domingo, 28 de marzo de 2010

Línea roja: El ombligo del universo

Sábado, 20 de marzo
UN TRIUNFADOR

“Pero ¿es que tú nunca te cansas de mirarte el ombligo?”, mi amigo Juan, al que me encuentro al comienzo de la calle Rivero, en Avilés, frente a los cines Marta, habla en broma, aunque en el fondo muy en serio.


Estudiamos juntos durante el bachillerato y siempre se esforzó en demostrar que era más listo que yo. Y lo era, si duda: sacó su cátedra, de Psicología o Sociología, prefiero no precisar, y hasta creo que fue vicerrector o vicedecano, en una Universidad más o menos manchega. De vez en cuando, en vacaciones o puentes largos, nos encontramos en Avilés. A mí me divierten sus intentos, poco disimulados, de restregarme por la cara sus triunfos. “¿Todavía sigues escribiendo en los periódicos? ¡Eso es perder el tiempo! Eso no vale nada a la hora de solicitar un sexenio o de ir a una oposición”.
Disfruto charlando con mi amigo el triunfador. Me gana en todo, hasta en los matrimonios: va por el tercero y yo aún no me animado al primero. “¡Si yo escribiera novelas!”, dice. “¡Yo sí que tendría cosas interesantes que contar!”. Y lo que me cuenta minuciosamente, sin perdonar ponencia, es el último congreso por el que anduvo, codeándose incluso con algún premio Nobel.
Me divierte escucharle sus éxitos, el recuento de batallas y sexenios. Como nunca he andado falto de autoestima (aunque trate de disimularlo), me viene bien esta cura de humildad. Lo que no sé yo es si él se divierta tanto al charlar conmigo. Al final siempre parece enfadado. “Tú, ríete, ríete, pero todo eso que escribes los domingos en el periódico -que yo no leo, claro, te conozco demasiado bien como para que puedas decirme algo nuevo- no es más que una forma de perder el tiempo”.
Me conoce demasiado bien, cierto. Tan bien que sabe de sobra que nunca conseguirá que le envidie por muchos sexenios, cátedras y matrimonios que consiga.
“A ti lo que te pasa –me dijo una vez irritado- es lo de la zorra y las uvas; dices que están verdes, que no te interesa lo que eres incapaz de conseguir”.
Será eso. Pero prefiero fracasar a mi gusto que triunfar al gusto de otros.


Domingo, 21 de marzo
CONTRA LA FELICIDAD

Cuando estoy solo procuro siempre estar bien acompañado. Esta mañana pasó por casa un librero madrileño con su furgoneta para tratar de hacerme más habitable la madriguera. Al revolver los montones de libros, aparece uno que no recordaba que tenía, una serie de entrevistas con escritores franceses publicado por la Nouvelle Revue Française en 1924. Qué placer charlar, en la tranquilidad dominical del Calatrava con Paul Morand, Alain, Max Jacob, Valery Larbaud… De pronto una frase de Alain, el maestro de André Maurois, me hace cerrar el volumen y perderme en mis pensamientos: “No conviene ser feliz durante demasiado tiempo; la felicidad nos empobrece”.


¿Nos empobrece? Yo diría más bien que nos entontece. Por eso resulta tan difícil imaginarse el paraíso de cualquier religión. El cielo cristiano, aunque se Dante quien lo describa, siempre se parecerá demasiado al limbo.
La felicidad, que yo procuro que no me falte cada día, aunque solo sean diez minutos, es como un cómodo rellano en una ardua escalera. Qué agradable resulta descansar un momento, soñar o incluso dormitar un poco. Pero hay que seguir subiendo, creciendo, enriqueciéndose...
“El universo es un libro del que uno solo ha leído la primera página cuando no conoce más que su país”, declara Paul Morand, que pasó los años veinte con la maleta en la mano. Es posible, pero también se pueden hojear muchas páginas, ir apresuradamente de un sitio a otro, y no enterarse de nada. Este domingo tranquilo ha sido un día feliz: he abandonado el lastre de unos cientos de libros, los he puesto a correr por el mundo; me he paseado por la Francia efervescente y fértil de los años veinte… Y no me he empobrecido, todo lo contrario.

