domingo, 29 de septiembre de 2013

A buen entendedor: Dos o tres tirones de oreja


Lunes, 23 de septiembre
¡TAXI!

Mis contertulios habituales, que suelen tener treinta o cuarenta años menos que yo, no se creen que pueda resultar atractivo (físicamente atractivo, quiero decir) para nadie y se ríen cuando les hablo de los mensajes de amor que me llegan con cierta frecuencia (y que jamás enseño, por supuesto; me limito a borrarlos: uno es un caballero).
Para hacerles comprender que la situación no es tan inverosímil como parece les pongo un ejemplo: “Imaginaos que está lloviendo, que se hace de noche, que estáis lejos de casa, que tenéis prisa, que todos los taxis que pasan están ocupados y que de pronto pasa uno libre. ¿Os preocuparía mucho si el taxista es o no simpático, si es joven o viejo, si el vehículo está un poco destartalado, si tiene algo abollada la carrocería? No, ¿verdad? Os subiríais a él con un suspiro de alivio. Pues yo a veces soy ese taxi. Otras veces soy el que espera un taxi, cualquier taxi, y se sube con un suspiro de alivio al primero que pasa”.


Miércoles, 25 de septiembre
UNA DISCREPANCIA JURÍDICA

La jornada de trabajo comenzó a las nueve de la mañana y yo vuelvo a casa pasadas las doce de la noche. ¿De trabajo? Me acuerdo de la famosa frase de Serrano Castilla, delegado de Información y Turismo en Asturias durante el franquismo: “¡Cuánta langosta hay que comer para llevar los garbanzos a casa!”.
            Lo que cansa, al menos a mí, no es el trabajo: clases y homenaje a Góngora por la mañana; concesión del premio Emilio Alarcos y entrega del galardón del año anterior, por la tarde. Lo que cansa es comer y cenar fuera de casa y discutir con unos y con otros. Porque yo no sé charlar sin  discutir y siempre acabo sacando a alguien de sus casillas. Esta vez le tocó el turno a Luis García Montero, por lo general tan paciente conmigo.
            De hecho, un poco en broma, le había contado por la mañana que de los amigos literarios que tenía en mis comienzos, en los tiempos de Jugar con fuego y Las voces y los ecos, solo me quedan tres: Abelardo Linares, a quien conocí a finales de los setenta antes de que publicara ningún libro; Andrés Trapiello, de principios de los ochenta, y él mismo, con quien me encontré en unas jornadas poéticas en Montánchez allá por 1983, cuando promocionada El jardín extranjero de la mano de Luis Jiménez Martos. Por el camino fueron cayendo Luis Antonio de Villena, una de mis primeras admiraciones, Fernando Ortiz, Miguel d’Ors, Francisco Brines, Jaime Siles, Antonio Gamoneda… Y a punto estuvo de caer esta sobremesa, durante las deliberaciones del premio, Luis García Montero.
            No fue porque yo no estuviera conforme con el resultado final. Cierto que el libro de Luis Bagué Quílez no era mi preferido. Pero ya se sabe que la obra que gana en un certamen poético es la que obtiene la mayoría de votos, sea o no la mejor. Y en este caso se trataba de un buen libro de un aplicado y joven estudioso de la poesía actual.
            El problema fue que yo aproveché el momento para hacer pedagogía (soy de esos pesados que siempre andan dando lecciones) y explicarles a dos de los más activos y peor afamados participantes en jurados literarios, García Montero y Jesús Visor, que la práctica habitual de añadir libros no seleccionados por el prejurado, sin respetar el anonimato, vulnera las bases. Ellos decían que no. “Si yo me entero de que Octavio Paz ha presentado un libro a un premio y no lo encuentro preseleccionado, ¿cómo no voy a solicitarlo?”, me decía García Montero. Y Jesús Visor: “Los mejores libros que ganaron el Loewe no habían sido preseleccionados. Ni Juan Luis Panero lo habría ganado de seguir tu absurdo criterio”. “Pues deberían cambiar de seleccionadores”, dije yo sabiendo que entre ellos se encontraban Aurora Luque, Carlos Marzal, allí presentes, y Luis Muñoz, Blanca Andreu, José Luis Piquero… Todos excelentes poetas y con muy buen criterio.
            Seguí dando mis razones. El jurado puede no fiarse de la selección que le han entregado (catorce libros de unos ciento veinte nos pasaron a nosotros), pero en ese caso debe pedir y leer todos los libros, no solo el de un amigo –aunque sea un gran poeta y no solo un gran amigo– que le ha avisado de que se presenta y le ha indicado el lema. Eso es jugar con ventaja. Si los preseleccionadores se han equivocado con él, también pueden haberse equivocado con otro que no tiene la suerte de ser amigo del jurado. El procedimiento de plica sirve precisamente para eso, para que se valoren obras, sean de quien sean, y no el nombre conocido que a menudo avala material de desecho. No se puede pedir un libro concreto, pero sí todos los presentados y, tras atenta lectura, rescatar alguno.


