Soy racionalista y rutinario. No me creo cualquier cosa, no me gusta hacer nada por primera vez. Soy de esas personas que encuentran su mayor placer en que un día resulte igual a otro y en encontrar las vulneraciones de la lógica, por escondidas que estén, en cualquier argumentación.
No tardo en convertir en rutina cualquier inevitable novedad. Por ejemplo, esta parada en Zamora del autobús que hace la Ruta de la Plata y que es el que yo utilizo para ir, muy de tarde en tarde, a mi pueblo, Aldeanueva del Camino. Media hora que yo aprovecho para recorrer lentamente la calle Miguel de Unamuno, recordar algunos de sus versos (“Oh clara carretera de Zamora, / soñadero feliz de mi costumbre”), darle la vuelta al edificio neoclasicista de la antigua Universidad Laboral. Siempre me detengo un momento ante la majestuosa fachada de la iglesia, trato de leer la medio borrada inscripción que figura, no en latín, sino en rotundo castellano, sobre la puerta de entrada (“alcázar de la virtud templo de la fe / fragua de las almas hogar donde / se formen varones esforzados / limpios de alma nobles de corazón / diestros en el saber…”),y luego, antes de subir al autobús, me siento en el banco de una pequeña plaza, frente a la estación, a escuchar el rumor de la fuente, a dejarme acariciar por la melancolía.
Pero esta vez una leve alteración de la rutina hizo que todo se viniera abajo. La puerta de la iglesia estaba abierta y a mí me dio por asomarme a su interior. Y qué inesperado asombro. Una bóveda de albañilería, sin columnas, con una linterna que la llena de luz cenital cubre un espacio mucho mayor de lo que se podría imaginar desde fuera; frente a la puerta de entrada, un inmenso cuadro, que cubre todo el muro, y que a mí recuerda los fresco de José María Sert en el Rockefeller Center o en la Sociedad de Naciones; hay otro tras de mí, no menos monumental. A la derecha, sobre muros pintados de rojo, el altar mayor, y a mi izquierda un doble órgano eléctrico y ángeles cantores. Como hago siempre en el Panteón de Roma, avanzo hacia el centro, me coloco exactamente bajo la luz que cae de la linterna. Sé que algo va a ocurrir. Cierro los ojos.
“¿No había estado antes en esta iglesia de María Auxiliadora? Siempre sorprende la primera vez”. Abro los ojos. Frente a mí hay un anciano sonriente de pelo blanco y gafas con montura metálica en las que se refleja la luz que baja de los cielos. “Pero a usted no le habrá sorprendido demasiado. Seguro que le ha recordado a la Universidad Laboral de Gijón. El arquitecto es el mismo, Luis Moya”.
Eso explica –pienso yo— la sensación de familiaridad que sentía en medio de la extrañeza. El anciano se ofrece a explicarme todos los pormenores del edificio, y yo dejo que lo haga minuciosamente. Los cuadros que a mí me recordaban a Sert, son de un discípulo suyo, Castilviejo. Cuando regreso a la estación, hace tiempo que el autobús ha partido.
Nunca me había ocurrido nada semejante, pero no me importa. Soy el hombre más rutinario del mundo, así que tomo un taxi y le doy la dirección del único hotel que conozco de Zamora, donde me alojé cuando vine a participar en un homenaje a Clarín en compañía de Ramón Tamales. Recuerdo que desde la ventana se veía una estatua de Viriato, “pastor lusitano”, que a mí me resultaba muy familiar porque era la misma que estaba dibujaba en la enciclopedia Álvarez de mi infancia. Pediría una habitación desde la que se viera esa estatua.
No había traído ningún libro conmigo (durante los viajes no me gusta leer, prefiero cerrar los ojos y escuchar música o ir mirando por la ventanilla), así que en seguida bajé a la calle a ver si encontraba una librería abierta. Pensé que lo tenía difícil. Era domingo y, si había algún mercadillo, ya lo habrían retirado a aquella hora de la tarde.
