Domingo, 22 de octubre
DIVERSIÓN CON BANDERAS
––¿Qué pensaría un estadounidense que llega por primera vez
a España y ve las ventanas engalanadas de banderas?
Estamos en
la Avenida de Galicia, cerca del Campo de San Francisco. Hago un rápido de
recuento de los pisos con banderas y de los que carecen de ella; recuerdo que
en mi barrio hay muchas menos, y saco la pertinente conclusión:
––Pues
pensaría que los españoles son una minoría en su país, apenas el diez por
ciento, y que tienen tendencia a vivir en los barrios más acomodados.
Lunes, 23 de octubre
POR QUÉ ME CONTRADIGO
La
historia de España es una de mis pasiones. Creo que la conozco algo mejor que esos
patriotas que gustan de enarbolar la bandera para, al menor pretexto, darles en
la cabeza con ella a otros compatriotas.
Me alejo hoy de las turbiedades del
presente leyendo el “Diario de un escéptico”, las crónicas parlamentarias que
Julio Camba publicó en el diario republicano España Nueva y que acaba de rescatar González Soriano. Me llevan a 1907, al “gobierno largo”
de Antonio Maura, el que comenzó con el intento de regenerar España con una
“revolución desde arriba” y acabó con el estallido de la semana trágica y la
ejecución, el asesinato legal, del pedagogo Francisco Ferrer (ahora a los
chivos expiatorios solo se les encarcela).
En aquellas cortes amañadas, se
sentaban Azorín y Galdós, pero no abrieron la boca, como era costumbre entonces
y ahora entre la mayoría de los diputados. Unas palabras de Maura, el mismo
Maura contra el que Pablo Iglesias llegó a decir que estaba justificado el
atentado personal, me sorprenden de pronto y las hago mías.
A partir de ahora, a quien me
reproche que haya retirado, de un día para otro, mi apoyo al actual jefe del
Estado, o que escuchar a los actuales líderes del PSOE en esta crisis me avergüence
casi tanto como me avergüenzan González, Guerra o Fernández (de quienes también
fue ferviente partidario un tiempo), le responderé con las palabras que pronunció,
el 27 de noviembre de 1907. el presidente del Consejo, don Antonio Maura y
Montaner:
––Las contradicciones, cuando
son desvergonzadas mudanzas por interés, por ambición, por una sordidez
cualquiera, son infamantes como los motivos del cambio; pero si yo alguna vez
oyese la voz de mi deber en contra de lo que hubiera con más calor toda mi vida
sustentado, en mi conciencia me tendría por prevaricador si no pisoteaba mis
palabras anteriores y ajustaba mis actos a mis deberes.
Martes, 24 de octubre
ATARDECER EN LEÓN
Tras las clases de la mañana, paso unas horas en León, donde
participo en un coloquio sobre los diarios o dietarios con Antonio Manilla, José
Luna Borge y Avelino Fierro.
Antes de entrar en la biblioteca Padre Isla (hoy es el día de las bibliotecas y por eso se celebra la charla), me sorprende, a la luz desvanecida del atardecer, una fachada renacentista que no había visto nunca. ¿Roma, o quizá Florencia, en León? La luz y el color de la piedra son italianos, sin duda.
Antes de entrar en la biblioteca Padre Isla (hoy es el día de las bibliotecas y por eso se celebra la charla), me sorprende, a la luz desvanecida del atardecer, una fachada renacentista que no había visto nunca. ¿Roma, o quizá Florencia, en León? La luz y el color de la piedra son italianos, sin duda.
Pronto me
informo de su prodigiosa historia: se trata de una iglesia historicista; tiene
mi edad, año más o menos; la construyó en los años cincuenta, don Luis
Almarcha, el canónigo de Orihuela amigo de Miguel Hernández, a quien le publicó
su primer libro, Perito en lunas y
luego le dejó morir, porque vivía en pecado (estaba casado solo por lo civil
con Josefina Manresa) en la cárcel de Alicante.
Las torres
son, como yo, de ayer mismo, pero la portada es barroca, de 1711, y procede del
monasterio de san Pedro de Eslonza, hoy en ruinas.
Mientras
hablo de la escritura de diarios y me dedico a mi deporte favorito (tratar de
demostrar que soy más listo que nadie), no puede dejar de pensar, con asombro y
maravilla, en la iglesia, recién descubierta y apenas entrevista por mí, de San
Juan y San Pedro de Renueva.
Miércoles, 25 de octubre
MANÍAS PERSONALES
Las
diferencias entre patología y normalidad resultan a veces casi imperceptibles,
como entre lo soñado y lo vivido en cuanto pasan algunos años. ¿Es normal esta
costumbre mía de llevar minuciosa lista de todo? De los pasos que doy para ir
desde mi casa hasta el café de siempre; del café de siempre hasta mi casa (dos
o tres más, dos o tres menos, rara vez coinciden); de los amigos que han dejado de serlo,
siempre por decisión suya, nunca mía.
También anoto, como no podía ser de
otra manera, la razón de esas rupturas, provisionales o definitivas (aunque no
hay alejamiento que no sea provisional hasta que la muerte lo convierta en
definitivo).
Este se enfadó porque lo llamé coloquialmente
"facha" (lo hago a menudo), aquel porque conté en un diario que me
preguntó cómo me las arreglaba para vivir solo (parece que acababa de dejar a
su mujer y no quería que se supiera); unos porque si Cataluña, otros por si mi
reseña se entretiene demasiado en los reparos y dedica media línea o línea y
media a los elogios... En el fondo, si eran escritores, todos se enfadaban por
lo mismo, porque no les valoraba tanto como se valoraban ellos. ¿Y si no eran
escritores? La verdad es que nunca he conocido a nadie que se interesara por mí
y no se interesara por la literatura (aunque no todos los que se interesan por
la literatura se interesan por mí, qué más quisiera).