            Y en estas estábamos cuando Aurora Luque contó una anécdota que demostraba que esa práctica de pedir un libro concreto de algún buen amigo poeta a veces llegaba mucho más lejos, vulnerando ya sin ninguna duda la legalidad. El libro que ganó un prestigioso premio (ella dijo el nombre, pero yo lo callo) fue presentado fuera de plazo, en la primera reunión del jurado y en una sola copia, por el propio presidente del jurado, gran amigo del poeta. Y nadie puso reparos a eso (García Montero y Jesús Visor, que estaban en el jurado de ese bien dotado galardón malagueño, ponen cara de asombro y dicen que no se enteraron de la maniobra). Aurora Luque añade que ese libro además es uno de los peores del prolífico autor, organizador a su vez de importantes certámenes y en muy buena situación para devolver favores. Yo dije que en esas maniobras hay materia delictiva y que los concursantes frustrados deberían quejarse menos y buscar un buen abogado para dar un susto a los organizadores (instituciones públicas) y evitar unas prácticas que tan injustificada mala fama dan a todos los premios.
            Fue entonces cuando García Montero perdió los nervios y se puso a gritar. Pero la causa del enfado no era yo –está acostumbrado a que trate de poner siempre los puntos sobre las íes–, sino Aurora Luque, que había cometido la indiscreción de levantar un poquito el velo de prácticas habituales en ciertas amicales camarillas. Y de dar nombres muy concretos nada menos que delante de mí, que tengo por costumbre no callar. Pero por esta vez no voy a dar detalles.
            Yo me limito a decir que esas prácticas –premiar un libro presentado fuera de plazo–  son excepcionales y denunciables y recurribles. Eso nadie lo duda. Y que la interpretación generalizada de las bases, según la cual un miembro del jurado puede pedir un libro concreto de los presentados, tampoco se ajusta a derecho porque no respeta el anonimato de los participantes y privilegia a quienes tienen un amigo entre los miembros del jurado frente a quienes no lo tienen. Y eso es algo que los organizadores de cualquier premio, tras el asesoramiento jurídico correspondiente, deberían aclarar a los jurados.

Jueves, 26 de septiembre
UN RESPETO

Jaime García-Máiquez, el ganador del premio Emilio Alarcos del pasado año, me cuenta que a todo el mundo le pareció muy mal, y especialmente a Andrés Trapiello, que yo revelara que el joven Rodrigo Manzuco, que tan prometedor nos pareció con su primer libro, no existía, era un invento de un poeta ya no tan joven y algo fatigado en su recorrido por diversos premios literarios. ¡Menuda revelación la mía, repetir lo que era público porque constaba en el Boletín Oficial del Principado de Asturias!


“García Martín no respeta la literatura”, me cuenta que le dijo Trapiello. ¡Qué idea tan rara tiene mi amigo Trapiello de la literatura!, pensé yo. Pero hojeo hoy la prensa y me sorprende todavía más la idea que del periodismo tienen algunos periodistas. En la presentación de Casi, el libro galardonado con el premio Alarcos del 2012, dije, como no podía ser de otra manera, el nombre de su autor, que estaba sentado en primera fila, y glosé su trayectoria literaria. El cronista del acto, con tono desenfadado, escribe en el periódico de hoy: “García Martín no perdió la ocasión de desvelar la verdadera identidad del poeta, bueno es él…”
Si yo fuera un anciano (ya me falta poco), me santiguaría y me preguntaría: “¿Pero qué les enseñan a estos jóvenes en las facultades de periodismo?”
            La poesía es un género de ficción, cierto. Un poeta puede titular un poema “Nacimiento” y hablar, en primera persona, de su nacimiento en 1988, durante las olimpíadas de Seúl, y, aunque él naciera en 1973, no mentir: quien habla en el poema es un personaje. Pero un periodista no puede hacer lo mismo: si entrevista a ese poeta, no puede escribir, aunque se lo pida por favor, que nació en 1988 si le consta que nació en 1973. Un periodista no puede mentir ni ocultar información relevante para hacer un favor a otra persona. Puede hacerlo, pero no sería un buen periodista.
            Jaime García-Maíquez, Andrés Trapiello y algún otro, como el editor (aunque el editor creo que no se entera de nada) confunden un heterónimo con un autor apócrifo. Un heterónimo lo es siempre de un ortónimo (la terminología la inventó, o al menos la popularizó, Pessoa). Si Rodrigo Manzuco –el nombre que firma Casi– es un heterónimo, lo es de Jaime García-Máiquez, como Álvaro de Campos lo es de Fernando Pessoa y Abel Martín de Antonio Machado. ¿Se imagina alguien a Pessoa o a Machado pidiéndoles a los críticos que no les mencionaran cuando hablaran de esas creaciones suyas? ¿Y se imaginan a algún crítico serio que les hiciera caso?
            Un autor apócrifo es otra cosa. El autor verdadero se esconde, engaña, da como nombre propio un nombre falso. Es lo que hizo Macpherson, un mediocre poeta, cuando en 1761 publicó en Edimburgo la versión inglesa del poema épico Fingal, “vertido de la vieja lengua gaélica en que lo escribiera o lo dictara el poeta Ossian, su autor, bardo escocés del siglo III”, de inmediato considerado por críticos y lectores como “un nuevo Homero”.
            Pronto comenzaron las sospechas de que el tal Ossian era una falsificación. Macpherson no pudo presentar los textos originales, como le pidieron insistentemente. Y lo curioso es que el poema, aunque literalmente siguiera siendo el mismo, perdió interés y calidad literaria cuando se supo que había sido escrito en el siglo XVIII y no en el siglo III. Antes había asombrado a Goethe y a Espronceda, e influido en la poesía de ambos, luego se convirtió en una mera curiosidad.
            Tampoco Casi es el mismo libro si su autor es un autor nuevo, al margen de los medios literarios, sorprendentemente leído para su edad, que si lo ha escrito un poeta ya un tanto resabiado. Lo que parecía ser el comienzo de una sorprendente carrera literaria se convierte en un ejercicio marginal, quizá solo en una pintoresca superchería.


Viernes, 27 de septiembre
¡VIVA WERT!