Lunes, 22 de marzo
UNA POLÉMICA

Nada menos que Alberti, Altolaguirre, Bergamín, Cernuda, Lorca, Guillén, Neruda, la plana mayor de la joven literatura de entonces, firmaron un artículo contra Domenchina, a finales de marzo del 36. ¿Cuál fue su terrible delito? Acatar a Salinas. En carta a Katherine Whitmore el ofendido parece desatenderse de la iniciativa: “Salí a la una y estuve media hora con Pepe Bergamín para que él disuadiera a esos insensatos poéticos de escribir la carta contra Domenchina. Me ha prometido hacerlo, y yo creo que si hay alguien capaz de pararlos es él”. Juan Ramón Jiménez pensaba lo contrario, según le cuenta a Juan Guerrero Ruiz: “Hablamos del ataque emprendido en Heraldo de Madrid con la carta publicada por Guillén, Alberti, Lorca y compañía, que pretendiendo hacer una defensa de Salinas, han tratado de mezclar el nombre de J. R. J. Juan Ramón dice que él aconsejó a Domenchina que no insistiera, y el domingo próximo en sus notas de El Sol les dirá, entre bromas y veras, unas cuantas verdades”. Y más adelante: “Hoy he leído las notas de Juan Ramón contestando a las insidias del grupo de amigos de Salinas. En esas notas se dirige ya directamente a Salinas llamándole ‘camaleón y Judas poético y político’ por ser el autor encubierto de esta nueva campaña en que se ha mezclado injusta e injustificadamente su nombre”.
Salinas, que disimula en las cartas a su secreto amor, se despacha a gusto cuando escribe a Guillén: “Eso compensa el triste episodio ‘Domenchina el nauseabundo’. Su elegancia moral queda confirmada al alegar un telegrama particular en una polémica pública, y al mismo tiempo su estupidez y mala fe, porque la contradicción que él quería inventar no existía. Es un bicho, a quien no debes tratar ‘cordialmente’ ni en telegrama más en tu vida. También resalta su ‘elegancia’ al hacer que no publicasen en La Voz nada. Digno discípulo ético-estético de su enfangador literario. Creo que ha salido mal de la contienda porque las personas con quienes él quería codearse como poeta le han propinado el merecido puntapié. Esperemos ahora las insidias verdaderas, que no faltarán”.
Ignoraba yo cuál fue el feroz ataque de Domenchina que puso contra él a la plana mayor de la poesía. Lo encuentro ahora en el tomo de Artículos selectos que publica Amelia de Paz. Al comentar una edición de San Juan de la Cruz escribe: “Tan gustoso y presuroso florilegio es obra del profesor y poeta Pedro Salinas, autor asimismo de la apresurada y ligera nota preliminar que le sirve de atrio”. ¡Tremenda ofenda! En eso se entretenían los poetas a pocos meses de la guerra civil. Qué cosas.


Martes, 23 de marzo
COMPAÑEROS DE VIAJE

¿Quién fue Xavier Marmier? Nunca había oído ese nombre. Como esta mañana paso demasiado pronto por la redacción de Clarín, y aún no se ha recibido el correo, no encuentro ningún libro nuevo. ¿Y cómo tomar el café de la mañana en Las Salesas sin el aroma de libros recientes? Doy una vuelta por la librería Don Quijote, en el pasaje de la calle Covadonga, y allí me encuentro con A través de los trópicos, de Xavier Marmier. “Como mi avanzada edad no me permite ya viajar –leo en el prólogo-, he decidido hacerlo a través de los libros. Por medio de ellos puedo tener una visión de lejanas tierras, cuyo recuerdo me es tan grato, y por ellos puedo penetrar en países donde no tuve la suerte de llegar como visitante”.


No había oído nunca hablar de Xavier Marmier y de pronto descubro que es exactamente la persona que me habría gustado ser: “Destaca en la biografía de Marmier una constante: su tenaz resistencia a convertirse en burócrata o persistir en los cometidos que no provengan de su insaciable curiosidad; apenas recibe un nombramiento emprende o se prepara para un viaje fructífero. Aventura de aprendizaje o investigación, cualquiera que sea la dirección que tome su interés: las lenguas nórdicas o la recopilación de sus leyendas, las costumbres de un territorio inexplorado o las curiosidades étnicas o geográficas de un país. Todo ello, desde el mayor rigor. Ni siquiera el matrimonio logra anclarle a un puesto fijo, ya que la esposa muere antes del año de la boda. Así, libre de ataduras, se dedica enteramente a escribir y viajar entre cargo y cargo (fue bibliotecario de Santa Genoveva, preceptor de los hijos del rey…), dejando una extensa obra como resultado de sus numerosos viajes, del Danubio al Nilo, del Báltico a Argelia, de Islandia a Canadá”.
Pero quizá sus viajes más provechosos fueron los que hizo infinitas mañanas a lo largo de los muelles del Sena, explorando los cajones de los “bouquinistes”. Y como era un hombre agradecido en su testamento dejó mil francos para que los libreros de viejo, sus mejores compañeros de viaje, celebraran en su memoria una fastuosa cena.


Miércoles, 24 de marzo
DETESTO

Detesto todo lo que me empobrece: ahorrar, escalar, tener propiedades, ganar más dinero del que necesito, los elogios necios, estar encantado de haberme conocido.
Me gusta todo lo que me enriquece: leer (no a Pérez-Reverte ni a otros clásicos contemporáneos), charlar, viajar, quedarme en casa, escuchar el silencio, hacer la compra, no tener razón, los periódicos del día, enamorarme, perder el tiempo.


Jueves, 25 de marzo
SERÁ VERDAD

¿Será verdad que estoy siempre mirándome el ombligo, que solo sé hablar de mí? No tengo yo esa impresión, pero lo cierto es que con el tiempo he ido cogiéndole cariño a este individuo extraño y desconcertante con el que me encuentro cada vez que me miro al espejo. Hemos de convivir toda la vida, conviene que nos llevemos bien.
Como las mías propias, aunque con un poco más de dificultad, estoy aprendiendo a soportar las manías y las rarezas de los demás. Cuesta bastante, pero al final resulta divertido.
También he aprendido a reírme un poco de mí mismo, a no tomarme demasiado en serio.


