Domingo, 23 de septiembre
PARA SER UN TRIUNFADOR
¿Para ser un triunfador resulta imprescindible vender el
alma al diablo? ¿Ser un insumiso por fuera y de lo más sumiso a todo el que
tenga algún poder por dentro?
Lo malo es
que parece haber tal exceso de oferta que el diablo ya no quiere las almas –al
menos, la mía– ni regaladas.
Yo, para
ser un triunfador, sería capaz de cualquier cosa, salvo acostarme tarde, hacer
deporte, presentarme a un premio literario o practicar la falsa modestia.
Lunes, 24 de septiembre
NADA ESTÁ PERDIDO
Poco antes de salir del despacho hacia clase, se me ocurre
revisar el horario y resulta que hoy me toca la primera “tutoría grupal”, uno
de esos inventos atribuidos a Bolonia, pero en realidad fruto solo de la
mentalidad reglamentista de los gestores universitarios.
¿Y en qué
consiste una tutoría grupal? Nadie lo sabe bien. Parece que, en lugar de dar la
clase habitual, hay que reunirse con los alumnos que tengan alguna duda a
cuatro horas distintas y en cuatro aulas distintas. Pero la de hoy sería la
segunda clase teórica del curso, así que pocas dudas pueden tener.
Voy hacia
el aulario con un humor de mil demonios, como se decía en las novelas de antes.
Y escribiendo mentalmente la carta de protesta al vicedecano correspondiente
(el mismo que decidió que, ya que la inauguración del curso no iba a ser un
miércoles, como estaba previsto, las clases comenzarían el miércoles pero con
el horario correspondiente al jueves). Como en la comedia de Molière, en la
Universidad hay quien prefiere “morir con arreglo a las leyes de la medicina
que vivir con vilipendio de ellas”, o sea aplicar el supuesto reglamento de
Bolonia, con mentalidad cuartelera, aunque ello suponga poner todas las trabas
posibles al adecuado desarrollo de la docencia, que no seria más que
una obligación de los malos profesores. El premio a un buen profesor
universitario, al que investiga, es irle quitando horas de clase.
De lo que se entiende por investigar
en las Facultades de Letras, que son las que yo conozco, mejor no hablar. Y de
quienes controlan la calidad de esas investigaciones, mejor callar. Yo sentí
vergüenza ajena al leer la sentencia de un tribunal que les decía que, para
valorar negativamente un artículo de investigación, era necesario leerlo
previamente.
Menos mal
que no tuve necesidad de escribir ese desahogo epistolar. Como no soy nada
diplomático, me podría traer problemas. Lo fácil que es encogerse de hombros y
aceptar como una calamidad inevitable la estupidez de costumbre (es lo que hace
el público de la ópera con las ocurrencias de los directores de escena).
Antes de ir
a la clase donde me tocaría esperar, primero de doce a una, luego de una a dos,
más tarde de cinco a seis y luego de seis a siete, si algún alumno tiene dudas
sobre lo que aún no se ha explicado, me asomo al aula habitual.
¿Y qué me
encuentro? A todos los alumnos esperándome, con el ordenador o el bolígrafo a
punto. “¿Pero no era hoy el día de la primera tutoría grupal?”, pregunto.
Eso dice el horario, pero como les parecía una
tontería no han hecho ningún caso. Sonrío feliz. La inteligencia puede ser un
bien escaso entre los gestores de la Universidad, y no solo entre los de la Rey
Juan Carlos (el nombre ya lo dice todo), pero no lo es entre los alumnos. Nada
está perdido.
Martes, 25 de septiembre
POCA PACIENCIA
Homenaje a León Felipe en el Campus del Milán. Intervienen
Josefina Martínez (lo organiza la cátedra Alarcos), Aurora Luque, Carlos Marzal
y yo. Los tópicos de costumbre. Yo me atrevo a disentir. Es poeta en unos pocos
de sus primeros poemas (los de Versos y
oraciones de caminante) y en algunos de los últimos (los de Oh este viejo y roto violín); en medio, apolillada
palabrería y declamatorias jeremiadas.
