sábado, 26 de enero de 2013

Nada personal: Me doy cuenta


Sábado, 19 de enero
LA ISLA DEL TESORO

En uno de esos raros programas de televisión por los que paso un momento antes de irme a la cama, una mujer intenta vender un lingote de oro que heredó de su abuela. Al lingote hay adheridos pequeños restos de coral, lo que indica que estuvo largo tiempo sumergido. “¡Procede de un tesoro!”, exclama el comprador. Y yo siento la misma emoción que cuando de niño leí por primera vez a Stevenson.
            ¡Un tesoro! Entre los recuerdos de mi infancia se guardan muchos tesoros. Tenía yo ocho o nueve años cuando al pueblo llegó un personaje misterioso. Compró o alquiló, no se bien, un caserón en las Olivas, camino de la estación,  rodeado de un gran huerto lleno de árboles frutales.
Muchas veces saltamos el muro a atiborrarnos de manzanas, de melocotones o de las golosas uvas que colgaban en tentadores racimos de una gran parra sobre la puerta de entrada.
El personaje misterioso vivía solo, se llamaba Paul, no era español y tenía un parche en un ojo. Esto último es lo que más propiciaba nuestras fantasías. Era buena persona. Una vez nos sorprendió en el huerto mientras paseaba por la finca con sus dos perros. Nosotros saltamos del árbol como nerviosas comadrejas, pero él contuvo a los perros y se quedó mirándonos con una sonrisa. Ya en lo alto del muro, le vimos hacernos un gesto amable que parecía una invitación. “¡Es una trampa!”, dijo el Rubio, que siempre llevaba la voz cantante en el grupo, y escapamos corriendo a seguir jugando entre los olmos de la Pista.
            Por la mujer que le limpiaba la casa, madre de Julián, otro de mis amigos de entonces, supimos que se iba una semana a Madrid, a no sé que negocios. “¡Se pasa el día escribiendo o leyendo!”, decía asombrada la mujer.
            Al Rubio se le ocurrió que, si había venido a vivir al pueblo, donde nadie le conocía, donde no hablaba con nadie, era para huir de alguien o para esconder algo. Y lo único que podía esconder un tipo con un parche en un ojo era un tesoro. Decidió por eso que debíamos aprovechar aquellos días de ausencia para entrar en la casa y registrarla. Julián quedó encargado de sustraerle discretamente las llaves a su madre. Yo no las tenía todas conmigo. “¡Eso es un delito! Podemos acabar todos en la cárcel”. Pero Manolín, que era monaguillo, me tranquilizó: “Robar a un ladrón no es pecado, lo dice el cura”.
            Y allá fuimos los cuatro. Éramos cuatro amigos, siempre inseparables. Bueno, salvo el Rubio, que a menudo andaba por ahí a su aire, y al que todos admirábamos mucho y temíamos un poco. Allá fuimos, pero las llaves no funcionaban. Julián se había equivocado y había cogido las de la casa del médico, junto a la carretera, que también limpiaba su madre.
            Pero no importaba. La trampilla de la carbonera, a ras del suelo, estaba abierta y por ella se coló el Rubio y tras él fuimos entrando todos. Yo, el último, y después de pensármelo mucho. Caímos en un sótano oscuro y sucio. El Rubio, que ya fumaba, encendió una cerilla y nos sacó de allí. Recorrimos la casa, que nos pareció inmensa, y que sin duda lo era. Solo la cocina, un dormitorio y una gran sala con un balcón que daba a las montañas parecían en uso. El resto estaba tal como lo habían dejado, hace no se sabe cuántos años, los anteriores propietarios. En el salón, una máquina de escribir, un montón de cuartillas mecanografiadas y libros por todas partes, apilados sobre la mesa, en las sillas, en cualquier esquina. Lo que no había eran estanterías, las paredes las ocupaban algunos cuadros y fotografías familiares enmarcadas.
            “¡Vámonos ya! Aquí no hay ningún tesoro”, dije yo, que era el más pusilánime. El Rubio encontró una botella, no sé si de coñac o de whisky, y se echó un buen trago. “¡Vete tú, que yo tengo mucho que beber!”. Un gato negro que entró de pronto y se quedó mirándonos con la cola alzada nos asustó. No sabíamos que en aquella casa hubiera gato. Parecía dispuesto a lanzarse sobre nosotros y hasta al Rubio, que no se asustaba de nada, le entró algo de miedo. “¡Toque de retirada!”, dijo.
Desde dentro nos resultó fácil abrir la puerta principal y por allí salimos, el Rubio con la botella debajo del brazo. “¡Yo por lo menos no me voy con las manos vacías! Esta noche nos la cepillamos mi padre y yo”.
            “Pues yo también he encontrado algo”, dije, y enseñé una edición inglesa de La isla del tesoro con unas maravillosas ilustraciones. “¡Robar es pecado, robar es pecado! Vas a ir al infierno”, exclamó Manolín el monaguillo, envidioso porque a él no se le había ocurrido coger nada.
            Todavía conservo ese libro. Todavía no he despilfarrado del todo los tesoros que encontré en la infancia.