Es posible que esté siempre mirándome el ombligo, pero es que soy tan megalómano que lo confundo con el universo.
Es posible que siempre me enamore de mí, pero más alto, más joven, más guapo y más inteligente.

domingo, 21 de marzo de 2010

Línea roja: Decir sin estar diciendo

Sábado, 13 de marzo
CONVERSACIÓN

¿Cómo puedes concentrarte en medio de este barullo?, me pregunta un amigo que me encuentra en el Caffè di Roma, en el centro comercial Los Prados, rodeado de familias con niños.
Y yo me encuentro tan a gusto, mejor que en la más silenciosa biblioteca. Como mañana he de escribir una nota sobre la correspondencia de Gil de Biedma, he traído ese libro para releerlo y algunos otros relacionados. Uno de ellos, Conversaciones, se reúne las entrevistas del poeta. No me imagino contertulio mejor. Le escucho, le contradigo, anoto algunas de sus frases, seguimos dialogando tras cerrar el libro.


Al envejecer se escriba menos poesía porque la sensualidad disminuye. Un poeta joven se pone caliente con cualquier palabra. A partir de cierta edad ocurre precisamente lo contrario.

Para ordenar un libro sigo el mismo criterio que para decorar una casa. Variación, contraposición y modulación, ese es todo el secreto. El orden de un libro debe estar pensado para hacer más agradable la estancia entre sus páginas.

La gran poesía se hace o de muy joven o de muy viejo, y raramente en la madurez. Pero de muy joven pocos saben escribir y de muy viejo se han perdido las ganas. Por eso resulta tan escasa.

Sin capacidad de rencor no hay capacidad de amor.

La felicidad aburre. Si eres feliz, no digas nada. Por lo menos en verso

Un buen poema raras veces es un acaricia; casi siempre, un puñetazo.

No hay arte sin simulacro, tampoco placer sexual.

Hay críticos frígidos que nunca han gozado con lo que leen.

La ventaja de imitar deliberadamente es que nadie se da cuenta.

La única crítica que interesa es la que orienta sobre si vale la pena leer un libro o no, la que da ganas de leerlo o razones convincentes para no hacerlo.

Todo ser humano lleva dentro una cierta cantidad de odio hacia sí mismo, y ese odio acaba siempre saliendo fuera y salpicando a la persona que se tiene más cerca, que suele ser a la que más se quiere.

Para escribir poesía no hay razones, sino sinrazones.

La misma diferencia que existe entre contemplar un cuerpo con ojo clínico y recrearse en él eróticamente es la que se da entre leer un poema propio y otro ajeno.

Un poema debe de dar siempre la impresión de que algo sucede, aunque lo único que suceda sea el poema.

Ningún enemigo es de verdad un enemigo si no es un enemigo íntimo.

A la poesía, como a tantas otras cosas, es mejor comprenderla de un modo imperfecto. Para que algo o alguien deje de interesarnos no hay nada como comprenderlo demasiado bien.

La poesía interesa poquísimo hoy en día; casi tan poco como hace cincuenta años, un siglo, dos siglos, mil años.

Hay quienes me reprochan no haber hablado nunca claro en mis poemas de determinado tema, pero es que ese tema, cuando se habla claro, pierde toda su gracia.

A veces me reprocho haber escrito pocos poemas y haberme enamorado demasiadas veces. En realidad creo que he escrito demasiados poemas y que no me he enamorado nunca, aunque haya perdido la vida intentándolo.


Lunes, 15 de marzo
SER NECESARIO

Una amiga, recién jubilada, aparece por el café del Rosal mientras yo estoy hojeando la revista El Ciervo, que siempre leo con placer y provecho. Un anciano teólogo, al que han solicitado colaboración, cita a Mauriac: “Al no ser necesario, ¿no se le llama morir?”. Y añade: “Ahora, cuando me piden algo, me dan vida”.
Y a mí me gustaría abrazar a mi frágil amiga perpetuamente inconformista y decirle que cuide su salud, que sigue siendo más necesaria que nunca. Pero, si nunca he tenido problemas para decir lo que pienso, siempre me ha costado decir lo que siento.


Martes, 16 de marzo
INDISCRECIONES

Vicente Molina Foix habla en el Milán de su novela El abrecartas. No le gusta que diga que le leí por primera vez hace cuarenta años, en la antología Nueve Novísimos, cuando yo tenía 19 años y él 23. Es de los que consideran la edad algo muy íntimo que debe mantenerse en secreto. Yo no entiendo esas coqueterías, que acaban descolocando a un escritor y dejándolo en tierra de nadie. Ocurrió con el semiolvidado Gil-Albert, con la olvidada Concha Lagos. Creo que estamos hechos de tiempo y que sin situarle en su tiempo a un escritor no se le comprende.


