Sábado, 21 de mayo
APRENDER A MIRAR
“¡Siempre comparando una cosa con otra!”, me dice Martín Caicoya. “A las cosas hay que aprender a verlas en sí mismas”. Pues si es así a mí me queda todavía mucho por aprender. Llego hasta la playa de Gulpiyuri, que juega al escondite con el mar, y de inmediato pienso en la Fontana de Trevi. Un prodigioso telón escultórico y el agua que brota en fresco borbotón entre las rocas; delante, un pequeño semicírculo de plácidas aguas. Claro que no hay monedas en el fondo, ni está Anita Ekberg, ni se apretuja en torno el caserío romano. Pero eso son detalles menores. Las esquilas de las vacas, el canto de los pájaros. Desciendo hasta la limpia arena y me dejo asustar por el wagneriano y espumeante rumor del agua. Hay diferencias, claro, entre el artificioso Bernini y la refinada naturalidad del autor de Gulpiyuri, que aunque tenga miles de años ha sido capaz de hacer una instalación rigurosamente contemporánea.
Nunca veo solo una cosa cuando veo una cosa sola, cuando estoy en un lugar nunca estoy en un solo lugar. Camino sobre los acantilados del cabo de San Emeterio, en el oriente de Asturias, casi ya en Cantabria, y el bosque mediterráneo, el azul del mar, la transparencia de la luz me devuelven a la bahía de Nápoles, a Ischia y Prócida, o a los alrededores de Sorrento. “No se parecen en nada”, me dice Martín. Pero yo sigo con mis asociaciones y un peñasco clavado en las aguas y con tupida cabellera arbórea me trae a la memoria, no la Sicilia real, donde no he estado nunca, sino la del poema de Góngora que canta el amor de Acis y la furia de Polifemo. “Ese peñasco parece el que arrojó el cíclope para aplastar a los amantes”. Pero no: parece el mismo cíclope que se adentra en las aguas para alcanzarlos.
----Debes aprender a mirar. Recuerda el poema de Miguel d’Ors: “Maldito Baudelaire, malditos Goethe y Borges / que ahora que contemplo / la luna no me dejan ver / la luna”. Las telarañas de tus lecturas no te dejan ver el mundo.
Pero lo que yo recuerdo es la réplica de Víctor Botas: “Benditos Baudelaire, benditos Goethe y Borges / que ahora que contemplo / la luna, me permiten ver / en ella / cosas que no verá ningún astrónomo”.
Domingo, 22 de mayo
UN MUNDO MEJOR
El mundo sería mejor si abundara más el egoísmo inteligente y menos la bondadosa bobería. “Quieres decir si hubiera más gente como tú y menos como yo”, se burla una. amiga.
Lunes, 23 de mayo
¿Por qué habrá más tontos en la izquierda que en la derecha? ¿Por qué el deporte favorito de la gente que se dice de izquierdas será tirar piedras contra su propio tejado, meter goles en la propia portería? Digiero como puedo el desastre de ayer en la tertulia del Colonial. “Más ingenuos sí que hay, más gente que se preocupa menos de su propio interés que de cambiar el mundo”. “Pues deberían preocuparse un poquito más de lo que les conviene sobre todo cuando hay elecciones”. “A ti, que eres un hombre del sistema, lo que te fastidia es que haya muchos, sobre todo jóvenes, pero no solo, que están contra los políticos en general, que creen que otro mundo es posible”. “A mí lo que me fastidia es que los que están contra los políticos en general, contra los de izquierdas y los de derechas, sean todos de izquierda”. “Pero no me negarás que resulta ilusionante ver a todos esos jóvenes sentados en las plazas luchando por un mundo mejor. Aunque no consigan nada”. “Ya han conseguido algo, que la victoria de la derecha sea aún más arrolladora de lo que se temía”.
Trato de pensar en otra cosa. En la flor azul, por ejemplo, que un amigo me señaló en el suelo mientras caminábamos cerca de las ruinas del Monasterio de Tina. Era la flor azul que crece en un lugar inaccesible y que el héroe de los cuentos de hadas ha de encontrar tras largas penalidades. Allí la tenía, a mi alcance, exactamente igual que como tantas veces la había soñado. Y allí la dejé. Si la hubiera traído conmigo, si fuera de verdad mágica, si pudiera concederme tres deseos, ¿qué le pediría?
Para no pensar en lo que se avecina ni en las plazas llenas de tontos útiles, me entretengo en pensar en lo que le pediría si de verdad fuera la flor mágica de los cuentos. Me atengo a la sabiduría popular: salud, dinero y amor. De momento, lo primero y lo segundo no necesito pedirlo (lo segundo, que nadie se enfade, no porque tenga mucho sino porque me basta con poco). ¿Y lo tercero? Me paso la vida hablando de mis amores, pero creo que nunca me he enamorado de verdad (salvo de mí mismo). Hice bien en no cortar la flor que encontré en el bosque porque también en el amor lo que más deseo es lo que ya tengo: muchos pequeños amores que me dejen algo que contar y ningún gran amor. En las relaciones de pareja he tenido poca suerte. De cuánta felicidad librado. Y sin necesidad de ninguna flor azul.