Domingo, 20 de enero
POR QUÉ ME EQUIVOCO TANTO

Pocas cosas nos dan más por menos dinero que un buen periódico. Mientras tomo el café de la mañana, leo en un artículo de Luis Cabo, director del laboratorio forense y bioarqueológico de la Mercyhurst University, que, en su trabajo, a menudo tienen que explicarles “a gente muy preparada, inteligente e informada que estaban equivocados acerca de hechos que conocen mucho más directamente que nosotros, y sobre los que se han pasado muchas horas pensando y recabando información”.
            ¿Cómo es posible eso? El conocimiento de la realidad tiene dos fases. Primero se formula una hipótesis razonable, después se pone a prueba. Y esta segunda fase no es tan fácil como parece, está llena de trampas que nos tendemos a nosotros mismos. Ello es debido “a que nuestro cerebro tiende a centrarse en información que apoye nuestras intuiciones y prejuicios, y a ignorar aquello que entre en conflicto con ellos”. Con otras palabras: “estamos programados para dar a nuestras interpretaciones y modelos intuitivos más crédito del que se merecen”.
            Nuestra mente funciona como los malos policías y los malos jueces: ante un hecho criminal que alarma a la sociedad, necesitan descubrir y castigar lo más pronto posible a un culpable. No importa que no sea el verdadero culpable, basta con que resulte verosímil para la tranquilidad de todos.
            El método científico nos ayuda a superar esta limitación. Una vez creado el modelo nos centramos no en las observaciones que lo confirmen, sino en las pruebas experimentales y en los datos objetivos que puedan invalidarlo.
            Dejo a un lado el periódico con la sensación de que he aprendido algo importante: que hay que desconfiar de las evidencias, no confundir lo verosímil con lo verdadero y poner de vez en cuando en cuestión el sentido común.
            No sé si el cerebro de todos, pero el mío funciona como los astutos abogados de los jefes mafiosos: la única verdad que le importa es la que beneficia a quienes le pagan.
            Descubro al instante los sofismas y trapacerías lógicas de los demás. Los que me tiendo a mí mismo tienden a volverse invisibles. A partir de ahora, y gracias al artículo de Luis Cabo, estaré mucho más alerta. Aunque no sé si lo conseguiré. Siempre, en estos casos, recuerdo unos versos de Amparo Amorós: “si de humanos es errar, / yo ¡muy humano debo ser!”


Lunes, 21 de enero
UN MAESTRO

Tras el saludo inicial, las primeras palabras de Francisco Giner de los Ríos en su cátedra de Filosofía del Derecho en la Universidad Central, eran las siguientes: “Señores, en esta clase no se pasa lista ni se tiene en cuenta a quienes asisten ni a quienes no. Y, por supuesto, al final del curso todos ustedes serán aprobados. De manera que yo aconsejo que vengan solamente aquellos a quienes interese lo que aquí se diga”.
            Yo, que no soy precisamente Giner de los Ríos, no me atrevo a decir eso el primer día de clase, pero pensarlo bien que lo pienso. Y para bien y para mal me encuentro entre esas personas incapaces de disimular lo que piensan.


Martes, 22 de enero
SU MAYOR ESPLENDOR

Siempre que entro en la librería de Valdés, salgo con alguna sorpresa. En este caso los folletos de la serie “Arte y vida” publicados en la Alemania nazi por el doctor Heinrich Lützeller. Están editados, en español, en Friburgo de Brisgovia, y tratan por lo general de temas religiosos, pero uno se titula Alegría de la vida. ¿Qué alegría podría encontrarse en aquel país y en aquellos años? A Heinrich, inteletual católico, se le prohibió enseñar en la universidad y publicar en alemán. “Los grandes maestros de la alegría –escribe– son los que meditan con serenidad, se hallan estigmatizados por el destino y penetran con agudeza en la existencia siempre amenazada del hombre. Sobre el fondo de lo trágico y de la lucha angustiosa es donde la alegría alcanza su mayor esplendor”.


Jueves, 24 de enero
TAPARLES LA BOCA

“¿Y qué habrías votado tú, tan socialista, de haber estado ayer entre los diputados del parlamento catalán?”, me pregunta con sorna un amigo, que sabe de sobra lo que yo pienso sobre el asunto.
“Pues habría votado sí, un sí rotundo, y a renglón seguido, en caso de que pensara que lo mejor para Cataluña es que siga formando parte del Estado español, me habría puesto a tratar de convencer a mis conciudadanos de ello. Pero tan poco confían en las bondades de lo que predican los partidarios de que Cataluña continúe siendo parte de España que dan ya por perdida su causa y todo su esfuerzo se centra en impedir que los catalanes opinen libre y democráticamente, en taparles la boca con una presuntamente intangible legalidad”.


Viernes, 25 de enero
LA MISMA PIEDRA

Un mal gesto, unas palabras que no esperábamos y quien mejor creíamos conocer se convierte de pronto en un desconocido. ¡Cuántas veces me ha pasado eso! Si las personas inteligentes son las que aprenden de sus errores, me temo que yo soy bien poco inteligente: tropiezo siempre con la misma piedra.
            Regreso deprimido a casa, pero pronto encuentro justificación para tan reiterado traspiés. La realidad es, en buena media, una fantasía nuestra. Vemos una parte y el resto nos lo imaginamos. “Engañarse” es el sinónimo más preciso que conozco para “enamorarse”. O para ilusionarse con cualquier empresa.
            ¿A cuánta gente habré defraudado yo? No quiero ni pensarlo.


Sábado, 26 de enero
LEO EN CIORAN   

“Si no te das cuenta de que no eres tan inteligente como te crees, es que no eres tan inteligente como te crees”, leo en Cioran. Yo me doy cuenta.


sábado, 19 de enero de 2013

Nada personal: El gato y el ratón

Jueves, 10 de enero
AVISO

Soy de esas personas que nunca mienten, pero siempre procuran engañar.