Pero cada persona tiene sus secretos. En El abrecartas desvela Molina Foix el secreto a voces de Aleixandre: el femenino de sus poemas de amor oculta un pronombre masculino. No sabemos si a Aleixandre le habría gustado esa indiscreción. Él jamás mencionó el tema. Tenía verdadero terror a que esas preferencias pudieran llegar a oídos de su mejor amigo, que era de los que pensaban que apalear y encarcelar homosexuales era tratarlos con benevolencia porque lo que en realidad merecían era la hoguera. A José Luis Cano, devoto secretario oficioso, que anotaba sus conversaciones para la posteridad, le recitaba cada poco el cuento de sus novias. Solo con quienes participaban de sus mismos gustos, tras cerrar puertas y ventanas, se atrevía a sincerarse. A ellos les contaba chismes de sus mitificados compañeros de generación –que Luis Cernuda se pintaba los ojos, por ejemplo- a la vez que les escuchaba sus desvergonzadas aventuras. Vicente Aleixandre, tan comedido y cauto, no fue un Gil de Biedma: el franquismo le castró y le enseñó a pecar solo con la imaginación.
“¿No crees que has traicionado la confianza de Aleixandre al contar en tu novela la verdad de sus fantasías eróticas?”, le pregunto a Molina Foix al final de su conferencia, en la que sin embargo ha mantenido la discreción del maestro y ha hablado de todo menos de ese secreto desvelado que contribuyó no poco al éxito del libro.
----No, no lo creo. Un día le pregunté, delante de amigos, si a él no le importaría que esas cosas se supieran. Y él respondió que cuando él hubiera muerto y hubieran muerto su amigo Dámaso, al que temía más que nada, y su hermana Conchita ya podríamos contar todo lo que sabíamos y lo que habíamos vivido junto a él.
----Bueno, no creo que pudiera reprocharte mucho. Sobre todo si comparamos su caso con el de Gil de Biedma. Tú te limitas a contar una historia de amor, su relación con Andrés Acero. Y la cuentas con delicadeza y de conmovedora manera. Nada que ver con las zafiedades de Dalmau y El cónsul de Sodoma.
----En la novela aparece otro de sus amantes, que todavía vive, por eso solo le hago aparecer como amigo y discípulo suyo.
----Sí, de ese amigo mejor que no descubras nada que él quiera ocultar. Bastante castigo tiene con la mujer que finalmente le tocó en suerte.



Miércoles, 17 de marzo
THE MAN ON THE WIRE

Un día, mientras esperaba en la consulta del dentista, hojeando una revista, descubrió el amor de su vida. No era una mujer, tampoco un hombre, sino las dos torres más altas del mundo que se habían comenzado a construir en Nueva York. Arrancó esa página, se la guardó en el bolsillo, y desde entonces no hizo otra cosa que prepararse para la hazaña de su vida.
El azar de la televisión me regaló la otra noche The man on the wire, el documental de James Marsh que cuenta la fascinante historia de Philippe Petit, el funambulista francés que el 7 de agosto de 1974 anduvo una hora sobre el alambre entre las dos Torres Gemelas, recién inauguradas. Fue un paseo soñado durante años, preparado clandestinamente, una mágica caminata con la que yo también he soñado más de una vez.
Triste destino el de esas torres, que nadie parece echar de menos. Se lamentan los muertos, pero no que ellas desaparecieran. Cualquier otro edificio se habría reconstruido. Ellas, no. Nadie lo propuso siquiera. Había que aprovechar el desastre para hacer otra cosa, o ninguna cosa. Hoy queda su ausencia como perenne homenaje a la barbarie.


Olvidadas en un libro, encuentro dos fotografías de mi primer viaje a Nueva York. Están tomadas en la misma tarde y en las dos tengo idéntica postura: en una me apoyo en una barandilla del puente de Brooklyn y en la otra estoy sobre una de las Torres y el puente se entrevé abajo, a la izquierda. Era en 1990. Yo tenía cuarenta años, ellas apenas diecisiete. Parecían destinadas a cumplir siglos, pero no llegarían a la edad que yo tenía entonces.


Miro las fotografías y me veo caminando sobre el alambre y el abismo de una torre a otra, de una edad a otra.


Viernes 19 de marzo
UNA MUJER

“Ver a una mujer: solo por un segundo, solo por el breve lapso de una mirada, para luego volver a perderla, en la oscuridad de un pasillo, tras una puerta que me está vedado abrir… Ver a una mujer, y sentir en ese mismo instante que también ella me ha visto, que sus ojos interrogantes han quedado prendados de mí como si no tuviéramos más remedio que encontrarnos en el umbral de lo ignoto”.
Qué fascinante vida la de Annemarie Schwarzenbach. Thomas Mann dijo de ella que era “un ángel devastado”. Tuvo tres grandes amores: los viajes, la morfina y las mujeres. Recorrió el mundo en destartalados automóviles, sorteó abismos en Asia y en África, siempre en compañía de una cámara de fotos y una querida amiga, se enfrentó al nazismo, y fue a morir en 1942, a los treinta y cuatro años, de un trivial accidente de bicicleta.
En su tiempo fue un escándalo, pero en nuestro tiempo no ha faltado quien le reprochara que las pasiones lésbicas apenas dejaran huella en su obra. Ahora se acaba de descubrir un relato juvenil, en el que sin veladuras habla de su amor, de su obsesión por una mujer entrevista.
Qué triviales los secretos más secretamente guardados. Los tabúes, que tanto daño han hecho en la vida de algunas personas, no hacen ningún daño a la literatura. Todo lo contrario. Solo quien tiene mucho que callar tiene algo que contar.
Nadie puede ser considerado verdadero escritor si no es capaz de decir exactamente lo que quiere decir sin necesidad de decirlo.

domingo, 14 de marzo de 2010

Línea roja: Una casa en Cerdeña

Sábado, 6 de marzo
SENSO

No hay amor sin humillación. De la historia de la condesa Livia y el teniente austriaco me enteré por primera vez en el Real Cinema, una dorada sala a la italiana que ya no existe, y como ocurre siempre con las buenas historias me pareció que contaba mi propia historia. El relato de Camillo Boito lo leí una noche solitaria en el Cafè Quadri, veinte años después. Se me quedó en la memoria una frase: “Cuanto más vil me parecía su corazón con mayor hermosura resplandecía su cuerpo”.