No cabe duda de que con la crisis ha aumentado mucho el nivel cultural de los mendicantes. “Tengo ambre” escribe con grandes letras en un cartón uno que encuentro junto al Corte Inglés de Uría. Y debajo, en letras más pequeñas, la siguiente aclaración: “Tengo tanta hambre que hasta he tenido que comerme la hache”.
No me extraña nada que el ministro Wert justifique los recortes en las bibliotecas públicas con el mucho dinero que se ha gastado en ellas durante los últimos años.
 ¡A dónde vamos a ir a parar! Ya hasta los mendigos han leído a Ramón Gómez de la Serna.






domingo, 22 de septiembre de 2013

A buen entendedor: Cualquier vida


Sábado, 14 de septiembre
PIENSO EN EL MATRIMONIO

Tengo fama de egoísta, no sé si enteramente merecida. Cierto que en el orden de mis preocupaciones el primer lugar lo ocupo yo, y quizá también el segundo y el tercero, pero luego pienso siempre en el resto del mundo.
            Y hasta ahora no me ha ido mal. Hasta ahora. Comienzo a verle las orejas del lobo. Llega uno a una edad en que el edificio se resiente y comienzan a asomar las grietas. Cierto que he llevado una vida sana: jamás he fumado ni bebido ni hecho deporte. Pero del desgaste de la edad no se libra nadie.
            –¿Y por qué no te casas? –me dicen los amigos–. Como has tenido la paciencia de esperar, tienes un campo de elección mucho mayor que si hubieras matrimoniado a su debido tiempo. Puedes escoger un hombre, puedes escoger una mujer.
            –-¿Un hombre? Me inclinaría por alguien como el Michael Caine de las películas de Batman. Elegante, discreto, de cierta edad, que se alojara en las habitaciones más apartadas del castillo, se volviera invisible cuando no lo necesitase, se ocupara de que todo estuviera siempre a tiempo y en su punto, lo mismo la comida que la ropa adecuada a cada circunstancia. Alguien que me permitiera dedicarme solo a mis lecturas, versos y melancolías, alguien que se encargara de la prosa de la vida.
            –-Un mayordomo, vamos.
            –-Sí, ya te dije, el Michael Caine de las películas de Batman. Aunque quizá fuera mejor una mujer, una secretaria para todo, siempre sonriente y espléndida, como las buenas esposas de antes; una secretaria sin sueldo, naturalmente. Dispuesta a cenar fuera cuando a mí me apetece cenar fuera y a quedarse en casa cuando a mí me apetece quedar en casa. Y por supuesto capaz de ser una abnegada enfermera, de las que pasan noches y noches sin dormir, cuando sea necesario, que acabará siéndolo más pronto o más tarde. Sí, quizá mejor una mujer.
            –-Claro, al mayordomo tendrías que pagarle un sueldo, por pequeño que fuera.
            ––En esas dudas estoy, amigo Ángel. ¡Quién me lo iba a decir a mí, que siempre he sido tan enemigo del matrimonio!


Domingo, 15 de septiembre
DAVID FOSTER WALLACE, BORGES Y YO

Me gusta el título que D. T. Max ha puesto a su biografía de David Foster Wallace: Todas las historias de amor son historias de fantasmas. Yo lo dejaría en “todas las historias”. Nunca he sido un gran admirador del escritor que un día de septiembre de hace cinco años, cuando su mujer salió de casa dejándole tranquilo, entró en el garaje, encendió las luces y se dedicó a ordenar el manuscrito y los borradores de su última novela, que no había sido capaz de terminar, y a escribirle una carta de dos páginas; luego cruzó la casa hasta el patio, se subió a una silla y se ahorcó.
            A David Foster Wallace le hizo famoso una novela de más de mil páginas, La broma infinita, que yo no tengo inconveniente en declarar una obra maestra con tal de que no me obliguen a leerla.
            Leo, sin embargo, atraído por el título, “Borges en el diván”, uno de los ensayos del volumen En cuerpo y en lo otro, y me encuentro con una lúcida reseña de un libro que yo también reseñé. Y dice lo mismo que yo, pero mucho mejor. Todos los críticos se refirieron a Borges. Una vida, de Edwin Williamson, como si fuera una obra maestra, una biografía definitiva. Yo me reí de su barato psicoanálisis que encuentra en cada escrito de Borges una muestra de sus frustraciones personales; para Foster Wallace constituye “una modalidad totalmente simplista y deshonesta de crítica literaria”.
            Esa coincidencia me hace mirar al escritor norteamericano de otra manera; yo lo tenía más por una especie de Leopoldo María Panero grafómano que por otra cosa. Ahora veo que no es solo el destructivo protagonista de la biografía de D. T. Max. Lo leo tratando de separar el grano de su talento de la paja de sus patológicas obsesiones, que críticos ingenuos han convertido en emblema de una entelequia llamada posmodernismo.



Lunes, 16 de septiembre
MI DEPORTE FAVORITO

Abrir ventanas para asomarme a otras vidas es mi deporte favorito. Pero mire adonde mire siempre veo mi propio rostro.

Martes, 17 de septiembre
AVENTURA EN EL BRONX

Interminable charla con Abelardo Linares, como en los viejos tiempos. Pasan meses sin que se acuerde de uno y de pronto una llamada suya y dos horas al teléfono. Sigue siendo mi interlocutor preferido: tenemos los mismos intereses, casi los mismos gustos, y sin embargo no estamos de acuerdo en nada. Me cuenta sus últimos descubrimientos: unas memorias inéditas de Ricardo Baroja publicadas en la prensa antes de la guerra civil; los recuerdos del primer secretario del partido comunista, que luego se hizo falangista; docenas de libros apasionantes de los que solo él tiene un ejemplar.
Abelardo Linares es, con José Manuel Valdés, mi librero de viejo favorito. Muchas veces se ha contado la historia fabulosa de cuando compró en Nueva York un millón de libros. Estaban en un edificio de cinco plantas en el Bronx. Yo lo visité en aquel borgiano laberinto. El taxista no quería llevarnos hasta allí. Paró en una esquina que parecía el lugar más adecuado para un enfrentamiento entre bandas rivales. Le pedí al taxista que esperara, por si me había equivocado de dirección; por aquellos andurriales no resultaba tan fácil encontrar taxi como en Manhattan. Y de pronto, un tipo malencarado apoyado en una pared, nos dijo en español sin necesidad de preguntarle nada: “¿Buscan ustedes a don Abelardo? Es ahí”. Y nos señaló un edificio algo cochambroso que no tenía ningún aspecto de ser una librería. Era la inagotable cueva del tesoro donde se guardaban los fondos, casi infinitos, del librero  y editor Eliseo Torres.