Viernes, 11 de enero
LAVA MÁS BLANCO

Cómo me deprime leer a Félix de Azúa.  Hoy le entrevista Blanca Berasátegui en el suplemento de El Mundo. Si una persona tan inteligente como él dice tantas tonterías, ¿cuántas no diré yo que soy menos de la mitad de inteligente y estoy igual de encantado de haberme conocido?
Las tonterías de Félix de Azúa son más trabajadas que las de Javier Marías, engañan más. A Azúa no se le ocurriría afirmar como a Marías en uno de sus artículos de El País que él sigue escribiendo a máquina porque le gusta corregir en papel sus novelas (nadie le ha informado de que existen las impresoras).
Azúa prefiere disparatar con rotundas generalidades: “Los chavales de ahora no conocen la culpa, que a nosotros nos inculcaron a sangre y fuego, afortunadamente, como también la idea de la muerte”. Antes, en ese “antes” mitológico que tanto gusta a los detractores del presente, “a los seis o siete años ya se tenía una intuición clara de la muerte”, lo que constituía “un privilegio”. Los jóvenes de ahora no saben lo que es la muerte y, en consecuencia, “no saben lo que es la vida”.
Qué cosas. Antes y ahora la muerte es una cosa abstracta, hasta que nos toca de cerca.  ¿No se les mueren ahora a los niños los abuelos, no hay súbitos accidentes de carretera? Claro que los jóvenes ven la muerte de otra manera que los ancianos, pero eso ocurría lo mismo en el fantasioso “antes” que en el siempre incómodo “ahora”.
Félix de Azúa es un intelectual, en el peor sentido de la palabra. Se cree por ello con derecho a afirmar rotundamente cualquier cosa. “Durante el siglo XX hemos visto un proceso de anulación de los mitos”, afirma.
“¿De qué mitos?”, pregunto yo. Porque los mitos religiosos y los mitos patrióticos siguen gozando de buena salud, y eso sin tener en cuenta los nuevos mitos de cine, la televisión y el deporte. Entre los mitos que han caído está “el de la culpabilidad de los cristianos occidentales y de los judíos”. Bueno, entre la población de los países árabes ese mito no parece que haya caído del todo (y por su causa, entre otras, cayeron las Torres).
Los jóvenes, afirma Azúa, son irresponsables (no creen en la culpabilidad ni en la muerte) y por eso puedes hacer con ellos lo que te dé la gana. Hombre, Azúa, los jóvenes –no los de ahora, los de siempre, también los de tu juventud cuando el Frente de Juventudes– siempre han sido bastante manipulables, casi tanto como los adultos, pero eso de poder hacer con ellos lo que te dé la gana… parece una fantasía de viejo verde.
            Pero lo más maravilloso de la entrevista es el final, tan entrañable. Azúa, cumplidos los sesenta años, cansado de sus batallas contra el nacionalismo catalán, traslada su residencia de Barcelona a Madrid. La razón, tal como él la explica resulta conmovedora: “Tuve una hija. Y su madre y yo nos miramos a los ojos y nos dijimos: no, a esta desde luego no le lava el cerebro el gobierno catalán. Ni soñarlo. Y nos la llevamos muy deprisa”.
A su hija, el cerebro que se lo lave el gobierno de Rajoy o el de Ignacio González que sin duda lavan más blanco.


Sábado, 12 de enero
CONTAR LA VIDA

No hay hombre tan insignificante que no sepa cosas que nadie más sabe y que no pueda contar historias que nadie más pueda contar.



Domingo, 13 de enero
ELOGIO DE LA RUTINA

Me gusta cumplir mi horario, aunque nada me obligue a ello. La comida es siempre a las dos, escuchando las noticias de Radio Nacional. Ya lo hacía cuando vivía Franco y se llamaban el Parte; no puede decirse que sea un hombre poco fiel a sus costumbres. Pero ayer me entretuve con unos amigos, que llegaron al Atrio cuando yo ya me marchaba, y de inmediato tuve el presentimiento de que algo iba a ocurrir. Creo que vivimos en un mundo sujeto al capricho o a leyes que desconocemos, y que solo las rígidas costumbres son capaces de mantenerlo en su sitio.
Caminaba yo por Rivero cuando, a la altura de la ermita, un joven descuidadamente trajeado se me acercó. “¿Le interesaría comprarme este libro? Lo vendo por lo que quiera darme”.