Ana Eva Guerra es hoy la condesa turbiamente enamorada, colaboracionista y vengativa, en el escenario del avilesino Palacio Valdés, que fue uno de los ruidosos cines de mi infancia. En esta estilizada versión de Moisés González –con la música minimalista como un personaje más— se pierden muchas cosas, pero el núcleo de la historia queda intacto. Comete un pequeño error: hace decir a la condesa que frecuenta el Florián, pero ese café no había sitio ni para los austriacos ni para sus amigos. Estamos en la Venecia de 1865, deseosa de formar parte del joven reino de Italia.
Aquella noche solitaria de junio leía en el Quadri, por primera vez, el cuaderno secreto de la condesa Livia: “He aquí como comenzó mi terrible pasión. Yo tenía la costumbre de ir todas las mañanas al balneario flotante puesto entre el jardincito del Palacio Real y la punta de la Aduana. Había alquilado por una hora, de siete a ocho, una de las dos bañeras para mujeres, de un tamaño suficiente para poder nadar un poco dentro, y mi camarera venía a desnudarme y a vestirme; pero, como nadie más podía entrar, no me molestaba en ponerme el traje de baño”.
Salí del café, atravesé la piazza y la piazzeta, torcí a la derecha y, delante de la verja de los jardines, me entretuve mirando el rielar de la luna sobre las aguas negras, la silueta de San Giorgio, la punta de la Dogana con su estatua dorada de la Fortuna. Allí, una mañana espléndida como la primera mañana del mundo, el agua se agitó, la condesa sintió su ondulación fresca en todo el cuerpo y por uno de los anchos huecos del armazón de madera entró inesperadamente un hombre: “Me pareció de mármol, tan blanco era y tan hermoso; su amplio pecho se agitaba con la respiración profunda, sus ojos azules brillaban y de sus cabellos rubios caían las gotas como una lluvia de perlas resplandecientes. Puesto en pie, medio velado por el agua todavía temblorosa, alzó los brazos musculosos y mórbidos. Parecía dar las gracias a los dioses diciendo: Por fin”.
Una sombra se movía tímida en aquel lugar tan distinto al que durante el día llenaban los turistas y los vendedores de máscaras y baratijas. Se acercó por fin, o me acerqué yo, ya no recuerdo. Como no decía nada, le pedí fuego. Me dijo que no fumaba. Dije qué suerte, yo tampoco. Sonrió.
Han pasado diez años. La condesa Livia, despojada de oropeles viscontianos, revive sobre el escenario de mi infancia, sobre el teatro de la memoria, la historia de su pasión. Y yo recuerdo otras historias que me hicieron desear la muerte y que ahora solo me hacen sonreír. Envejecer también tiene su gracia.



Lunes, 8 de marzo
SER TEMIDO

Siempre vuelvo a Maquiavelo. Supo ver claro: “A los hombres les da menos miedo atacar a uno que se hace amar que a uno que se hace temer, porque el amor se basa en un vínculo de obligación que los hombres, por su maldad, rompen cada vez que se opone a su propio provecho, mientras que el temor se basa en un miedo al castigo que nunca te abandona”.


Martes, 9 de marzo
EL REPROCHE DE UN AMIGO

No critiques esos programas de televisión en los que todos chillan y se sacan los trapos sucios de los famosos a la cara. ¿A fin de cuentas que es lo que hacéis vosotros los investigadores universitarios? Pues lo mismo que Carmele Marchante, Quico Matamoros y otras estrellas de la cosa, pero con más ínfulas. Sois cuervos sobre rastrojos de difuntos, hacéis con Miguel Hernández lo que ellos con Carmen Ordóñez o con quien sea. Pero no os lo reprocho, así sois más divertidos. Leyendo la Revista de Estudios Gallegos, de la Universidad Complutense, me he enterado de cuál fue la verdadera razón de la pelea en que Valle-Inclán perdió su brazo. De aquella tertulia en el café de la Montaña, muy cerca de la Puerta del Sol, formaba parte un joven dibujante portugués cuyas caricaturas en contra de la monarquía le habían obligado a marchar de su país. Se llamaba Leal da Câmara y es autor de la primera caricatura famosa de Valle-Inclán, aparecida en La vida literaria. En ella cruza las dos manos. No tardaría mucho en no poder hacerlo.


