Sábado, 27 de febrero
FELICIDAD
Mi idea de la felicidad: poder decir, al final de la vida, que nunca tuve una pena tan grande que no me la quitara una hora de lectura.
Domingo, 28 de febrero
LA ISLA
“¿Así que le gustó la película Shutter Island, según leo en el periódico? –desde hace no sé cuántos domingos suele sentarse, hacia las doce, en una mesa cercana a la mía, pero hoy es la primera vez que se decide a hablarme—. Pues a mí, no. Me pareció una fantasmada. ¿Oyó usted hablar de la isla de San Simón? Ahí sí que hay una historia, pero no sé de nadie que se haya decidido a contarla. Era un auténtico lugar de exterminio, como los campos nazis, pero aquí en España, frente a la costa gallega. A ella mandaban a los presos de más edad. Los mataban de hambre, y si solo fuera eso… Yo estuve allí, en 1942, a los doce años. Mi padre estaba preso en Palencia, donde coincidió con Miguel Hernández, mi madre tenía que ocuparse de mis tres hermanos pequeños; podía visitar a su marido, pero no a su suegro, del que ni siquiera nos llegaban cartas, y por eso decidieron que lo hiciera yo, en aquellos tiempos uno se hacía mayor muy pronto. Había que ir en tren hasta Redondela y de allí, a pie, hasta Cesantes, a unos cuatro quilómetros. Luego teníamos que esperar la barca que nos llevara a la isla. Sin horario fijo, venía a buscarnos cuando les apetecía a los funcionarios, que nos cobraban una peseta a cada uno, aunque por ley no tenían que cobrarnos nada. A veces la esperábamos horas, junto al embarcadero, a la intemperie. Los presos eran esqueletos andantes, les daban de comer una bazofia que ni siquiera querían los perros. Y los paquetes que les llevábamos casi nunca les llegaban, se los repartían los funcionarios. Yo me entretuve en los acantilados después de ver a mi abuelo y cuando quise volver la barca ya había partido porque se avecinaba tormenta. Fue terrible, arrancó más de cien árboles y parecía que la isla entera iba a quedar sumergida bajo las aguas. Los funcionarios reían y bebían mientras los presos se amontonaban en los sótanos medio inundados. A mí me dejaron acurrucarme en un rincón del comedor. Vi cosas que no me gustaría haber visto, pero a ellos no les importaba. Creían hacer un bien librando al mundo de aquella basura comunista, era un encargo personal del Caudillo. Y, además, a un niño, ¿quién le iba a creer si contaba algo? Supe que por allí andaban nazis, haciendo no sé qué experimentos. Mi abuelo me dijo que estaba bien, que aquella isla, cerca de las Rías Bajas, era un lugar muy saludable, que dijera en casa que era como un balneario. No quería asustarnos. Pero no necesitaba decir nada, no había más que verle para darse cuenta de lo que pasaba. Cuando, pocos años después, comenzaron a aparecer las imágenes de los montones de cadáveres y de los supervivientes de los campos de exterminio, recordé lo que en la isla de San Simón había visto. ¿Nadie más lo ha visto? ¿Fueron solo imaginaciones mías? Alguna vez tuve intención de volver y de investigar. Pero no me decidí nunca, ya sabe lo que son estas cosas, siempre surge algún impedimento. Hablé de esto con un profesor, un compañero suyo, no recuerdo ahora cómo se llama, en Gijón, en un curso sobre literatura y guerra civil. Él me dijo que creía recordar que un escritor, Diego San José, había estado encarcelado en ese lugar y que lo contaba en sus memorias, De cárcel en cárcel. Un amigo las buscó por Internet y las encontró en una librería de Sevilla. Y sí, yo no había soñado, ahí se hablaba de lo que yo había visto, de cómo varios centenares de harapos humanos recogían el miserable condumio, que hubiera rechazado un perro, con que la Dirección General de Prisiones tenía el sadismo de matarlos lentamente. Pero hay cosas que no dice, porque no las vio o porque no se atreve: los festines de los funcionarios con los alimentos que los familiares llevaban a los presos, los médicos alemanes que hacían no sé qué pruebas. A usted le gusta viajar, le gusta revolver viejos papeles, ¿por qué no se da una vuelta por la costa de Pontevedra, por qué no visita la isla, por qué no nos cuenta todo lo que allí ocurrió? Claro que, a lo mejor, lo que encuentra ahora en la isla es un hotel de lujo y nadie querrá revolver viejas historias, desenterrar cadáveres, no sea que le pase lo que al bueno de Garzón”.