Era un diminuto volumen de bolsillo que de inmediato reconocí (había visto un ejemplar semejante en casa de Andrés Trapiello). Se trataba de una edición del siglo XVIII de los poemas de Garcilaso. “¿No lo habrás robado?”, se me ocurrió preguntar. “En casa tengo muchos más. ¿Quiere venir a verlos?”. Tuve la tentación de decir que sí, pero me contuve. Busqué el dinero que llevaba; únicamente un billete de veinte euros. Me lo arrebató de las manos. “Es suficiente”, dijo, y me alargó el libro.
Me puse a caminar rápido hacia casa, con el botín en las manos, y cuando ya tenía la llave en la cerradura, me alcanzó el desconocido. “Tiene que venir conmigo. Hay muchos libros que le pueden interesar. Si quiere, se los puedo traer yo”.
“¿Vives muy lejos?”, “No mucho. Diez o quince minutos en coche”, “No tengo coche”, “Podemos coger un taxi”. Saqué la llave y me puse a caminar con él hasta la parada más cercana. Una biblioteca en la que hay libros del siglo XVIII no es una biblioteca cualquiera.
Vivía en un caserón aislado, cerca del Gorfolí, por la carretera de la Magdalena. Dimos vueltas y vueltas hasta llegar. Era una casa de indianos con una alta palmera ante la puerta y un descuidado jardín. Me llevó hasta una habitación con libros amontonados en el suelo. De inmediato me puse a rebuscar, como un perro famélico. “Veinte euros cada uno, pero si se lleva muchos puedo hacerle una rebaja”, dijo el joven con voz codiciosa antes de dejarme solo.
No sé cuánto tiempo estuve revolviendo fascinado. Ni me acordaba de que no había comido, de que estaba incumpliendo todos mis horarios. Aquella era una biblioteca muy rara. Entre varias manoseadas novelas de Agatha Christie, apareció de pronto Belleza, de Juan Ramón Jiménez, en la edición del autor de 1923. De pronto noté una sensación extraña. Me volví y allí estaba ella, una mujer de unos treinta años que me miraba sin decir palabra. Me alcé para saludarla. Ella me cogió de la mano. La seguí hasta las escaleras, majestuosas, casi palaciegas, que llevaban al piso superior. En aquel momento apareció el joven. “Angélica”, susurró. Y la mujer desapareció de pronto, sentí su mano desvanecerse en la mía.
“¿Ha encontrado algo? Arriba no hay más libros”. “¿Quién es Angélica?”. “¿Angélica? Así se llamaba mi madre. Murió poco después de que yo naciera. ¿Ha encontrado algún libro que le interese?”
Alguno había encontrado, aunque casi todo era morralla. Además del de Juan Ramón, había una edición de La voluntad todavía no firmada por Azorín y un ejemplar de las poesías de Espronceda de 1840, y en muy buen estado. “Serían sesenta euros, pero se los dejo en cincuenta”.
Pagué encantado y, en lugar de llamar un taxi, decidí volver andando a casa. Había llovido, pero el cielo comenzaba a aclararse y me apetecía caminar un poco. En un recodo, no lejos de la casa, me volví a encontrar con Angélica. “Este hijo mío vende todo lo que encuentra para gastárselo en drogas. Los libros no son suyos, son de su abuelo”. Se los devolví a cambio del dinero que había pagado por ellos. “Gracias”, dijo, y me dio un beso en la mejilla.
            Tardé en llegar a casa, di vueltas y más vueltas. Al llegar no encontré el libro de Garcilaso que había guardado en un bolsillo de la cazadora. Estaba seguro de que no lo había devuelvo con los otros libros. Quizá lo había olvidado en el taxi. “Qué aventura más absurda”, pensé, “esto me pasa por no respetar mis horarios”.


Lunes, 14 de enero
SOÑÉ

Soñé con la cálida mano, los ojos tristes y el beso de Angélica. Abro el Orlando furioso en la versión en prosa de Ítalo Calvino que me ha regalado Rosa Navarro Durán: “Al principio hay solo una mujer que huye. Protagonista de un sueño que ha quedado inconcluso, corre para entrar en otro que acaba de empezar”.
            Una mujer que huye… La historia de mi vida, pienso. Pero sé que me engaño. El que ha huido siempre he sido yo.


Martes, 15 de enero
CÓCTEL ELEGANTE

Raro es el diario que no gana con el paso del tiempo. El de Alejandro Gaytán de Ayala, funcionario del Comité Olímpico Internacional, me lo regaló el otro día mi amigo Iñaki Uriarte, y no es gran literatura, pero eso importa poco.
Cuando se jubiló, Gaytán de Ayala entretuvo sus ocios en poner en limpio un diario iniciado en 1977. La primera entrega, De Neguri a Lausanne, abarca hasta 1980. Procura ser “lo más sincero posible”, aunque  resulte penoso para su familia: “nunca entenderían que alguien como yo, que en principio ha respetado las reglas del juego, cometiera la estupidez de ponerlo todo por escrito”. ¿La razón? Sus fantasías homosexuales. “Hoy por fin –tiene ya 37 años– he perdido la vergüenza y he intentado ligar por la cara a un tío que me gustaba y al que he visto estos días merodeando por la piscina, habiendo decidido en mi mente que entendía”. Con candorosa ingenuidad añade en nota: “entendía: término que en el lenguaje gay significa que uno lo es”.
            Lo que nos escandaliza hoy no escandalizaría a sus padres. Son los años de la transición. Apenas hay día sin atentado terrorista, y el autor, que pertenece a la alta burguesía vasca, se cuida de dejar constancia de ello y de cómo esos crímenes afectan a su manera de ser. Previamente ha señalado su escala de valores: “a) el dinero; b) el poder; c) el esnobismo”.
El “fanatismo nazi” de los abertzales y la “estupidez” del PNV le están transformando de persona “pacífica y frívola” en “amargada y con rencor”. Pero no se engaña sobre el motivo: “este cambio en mi manera de ser no lo están provocando grandes ideales, como el patriotismo o el honor, sino la rabia de comprobar que cada día tenemos menos dinero”, que los abertzales se están cargando su “confortable porvenir”.   
            Gaytán de Ayala dice, “aunque parezca una barbaridad”, lo que muchos en su clase social pensaban. Por ejemplo, que la Guerra Civil “tuvo su matiz de cóctel elegante” que permitió conocer gente con la que luego hacer negocios.
            Ver el mundo con otros ojos, eso es lo que nos permite un diario. Y cuanto más distintos, más fascinante resulta.