Como en el amor, también en la
amistad prefiero que me dejen. Evito así la mala conciencia y mi vanidad acude
siempre presta a restañar la herida: “No sabe lo que se pierde”.
Estas cosas --mi manía de apuntarlo
todo, el encogerme de hombros cuando me entero de que alguien ha dejado de
apreciarme-- deberían sin duda preocuparme un poco más. ¿Convendría que me
tendiera en un diván dos o tres tardes a la semana y se lo contara a un psicoanalista?
Seguro que me sería útil, aunque no sé bien para qué. Lo apunto, como una
posibilidad más de entretener el tiempo cuando me jubile.
Soy de los que piensan que, mientras
yo no deje de quererme, nada está perdido. Y mientras tenga alguien más a quien
querer (y nunca me ha faltado), el mundo está bien hecho (no este desastroso mundo,
pero sí mi pequeño mundo).
Jueves, 26 de octubre
HISTORIAS DE AYER
Después de la presentación de mi último, o penúltimo, libro,
charlo en un café cercano con varios amigos. Hablamos de lo único que se puede
hablar en estos momentos. “Antes de una semana –digo yo de pronto– tendremos al
ejército patrullando en Cataluña”. “Qué disparate”, dice uno. Otro: “Tú siempre
tan agorero”. “Te recuerdo que, como profeta, en política nunca has dado una.
Bueno sí, acertaste una, la vuelta de Pedro Sánchez, y ya ves para lo que nos
ha servido”.
Yo sonrío,
no digo nada y mientras sigue la conversación, recuerdo aquella tarde en que,
tras visitar al pintor James Ensor, Stefan Zweig charla con unos amigos en un
café de Bruselas. Es julio de 1914. Uno de ellos afirma, preocupado: “Dicen
que, en caso de guerra, los alemanes pretenden abrirse camino a través de
nuestro país”. “Qué disparate –le responde Zweig–, aunque Francia y Alemania se
exterminaran mutuamente, ustedes permanecerían tranquilos, les amparan los
tratados internacionales”. Los belgas discrepan, el escritor austríaco termina
la discusión, un poco a mi manera, con un rotundo “¡Tonterías!”. Y luego añade:
“¡Que me cuelguen de ese farol si los alemanes marchan sobre Bélgica!”
Sus amigos,
afortunadamente, nunca le exigieron que cumplieran su palabra. Poco a poco las
cosas comenzaron a ponerse serias: telegramas del emperador al zar, del zar al
emperador, Austria que declara la guerra a Servia. Un viento frío barre las
playas de aquel verano. Los turistas dejan en masa los hoteles y asaltan los
trenes. Stefan Zweig subió al último tren que pasó de Bélgica a Alemania. A
poco de llegar a Herbesthal, la primera población alemana, se detuvo el tren en
pleno campo. Todos se arracimaron en las ventanillas para tratar de averiguar
qué pasaba. Y lo que pudieron ver fueron varios trenes de carga, los vagones
abiertos cubiertos de lonas bajo las que se adivinaba la amenazadora forma de
los cañones. Al parar en la estación, el escritor bajó de un salto para ir a
comprar algún periódico. Pero un empleado le advirtió que no podía acercarse al
edificio de la estación. No necesitó acercarse para oír, por detrás de los
vidrios de puertas y ventanas, cuidadosamente cubiertos, el ruido de sables y
de las culatas de los fusiles al golpear contra el suelo.
Pero al
llegar a Viena comprobó que allí nadie tenía miedo: una multitud eufórica
celebraba en la calle el comienzo de la guerra.
Viernes, 27 de octubre
SIN DAR NOMBRES
Días malos estos para los que no nos dejamos llevar por la
histeria patriotera del momento, azuzada incomprensiblemente desde las más
altas jerarquías del Estado. “¡Hay que respetar la ley, hay que respetar la
constitución!”, oigo gritar a izquierda y a derecha para tratar de justificar
el ominoso “¡A por ellos!”
Y yo me
digo, sin ánimo de ser más listo que nadie, que el gobierno quiere aplicar un
artículo de la constitución, el 155, desarrollándolo y explicitándolo a su leal
saber y entender. Los afectados, que no están de acuerdo con ese desarrollo,
recurren al constitucional y el alto tribunal rechaza su recurso. ¿Quiere eso
decir que renuncia a su condición de intérprete de la constitución, que le cede
al gobierno esa prerrogativa? Yo no soy experto en derecho constitucional, por
supuesto, pero sé leer, y sé pensar, y espero que los catedráticos en la
materia justifiquen pronto lo que parece una grave ruptura del orden
constitucional y no precisamente por parte del gobierno catalán.
Más de una
vez, en este remar contra corriente, en este tratar de poner un poco de
sensatez en la borrachera patriótica que nos ahoga, y que no me trae más que
antipatías y reproches, he recordado los versos de Cernuda: “Pero el aplauso
humano tú nunca lo buscaste / y menos cuando fuera su precio una mentira”.
En
realidad, yo, menos arisco que Cernuda, sí busco el aplauso, pero solo el de
los mejores, no el del vulgo municipal y espeso que solo sabe bailar al son que
tocan. Y ya llegará. De momento, trataré de ser más cauto, por la cuenta que me
tiene, y cuando se me pregunte por el actual conflicto, responder
sibilinamente, sin dar nombres: “Unos hacen historia, hermosa historia
democrática, y otros hacen el ridículo doblemente armados”.