AVISO
Soy de esas personas que nunca mienten, pero siempre
procuran engañar.
Viernes, 11 de enero
LAVA MÁS BLANCO
Cómo me deprime leer a Félix de Azúa. Hoy le entrevista Blanca Berasátegui en el
suplemento de El Mundo. Si una
persona tan inteligente como él dice tantas tonterías, ¿cuántas no diré yo que
soy menos de la mitad de inteligente y estoy igual de encantado de haberme
conocido?
Las tonterías de Félix de Azúa
son más trabajadas que las de Javier Marías, engañan más. A Azúa no se le
ocurriría afirmar como a Marías en uno de sus artículos de El País que él sigue escribiendo a máquina porque le gusta corregir
en papel sus novelas (nadie le ha informado de que existen las impresoras).
Azúa prefiere disparatar con
rotundas generalidades: “Los chavales de ahora no conocen la culpa, que a
nosotros nos inculcaron a sangre y fuego, afortunadamente, como también la idea
de la muerte”. Antes, en ese “antes” mitológico que tanto gusta a los
detractores del presente, “a los seis o siete años ya se tenía una intuición
clara de la muerte”, lo que constituía “un privilegio”. Los jóvenes de ahora no
saben lo que es la muerte y, en consecuencia, “no saben lo que es la vida”.
Qué cosas. Antes y ahora la
muerte es una cosa abstracta, hasta que nos toca de cerca. ¿No se les mueren ahora a los niños los
abuelos, no hay súbitos accidentes de carretera? Claro que los jóvenes ven la
muerte de otra manera que los ancianos, pero eso ocurría lo mismo en el
fantasioso “antes” que en el siempre incómodo “ahora”.
Félix de Azúa es un intelectual,
en el peor sentido de la palabra. Se cree por ello con derecho a afirmar
rotundamente cualquier cosa. “Durante el siglo XX hemos visto un proceso de
anulación de los mitos”, afirma.
“¿De qué mitos?”, pregunto yo.
Porque los mitos religiosos y los mitos patrióticos siguen gozando de buena
salud, y eso sin tener en cuenta los nuevos mitos de cine, la televisión y el
deporte. Entre los mitos que han caído está “el de la culpabilidad de los
cristianos occidentales y de los judíos”. Bueno, entre la población de los
países árabes ese mito no parece que haya caído del todo (y por su causa, entre
otras, cayeron las Torres).
Los jóvenes, afirma Azúa, son
irresponsables (no creen en la culpabilidad ni en la muerte) y por eso puedes
hacer con ellos lo que te dé la gana. Hombre, Azúa, los jóvenes –no los de
ahora, los de siempre, también los de tu juventud cuando el Frente de
Juventudes– siempre han sido bastante manipulables, casi tanto como los
adultos, pero eso de poder hacer con ellos lo que te dé la gana… parece una
fantasía de viejo verde.
Pero lo más
maravilloso de la entrevista es el final, tan entrañable. Azúa, cumplidos los
sesenta años, cansado de sus batallas contra el nacionalismo catalán, traslada
su residencia de Barcelona a Madrid. La razón, tal como él la explica resulta
conmovedora: “Tuve una hija. Y su madre y yo nos miramos a los ojos y nos
dijimos: no, a esta desde luego no le lava el cerebro el gobierno catalán. Ni
soñarlo. Y nos la llevamos muy deprisa”.
A su hija, el cerebro que se lo
lave el gobierno de Rajoy o el de Ignacio González que sin duda lavan más
blanco.
Sábado, 12 de enero
CONTAR LA VIDA
No hay hombre tan insignificante que no sepa cosas que nadie
más sabe y que no pueda contar historias que nadie más pueda contar.
Domingo, 13 de enero
ELOGIO DE LA RUTINA
Me gusta cumplir mi horario, aunque nada me obligue a ello.
La comida es siempre a las dos, escuchando las noticias de Radio Nacional. Ya
lo hacía cuando vivía Franco y se llamaban el Parte; no puede decirse que sea
un hombre poco fiel a sus costumbres. Pero ayer me entretuve con unos amigos,
que llegaron al Atrio cuando yo ya me marchaba, y de inmediato tuve el presentimiento
de que algo iba a ocurrir. Creo que vivimos en un mundo sujeto al capricho o a
leyes que desconocemos, y que solo las rígidas costumbres son capaces de
mantenerlo en su sitio.
Caminaba yo por Rivero cuando, a
la altura de la ermita, un joven descuidadamente trajeado se me acercó. “¿Le
interesaría comprarme este libro? Lo vendo por lo que quiera darme”.
Era un diminuto volumen de
bolsillo que de inmediato reconocí (había visto un ejemplar semejante en casa de
Andrés Trapiello). Se trataba de una edición del siglo XVIII de los poemas de
Garcilaso. “¿No lo habrás robado?”, se me ocurrió preguntar. “En casa tengo
muchos más. ¿Quiere venir a verlos?”. Tuve la tentación de decir que sí, pero
me contuve. Busqué el dinero que llevaba; únicamente un billete de veinte
euros. Me lo arrebató de las manos. “Es suficiente”, dijo, y me alargó el
libro.