Viernes, 18 de enero
EL UNO PARA EL OTRO

Estamos hechos el uno para el otro. Nos gusta jugar al gato y al ratón. El único problema es que los dos queremos hacer siempre de gato.


sábado, 12 de enero de 2013

Nada personal: Jardín de invierno


Sábado, 5 de enero
LOS VIEJOS IDEALES

¡Qué rara cosa es el patriotismo! Visito en Filadelfia la Campana de la Libertad y el Hall de la Independencia,  y luego el antiguo edificio de un banco convertido en altar de la patria, con retratos de los prohombres y la apoteosis de George Washington, y no puedo dejar de pensar en lo que está pasando en mi país.
¿Opinarían los ingleses de aquel tiempo que los estadounidenses no tenían derecho a ser independientes porque nunca antes habían sido independientes? ¿Opinarían que todo su afán de independencia era solo una cuestión económica, que lo que querían era pagar menos impuestos? ¿Considerarían a George Washington como los españoles de hoy consideran a Artur Mas? Estas son cosas que, obviamente, no se pueden decir en público, pero que yo no puedo evitar pensar. A fin de cuentas, el pensamiento es libre, al menos mientras no se verbalice.
            Frente al aparatoso ayuntamiento, se alza una majestuosa catedral: el templo masónico. Al enemigo solo se le puede vencer con las propias armas. Para acabar con el poder oscurantista de las religiones hay que crear otra religión, y eso es masonería, con sus ritos y sus mitos.
            Yo todo lo que sé de patrias lo aprendí cuando tenía diez años. En la escuela nos leyeron “El carbonero alcalde”, de Alarcón, donde se cuentan las heroicas barbaridades de los españoles contra los franceses durante la guerra de la Independencia; en casa, mi abuelo me hablaba de la guerra de Marruecos, de las heroicas barbaridades de los españoles contra los moros. Y como ya tenía uso de razón se me ocurrió un día decirle: “Abuelo, pero si en la guerra de la Independencia los malos eran los franceses porque habían invadido nuestro país, en la guerra de Marruecos los malos éramos los españoles porque habíamos invadido el suyo”.
            Así pensaba yo cuando era niño, así pienso cuando soy adulto. Para entrar en la Unión Europa hacen falta ciertos requisitos; para salir, no hace falta más que uno: querer salir. Y es que estar en ella es un honor, no un castigo. Exactamente lo contrario de lo que ocurre con España, según lo entienden patriotas de izquierdas o de derechas, que el patriotismo es una ideología que se sobrepone a cualquier otra.
            Paseo por las calles de la antigua Filadelfia y siento por todas partes la sombra protectora de Benjamín Franklin y los viejos ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Todavía tan lejanos.


Domingo, 6 de enero
UN PASEO

En la fría y oscura mañana apenas hay nadie en las calles, pero la Biblioteca Pública está abierta y los ventanales de la gran sala de lectura iluminados. Sensación de hogar, de estar en casa.
Camino por la Avenida si prisa ninguna, sin nada que hacer, pero atento a todo, especialmente a lo alto de los edificios, coronados siempre con la gracia arquitectónica de un templete o un raro juego de columnas y bajorrelieves.
La primera parada es en Madison Square Garden, con la delgada silueta del Flat Iron y el Empire alzándose de puntillas al otro lado para contemplar el tranquilo espectáculo de la plaza. Han puesto unos bancos en los que no se puede estar sentado, sino solo tumbado; a partir de ahora, dormir en un banco del parque no va ser asunto solo de vagabundos.
Continúo por Broadway hasta otras de mis plazas favoritas, Union Square, con su mercadillo y su gran librería, a la que siempre vuelvo como quien vuelve a casa.
Qué grato sentarse en la cafetería de esta Barnes & Noble que ocupa enteramente un edificio decimonónico. Puedo traer a la mesa cuantos libros y revistas quiera, pero yo prefiero mirar a la gente, no hacer nada, dejar pasar el tiempo; si acaso, garabatear unos versos, que tacho antes de marchar.



El tramo de Broadway que viene a continuación siempre me ha fascinado. Al comienzo está Strand, inagotable cueva del tesoro, luego una iglesia neogótica de aire inglés, y a continuación edificios de finales del XIX y comienzos del XX que aúnan funcionalidad, historicismo y sólida fantasía arquitectónica. Al final, señalándome el camino, está el Woolworth, con su elegancia neogótica.
Entro un momento en la iglesia de San Pablo, su apacible aire dieciochesco convertido para siempre en museo del horror. Detrás del pequeño cementerio, se alzan todavía las grúas de la Zona Cero. Ya hay muchos rutilantes edificios, y unos escondidos y poco afortunados homenajes a los muertos de aquel septiembre, pero la cicatriz parece que no va a cerrarse nunca.
Solo respiro tranquilo al llegar al Jardín de Invierno, sobre el que cayeron las cenizas, pero que resistió el horror. Enfrente están el Hudson y la tarde luminosa y primaveral. Paseo por la orilla del río dejándome acariciar por la luz, que no tiene ninguna prisa en irse, que se demora para estar conmigo.
            Me gustan las ciudades en que se puede pasear de la mañana a la tarde, caminando siempre hacia adelante, sin que se acaben ni ellas ni tampoco la sucesión de maravillas.
            El sol, al ponerse, recorta las siluetas de la estatua de la libertad y de la isla del gobernador.


Lunes, 7 de enero
EL MAYOR ESPECTÁCULO

En Times Square la publicidad es un entretenimiento más. Subidos en la escalinata que preside la plaza, los turistas se contemplan a sí mismos en una gran pantalla. Otra pantalla, debajo, juega con esas imágenes y mete a los curiosos en un coche, en un autobús, los hace pasar por un desfiladero o ante las pirámides. Cuando se interrumpe la proyección, comienza el spot publicitario de no sé qué marca de automóviles. Pero todo el mundo aguarda paciente a que continúe el espectáculo que más nos fascine: vernos a nosotros mismos, aunque sea haciendo el indio.