Martes, 24 de mayo
HAGO TRAMPA
Me ha costado, pero al fin lo he conseguido. No todo han de ser malas noticias. La fiera literaria, ese panfleto a la antigua usanza, fotocopiado y grapado, que arremete con zafio humor contra todos los escritores que venden mucho o tienen talento, por fin ha vuelto a arremeter contra mí. Al principio me atacaban, pero luego dejaron de hacerlo. Y eso me deprimía bastante. ¿Habrán descubierto que, aparte de no vender ni mucho ni poco, tampoco tengo talento? Acaba de llegarme el artículo que publicarán en un próximo número, y por fin puedo respirar aliviado. Me llaman: “pobre tuerto que reina en un entorno de ciegos”, “cateto sin ideas, con mentalidad provinciana, sensibilidad culera y formación de bodrioteca”, “¡so lila!”, “enano”, “jilipuertado”, “insignificante plumilla del norte”, “cenutrio”, “tonto del culo”… No me puedo creer tanta maravilla. El resentido termómetro de La fiera no se equivoca nunca. ¡Vuelvo a estar entre las personas de talento! Claro que para conseguir esa arremetida, que tanto me levanta el ánimo en estos malos días, he tenido que hacer trampa. Les he criticado públicamente (nadie lo hace, para no darles cancha), y hasta he citado algunos de sus párrafos (no cabe mayor descrédito). Y ellos reaccionan a la estocada. No sé yo si eso valdrá como demostración de talento. Pero si no lo tengo, sería la primera vez que insultan a alguien que ni vende mucho, como Marías, ni tiene talento, como Muñoz Molina.
Miércoles, 25 de mayo
TRISTÁN
Del monasterio de San Antolín de Bedón se cuentan muchas historias de fantasmas. Yo también tengo la mía. En la tarde gris, ya casi oscurecido, en ruinas y comido por las malas yerbas, entre alisos y abedules, cerca del río y la playa, era la imagen misma de la melancolía. Primero dejó de ser monasterio benedictino, luego dejó de ser iglesia parroquial; la desamortización lo puso en manos privadas y el tiempo lo ha dejado en manos de nadie.
Doy vuelta a los muros, me asomo a las ventanas rotas, trato de escuchar algunas de las misteriosas voces que otros han escuchado, pero solo se oye el ronroneo de la cercana autovía y, si se aguza el oído, el calmo murmullo del mar. Una yegua y un potrillo, que pastan junto a sus muros, son lo único vivo. El potrillo, nada más sentirme, alza la cabeza, me mira un instante y en seguida viene trotando hacia mí, como si me conociera. Yo también creo que le reconozco e instintivamente me llevo la mano al bolsillo en busca de terrones de azúcar. Era yo muy niño cuando me hice amigo del potro más joven de la yeguada de unos vecinos. Guardaba siempre los terrones sobrantes cuando mis padres tomaban café en alguna cafetería. Nada le gustaba más a aquel animal sobre el que yo cabalgué alguna vez. Lo tenía olvidado. Ni siquiera recuerdo su nombre. Ahora lo vuelvo a encontrar. Le acaricio el cuello, le doy palmadas en el lomo. Tan feliz él como yo de volver a estar juntos.
Pero tengo que irme. Los amigos que me han traído tienen prisa, han de llegar a tiempo a Oviedo para escuchar un concierto. El caballito me sigue y cuando ve el coche se queda quieto mirándome tristemente. Entonces se me ocurre un nombre: Tristán. Quieto, con sus grandes ojos fijos en mí, me ve alejarme, subir al automóvil. ¿Quién me iba a decir a mí que en estas ruinas en las que no había estado nunca iba a encontrar a uno de los más queridos amigos de mi infancia? Y lo he vuelto a abandonar, pero él no me abandonará ya nunca.
Jueves, 26 de mayo
UN TÍPICO ESPAÑOL ATÍPICO
“Tú no sabes conversar, tú solo sabes lanzar cuchilladas contra el punto más débil de tu interlocutor”, me reprocha un amigo. Sonrío. En el libro que acabo de comprar, La diplomacia del ingenio, de Marc Fumaroli, he subrayado, poco antes de que él llegara, una cita de Huarte de San Juan: “Cuando habla, el español lanza agudos dardos que en el momento preciso hieren indefectiblemente al adversario en su punto más débil”.
Carezco, como Otelo, “del don de las blandas frases apacibles”, pero por eso mismo parece que podría presumir, si me diera por ahí, de ser muy español (aunque no lo parezca: me caen bien los catalanes y aún mejor los vascos).
Viernes, 27 de mayo
EN OTRA PARTE
A veces, como al Cándido de Voltaire, me dan ganas de desentenderme de todo y retirarme a cultivar mi huerto. He de hablar con Jorgelina, la guardesa de la finca y el palacio del conde de Vega del Sella, para ver si necesitan un ayudante de jardinero. Cuando el otro día, con los amigos del Círculo de Valdediós, paseaba entre los camelios y los magnolios, admiraba las hayas rojas y las araucarias de Chile, los raros alerces o los robles australianos, las gigantescas azaleas o esa especie de Laoconte expresionista que es el Myoporus Laetum (me resisto a llamarle por su feo nombre vulgar), pensaba que ese era el único lugar del mundo en que yo podría vivir encerrado entre altos muros y ser feliz. Pero ¿en qué le podría ser útil a la gentil Jorgelina? Seguro que, después de causar algún estropicio, me mandaba sentarme en uno de los bancos que sombrea la araucaria de Norfolk y escribir versos: “Miro a lo lejos / las laderas brumosas…”. Pero yo sé que, incluso en el paraíso, pronto querría estar en otra parte.