Me puse a caminar rápido hacia
casa, con el botín en las manos, y cuando ya tenía la llave en la cerradura, me
alcanzó el desconocido. “Tiene que venir conmigo. Hay muchos libros que le pueden
interesar. Si quiere, se los puedo traer yo”.
“¿Vives muy lejos?”, “No mucho. Diez
o quince minutos en coche”, “No tengo coche”, “Podemos coger un taxi”. Saqué la
llave y me puse a caminar con él hasta la parada más cercana. Una biblioteca en
la que hay libros del siglo XVIII no es una biblioteca cualquiera.
Vivía en un caserón aislado,
cerca del Gorfolí, por la carretera de la Magdalena. Dimos
vueltas y vueltas hasta llegar. Era una casa de indianos con una alta palmera
ante la puerta y un descuidado jardín. Me llevó hasta una habitación con libros
amontonados en el suelo. De inmediato me puse a rebuscar, como un perro
famélico. “Veinte euros cada uno, pero si se lleva muchos puedo hacerle una
rebaja”, dijo el joven con voz codiciosa antes de dejarme solo.
No sé cuánto tiempo estuve
revolviendo fascinado. Ni me acordaba de que no había comido, de que estaba
incumpliendo todos mis horarios. Aquella era una biblioteca muy rara. Entre
varias manoseadas novelas de Agatha Christie, apareció de pronto Belleza, de Juan Ramón Jiménez, en la
edición del autor de 1923. De pronto noté una sensación extraña. Me volví y
allí estaba ella, una mujer de unos treinta años que me miraba sin decir
palabra. Me alcé para saludarla. Ella me cogió de la mano. La seguí hasta las
escaleras, majestuosas, casi palaciegas, que llevaban al piso superior. En
aquel momento apareció el joven. “Angélica”, susurró. Y la mujer desapareció de
pronto, sentí su mano desvanecerse en la mía.
“¿Ha encontrado algo? Arriba no
hay más libros”. “¿Quién es Angélica?”. “¿Angélica? Así se llamaba mi madre.
Murió poco después de que yo naciera. ¿Ha encontrado algún libro que le
interese?”
Alguno había encontrado, aunque
casi todo era morralla. Además del de Juan Ramón, había una edición de La voluntad todavía no firmada por
Azorín y un ejemplar de las poesías de Espronceda de 1840, y en muy buen
estado. “Serían sesenta euros, pero se los dejo en cincuenta”.
Pagué encantado y, en lugar de
llamar un taxi, decidí volver andando a casa. Había llovido, pero el cielo
comenzaba a aclararse y me apetecía caminar un poco. En un recodo, no lejos de
la casa, me volví a encontrar con Angélica. “Este hijo mío vende todo lo que
encuentra para gastárselo en drogas. Los libros no son suyos, son de su abuelo”.
Se los devolví a cambio del dinero que había pagado por ellos. “Gracias”, dijo,
y me dio un beso en la mejilla.
Tardé en
llegar a casa, di vueltas y más vueltas. Al llegar no encontré el libro de
Garcilaso que había guardado en un bolsillo de la cazadora. Estaba seguro de
que no lo había devuelvo con los otros libros. Quizá lo había olvidado en el
taxi. “Qué aventura más absurda”, pensé, “esto me pasa por no respetar mis
horarios”.
Lunes, 14 de enero
SOÑÉ
Soñé con la cálida mano, los ojos tristes y el beso de
Angélica. Abro el Orlando furioso en
la versión en prosa de Ítalo Calvino que me ha regalado Rosa Navarro Durán: “Al
principio hay solo una mujer que huye. Protagonista de un sueño que ha quedado
inconcluso, corre para entrar en otro que acaba de empezar”.
Una mujer
que huye… La historia de mi vida, pienso. Pero sé que me engaño. El que ha
huido siempre he sido yo.
Martes, 15 de enero
CÓCTEL ELEGANTE
Raro es el diario que no gana con el paso del tiempo. El de Alejandro
Gaytán de Ayala, funcionario del Comité Olímpico Internacional, me lo regaló el
otro día mi amigo Iñaki Uriarte, y no es gran literatura, pero eso importa
poco.
Cuando se jubiló, Gaytán de Ayala
entretuvo sus ocios en poner en limpio un diario iniciado en 1977. La primera
entrega, De Neguri a Lausanne, abarca
hasta 1980. Procura ser “lo más sincero posible”, aunque resulte penoso para su familia: “nunca
entenderían que alguien como yo, que en principio ha respetado las reglas del
juego, cometiera la estupidez de ponerlo todo por escrito”. ¿La razón? Sus
fantasías homosexuales. “Hoy por fin –tiene ya 37 años– he perdido la vergüenza
y he intentado ligar por la cara a un tío que me gustaba y al que he visto
estos días merodeando por la piscina, habiendo decidido en mi mente que
entendía”. Con candorosa ingenuidad añade en nota: “entendía: término que en el
lenguaje gay significa que uno lo es”.