Allá en los setenta, cuando estudiaba en la Universidad,
formaba parte, con Celaya y Blas de Otero, de la trilogía protagonista de los
recitales multitudinarios que acaban a veces con la intervención de la policía.
En su libro
de verso y prosa Ganarás la luz, escribe:
“Los poetas sabemos muy poco. Somos muy
malos estudiantes, no somos inteligentes, nos gusta mucho dormir y creemos
que hay un atajo escondido para llegar al saber”.
“Habla por
ti” se me ocurre responder, aunque sospecho que él –como tantos otros poetas
que van de malditos y pobrecitos por la vida– fue un buen empresario de sí
mismo. En su juventud quiso ser actor y quizá eso fue lo que acabó siendo,
actor y autor de los monólogos autobiográficos y quejumbrosos –español del
éxodo y del llanto– que representaba por los teatros de Latinoamérica mientras
su sobrino, el torero Carlos Arruza, actuaba en las plazas de toros.
Para
terminar, escuchamos una grabación de sus poemas. Lee, espléndidamente, sus
primeros versos. Entre ellos, el poema en que parece aconsejar a los demás,
pero en realidad aconsejaba al que llegaría a ser: “Más bajo, poeta, más bajo…
/ no lloréis tan alto, no gritéis tanto… / más bajo, más bajo, hablad más bajo.
/ Si para quejaros / acercáis la bocina a vuestros labios, / parecerá vuestro
llanto, / como el de las plañideras, mercenario”.
Y eso es lo
que parece el suyo en cuanto se pone a recitar, con voz de plañidera, sus
poemas de guerra y posguerra. A un poema le sucede otro, cada vez más declamatorio
y envejecido. Yo comienzo a rebullirme en el asiento, a poner cara de qué
tortura, a cerrar los ojos como si me durmiera ante aquella melopea. La verdad
es que tengo poca paciencia. Acabo protestando, ya pasa una eternidad de la
una, la hora en que debía terminar el acto, y logro que se corte la grabación y
se pronuncien las palabras de despedida.
Creo que me
voy volviendo cada vez más irrespetuosamente adolescente. No sé aburrirme
educadamente. Soy un pésimo ejemplo para los alumnos. Pero yo, con los años, me
he ganado el derecho a ser joven, a no aguantar rollos, a decir alto y claro
que la historia de la literatura está llena de textos apolillados y muertos,
que pueden interesar al historiador, pero desde luego no al lector actual.
Y también digo
que la mayoría de los profesores no distinguen entre la literatura viva –sea
del siglo que sea– y la letra muerta. Carlos Marzal y Aurora Luque sí saben
distinguir, pero como vienen invitados se creen en la obligación de disimular y
de camuflar su disentimiento entre anécdotas personales y las habituales
vaguedades. No llegan a mentir como los reseñistas estrella de Babelia,
dispuestos siempre a elogiar lo que les mande el grupo Planeta, pero casi.
Miércoles, 26 de septiembre
TRAMPAS DE LA MEMORIA
Ayer, durante la comida para fallar el premio Emilio Alarcos
(de las deliberaciones, callo para no incurrir en revelación de secretos), se
me ocurrió recitarle a Luis Alberto de Cuenca uno de sus sonetos: “La otra
noche, después de la movida, / en la mesa de siempre me encontraste / y con
pocas palabras me quitaste / no sé si la cartera o si la vida”.
Me
interrumpió de inmediato: “Y con pocas palabras, no; y sin mediar palabra”.
¿Por qué
cambiaría yo una expresión por otra? Quizá porque inconscientemente me pareció
más verosímil que, si alguien, conocido o no, se acerca a la mesa en que uno
está sentado, lo primero que haga –antes de robarle no sé si la cartera o si la
vida– sea por lo menos saludar.