Miércoles, 18 de septiembre
ENTERO Y VERDADERO

Me dan la noticia de la muerte de Juan Luis Panero y me piden que escriba algo. No soy capaz. Su poesía la descubrí muy pronto, antes quizá que sus otros admiradores, en 1975, cuando Antonio Gamoneda me envió Los trucos de la muerte, un libro que me fascinó y me deslumbró y me descubrió un camino poético ajeno a la funambulesca y epatante estética novísima que entonces dominaba. Se definía en la contraportada como “una meditación sobre la muerte y sus posibles trucos o evasiones: amor, sexo, viajes, alcohol, y sobre todo el truco más eficaz, el suicidio”. Todavía no he olvidado muchos de esos poemas, como el titulado “A la mañana siguiente Cesare Pavese no pidió el desayuno”, cuyos primeros versos recuerdo con frecuencia: “Solo bajó del tren, / atravesó solo la ciudad desierta, / solo entró en el hotel vacío, / abrió su solitaria habitación / y escuchó con asombro el silencio”.
            Juan Luis Panero ha muerto hace unos días, pero ya hacía tiempo que escuchaba con asombro el silencio. Su obra estaba terminada, el telón había caído.
            Tienen razón quienes hablan de la inmortalidad del escritor. Mueren los seres cercanos, los escritores admirados siguen viviendo. Abro cualquier libro de Juan Luis Panero y ahí está él, fascinándome con su mezcla mortal de alcohol, literatura y desesperanza. Ahí está, más entero y verdadero que las pocas que charlé con él en algún congreso literario.


Jueves, 19 de septiembre
EN EL WALHALLA

El dios Wotan avanza hasta el centro del teatro, camino del Walhalla, y allí, bajo la gran lámpara, canta: “En el glorioso resplandor / la fortaleza se ilumina. / Se acerca la noche, / ofrece un seguro refugio. / A ti te saludo, fortaleza, / a salvo de terror y miedo”.
            Quién pudiera también encontrar, como los dioses, un seguro refugio, a salvo de terror y miedo, aunque perdiera a cambio todo el oro del Rhin.
            Durante dos horas y media lo he encontrado en el teatro Campoamor. Dios existe en la música –afirmaba Ángel González–, unos compases más y otra vez solos.
            Otra vez solos, no: otra vez a merced de los demonios.
Y de pronto me viene a la memoria el majestuoso Walhalla, blanco y resplandeciente en una colina sobre el río, que Luis de Babiera, no el amigo de Wagner, sino el de Lola Montes, construyó para alojar a los dioses y héroes de Germania. Yo estuve en él y puedo asegurar que –como cualquier refugio en que tratamos de burlar las asechanzas de la vida– tiene más de frío panteón que de paraíso.


Viernes, 20 de septiembre
QUÉ SE LE VA A HACER

Elena Fortún, la un tiempo famosa autora de Celia, cuenta el momento de su nacimiento: “Y cuando mi madre, inconsciente, estuvo colocada sobre la cama, un vagido brotó de aquel envoltorio. ‘Está vivo –dijo mi padre–. Está vivo y es varón’. El médico rectificó casi enseguida: ‘Está viva y es hembra…’, ‘¡Hembra…! ¡Qué se le va a hacer!’ Entonces mi madre abrió los ojos y dijo humilde: ‘¿Lo sientes? Yo también”.
            Leo Elena Fortún, periodista, de Maria Jesús Fraga, y más que sus escritos me interesa la vida de Encarnación Aragoneses, la mujer que para escribir usó el nombre de uno de los personajes creados por su marido. Una amiga suya, María Lejárraga, fue más allá y se escondió por completo tras el nombre del marido, Gregorio Martínez Sierra.
            Eran otros tiempos, quizá no tan remotos. Carmen Baroja, una de las fundadoras de Lyceum Club, asociación dedicada a fomentar la cultura de la mujer, cuenta que organizó docenas de conferencias, pero que no pudo asistir a ninguna. Ella se encargaba de las gestiones, recibía al ilustre autor, se ocupaba de que no faltara ningún detalle, pero en el momento en que este iba a comenzar a hablar desaparecía. Su marido, el editor Caro Raggio, cenaba a las ocho en punto y no le gustaba cenar solo.
            El marido de Elena Fortún era el autor importanate; ella comenzó a escribir para distraerse en las páginas de la mujer o en las dedicadas a los niños. Pero pronto tuvo más éxito y no tardó en ganar más dinero que él. Comenzaron entonces los problemas matrimoniales. Criados ya los hijos, la escritora pasó largas temporadas en casa de María Martínez Sierra, que seguía escribiéndole los textos a su marido, a pesar de que él la había dejado por la actriz Catalina Bárcena. Aquel abandono del domicilio conyugal “fue una campanada” en el Madrid presuntamente avanzado de los años treinta. Como de todas las mujeres que no se ajustaban al patrón común, de Elena Fortún se dijo que era lesbiana. Y quizá lo fuera. Pero eso importa poco.
            Se fue al exilio, la nostalgia la hizo volver a la España de Franco, tan distinta a la que ella había dejado. Su marido, celoso primero de su éxito, luego cada vez más dependiente de ella, se quedó en Buenos Aires y allí se suicidó; ella murió poco después, solitaria y angustiada en una España que ya no era la suya porque la suya no estaba en ninguna parte.