Martes. 8 de enero
SOLO EN PEQUEÑAS DOSIS

Ciudad de multitudes y de soledades, Nueva York. Siempre queda un rincón por descubrir. Esta vez le toca el turno a Sutton Park, frente al Queensboro Bridge. Nunca había estado aquí, pero lo reconozco de inmediato: aparece en el cartel de Manhattan. En el banco en que yo me siento se sentaron unos jovencitos Woody Allen y Diane Keaton.


            El transbordador nos lleva a Roosevelt Island. Fue leprosería y hospital de enfermedades contagiosas, el presidente Roosevelt construyó en ella viviendas sociales. Hoy sigue siendo un ghetto, un lugar aparte, un hogar de jubilados y fantasmas. Solo las vistas de su lado oeste son espléndidas (al este, la desolación de Queens).
Respiro aliviado al volver a poner el pie en Manhattan. Nunca me ha gustado demasiado la tranquilidad, solo la soporto en pequeñas dosis. Me pone nervioso.


Miércoles, 9 de enero
AMIGOS PARA SIEMPRE

Hace ahora cien años, un millonario enriquecido con el carbón y el acero construyó esta casa para alojarse en ella con sus mejores amigos. Siempre que puedo paso a visitarlos. Empiezo por el salón donde, en lo alto de la chimenea, un apacible San Jerónimo trata de mediar entre dos enemigos que se miran retadores: Thomas Moro y Thomas Cromwell. El segundo ayudó a que le cortaran la cabeza al primero, pero no pudo evitar que se la cortaran a él después. Son dos obras maestras de Holbein, pero el retrato del sabio utopista es más fascinante y más inolvidable que el del dictador. La cadena de oro que lleva al cuello, con su “ese” insistentemente repetida, parece pedir silencio, aconseja callar ante el poderoso si quiere conservar la cabeza; es la abreviatura de un hermoso lema: “Souvent me souvient”, recuérdame a menudo. Qué distintos los personajes de la pared de enfrente. A los dos los pintó Tiziano. Uno es un joven, con lujosa capa y elegante gorro, la mano delicadamente apoyada en la espada, “alguien de quien uno se enamora”; el otro es un hombre grueso, de labios abultados y mirada lasciva, Pietro Aretino; parece Fernando Savater en un baile de disfraces. Seguro que ya ha tratado de recitarle alguno de sus sonetos lujuriosos al joven de la capa de piel, pero este ha vuelto la cabeza hacia otro lado, desdeñoso. El gesto de San Jerónimo, que los mira desde lo alto, apartando un instante la vista del volumen que tiene entre las manos, indica bien a las claras lo poco que le gustan esos juegos.


       
  Cuántos, cuántos amigos en la casa de Henry Frick, frente a la Quinta Avenida. En el comedor encuentro a la señorita Mary Edwards. ¡Qué historia la suya! A los veinticuatro años, en 1727, heredó una fortuna. Era la mujer más rica de Inglaterra y tenía docenas y docenas de pretendientes. Perdió la cabeza por uno de ellos, el menos adecuado. Su marido resultó ser un jugador obsesivo y sin suerte. Para librarse de aquel tarambana, Mary Edwards tomó una decisión drástica: lo echó de casa después de destruir todos los documentos que tenían que ver con la boda; el hijo de ambos fue declarado bastardo, y ni a ella ni a él les importó nunca: mejor ningún padre que tal padre. En el retrato de Hogarth, sonríe apaciblemente mientras acaricia un perro. Tiene porte de reina, con el globo terráqueo al lado. A mí me habría gustado compartir cena con ella en este comedor. Henry Frick solía servir a sus invitados caviar, sopa de tortuga, mollejas salteadas con setas, perdices asadas, ensalada de orquídeas y tartaletas de fresa. Seguro que a Mary Edwards no le desagradaría la compañía de Lady Hamilton. Cuando la pintó George Romney, era muy jovencita. Su mirada es tan ingenua como la del perrito que nos mira desde sus brazos. Tuvo la suerte de que su primer amante se cansara pronto de ella y se la traspasara a su tío, anciano y rico, embajador en Nápoles. Sir William Hamilton se enamoró paternalmente y procuró que adquiriera una buena educación antes de proponerle el matrimonio. Luego, ya casada, tuvo amores con Nelson. Pero esa es otra historia que ha contado muy bien Susan Sontag. Seguro que en algún momento se les acerca otra gran seductora: Louise, princesa de Broglie, condesa de Haussonville, nieta de madame de Staël. Ella misma afirmó que “estaba destinada a engatusar, atraer, seducir y hacer sufrir a todos los que buscaban la felicidad en mí”. No parece que a Ingres le importada mucho sufrir por ella; cada pincelada de su retrato vale por una demorada caricia.
            Henry Frick prefería las pinturas “con las que resultaba agradable convivir”. Esta reunión de obras maestras es una reunión de la buena sociedad: nada disuena, nada desentona. Si un invitado se cansa de la conversación, puede acercarse hasta la biblioteca, donde todos los libros están al alcance de la mano, en estanterías bajas. Yo prefiero salir al patio ajardinado y sentarme a escuchar el rumor de la fuente junto al ángel de bronce. Muy cerca, en la sala de música, leyó sus versos Eliot: “Footfalls echo in the memory / Down the passage which we did not take…”
Cuando salgo a la calle, al mundo real, no menos irreal que el que abandono, “resuenan pisadas en la memoria / por el sendero que no recorrimos / hacia la puerta que no abrimos nunca / en el jardín de rosas”.