Lunes, 1 de marzo
ELOGIO DE LA PEREZA
Hay una cita de Cernuda que me gusta repetir: “El no hacer nada es para ti ocupación bastante”. La recuerdo ahora que me llega una nueva edición de uno de los más ingeniosos diálogos de Oscar Wilde, La importancia de no hacer nada.
No hay día en que yo, por placer e higiene mental, no dedique un buen tiempo, a veces hasta diez minutos, a no hacer nada.
Hasta diez minutos. Tampoco hay que abusar. Yo soy de esas personas que, como Isaac Newton, según le gustaba repetir a Eugenio d’Ors, jamás confunden diez minutos con un cuarto de hora.
Martes, 2 de marzo
PASAJES
Me gustan los pasadizos que llevan de los libros a la vida, de la vida a los libros. Hojeo distraído una amena novela que me ha recomendado un amigo (en esos casos, siempre suelo responder lo mismo: “Conozco formas más agradables de perder el tiempo”), y de pronto un hueco en la página me deja en la esquina de la calle Magdalena, frente al Campillín. Desciendo por Marqués de Castañaga y al final, esperándome, está como siempre la librería: “Ni siquiera habían cambiado el letrero. Traía en letras doradas Librería Anticuaria Merlín. Y debajo, el nombre de su dueño en una caligrafía más picuda y más pequeña. La librería anticuaria Merlín era uno de esos lugares con luz ambarina que parecen detenidos por el tiempo esperando a que alguien los encuentre, como si fueran el camarote de un viejo barco que ha sobrevivido intacto a un naufragio. Era pequeña, pero en ella cabía el mundo: libros de piratas, cuadernos infantiles que escribieron unos niños que ahora tendrían cien años, novelas arrugadas con dedicatorias de amor escritas en la primera página, tomos de enciclopedias que podían ser del tamaño de una oveja o de una onza de chocolate, amarillentos infolios, libros en los que aún perduraba el olor de sus dueños…”
El personaje de la novela, Ulises de nombre, alarga el brazo y coge al azar un tomo de los anaqueles. Se trata de una de las primeras ediciones de Cien años de soledad, publicada por Mondadori en 1967, según nos aclara la autora, que poco antes ha hablado de los esqueletos de mariposa que encuentra entre las páginas de algunos libros. Pero la novela de García Márquez se publicó ese año en Sudamericana, no en la italiana Mondadori. Por ese hueco de la página me salgo de Los libros luciérnaga, de Leticia Sánchez Ruiz, paso de la librería Merlín a la librería Valdés y vuelvo a ser personaje de la única historia de libros y librerías que nunca me canso de leer: mi propia vida.
Miércoles, 3 de marzo
CORAZÓN, CORAZÓN
Mientras espero, ante la consulta del doctor Salinas, en el Centro Médico, hojeo el libro que he traído conmigo: Afuera canta un mirlo, de Roger Wolfe. No sé yo si es la lectura más adecuada: “En la sala de urgencias, / rodeado de borrachos y de locos, / de pedazos de carne ultrajada / que yacen en camillas / asaetados de tubos y de agujas, / se me pasa todo Proust por la cabeza / sobre un fondo de violines de Vivaldi”.
Mientras espero el resultado del análisis cardiológico me entretengo, no con Proust ni con Vivaldi, sino con esta casi prosa, directa y cortante, una veces solo un desahogo y otras una mínima y punzante maravilla: “El adagio para cuerda / de Samuel Barber / en la radio. Té con leche / en porcelana inglesa. / Buen tabaco holandés. / Por la ventana abierta, / los lentos ocres / de un crepúsculo de junio / sobre el que vertiginosos vencejos / trenzan sus elipsis de silbidos. / El tiempo se ha parado / como quien se detiene a mirarse / un instante en un espejo. / No creo verdaderamente en Dios. / Pero aún así / le doy gracias / por los cuarenta y un exactos años / que me han hecho falta / para vivir la intransferible plenitud / de este momento”.