            David Foster Wallace, Juan Luis Panero, Elena Fortún: A debida distancia, cualquier vida es de pena.


sábado, 21 de septiembre de 2013

Aviso para el lector impaciente


Vuelve este domingo mi diario a aparecer en las páginas de La Nueva España y su directora, Ángeles Rivero, me ha pedido que retrase en un día su subida a “Café Arcadia”. Por eso, a partir de esta semana se hará público en la red los lunes y no los domingos (o los sábados a última hora, como hacía últimamente).
            ¿Interesa a alguien esta información? ¿Importa algo que las notas del diario aparezcan un día antes o un día después? Me importa a mí, que soy un maniático de la puntualidad y del respeto a los compromisos que yo mismo me impongo (también soy un maniático en otras muchas cosas, pero eso no viene a cuento ahora).
            En los últimos años, escribo de septiembre a junio en un periódico ovetense, La Nueva España, y durante los meses de verano en otro gijonés, El Comercio. Ambos son rivales y ese ir y venir no resulta demasiado habitual (ni le hace demasiada gracia al primero de esos medios), pero yo no soy un escritor profesional y puedo permitirme andar a mi aire. De donde no me quieren, en seguida me voy.
            No necesito el (poco) dinero que gano escribiendo, pero sí necesito a los lectores. Nunca he sido capaz de escribir para mí mismo, eso me parece tan triste como hablar solo.
            No puedo (no quiero) permitirme el lujo de perder a un solo lector. Y los lectores tienen sus manías y sus preferencias, que hay que respetar. Unos dicen que el papel está obsoleto, que para qué pagar por leer lo que se puede leer gratis y más actualizado en Internet; otros solo disfrutan con la página impresa, bien maquetada, desplegada sobre la mesa junto a una taza de buen café.
            Las dos formas de publicar son complementarias y lo seguirán siendo durante mucho tiempo, me parece. Por eso, para no perder a los lectores en papel, yo me atengo a las indicaciones de la directora.
            Muy razonables, por otra parte. Pero yo siempre he sido un escritor asilvestrado que no está acostumbrado a tener jefes.
            Y así me va.
(Exactamente como quiero que me vaya, para qué vamos a engañarnos, pero estas cosas no conviene que se digan para no caer demasiado antipático.)




sábado, 14 de septiembre de 2013

A buen entendedor: Como un bendito


Domingo, 8 de septiembre
SUENA UN TIMBRE

¿Podré alguna vez interesarme por algo que no tenga que ver conmigo mismo? Me parece que no. En El último concierto, la maravillosa película de Yaron Zilberman que me llena los ojos de agradecidas lágrimas este domingo, uno de los componentes de un exitoso cuarteto de cuerda, el de mayor edad, descubre que tiene los primeros síntomas del Parkinson y que ya no puede seguir tocando en público. Es el pretexto para que salgan a la luz todas las grietas del grupo. Me veo demasiado reflejado en la pantalla y por eso procuro distanciarme emocionalmente. Me entretengo con la localizaciones y reconozco por primera vez en una película, cosa rara, uno de mis lugares favoritos de Nueva York, el Time Warner, un centro comercial naturalmente. En el mismo lugar en que a mí me gusta tomar un café, Philip Seymour Hoffman, el segundo violín de la orquesta, se encuentra con su amante de una noche y ve cómo se rompe su matrimonio. Otra escena tiene lugar en las salas y en el patio de la Frick Collection, al otro lado del parque. Veo los rostros de los muchos amigos que tengo allí dentro, vuelvo a escuchar el murmullo de la fuente en el tranquilo patio. Y la cámara se detiene en el autorretrato de Rembrandt viejo, un anciano poderoso, seguro de sí mismo, que ha hecho lo que quería, que es quien quería ser.
Inevitablemente, como a Christopher Walken, a mí también me llegará el momento de la despedida. Procuro no pensar en esas cosas, no pensar en mí, y escuchar el opus 131 de Beethoven que se ensaya y se explica a lo largo de la película y que suena al final, más lleno de sentido que nunca, sobre el blanco y negro de los títulos de crédito. O en los versos de Eliot que una voz en off recita mientras uno de los personajes corre por Central Park: “El tiempo presente y el tiempo pasado / están tal vez presentes en el tiempo futuro, / y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado. / Si todo tiempo es eternamente presente / todo tiempo es irredimible”.
            Pero más que el conocido galimatías de Eliot, a mí me gustan otros versos. Viajan los personajes en el metro y de pronto se escucha una voz infantil: “La gente espera que los viejos se mueran, / nadie en realidad lleva luto por los viejos”. Me resultan familiares esos versos y de inmediato pienso en mi amigo Hilario Barrero. ¿No los he leído en un libro suyo? Se amplia el campo de la cámara y vemos a una niña que está leyendo uno de los breves poemas que aparecen en los vagones del metro. Acierto a ver el nombre del autor, Ogden Nash, y recuerdo dónde los he leído antes. Al llegar a casa busco esos versos en Lengua de madera, la antología de poesía breve en inglés preparada por Hilario Barrero: “La gente espera que los viejos se mueran, / nadie en realidad lleva luto por los viejos. / Los viejos son diferentes. La gente los mira / con ojos que se preguntan cuándo… / La gente los observa con impávidos ojos, / pero los viejos saben cuándo un viejo se muere”.
            En el teatro hay timbres que anuncian el inicio de la función; en la vida, hay timbres que avisan que se acerca el final. Y pueden considerarse paradójicamente afortunados quienes los escuchan: el muro cano del que habló Jorge Guillén en un soneto, “va a imponerles su ley, no su accidente”.