domingo, 6 de enero de 2013

Nada personal: Como siempre estuve


Domingo, 30 de diciembre
POR LA ORILLA DE LA RÍA

Qué incómoda sensación cuando un amigo, al que hacía treinta o cuarenta años que no veíamos, se pone a contarnos anécdotas que habíamos olvidado por completo. ¿Recuerdas aquel día en que? No, no recuerdo nada. La memoria es caprichosa.
            Nada recuerdo de aquel día en que paseábamos los dos por la orilla de la ría, absortos en una discusión sobre Nietzsche y el nazismo, cuando desde un barco de pesca alguien nos llama. “Eh, vosotros, ¿queréis ganaros un dinero?”
Para poder comprarnos los libros que nos interesaban teníamos que ir ahorrando peseta a peseta, así que nos acercamos curiosos. Ninguno de los dos había cumplido los diecisiete años, estudiábamos en el Carreño Miranda. “Pues esta noche, a las doce, os quiero ver aquí, y nada de preguntas”. Nada de preguntas, por supuesto. Yo dije que me iba a quedar a estudiar en casa de mi amigo, y que dormiría allí. Mi amigo Rafael dijo que iba a estudiar y dormir en la mía.
A las doce en punto nos encontrábamos en la ría, cerca de la rula. Era invierno, hacía frío, pero el cielo estaba despejado y lucían todas las estrellas. No vimos a nadie y pensamos que todo había sido una broma. “Veo que sois hombres de palabra”, oímos de pronto a nuestras espaldas. “Seguidme”. Y le seguimos hasta una pequeña embarcación, la misma desde la que nos había llamado la tarde antes. Subimos a bordo. Olía a gasolina y a pescado podrido, estuve a punto de marearme. Pero pronto me pudo más la emoción de navegar por la ría hacia el mar abierto. Era la primera vez que lo hacía. A mi derecha divisé, recortándose contra el cielo estrellado, el faro de San Juan. “¿A dónde vamos?”, se atrevió a preguntar mi amigo. “¿Qué tenemos que hacer?”. “De momento callar y no molestar”, dijo secamente el hombre al timón. Yo pensé que quizá habíamos cometido una estupidez.
Frente a Salinas, pero bastante lejos de la costa, había fondeado un carguero inmenso y negro, amenazador. Alguien arrojó por la borda diez o doce paquetes que quedaron flotando en el agua tranquila, sin apenas olas. “Todo lo que tenéis que hacer es subirlos a cubierta”. Y nos señaló una especie de largos bastones que terminaban en un gancho metálico. No fue fácil recoger todos aquellos bultos porque corrientes subterráneas se empeñaban en alejarlos de nosotros. “Daos prisa, chavales, porque tenemos que estar de vuelta antes de que amanezca”. A mí parecía estar jugando en una de las casetas de las fiestas de San Agustín, en una de esas en las que hay que pescar unas figuras que se mueven constantemente. No fue fácil, pero lo conseguimos, aunque casi en el último momento. Cuando atracamos en el puerto de Avilés comenzaba a clarear. Saltamos rápidamente a tierra y el hombre que nos había contratado nos alargó un sobre a cada uno. “Y ni una palabra a nadie, esta noche la habéis pasado en casa durmiendo como los angelitos. Si se os va la lengua, ya sabéis lo que os espera…” Y el gesto rápido de su mano sobre la garganta nos permitió imaginárnoslo fácilmente.
En cada sobre había un billete de cien pesetas. No era mucho, pero nos pareció una fortuna. Entre los libros que compré con ese dinero estaba la Antología rota, de León Felipe, publicada en Losada y vendida bajo cuerda en la librería Cástor, en la calle de la Ferrería.
            Entre otras anécdotas de nuestra remota adolescencia, allá por los años sesenta, cuenta mi amigo aquella mi primera incursión en  negocios poco recomendables, no sé si el contrabando de tabaco o el tráfico de drogas. Yo lo niego todo y afirmo una y otra vez no recordar nada. Y es verdad. Poseo tan buena memoria que jamás recuerdo nada que no quiero recordar.


Lunes, 31 de diciembre
UN CONSEJO

Tengo fama, no de saberlo todo, sino de ser de esas personas que creen que lo saben todo, que es la peor de las famas. Y por eso los amigos con lo que tomo una copa antes del fin de año me piden un consejo para mejorar la economía.
Y no se me ocurre ninguno, por supuesto. Salvo un viejo proverbio que leí hace años en el Calendario Zaragozano y que me gusta repetir: “Lo contrario de malgastar no es no gastar sino gastar bien”.


Martes, 1 de enero
NADIE ES PERFECTO

En la contraportada del primer libro que hojeo este año, al protagonista, el detective Jackson Bodie, lo definen como “un hombre deliciosamente imperfecto”. Y la autora, Katie Atkinson, señala al final del volumen: “Todos los errores son míos, algunos deliberados. No me he ceñido necesariamente a la verdad”.
            Tampoco yo me ciño necesariamente a la verdad, sobre todo cuando hablo de mí mismo, ni aspiro a ser perfecto.
            Me confirmaría con que, si no todo el mundo, al menos la gente que me quiere me encontrara “deliciosamente imperfecto”.


