderse de aquel recuerdo de sus antepasados que llevaba en la familia más de cien años.

No se me ocurre ninguna explicación verosímil para aquel salto de Granada a Nápoles. Por si acaso, hablé con Madrid, con el propio Juan Aparicio. Le dije que si eran auténticos, como parecían, solo uno de los textos valía el precio que se pagaba por ellos. Eran tiempos malos para la España de bien, ya sabe usted, la retirada de embajadores y el saliveo de satisfacción de los prietos y los negrines y hasta de don Juan, quién lo iba a decir, indigno de la gloriosa herencia recibida.

El intercambio se hizo, tal como estaba previsto, a la mañana siguiente, pero ya no quedamos en el Gambrinus, sino en un maloliente cafetín del puerto más acorde con la índole de mis interlocutores. Llegaron los dos, muy puntuales, revisaron el dinero, que no venía en pesetas ni en liras, sino en dólares. Revisé yo los papeles. Hicimos el intercambio y subí al barco, que de inmediato retiró la pasarela e inició la maniobra de desatraque.

 Aquellos preciosos papeles viajaron conmigo hasta Manila. A mi regreso se los entregué personalmente a quien me había hecho el encargo, Me abrazó emocionado y agradecido. Ya antes le había llegado una copia. 

3
QUIÉN SABE

¿Que por qué no se publicaron nunca esos últimos textos de Lorca? ¿Por qué quedaron solo en una leyenda que nadie ha podido confirmar? Yo esperaba verlos en cada nuevo número de El Español o de La Estafeta Literaria, hasta que me cansé de esperar. Creo que fue Luis Rosales quien se negó rotundamente a avalarlos. Dijo que Lorca en su casa tocaba el piano, charlaba con las mujeres que allí habían quedado y con él y sus hermanos cuando regresaban del frente, pero que nunca le habían visto escribir.

No sé cuál puede ser la explicación. Cuando preparaba su biografía del poeta, Ian Gibson se entrevistó conmigo, le dije que yo había tenido en mis manos esos textos, que Lorca era uno de los nuestros, un patriota. Afirmó creerme, pero que mientras no los encontrara no podía tenerlos en cuenta.

Aunque los encontrara, no los tendría en cuenta, se lo digo yo, sino que los destruiría. Es un rojo, que vive muy bien de serlo, y que por nada del mundo haría algo que pudiera destruir una leyenda que tan buenos réditos le ha dado a él y a los enemigos de la verdadera España.