Lunes, 9 de septiembre
MALA COSTUMBRE

“Denigrar no es mi especialidad”, afirma André Maurois al comienzo de uno de sus libros. Más de uno pensará que sí es la mía, pero yo no estoy muy seguro.
            He conseguido curarme por completo de mi mala costumbre de llamar al pan pan y al memo memo. Ahora no tengo inconveniente, como cualquier crítico literario que se precie, en elogiar a cualquier escribidor, siempre que sea amigo mío, publique en alguna editorial importante o esté en condiciones de devolver favores.
            Ahora lo que más me divierte es denigrarme a mí mismo. O parecer que me denigro, que no es exactamente lo mismo.


Martes, 10 de septiembre
LA POESÍA Y LAS FIERAS

Leo el prólogo de Alfonso Camín a una antología de poetas mejicanos, publicada por la colección “Los poetas” en 1929. Cuenta que un alemán borracho quiso obligar a beber una copa a Salvador Díaz Mirón, quien se negó a aceptarla. El alemán alzó el brazo y “lo dejó caer como un martillo sobre el poeta, Díaz Mirón rodó hecho un ovillo entre las sillas de la cantina. Los separaron como pudieron. Díaz Mirón dijo desde la puerta: ‘Yo lo mato a usted esta noche’. Sonaron grandes carcajadas, mientras se alejaba el poeta a instancia de sus amigos, que trataban de apaciguarle. No había pasado media hora cuando Díaz Mirón recorría las cantinas de Veracruz buscando al ofensor. Cuando lo encontró, sacó la pistola y le vació todo el plomo en el vientre”.
            No cabe duda de que Díaz Mirón era un hombre de armas tomar. Alfonso Camín, que también tenía lo suyo de camorrista, cuenta otra anécdota. Meses antes de morir, “siendo como era un gran profesor, el Gobierno no tuvo empacho en separarle de su puesto, sin respetar su pobreza y el haber prestado la luz de su ciencia a toda una generación mejicana”. Camín se escandaliza de que el gobierno mejicano despidiera al poeta por una simple niñería. Resulta que un alumno, “malcriado en demasía”, le contestó de mala manera, y entonces el poeta le abrió una brecha en la cabeza con la culata de su pistola.
A Alfonso Camín no le escandaliza el comportamiento de Díaz Mirón y más bien cuenta esas anécdotas para encomiar su figura. Yo recuerdo una estrofa del poeta mejicano: “Semejante al nocturno peregrino, / mi esperanza mortal no mira al suelo: / no viendo más que sombra en el camino, / solo contempla el esplendor del cielo”.
Parece que la poesía no siempre amansa a las fieras.

Miércoles, 11 de septiembre
LA CUESTIÓN CATALANA

“¿No te preocupa lo que está pasando en Cataluña?”, me pregunta un amigo.
“¿Preocuparme? Me llena de esperanza. ¿Será posible que, por una vez, arreglemos nuestras discrepancias sin recurrir a la violencia? A Blasco Ibáñez lo metieron en la cárcel por defender la independencia de Cuba, pero todavía la España democrática no ha metido a nadie en la cárcel por defender la independencia de Cataluña, ni los catalanes han recurrido a métodos violentos para tratar de conseguirla”.
“¡No compares a Cataluña con Cuba! Cataluña es España”.
“Cuba también lo era, al menos legalmente, antes de independizarse. Pero yo no quiero entrar en esas cuestiones. Solo poner un punto de optimismo. De momento la vía catalana para la independencia es un ejemplo para el mundo, y la respuesta del Estado español, dejar hacer, es también ejemplar”.
“¡Es la primera vez que oigo algo semejante!”
 “Si no te parecen ejemplares ambas actitudes, es que conoces poco la historia de España y la historia universal, hechas ambas de fango y sangre”.
“¡Solo me falta oírte decir que los políticos catalanes están a la altura de las circunstancias!”
“Pues te diré más. De momento, y te subrayo el de momento, también los españoles: Rajoy deja que las cosas sigan su curso hasta que resulte inevitable aceptar la decisión mayoritaria, libre y democráticamente expresada, de la sociedad catalana. Yo soy muy crítico con mi país, pero de vez en cuando me siento orgulloso de ser español. Me sentí así cuando aprobamos el matrimonio homosexual casi antes que nadie y sin la contestación de otros países aparentemente más liberales, como Francia. Me siento ahora orgulloso de cómo los catalanes (para mí siempre españoles, formen o no parte del mismo Estado, que esa es otra cuestión) han sido capaces de mantener y de hacer respetar su identidad y su lengua y su derecho a decidir. Yo todavía confío en que el resto de España (a pesar del guirigay nacionalista –en el mal sentido de la palabra: el que trata de imponer su nacionalismo a los demás– de la izquierda y la derecha) seamos capaces finalmente de estar a su altura”.