Miércoles, 2 de enero
POR QUÉ ES INÚTIL DISCUTIR

Discutía en la última tertulia con Almuzara sobre las amplias tragaderas de los aficionados a la ópera en cuanto a los disparates y necedades de la puesta en escena. No hubo manera de llegar a un acuerdo. Y yo desistí pronto de continuar la discusión porque noté que el público (esto es, los otros contertulios) se aburría. Y a mí solo me gusta discutir mirando a las cámaras y pensando en  los espectadores. Para el interlocutor ya se sabe que es inútil: nadie escucha a nadie.
            Hoy, al abrir un libro sobre la crisis financiera, me encuentro con una cita de Tolstoi que me habría venido muy bien en la discusión del viernes: “Al hombre más torpe se le pueden explicar los temas más difíciles si no se ha formado todavía ninguna idea de ellos; pero no se puede aclarar ni aun lo más sencillo al hombre más inteligente si está firmemente convencido de que conoce ya, sin la menor sombra de duda, lo que se presenta ante él”.


Jueves, 3 de enero
ELOGIO DE  LA COSTUMBRE

Vivo lleno de miedos y de angustias racionales e irracionales. Miedo a la enfermedad, miedo a defraudar, miedo a que dejen de quererme, miedo a dejar de querer. Y me protejo con la rutina, me tranquiliza la repetición. Ir a los mismos sitios cada día y por las mismas calles y  a ser posible dando los mismos pasos, ni uno más ni uno menos.
            Dejo la maleta en la habitación del hotel, y sin detenerme a descansar un minuto,  salgo a hacer el recorrido de todos los años. Subo por Lexington, cruzo Park Avenue y Madison, llego hasta el Rockefeller Center. El frío, la animación de la gente, las luces navideñas, los patinadores custodiados por el  Golden Boy…  ¿A qué he venido a esta ciudad? Siempre me invento algún vago pretexto más o menos cultural, pero la realidad es más simple y más inconfesable: he venido solo a cumplir con una rutina iniciada hace ya más de veinte años.
            Bueno, también por otra razón.  “Lo que abandonas, te abandona”, escuche una vez en la radio a no sé qué autor de un libro de autoayuda. Y por eso yo vuelvo siempre a los lugares, a los libros y a las personas que no quiero que me abandonen.
            Aunque de sobra sé que un día me abandonarán para siempre. Ya lo dijo en uno de sus poemas Vicente Gaos: “ni los propios huesos son una posesión segura del hombre”.
            Y yo sigo mi paseo hasta la Biblioteca Pública, me detengo luego en el inmenso hall de Grand Central, con su cielo estrellado, en medio del ajetreo de los que regresan a casa, Regreso luego yo también al hotel, cansado del largo viaje, reconfortado por el breve paseo. Y todos mis fantasmas duermen conmigo en paz.


Viernes, 4 de enero
REMEMBER

Hace frío, bastante frío, esta mañana y no hay nadie sentado en los bancos del Central Park. La temperatura invita a caminar con prisa, disfrutando del tímido sol, pero yo no puedo evitar detenerme a leer la peculiar Antología Palatina que forman las placas colocadas en la mayoría de los bancos.
            Es una costumbre muy americana. Por una pequeña contribución económica uno puede perpetuar la memoria de un ser querido. Leo en uno de los bancos: “In memory of my beloved parents…”. Y sigo leyendo y traduciendo: “En recuerdo de mis queridos padres / Vladimir y Araxia Buckhanz / cuyo amor por Nueva York era  / superado únicamente / por el amor que sentían el uno hacia el otro”.
            Cuántas bellas palabras. Unos amigos recuerdan al amigo que  se sentó con ellos en aquel banco durante treinta años, hay quien conmemora cincuenta años de feliz matrimonio y quien llora al hijo desaparecido antes de tiempo… Sigo leyendo y el parque, despojado y hermoso en la luz de enero, se me convierte en lo que en realidad es, un cementerio, como cualquier otro lugar de la tierra. ¿Y qué es la tierra sino la fosa común de los humanos?
            De todas estas conmemoraciones y epitafios a gentes imposibles de olvidar y, la mayor parte de ellas, sin duda ya olvidadas, la que más me conmueve no tiene nombres ni fechas. Dice escuetamente: “I remember you every day”.
            Yo te recuerdo todos los días. Nada más hace falta añadir.
            Y tu recuerdo me acompaña durante todo el paseo por la ciudad. En la tienda de anticuarios en la que entramos atraídos por el abigarrado y fastuoso escaparate, como de cueva de Alí Babá, y el dueño nos invita a sentarnos con él, nos da conversación (su mujer es de Salamanca) y luego nos enseña unas miniaturas eróticas, de principios del siglo XVIII, cada una de las cuales vale más de tres mil dólares, pero él nos hará una oferta a la que –afirma sonriente— no seremos capaces de resistir. Sin duda nos ha tomado por ingenuos y caprichosos millonarios. Prometemos volver más tarde.
            Me acompaña, vaya si me acompaña tu recuerdo, ni un instante me deja solo. Pasea conmigo por el Montague Street y por el Promenade, por los lugares en que pasearon Auden y Capote, pero sin saludarse nunca, y contempla el perfil de Manhattan iluminado por la luz del atardecer. Yo sigo viendo allí la silueta rotunda de las Torres Gemelas. La nueva Torre de la Libertad, ya casi terminada, se alza tímida, no quiere alterar un perfil que para siempre parece desmochado. La herida no se cerrará nunca del todo. Y está bien que haya heridas que no se cierren nunca (“I remember you every day”), pero qué triste que los mayores enemigos de esta ciudad dejarán permanentemente su huella, alterarán para siempre su perfil. De algún modo, ganaron.
            Día de epitafios. A los del Central Park les siguen los de San Pablo y los de Trinity Church y uno que no se me va de la memoria y que pudiera ser el mío: “Pasé, como viento en la noche, desconocido y solo. / Una mujer me amó, o dijo que me amaba. / Yo solo amé palabras sin ventura. / Ahora estoy muerto, como siempre estuve”.