Recuerdo
docenas y docenas de poemas ajenos (ninguno propio) y me gusta citarlos al azar
de la conversación o de la escritura sin comprobar la cita, que no siempre es
exacta. Algún día me gustaría publicar una antología de la poesía española –y
universal traducida al español: el Verlaine de Díez-Canedo, el Li Po de Marcela
de Juan– tal como yo recuerdo los poemas, con pequeñas infidelidades que no siempre
los empeoran. Es lo que llamo el Taller de la Memoria.
A veces, y
eso es más grave, mi memoria no solo cambia el texto sino que cambia también al
autor. Unos versos que leí en la enciclopedia Álvarez, y que se me quedaron en
la memoria como todos los que leí en la infancia (“Bendito seas, Señor, / por
tu infinita bondad, / porque pones con amor, / sobre espinas de dolor, / rosas
de conformidad. / Gracias si queréis que mire, / gracias si queréis cegarme, /
gracias por todo y por nada, / y sea lo que queráis”) siempre se los atribuí a
José María Pemán hasta que el preciso registrador de la propiedad intelectual
que es José Cereijo me dijo que los cuatro primeros eran de Pemán, pero los
otros cuatro de Juan Ramón Jiménez. Y efectivamente, como pude comprobar,
forman parte de un poema, “Lo que Vos queráis, Señor”, en el que se dedicó a
plagiar al gaditano con algunas décadas de anticipación. Quizá pensaba en ese
poema Cernuda cuando mencionaba a José María Jiménez y Juan Ramón Pemán, entre
los colaboradores habituales de Caracola
y otras revistas españolas del franquismo.
Jueves, 27 de septiembre
UN TRIUNFADOR
“He sido el arquitecto de mi propio destino”, repito a menudo.
“Un mal arquitecto, por lo que parece”, se me puede responder observando la
destartalada leonera –libros por todas partes– en la que vivo solo, pero en la
mejor compañía.
No seré un
triunfador, pero sí un conformista y nadie más feliz con su triunfo que yo con
mi fracaso, que me permite seguir siendo impertinente abogado del diablo. que
es lo que más me divierte.
Viernes, 28 de septiembre
GÉNERO NEUTRO
Abro el buzón y me encuentro con EL Breve tratado sobre la estupidez humana, de Ricardo Moreno Catillo,
recién publicado por Fórcola. El título resulta sugestivo, así que comienzo a
leerlo de inmediato.
No es un
libro irónico como el Elogio de la locura
de Erasmo. El autor se cree realmente un valeroso Quijote enfrentado al
pensamiento único, que ha engendrado horrores como el nacionalismo y el
lenguaje inclusivo.
En el
prólogo, Francesc de Carreras arremete contra una de las mayores estupideces
del mundo contemporáneo: hablar de “hombres y mujeres” cuando se quiere hablar
de hombres y mujeres, de “compañeros y compañeras” cuando se quiere hablar de
compañeros y compañeras. Quien hace eso
“alberga un cierto grado de estupidez pues olvida que en gramática, además de
los géneros masculino y femenino, también está el neutro, lo cual permite
referirse a ambos sin ser repetitivo y confuso, es decir, facilitando la
comprensión, una de las funciones, sin duda la más importante, del lenguaje”.
¿Cuándo
decimos “los niños” para referirnos a niños y niñas empleamos el género neutro?
¿Dónde habrá estudiado gramática el bueno de Francesc de Carreras? ¿Y comenzar
una charla con un “señoras y señores” es repetitivo y confuso frente a la
claridad que aporta emplear “el género neutro” y decir solo “señores”?
Yo creía
que Francesc de Carreras era un autodidacta desinformado y por la Wikipedia me
entero de que es nada menos que catedrático de Derecho Constitucional y uno de
los fundadores de Ciudadanos. Pero todo eso no le impide hacer estrepitosamente
el ridículo en su prólogo. Del libro, mejor no hablar.