El doctor no tarda en tranquilizarme. Parece que mi corazón funciona perfectamente. A fin de cuentas, siempre he llevado una vida saludable: no fumo, no bebo, no hago deporte. Y además tomo todas las precauciones posibles para no incurrir en ese estado febril y casi siempre de consecuencias funestas que recibe el nombre de enamoramiento.
Conviene, sin embargo, no olvidar que la salud es un estado precario del hombre que no promete nada bueno.
Jueves, 4 de marzo
LOS OJOS DESEADOS
A veces los regalos no vienen envueltos en papel de regalo. Una compañera del Departamento de Filología Española ha pedido la baja en el segundo cuatrimestre y yo he de hacerme cargo de una de sus asignaturas. Al principio me parecía un engorro, pero cada día que pasa le estoy más agradecido. Se trata de un curso sobre la poesía del siglo de oro. Comenzamos con San Juan de la Cruz. Qué maravilla comentar ante atentos alumnos unos versos que me sé de memoria desde la adolescencia (“Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados”) y que aún no he acabado de desentrañar.
Los ojos deseados: no hay día en que, al azar de las calles, no crea entreverlos. Desafortunada o afortunadamente, no lo sé bien, hasta ahora siempre ha sido un error.
Viernes, 5 de marzoAJEDREZ
Con mi amigo Ernesto juego a que juego al ajedrez. Aunque solo tiene cuatro años, lo hace mejor que yo. Yo estoy menos atento al movimiento de las piezas que a su simbología y a los versos de Borges que me vienen a la memoria: “También el jugador es prisionero / (la sentencia es de Omar) de otro tablero / de negras noches y de blancos días”.
De momento, en ese otro tablero (que aún no es, como acabará siendo, “de blancas noches y de negros días”) yo voy ganando la partida. De momento.
¡Pero qué leen mis ojos! Ahora ya somos todo contra lo que luchamos hace veinte años... En menos de 24 horas García Martín ha puesto bien ¡a Blanca Andreu y a Roger Wolfe! ¿Qué será lo próximo? ¿Reseñar favorablemente a Miguel Casado? ¿Llevar peluquín? ¿Comprarse un chándal y hacer footing por El Milán? ¿Meterse con Garzón? ¿Con Hugo Chávez? ¿Con Venecia?¿Votar a Rajoy? ¿Ir a misa? ¿No ir a la tertulia?
ResponderEliminar¿¡Casarse!?
Bueno, pues sigo contigo, amigo José Luis. Quiero "empacharme" de ti, sí, como tú dices. Esto es como el amor, hombre. Cuando algo o alguien le atrapa a uno, debe buscar ese algo por todos los medios, sacarle el máximo jugo y hasta empacharse si es preciso.
ResponderEliminarLlevo varias tardes metido con este blog, que me imprimí desde el primer día (sin fotos, como te dije) y me encuaderné, y bueno, tengo que decir que me está gustando mucho; creo que definitivamente se trata de literatura, pura y dura. Quizá, sí, como dicen tus amigos, estás más comedido que hace años, das menos caña (je, je...), pero tus escritos se han convertido ya en literatura de la buena, sí señor. Adoro ese espléndido savoir faire cotidiano tuyo en que uno va leyendo y aprendiendo, y desconoce hasta dónde llega la realidad y empieza la ficción, o al reves.
Por cierto, a mí también me gustan los pasadizos que llevan de los libros a la vida y de la vida a los libros.
Un abrazo y seguimos. Alfredo.
El Anónimo de las 12.14 por lo visto vive empantanado en lo que era hace veinte años. Pues le doy el pésame, porque el olor a cerrado que desprende es de tanatorio. JLGM puede reseñar a quien le pete y comprarse un chándal si le da la gana. ¿Y qué? El disfrute que proporciona a sus lectores es muchísimo mejor que su
ResponderEliminartriste tabarrita de anónimo trasnochado.
Amor, atardeceres, verano, fuente.
ResponderEliminarLibro y poemillas.
Memoria.
Me moría.
La historia.
(María M. Taibo)