A Leal da Câmara algunos compatriotas que vivían en Madrid le había advertido que tuviera cuidado al exponer sus opiniones ya que los españoles no tenían ninguna simpatía por Portugal, un país al que miraban por encima del hombro. El joven dibujante no tardó en comprobar la verdad de esas afirmaciones. En carta a su madre, escrita el 31 de julio de 1899, contó así lo ocurrido: “Sepa que recibí los padrinos de un señor para batirme en duelo. Es el caso que estando hace algunas noches en un paseo llamado la Castellana con un grupo de señores –todos literatos o pintores--, uno de ellos se puso a decir barbaridades sobre Portugal. Como el hombre continuara, perdí los estribos y le dije que le iba a partir la cara, que era una bestia, un burro y no sé cuántas cosas más. En vista de mi actitud, el hombre se calló. Al día siguiente, recibí una carta de dos amigos suyos. Me pedían que retirara mis palabras. No quise hacerlo. Nombré mis padrinos, decidido a seguir adelante. Al comprobar mi decisión firme de batirme, él se echó atrás, quedando así terminado el asunto, espléndidamente para mí y pésimamente para él”. En los años cuarenta, Leal da Câmara pasó por Madrid y en diversas entrevistas volvió a aquel viejo asunto que los biógrafos de Valle-Inclán habían hecho famoso. Parece que las cosas no fueron exactamente como se las contó a su madre para tranquilizarla. Tras la primera discusión, en la que Leal da Câmara no pudo contenerse cuando oyó decir que “Portugal podía ser tomado con una simple marcha de granaderos” y dio un puñetazo al español jactancioso, recibió la carta que ponía en marcha el duelo. En la entrevista de los años cuarenta dice que liquidó el asunto a la portuguesa “esperando a Gutiérrez en el Paseo de la Castellana y dándole una paliza hasta hacerle desistir del aparatoso duelo”. A Valle-Inclán el asunto le había irritado especialmente. El portugués no había tocado nunca espada ni sable y se puso a recibir apresuradas lecciones de un militar amigo. “¡Leal es un niño y ese duelo es un infanticidio, un crimen!”, le gritaba a Manuel Bueno aquel aciago día en el café de la Montaña. A Bueno le consideraba especialmente culpable porque había sido uno de los que habían llevado la carta de desafío al día siguiente de la disputa. Le reprochaba que no hubiera tratado de calmar al españolito agraviado, que al parecer no se llamaba Gutiérrez, sino López del Castillo. Ya sabemos lo que ocurrió: de las palabras se pasó a los insultos, Bueno hizo un gesto amenazante con su bastón, Valle-Inclán en respuesta le lanzó una botella de agua y a continuación vino el bastonazo fatal, que produjo a don Ramón una herida en la cabeza y un rasguño en la muñeca izquierda. En un dispensario le hacen una cura de urgencia y le tranquilizan: no hay más que un desgarro en el cuero cabelludo, aparatoso por la sangre, pero superficial, y un corte del gemelo en el puño: desinfección y “tirita de tafetán”. Luego vino, a las dos semanas, lo ya sabido: el agravamiento, la gangrena, la amputación del brazo. El bastón de Manuel Bueno era un bastón grueso, de camorrista: escondía una barra de hierro.


Jueves, 11 de marzo
MALA SUERTE


En España es imposible no enterarse de las intimidades ajenas. Todo el mundo las grita por teléfono o directamente a su interlocutor. De cuántas historias no me he enterado yo mientras tomo un café en el Rosal. Si las contara una tras otra, escribiría otra Regenta. Lo malo es cuando en la mesa de al lado pontifican sobre política. Hoy me toca escuchar las habituales diatribas contra el gobierno, el feminismo, los catalanes y los vascos, y de pronto una frase me hace sonreír: “Los portugueses no son más que unos catalanes con suerte”. El feroz españolito no se da cuenta de que está dando la razón a los independentistas: si lo que dice es cierto, los catalanes solo serían españoles porque tuvieron mala suerte en los cambalaches de la historia.


Viernes, 12 de marzo
SEGURO AZAR

Leyendo un libro de Jorge Eduardo Eielson, Poeta en Roma, me acordé de lo que me reprochaba mi amigo el otro día. Ciertamente de la erudición a la chismografía hay solo un paso. Eielson es un poeta y pintor peruano que tiene gran prestigio en ciertos medios. A mí la verdad es que su poesía me interesa poco. No ocurre lo mismo con las noticias biográficas que acompañan esta edición. Los dos acontecimientos fundamentales de su vida ocurrieron el mismo día y exactamente en el mismo lugar: la Piazza del Popolo. Allí, por la mañana, un amigo le regaló un libro que le abrió las puertas del budismo zen; allí, por la tarde, otro amigo le presentó a Michele Mulas, un joven artista sardo del que no separaría en los cuarenta y dos años siguientes. Tras un tiempo de vagabundeo, se instalan definitivamente en Milán. El verano lo pasan en Cerdeña, en una casona antigua que Michele había heredado, con amplios estudios para cada uno, dependencias para los huéspedes y una paradisíaca soledad alrededor, atravesada por el arroyo Barisardo, al que iban a bañarse o a pescar. Una radiante vida en común que concluye el 19 de diciembre del 2002 al morir Michele. Y es entonces cuando ocurre lo inesperado. Dos mujeres, que se apellidan Eielson, descubren al pintor-poeta por Internet y se ponen en contacto con él. El apellido es poco frecuente: quizá tengan algún parentesco. Y vaya si lo tenían. Resulta que una de ellas, Olivia Eielson, era su hermana. El padre de Jorge Eduardo, del que no tuvieron noticias después de que abandonara a la familia, había regresado a Estados Unidos y se había vuelto a casar. La otra mujer, Kari Eielson Mork, era hija de un hermano de su padre. Al encontrarse en Milán, hay otra sorpresa añadida: Kari llega con su hija, de muy pocos años, y al viejo solterón se le ilumina el mundo. Murió en 2006, convertido en abuelo, rodeado de mujeres que le querían. En su hermana Olivia, que también escribía, pintaba, hacía música, encontró un alma gemela. El último verano de su vida, en la casa de Cerdeña, fue quizá el más feliz: Michele no estaba en el pequeño cementerio de Barisardo, sino multiplicado en el amor de aquella nueva familia que el azar le había entregado. Me parece que el mejor poema de Jorge Eduardo Eielson fue su propia vida, inverosímilmente hermosa.

sábado, 6 de marzo de 2010

Línea roja: De momento

Sábado, 27 de febrero
FELICIDAD

Mi idea de la felicidad: poder decir, al final de la vida, que nunca tuve una pena tan grande que no me la quitara una hora de lectura.



