Sábado, 19 de enero
En uno de esos raros programas de televisión por los que
paso un momento antes de irme a la cama, una mujer intenta vender un lingote de
oro que heredó de su abuela. Al lingote hay adheridos pequeños restos de coral,
lo que indica que estuvo largo tiempo sumergido. “¡Procede de un tesoro!”,
exclama el comprador. Y yo siento la misma emoción que cuando de niño leí por
primera vez a Stevenson.
¡Un tesoro!
Entre los recuerdos de mi infancia se guardan muchos tesoros. Tenía yo ocho o
nueve años cuando al pueblo llegó un personaje misterioso. Compró o alquiló, no
se bien, un caserón en las Olivas, camino de la estación, rodeado de un gran huerto lleno de árboles
frutales.
Muchas veces saltamos el muro a
atiborrarnos de manzanas, de melocotones o de las golosas uvas que colgaban en
tentadores racimos de una gran parra sobre la puerta de entrada.
El personaje misterioso vivía
solo, se llamaba Paul, no era español y tenía un parche en un ojo. Esto último
es lo que más propiciaba nuestras fantasías. Era buena persona. Una vez nos
sorprendió en el huerto mientras paseaba por la finca con sus dos perros.
Nosotros saltamos del árbol como nerviosas comadrejas, pero él contuvo a los
perros y se quedó mirándonos con una sonrisa. Ya en lo alto del muro, le vimos
hacernos un gesto amable que parecía una invitación. “¡Es una trampa!”, dijo el
Rubio, que siempre llevaba la voz cantante en el grupo, y escapamos corriendo a
seguir jugando entre los olmos de la
Pista.
Por la
mujer que le limpiaba la casa, madre de Julián, otro de mis amigos de entonces,
supimos que se iba una semana a Madrid, a no sé que negocios. “¡Se pasa el día
escribiendo o leyendo!”, decía asombrada la mujer.
Al Rubio se
le ocurrió que, si había venido a vivir al pueblo, donde nadie le conocía,
donde no hablaba con nadie, era para huir de alguien o para esconder algo. Y lo
único que podía esconder un tipo con un parche en un ojo era un tesoro. Decidió
por eso que debíamos aprovechar aquellos días de ausencia para entrar en la
casa y registrarla. Julián quedó encargado de sustraerle discretamente las
llaves a su madre. Yo no las tenía todas conmigo. “¡Eso es un delito! Podemos
acabar todos en la cárcel”. Pero Manolín, que era monaguillo, me tranquilizó:
“Robar a un ladrón no es pecado, lo dice el cura”.
Y allá
fuimos los cuatro. Éramos cuatro amigos, siempre inseparables. Bueno, salvo el
Rubio, que a menudo andaba por ahí a su aire, y al que todos admirábamos mucho
y temíamos un poco. Allá fuimos, pero las llaves no funcionaban. Julián se
había equivocado y había cogido las de la casa del médico, junto a la
carretera, que también limpiaba su madre.
Pero no
importaba. La trampilla de la carbonera, a ras del suelo, estaba abierta y por
ella se coló el Rubio y tras él fuimos entrando todos. Yo, el último, y después
de pensármelo mucho. Caímos en un sótano oscuro y sucio. El Rubio, que ya
fumaba, encendió una cerilla y nos sacó de allí. Recorrimos la casa, que nos
pareció inmensa, y que sin duda lo era. Solo la cocina, un dormitorio y una
gran sala con un balcón que daba a las montañas parecían en uso. El resto
estaba tal como lo habían dejado, hace no se sabe cuántos años, los anteriores
propietarios. En el salón, una máquina de escribir, un montón de cuartillas
mecanografiadas y libros por todas partes, apilados sobre la mesa, en las
sillas, en cualquier esquina. Lo que no había eran estanterías, las paredes las
ocupaban algunos cuadros y fotografías familiares enmarcadas.
“¡Vámonos
ya! Aquí no hay ningún tesoro”, dije yo, que era el más pusilánime. El Rubio
encontró una botella, no sé si de coñac o de whisky, y se echó un buen trago.
“¡Vete tú, que yo tengo mucho que beber!”. Un gato negro que entró de pronto y
se quedó mirándonos con la cola alzada nos asustó. No sabíamos que en aquella
casa hubiera gato. Parecía dispuesto a lanzarse sobre nosotros y hasta al
Rubio, que no se asustaba de nada, le entró algo de miedo. “¡Toque de
retirada!”, dijo.
Desde dentro nos resultó fácil
abrir la puerta principal y por allí salimos, el Rubio con la botella debajo
del brazo. “¡Yo por lo menos no me voy con las manos vacías! Esta noche nos la
cepillamos mi padre y yo”.
“Pues yo
también he encontrado algo”, dije, y enseñé una edición inglesa de La isla del tesoro con unas maravillosas
ilustraciones. “¡Robar es pecado, robar es pecado! Vas a ir al infierno”,
exclamó Manolín el monaguillo, envidioso porque a él no se le había ocurrido
coger nada.
Todavía
conservo ese libro. Todavía no he despilfarrado del todo los tesoros que
encontré en la infancia.
Domingo, 20 de enero
POR QUÉ ME EQUIVOCO TANTO
Pocas cosas nos dan más por menos dinero que un buen
periódico. Mientras tomo el café de la mañana, leo en un artículo de Luis Cabo,
director del laboratorio forense y bioarqueológico de la Mercyhurst University ,
que, en su trabajo, a menudo tienen que explicarles “a gente muy preparada,
inteligente e informada que estaban equivocados acerca de hechos que conocen
mucho más directamente que nosotros, y sobre los que se han pasado muchas horas
pensando y recabando información”.