No encontré nada, como me temía. Pero tampoco importaba. Recostado sobre la muralla, cansado de callejear, me entretuve contemplando el río, que reflejaba manso la luz del atardecer: “Hoy necesito el cielo más que nunca, / no que me salve, sí que me acompañe”. Eran versos de Claudio Rodríguez, claro. La banda sonora de la ciudad. Y a mis pies el Duero, río duradero, que me susurraba incansable otros versos que me acompañan desde siempre: “Y cuando llegue el día del último viaje / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar / me encontraréis a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar…”
Me interrumpió una voz amable: “¿En qué piensa?”. Era el anciano que me había distraído en la iglesia, que me había hecho perder el autobús. No parecía extrañado de verme allí, aunque yo le había contado que venía de Aldeanueva, que regresaba a Oviedo. Me dijo que le siguiera y eso hice, sin preguntar nada. Muy cerca de allí abrió la puerta de un caserón que parecía abandonado, cruzamos un patio penumbroso y salimos a un luminoso jardín. Me extrañó que en la calle estuviera nublado y allí luciera el sol. Con un gesto, me invitó a sentarme bajo una especie de pérgola, muy cerca de donde dos gatos blancos, que casi se confundían con la luz, tomaban el sol. Uno de ellos, hierático, parecía una figura de porcelana.
“¿Quién es usted?”. “¿No lo adivinas?”. No, no lo adivinada, aunque su cara me resultó desde el principio vagamente familiar. Sabía mucho de mí, incluso cosas que yo había olvidado. Sabía que la noche antes, como no podía dormir, había salido de mi casa junto a la carretera, en Aldeanueva, había ido hasta la iglesia de la Parte de Arriba, había subido la desgastada escalera exterior del campanario, había empujado la puerta y, desde lo alto, bajo el techo que amenazaba derrumbarse y sobre el suelo peligrosamente lleno de agujeros, había admirado las estrellas sobre los tejados y las montañas cercanas. Luego me había despertado en casa, seguro de que todo había sido un sueño. Pero no se lo había contado a nadie y aquel hombre, aquel anciano amable, lo conocía.
“¿Por qué te sorprendes de mi presencia?”, me dijo. “Si hay que hacer caso de lo que cuentas, siempre te ocurren cosas así. Vayas donde vayas aparece un personaje misterioso, un caserón abandonado, un jardín”.
Aquellos dos gatos, tranquilos y casi traslúcidos, yo los había visto esa misma mañana, en el jardín de mi infancia, sobre la garganta Buitrera, junto a la que fue casa de don Bernardo, el cura de la iglesia de la Parte de Arriba cuando yo era monaguillo. No había vuelto a entrar en aquella iglesia desde hacía medio siglo.
“¿Te gusta este jardín?”, dijo, y yo caminaba junto a él entre los cipreses y los laureles, temiendo encontrarme a mí mismo, niño triste, jugando solitario en cualquier rincón.
Era un jardín descuidado, en obras, como la casa entera. Me asomé al muro del fondo y no vi el caudaloso Duero, sino un cauce seco y pedregoso, lleno de hierbajos. “Sí, es la garganta del pueblo. ¿Quién diría al verla así en verano que luego en invierno se convierte en un torrente que arrastra todo lo que encuentra a su paso?”
“¿Quién eres?”, volví a preguntar algo irritado ya y un poco asustado.
“Recuerda los versos de Ángel González que tanto te gusta repetir: Yo mismo me encontré frente a mí mismo / en una encrucijada. Y el verso de Eliot: In my beginning is my end”.
Adiviné entonces quien era aquel anciano que me sonreía y me miraba con benevolencia: “Ya sé quién eres, pero no puedo explicarme qué haces ahí si todavía no existes”.
“Seguro que acabas encontrando una explicación. Eres la persona más racional del mundo, nunca te has dejado engañar por magias ni cuentos chinos”.
Uno de aquellos gatos, impasibles hasta aquel momento, dio de pronto un salto y desapareció entre los agujeros del inmenso tronco de un viejo olmo. De uno de los olmos en los que yo jugué de niño tantas veces y que aún sigue, secos y desmochados, frente a la escuela, en la Pista , esperando “otro milagro de la primavera”.
Yo mismo me encontré frente a mí mismo cuando volvía de decir adiós, a quien nunca diré adiós, en Aldeanueva del Camino. No sé cómo explicarlo. Y no lo explico. No sería el hombre más racional del mundo si no aceptara que ignoro la razón de casi todas las cosas que ocurren en mi vida. Al menos, de las que más me importan.