Jueves, 12 de septiembre
LA REINA Y YO

Desciendo por el pozo vertical, uno de los primeros construidos en España, de las antiguas minas de carbón de Arnao, cerradas en 1915 y recientemente abiertas al público. Abiertas solo parcialmente: siguen cerradas las galerías que discurrían por debajo del mar. Ahora es muy fácil bajar, en un confortable ascensor, y las galerías que recorremos, de ladrillo, parecen las de una bodega o la cripta de una iglesia. Pero en 1858, cuando las recorrió Isabel II, la primera mujer que bajaba a una mina, no debieron ser tan confortables. Fue la vez en que se alojó en el palacio de Ferrera y, ya sola en sus habitaciones (el rey consorte, que la acompañaba, dormía en habitaciones distintas) le dio por ponerse a cantar. La hermosa voz se oía a través de la ventana abierta. Poco a poco se fue juntando gente en la plaza del Parche. Cuando la canción cesó, sonaron los aplausos. La reina, sorprendida, se asomó al balcón. No menos sorprendidos quedaron los curiosos al comprobar quién era la cantante.
            Igual de sorprendidos quedarían los tiznados mineros al comprobar quién los visitaba, alumbrada por candiles, y sin miedo a mancharse el vestido.
            En el fondo de la mina me encuentro con el fantasma de aquella reina castiza de la que tanto se burló Valle-Inclán (pero yo me encuentro más cercano a la simpatía que por ella sintió Galdós) y luego, en la Casona de Arnao, que fue la residencia del director de la Real Compañía Asturiana de Minas, con otros fantasmas. Está en un alto, consta de dos edificios unidos por un corredor volado, delante tiene una palmera, detrás un jardín, muy cerca el azul deslumbrante del mar, más azul que nunca esta hermosa tarde todavía de verano. Está abandonada, con el suelo y los techos hundidos, las paredes llenas de pintadas, parece el escenario propicio para una historia de terror.


            Y yo, de pronto, me veo reflejado en ella. En mi salud, que siempre ha sido buena, comienzan a aparecer las primeras goteras, las pejigueras de la edad. Y en este caserón me veo a mí mismo, si no tal como soy, tal como seré dentro de pocos años.
            Me entra un sudor frío, se nubla el cielo, el mar se vuelve negro. Me temo que la vida me tiene mal acostumbrado. Me ha mimado demasiado. Al más mínimo contratiempo, me vengo abajo.
            Claro que también me recupero con facilidad. Cuando escribo estas líneas, antes de acostarme, después de ver si hay comentarios nuevos en mi blog, actualizar el Facebook, leer un libro recién aparecido de Julio Camba, ver un episodio nuevo de The Big Bang Theory y volver a ver uno de los que prefiero, ya me he olvidado de mis negras obsesiones. ¿Que la vejez llama a la puerta? Pues que vuelva más tarde. No pienso abrirla. Tendrá que echar la puerta abajo.
Buena parte del día la pasé angustiado, pero ese tiempo queda ya muy lejos, perdido para siempre “como el paso de Aníbal por los Alpes”, que diría Borges. Yo me caigo de sueño. Creo que voy a dormir como un bendito.


           


sábado, 7 de septiembre de 2013

A buen entendedor: Autopsicografía


Domingo, 1 de septiembre
TRES PREGUNTAS

En mi vida adulta, nunca he tenido que preocuparme demasiado del dinero, pero la edad, nuevos compromisos involuntariamente adquiridos, las continuas, agoreras profecías han hecho que también a mí, como a todo el mundo (y me alegra ser en algo como todo el mundo) me alcance esa preocupación. Así que, un poco tarde, ahora que se acerca la hora de la jubilación, he decidido buscarme un asesor financiero.
            Para encontrar el más adecuado leo varios libros de divulgación económica. En uno de ellos, de sugerente título, Las trampas del deseo (me gustaría utilizarlo para un libro de poemas), su autor, Dan Ariely afirma que las preguntas que los asesores suelen hacer a sus clientes son inútiles, que deberían hacerles otras más personales que indaguen en su concepción de la vida.
            Por ejemplo, las tres que plantea George Kinder, fundador del Kinder Institute of Life Planning.
            La primera: “¿Qué cambiaría en su vida si tuviera todas sus necesidades financieras resueltas?”
            La segunda: “¿Qué cambiaría en su vida si el médico, en una revisión rutinaria, le descubre una grave enfermedad y le dice que le quedan entre cinco y seis años, pero sin deterioro físico y que la muerte le llegará de improviso?”
            La tercera no es una pregunta, sino una invitación a reflexionar: “Tiene usted una grave enfermedad y solo le quedan veinticuatro horas. Piense en su vida, en sus sueños, en lo que hubiera querido hacer y no ha hecho, en lo que más va a echar de menos…”
            La respuesta a la primera pregunta para mí es muy fácil: nada. La segunda, si en lugar de entre cinco y seis años, dijera entre veinte y treinta, sería el mejor regalo que le pueden hacer a un hombre de mi edad. En la tercera, prefiero no pensar.
            Pero pienso toda la noche. Y no puedo dormir. Hay cosas que es mejor no saber.
            Creo que, si he pasado tantos años sin asesor financiero, también podré pasarme sin él algunos años más. A fin de cuentas tampoco me ha ido tan mal y no se pueden prever todos los riesgos. En cualquier caso, preferiría arruinarme antes de tener que enfrentarme con la tercera pregunta.       

 
Lunes, 2 de septiembre
EXAMEN DE CONCIENCIA

Nunca soy demasiado sincero. Me parece una falta de educación. Lo mismo que el exceso de modestia, que no es más que una incitación al elogio ajeno. A mí me gusta más la falsa vanidad. Fingir que creo que valgo más de lo que valgo, y lo hago muy bien, pero nadie más consciente que yo de sus limitaciones.
Procuro no engañarme al respecto. Como soy muy calculador, cada semana me pongo nota en los distintos aspectos (una variante laica del católico examen de conciencia). Guardo esas planillas con la puntuación desde hace no sé cuántos años.
De los distintos parámetros solo hay uno que se ha mantenido estable desde que comencé con los registros: el de la autoestima. Y eso es todo lo que puedo contar.