Lo que nos
escandaliza hoy no escandalizaría a sus padres. Son los años de la transición.
Apenas hay día sin atentado terrorista, y el autor, que pertenece a la alta
burguesía vasca, se cuida de dejar constancia de ello y de cómo esos crímenes
afectan a su manera de ser. Previamente ha señalado su escala de valores: “a)
el dinero; b) el poder; c) el esnobismo”.
El “fanatismo nazi” de los
abertzales y la “estupidez” del PNV le están transformando de persona “pacífica
y frívola” en “amargada y con rencor”. Pero no se engaña sobre el motivo: “este
cambio en mi manera de ser no lo están provocando grandes ideales, como el
patriotismo o el honor, sino la rabia de comprobar que cada día tenemos menos
dinero”, que los abertzales se están cargando su “confortable porvenir”.
Gaytán de
Ayala dice, “aunque parezca una barbaridad”, lo que muchos en su clase social
pensaban. Por ejemplo, que la Guerra Civil
“tuvo su matiz de cóctel elegante” que permitió conocer gente con la que luego
hacer negocios.
Ver el
mundo con otros ojos, eso es lo que nos permite un diario. Y cuanto más
distintos, más fascinante resulta.
Viernes, 18 de enero
EL UNO PARA EL OTRO
Qué aventura más absurda”, pensé, “esto me pasa por no respetar mis horarios”.
ResponderEliminarLa mayoría de nosotros está tan deseosa de nueva vida en nuestras vidas, de cosas que nos hagan sentir más que además, que se olvida a momentos de su presente. Pero es al revés, la cotidianidad hace que las cosas más surrealistas, esas de las que Ud. no se olvida en sus relatos, sean más valiosas. Es lo raro de vivir, lo más extraño del ansia. Pues si viviéramos en un continuo Paraíso por nosotros inventado, por muy surrealista que fuera, este, se convertiría en lo habitual. Estamos a un lado del espejo. Los escritores, los poemas, el anhelo, incluso las pesadillas, todo ello nos lleva al otro lado. Una y otra vez. Parece como si la cotidianidad fuera el punto de partida, desde donde comienza todo. ¿Para qué sirven los sueños, el misterio? Para anhelar con más reverencia lo que es más importante, para recordar la materia de la que estamos hechos y que la misma cotidianidad a veces olvida, a veces, porque no siempre está permitido soñar las veinticuatro horas del día, no siempre es posible ser ángel entre humanos, seres con alas, distraídos, ensimismados. Vivimos en un continuo estado de dualidad. Pobres pequeños humanos que se aferran al día a día, pero que, por fortuna, de vez en cuando se alzan, suben el muro, y miran al otro lado del jardín. Del jardín secreto. a.r.
Aquí tenemos un gato jugando con un ovillo, pobre y pequeño gatito que todavía cree que para ver el jardín hay que asomarse por encima del muro. Pues anda que con los de cuatreros que hay en esta sociedad, cómo para no evadirse un poquito con la literatura. NO corren tiempos en el arte para mirarse en el espejo, sino para mirar a los artistas con espejuelos. Dígame usted Sr a.r. cual ese jardín secreto que menciona y pondré comprender un poquito mejor su absurda aventura. Atentamente. j.b. el del whisky.
EliminarImpresionante foto la del final. Pocos tienen mi beneplácito de aparecer en esa Geometría y Angustia Niuyorkina, desde ahora celebro su triunfo cómo gato panza arriba. En hora buena por su sueño emocionante; ya pensaba yo en pedirle un facsímil del XVIII de esa copia de los sonetos de Garcilaso, pero me quedo con la emoción, de de esa madre y su hijo drogadicto. Dejemos para a Félix de Azúa la cola del gato que la juventud poco a poco irá tomando la cabeza. Muchas gracias por darme un fin de Semana tan agotador. Un abrazo.
ResponderEliminarUna observación: ¿qué pasa con el el miércoles 16 y el jueves 17? No veo que sea una rutina tuya el dejar días en blanco. Pero esta vez no sé si ha sido así o si es que no los has pasado al blog. Como no estoy en Asturias, pese a que estoy "en todas las ocasiones", no puedo verlo por el periódico.
ResponderEliminarEl espacio de cada semana obliga a dejar días fuera. Y no hay que lamentarlo. Ya se sabe que el secreto de aburrir es contarlo todo.
ResponderEliminarJLGM
Qué aventura más absurda”, pensé, “esto me pasa por no respetar mis horarios”.
ResponderEliminarA veces te despiertas de un sueño...
A veces te despiertas en un sueño...
Y, a veces, de vez en cuando, te despiertas en el sueño de otro...
Richelle Mead
Lamentable que alguien como Azúa diga tantas banalidades. Para eso mejor estar callado.
ResponderEliminarNo estaba al tanto de que el espacio de cada semana te obligara a dejar días fuera. Efectivamente no hay lamentación, pero si hay que lamentarse lo lamentaremos. Lo que haga falta.
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