Domingo, 28 de febrero
LA ISLA

“¿Así que le gustó la película Shutter Island, según leo en el periódico? –desde hace no sé cuántos domingos suele sentarse, hacia las doce, en una mesa cercana a la mía, pero hoy es la primera vez que se decide a hablarme—. Pues a mí, no. Me pareció una fantasmada. ¿Oyó usted hablar de la isla de San Simón? Ahí sí que hay una historia, pero no sé de nadie que se haya decidido a contarla. Era un auténtico lugar de exterminio, como los campos nazis, pero aquí en España, frente a la costa gallega. A ella mandaban a los presos de más edad. Los mataban de hambre, y si solo fuera eso… Yo estuve allí, en 1942, a los doce años. Mi padre estaba preso en Palencia, donde coincidió con Miguel Hernández, mi madre tenía que ocuparse de mis tres hermanos pequeños; podía visitar a su marido, pero no a su suegro, del que ni siquiera nos llegaban cartas, y por eso decidieron que lo hiciera yo, en aquellos tiempos uno se hacía mayor muy pronto. Había que ir en tren hasta Redondela y de allí, a pie, hasta Cesantes, a unos cuatro quilómetros. Luego teníamos que esperar la barca que nos llevara a la isla. Sin horario fijo, venía a buscarnos cuando les apetecía a los funcionarios, que nos cobraban una peseta a cada uno, aunque por ley no tenían que cobrarnos nada. A veces la esperábamos horas, junto al embarcadero, a la intemperie. Los presos eran esqueletos andantes, les daban de comer una bazofia que ni siquiera querían los perros. Y los paquetes que les llevábamos casi nunca les llegaban, se los repartían los funcionarios. Yo me entretuve en los acantilados después de ver a mi abuelo y cuando quise volver la barca ya había partido porque se avecinaba tormenta. Fue terrible, arrancó más de cien árboles y parecía que la isla entera iba a quedar sumergida bajo las aguas. Los funcionarios reían y bebían mientras los presos se amontonaban en los sótanos medio inundados. A mí me dejaron acurrucarme en un rincón del comedor. Vi cosas que no me gustaría haber visto, pero a ellos no les importaba. Creían hacer un bien librando al mundo de aquella basura comunista, era un encargo personal del Caudillo. Y, además, a un niño, ¿quién le iba a creer si contaba algo? Supe que por allí andaban nazis, haciendo no sé qué experimentos. Mi abuelo me dijo que estaba bien, que aquella isla, cerca de las Rías Bajas, era un lugar muy saludable, que dijera en casa que era como un balneario. No quería asustarnos. Pero no necesitaba decir nada, no había más que verle para darse cuenta de lo que pasaba. Cuando, pocos años después, comenzaron a aparecer las imágenes de los montones de cadáveres y de los supervivientes de los campos de exterminio, recordé lo que en la isla de San Simón había visto. ¿Nadie más lo ha visto? ¿Fueron solo imaginaciones mías? Alguna vez tuve intención de volver y de investigar. Pero no me decidí nunca, ya sabe lo que son estas cosas, siempre surge algún impedimento. Hablé de esto con un profesor, un compañero suyo, no recuerdo ahora cómo se llama, en Gijón, en un curso sobre literatura y guerra civil. Él me dijo que creía recordar que un escritor, Diego San José, había estado encarcelado en ese lugar y que lo contaba en sus memorias, De cárcel en cárcel. Un amigo las buscó por Internet y las encontró en una librería de Sevilla. Y sí, yo no había soñado, ahí se hablaba de lo que yo había visto, de cómo varios centenares de harapos humanos recogían el miserable condumio, que hubiera rechazado un perro, con que la Dirección General de Prisiones tenía el sadismo de matarlos lentamente. Pero hay cosas que no dice, porque no las vio o porque no se atreve: los festines de los funcionarios con los alimentos que los familiares llevaban a los presos, los médicos alemanes que hacían no sé qué pruebas. A usted le gusta viajar, le gusta revolver viejos papeles, ¿por qué no se da una vuelta por la costa de Pontevedra, por qué no visita la isla, por qué no nos cuenta todo lo que allí ocurrió? Claro que, a lo mejor, lo que encuentra ahora en la isla es un hotel de lujo y nadie querrá revolver viejas historias, desenterrar cadáveres, no sea que le pase lo que al bueno de Garzón”.



Lunes, 1 de marzo
ELOGIO DE LA PEREZA

Hay una cita de Cernuda que me gusta repetir: “El no hacer nada es para ti ocupación bastante”. La recuerdo ahora que me llega una nueva edición de uno de los más ingeniosos diálogos de Oscar Wilde, La importancia de no hacer nada.
No hay día en que yo, por placer e higiene mental, no dedique un buen tiempo, a veces hasta diez minutos, a no hacer nada.
Hasta diez minutos. Tampoco hay que abusar. Yo soy de esas personas que, como Isaac Newton, según le gustaba repetir a Eugenio d’Ors, jamás confunden diez minutos con un cuarto de hora.