¿Cómo es
posible eso? El conocimiento de la realidad tiene dos fases. Primero se formula
una hipótesis razonable, después se pone a prueba. Y esta segunda fase no es
tan fácil como parece, está llena de trampas que nos tendemos a nosotros
mismos. Ello es debido “a que nuestro cerebro tiende a centrarse en información
que apoye nuestras intuiciones y prejuicios, y a ignorar aquello que entre en
conflicto con ellos”. Con otras palabras: “estamos programados para dar a
nuestras interpretaciones y modelos intuitivos más crédito del que se merecen”.
Nuestra
mente funciona como los malos policías y los malos jueces: ante un hecho
criminal que alarma a la sociedad, necesitan descubrir y castigar lo más pronto
posible a un culpable. No importa que no sea el verdadero culpable, basta con que
resulte verosímil para la tranquilidad de todos.
El método
científico nos ayuda a superar esta limitación. Una vez creado el modelo nos
centramos no en las observaciones que lo confirmen, sino en las pruebas
experimentales y en los datos objetivos que puedan invalidarlo.
Dejo a un
lado el periódico con la sensación de que he aprendido algo importante: que hay
que desconfiar de las evidencias, no confundir lo verosímil con lo verdadero y
poner de vez en cuando en cuestión el sentido común.
No sé si el
cerebro de todos, pero el mío funciona como los astutos abogados de los jefes
mafiosos: la única verdad que le importa es la que beneficia a quienes le
pagan.
Descubro al
instante los sofismas y trapacerías lógicas de los demás. Los que me tiendo a
mí mismo tienden a volverse invisibles. A partir de ahora, y gracias al artículo
de Luis Cabo, estaré mucho más alerta. Aunque no sé si lo conseguiré. Siempre,
en estos casos, recuerdo unos versos de Amparo Amorós: “si de humanos es errar,
/ yo ¡muy humano debo ser!”
Lunes, 21 de enero
UN MAESTRO
Tras el saludo inicial, las primeras palabras de Francisco
Giner de los Ríos en su cátedra de Filosofía del Derecho en la Universidad Central ,
eran las siguientes: “Señores, en esta clase no se pasa lista ni se tiene en
cuenta a quienes asisten ni a quienes no. Y, por supuesto, al final del curso
todos ustedes serán aprobados. De manera que yo aconsejo que vengan solamente
aquellos a quienes interese lo que aquí se diga”.
Yo, que no
soy precisamente Giner de los Ríos, no me atrevo a decir eso el primer día de
clase, pero pensarlo bien que lo pienso. Y para bien y para mal me encuentro
entre esas personas incapaces de disimular lo que piensan.
Martes, 22 de enero
SU MAYOR ESPLENDOR
Siempre que entro en la librería de Valdés, salgo con alguna
sorpresa. En este caso los folletos de la serie “Arte y vida” publicados en la Alemania nazi por el
doctor Heinrich Lützeller. Están editados, en español, en Friburgo de Brisgovia,
y tratan por lo general de temas religiosos, pero uno se titula Alegría de la vida. ¿Qué alegría podría
encontrarse en aquel país y en aquellos años? A Heinrich, inteletual católico,
se le prohibió enseñar en la universidad y publicar en alemán. “Los grandes maestros
de la alegría –escribe– son los que meditan con serenidad, se hallan
estigmatizados por el destino y penetran con agudeza en la existencia siempre
amenazada del hombre. Sobre el fondo de lo trágico y de la lucha angustiosa es
donde la alegría alcanza su mayor esplendor”.
Jueves, 24 de enero
TAPARLES LA BOCA
“¿Y qué habrías votado tú, tan socialista, de haber estado
ayer entre los diputados del parlamento catalán?”, me pregunta con sorna un
amigo, que sabe de sobra lo que yo pienso sobre el asunto.
“Pues habría votado sí, un sí
rotundo, y a renglón seguido, en caso de que pensara que lo mejor para Cataluña
es que siga formando parte del Estado español, me habría puesto a tratar de
convencer a mis conciudadanos de ello. Pero tan poco confían en las bondades de
lo que predican los partidarios de que Cataluña continúe siendo parte de España
que dan ya por perdida su causa y todo su esfuerzo se centra en impedir que los
catalanes opinen libre y democráticamente, en taparles la boca con una
presuntamente intangible legalidad”.
Viernes, 25 de enero
Un mal gesto, unas palabras que no esperábamos y quien mejor
creíamos conocer se convierte de pronto en un desconocido. ¡Cuántas veces me ha
pasado eso! Si las personas inteligentes son las que aprenden de sus errores,
me temo que yo soy bien poco inteligente: tropiezo siempre con la misma piedra.
Regreso
deprimido a casa, pero pronto encuentro justificación para tan reiterado traspiés.
La realidad es, en buena media, una fantasía nuestra. Vemos una parte y el
resto nos lo imaginamos. “Engañarse” es el sinónimo más preciso que conozco
para “enamorarse”. O para ilusionarse con cualquier empresa.
¿A cuánta
gente habré defraudado yo? No quiero ni pensarlo.
Sábado, 26 de enero
LEO EN CIORAN
“Si no te das cuenta de que no eres tan inteligente como te
crees, es que no eres tan inteligente como te crees”, leo en Cioran. Yo me doy
cuenta.