Martes, 3 de septiembre
ESCRIBIR EN EL AGUA

Unos versos de Núñez de Arce, quizá hablando de sí mismo, que yo me repito siempre que me da por lamentarme del poco caso que se me hace: “Triste destino el de la gloria humana. / Ayer grandeza y entusiasmo y ruido; / hoy torrente de lágrimas; mañana / hondo silencio, soledad y olvido”.
            Hondo silencio, soledad y olvido. A mí no me asusta ese destino, aunque –para qué vamos a engañarnos– tampoco me entusiasme. De vez en cuando me acuerdo de Enoch Soames, el protagonista del relato de Max Beerbohm, y me pregunto qué haría yo si pudiera asomarme al futuro y descubriera que, cien años después de mi muerte, nadie se acordaba de mi nombre ni de ninguno de mis libros. ¿Seguiría escribiendo?, me pregunto. Por supuesto.
            Si soporto perfectamente la falta de éxito cuando estoy vivo, ¿cómo no iba a soportarlo después de muerto? Seguro que me molestaría bastante menos de lo que me molesta ahora.
Escribir en el agua –que es lo que hacemos todos– también tiene su gracia. Su maldita gracia, para qué vamos a engañarnos.


Miércoles, 4 de septiembre
EL GRAN RÍO

Después de ver Mud, nada más llegar a casa, he buscado la vieja edición de Las aventuras de Huckleberry Finn que conservo desde la adolescencia y he vuelto a sumergirme en sus páginas con el mismo entusiasmo que entonces: “El río parecía tener millas de anchura. La luna estaba tan brillante que se podían contar los troncos que iban deslizándose a la deriva, oscuros y silenciosos, a cientos de yardas de la orilla. Todo estaba en absoluto silencio”.
            Cerrar los ojos, irse río abajo en busca de aventuras, encontrar una isla desierta y en ella una cabaña y un misterioso fugitivo… Con la película de Jeff Nichols, con la novela de Mark Twain, vuelvo a tener catorce años, vuelvo a ser el adolescente que nunca he dejado de ser.
            Vuelvo a deslizarme, en un frágil esquife, sobre las aguas del gran río, bajo la inmensa cúpula estrellada. Y todo es inminencia, asombro y maravilla.


Jueves, 5 de septiembre
INÉDITOS DE OSCAR WILDE

Era de esas personas que lo saben todo, salvo las pocas cosas que vale la pena saber.
Si no has estado nunca enamorado, no conoces la felicidad que se siente al dejar de estarlo.
No hacer nada es también un arte, y no de los más sencillos.
La historia del Universo antes de la aparición del hombre es la autobiografía de Dios; lo que vino después no son más que malas novelas.
Las mujeres inteligentes son muy escasas, casi tanto como los hombres.
Es muy pequeño el corazón al que le basta un solo amor para llenarse.
No hago favores porque no me gusta ofender a nadie.
Con un hombre demasiado sensato es difícil tener una conversación interesante.
El amor supera cualquier escollo; la amistad puede acabar al menor descuido.
Hay cosas que tienen la mala costumbre de suceder siempre en el pasado; la felicidad es una de ellas.
Nadie debería casarse una sola vez; eso es un desprecio para la noble institución del matrimonio.
La vida no es más que un sucedáneo del arte.
Cumplir años es una grata costumbre de la que no conviene abusar.
De los demás me gusta saberlo todo, pero de mí mismo hay cosas que prefiero no saber.
Solo hay una cosa mejor que el que uno encuentre a la mujer de su vida: no encontrarla.
Un verdadero maestro carece de discípulos.
La vocación literaria suele venir acompañada de una total carencia de aptitudes literarias.
Nunca miento, salvo cuando digo la verdad.
La adulación abre puertas incluso donde no hay puertas.
Con un poco de amabilidad y suficiente dinero se llega a todas partes.
A la mujer verdaderamente elegante nada le sienta mejor que el desnudo.
Si un caballero hace trampas en el juego y le descubren, no es un caballero.
No hay político tan malo que no sea mejor que la mayoría de sus electores.
Nadie conoce a nadie, salvo a las personas a las que no vale la pena conocer.


Viernes, 6 de septiembre
EL SÍNDROME DE ASPERGER  

“Eres el ejemplo más claro que conozco del síndrome de Asperger”, me dice un amigo que llega hoy a la tertulia un poco antes que los demás.
“¿Ese no es el síndrome que han tenido muchos grandes hombres?”, le pregunto.
 “No, eso es una leyenda urbana. Se trata de una variante leve, aunque no en todos los casos, del autismo. Quienes lo padecen se sienten angustiados con los cambios, han de hacer siempre lo mismo, ritualizan todas las actividades cotidianas. ¿Cuántos años hace que tú, todos los viernes, a las siete en punto de la tarde, te sientas a tomar un café y a charlar con los amigos?”
“Desde 1980. pero no siempre en el mismo lugar”
“¿No te sientas siempre en el mismo sitio? ¿No te sientes muy incómodo si alguien llega antes y sin darse cuenta ocupa tu sitio habitual?”
“Un poco, sí. Quería decir que no siempre me he reunido con los amigos en la misma cafetería”.
“¿Cuántas veces habéis cambiado de lugar de encuentro en estos treinta y tres años”.
“Bastantes. Tres, no, cuatro veces”.
“¿Y alguno de esos cambios se debieron a una razón distinta de que cerraran la cafetería en que solíais encontraros?”
“No, la verdad”.
“Eres un ejemplo de libro, Martín. La persona más previsible que conozco”.
            “¿Y es grave, doctor?”, pregunto tomándomelo a broma.
            “Grave, grave no es. Se conocen casos de pacientes que con una vida así han llegado a vivir cien años. Lo que no tiene es cura. Y dificulta mucho mantener una relación estable. Se trata de pacientes que o no se han casado o han fracasado en su matrimonio”.
            “Pues no sabes la alegría que me das. Porque yo, que odio los cambios, como todo el mundo sabe, los únicos cambios que soporto, los únicos sin los que no podría vivir, son los cambios de pareja”.


Sábado, 7 de septiembre
CONFIDENCIAS

Me gusta contar mis secretos a todo el mundo; es la mejor manera de que sigan siendo secretos.