Martes, 2 de marzo
PASAJES

Me gustan los pasadizos que llevan de los libros a la vida, de la vida a los libros. Hojeo distraído una amena novela que me ha recomendado un amigo (en esos casos, siempre suelo responder lo mismo: “Conozco formas más agradables de perder el tiempo”), y de pronto un hueco en la página me deja en la esquina de la calle Magdalena, frente al Campillín. Desciendo por Marqués de Castañaga y al final, esperándome, está como siempre la librería: “Ni siquiera habían cambiado el letrero. Traía en letras doradas Librería Anticuaria Merlín. Y debajo, el nombre de su dueño en una caligrafía más picuda y más pequeña. La librería anticuaria Merlín era uno de esos lugares con luz ambarina que parecen detenidos por el tiempo esperando a que alguien los encuentre, como si fueran el camarote de un viejo barco que ha sobrevivido intacto a un naufragio. Era pequeña, pero en ella cabía el mundo: libros de piratas, cuadernos infantiles que escribieron unos niños que ahora tendrían cien años, novelas arrugadas con dedicatorias de amor escritas en la primera página, tomos de enciclopedias que podían ser del tamaño de una oveja o de una onza de chocolate, amarillentos infolios, libros en los que aún perduraba el olor de sus dueños…”
El personaje de la novela, Ulises de nombre, alarga el brazo y coge al azar un tomo de los anaqueles. Se trata de una de las primeras ediciones de Cien años de soledad, publicada por Mondadori en 1967, según nos aclara la autora, que poco antes ha hablado de los esqueletos de mariposa que encuentra entre las páginas de algunos libros. Pero la novela de García Márquez se publicó ese año en Sudamericana, no en la italiana Mondadori. Por ese hueco de la página me salgo de Los libros luciérnaga, de Leticia Sánchez Ruiz, paso de la librería Merlín a la librería Valdés y vuelvo a ser personaje de la única historia de libros y librerías que nunca me canso de leer: mi propia vida.



Miércoles, 3 de marzo
CORAZÓN, CORAZÓN

Mientras espero, ante la consulta del doctor Salinas, en el Centro Médico, hojeo el libro que he traído conmigo: Afuera canta un mirlo, de Roger Wolfe. No sé yo si es la lectura más adecuada: “En la sala de urgencias, / rodeado de borrachos y de locos, / de pedazos de carne ultrajada / que yacen en camillas / asaetados de tubos y de agujas, / se me pasa todo Proust por la cabeza / sobre un fondo de violines de Vivaldi”.
Mientras espero el resultado del análisis cardiológico me entretengo, no con Proust ni con Vivaldi, sino con esta casi prosa, directa y cortante, una veces solo un desahogo y otras una mínima y punzante maravilla: “El adagio para cuerda / de Samuel Barber / en la radio. Té con leche / en porcelana inglesa. / Buen tabaco holandés. / Por la ventana abierta, / los lentos ocres / de un crepúsculo de junio / sobre el que vertiginosos vencejos / trenzan sus elipsis de silbidos. / El tiempo se ha parado / como quien se detiene a mirarse / un instante en un espejo. / No creo verdaderamente en Dios. / Pero aún así / le doy gracias / por los cuarenta y un exactos años / que me han hecho falta / para vivir la intransferible plenitud / de este momento”.


El doctor no tarda en tranquilizarme. Parece que mi corazón funciona perfectamente. A fin de cuentas, siempre he llevado una vida saludable: no fumo, no bebo, no hago deporte. Y además tomo todas las precauciones posibles para no incurrir en ese estado febril y casi siempre de consecuencias funestas que recibe el nombre de enamoramiento.
Conviene, sin embargo, no olvidar que la salud es un estado precario del hombre que no promete nada bueno.


Jueves, 4 de marzo
LOS OJOS DESEADOS


A veces los regalos no vienen envueltos en papel de regalo. Una compañera del Departamento de Filología Española ha pedido la baja en el segundo cuatrimestre y yo he de hacerme cargo de una de sus asignaturas. Al principio me parecía un engorro, pero cada día que pasa le estoy más agradecido. Se trata de un curso sobre la poesía del siglo de oro. Comenzamos con San Juan de la Cruz. Qué maravilla comentar ante atentos alumnos unos versos que me sé de memoria desde la adolescencia (“Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados”) y que aún no he acabado de desentrañar.
Los ojos deseados: no hay día en que, al azar de las calles, no crea entreverlos. Desafortunada o afortunadamente, no lo sé bien, hasta ahora siempre ha sido un error.


Viernes, 5 de marzoAJEDREZ

Con mi amigo Ernesto juego a que juego al ajedrez. Aunque solo tiene cuatro años, lo hace mejor que yo. Yo estoy menos atento al movimiento de las piezas que a su simbología y a los versos de Borges que me vienen a la memoria: “También el jugador es prisionero / (la sentencia es de Omar) de otro tablero / de negras noches y de blancos días”.
De momento, en ese otro tablero (que aún no es, como acabará siendo, “de blancas noches y de negros días”) yo voy ganando la partida. De momento.