viernes, 29 de julio de 2022

De andar y ver: Cercano Oeste

 

DESAYUNO EN LA PLAZA

Las palabras, como las personas, como los lugares, tienen épocas mejores y peores. Hace tiempo que la palabra “caridad” no pasa por su mejor momento. Hacer algo por caridad antes era hacerlo por amor, ahora es hacerlo por pena o por lástima y resulta —si no se acierta a disimular— un poco ofensivo.

En estas cosas pienso mientras desayuno en La Caridad, que es la capital del concejo de El Franco. Hay mercado en la plaza, frente al nuevo Ayuntamiento, un edificio cómodo y funcional que acoge todos los servicios comunitarios, desde la policía hasta el hogar del jubilado. También dos cafeterías: una se llama La Plaza, y está bastante animada; la otra, España, y está vacía. Yo, si puedo escoger y estoy en España, jamás entraría en un local con ese nombre. Temería encontrarme con banderitas rojigualdas, banderillas y tricornios. ¿Prejuicios de la izquierda? Puede ser. Pero en España la bandera colgada en una ventana o en un balcón particular no suele indicar que ahí vive alguien que ame especialmente a su país, sino un facha o un Azúa, dicho sea sin intención de ofender. O alguien obsesionado con Euskadi y Cataluña y la unidad de destino en lo universal. En estas cosas pienso mientras desayuno en La Plaza.

Un cliente le pasa el periódico a otro para comentar no sé qué noticias. Sonrío. Se trata de La Voz de Galicia. Estas tierras son de habla gallega y tienen su capital en Ribadeo, sin dejar por eso sus habitantes de sentirse muy asturianos. Dos o tres puestos del mercado venden productos gallegos —frutas, embutidos— y el resto son los mismos puestos de ropa que encontramos en todas partes.

Se está a gusto aquí, en esta pequeña plaza que parece fuera del bullicio del mundo. Abundan las casas en venta. Yo me fijo en un caserón con un jardín selvático que adivino lleno de doloridos fantasmas. Me alegro de ser pobre. Si tuviera dinero, lo compraría y lo arreglaría y me vendría a vivir a él en mis temporadas de misántropo. Pero de sobra sé que me arrepentiría pronto. Pueblo pequeño, infierno grande. Soy pobre, tengo que conformarme con soñar y los sueños por fortuna no defraudan.

La Caridad vive a espaldas del mar, hay que caminar dos quilómetros para llegar hasta él. Llueve, aunque sea una lluvia menuda, y no me apetece pasar a saludarlo. Además en el puerto de Viavélez parece que la gloria literaria local es nada menos que Corín Tellado. Casi preferiría leer Saúl ante Samuel de Juan Benet que uno de sus amoríos de quiosco, aunque tenga muchas menos páginas y sintaxis menos retorcida.

Dejo pasar el tiempo, como si viviera aquí y no tuviera nada que hacer, como si no me esperara el camino, mientras hojeo La Voz de Galicia y recuerdo los versos de una poeta del país, Ana Vega: “Tallar la piedra. / Buscar la fórmula / exacta / que nos define. / Limar hasta romperse / esta piel / o apariencia. / Rastrear / un pequeño / resquicio / de pureza originaria / en lo que somos”.

A veces el mundo se vuelve íntimo como una pequeña plaza con su gente sin prisa y sus caserones abandonados donde fantasear otras vidas.

AL MARGEN DEL TIEMPO

Qué contraste entre el animado Ribadeo —al otro lado de la ría— y el dormido Castropol. A Cernuda, cuando pasó por aquí con las Misiones Pedagógicas, no pareció gustarle demasiado y dejó su impresión en un relato con cadáveres sepultados en el fondo de la ría.

Al caminar de nuevo, una neblinosa mañana de verano con la lluvia al acecho, por las empinadas calles dormidas de esta ciudad que parece desierta, no puedo evitar recordar la impresión que dejó en el poeta: “Santiniebla está caído como un pájaro enfermo sobre una oscura colina que avanza hacia el mar. La ría plomiza contiene su empuje y lo liga a la tierra. Tal vez esa aspiración abatida infunda a todo el pueblo su aire de rota melancolía. El musgo sobre las piedras, la humedad sobre los cimientos, van absorbiendo los edificios sin que nadie parezca darse cuenta de tal amenaza. Pocos habitantes deben guarecer entre aquellos muros sus trabajos, sus ocios o sus sueños. Por las calles, empinadas y grises, que llevan siempre, como una obsesión, a la misma plazoleta con castaños en torno de una yerta estatua que la exorna e infunde cierto ambiente dominical, apenas si alguna sombra se desliza, ni siquiera un triste perro fugitivo”.

            Pero cómo no rendirse ante la gracia intemporal de esta “plazoleta con castaños” que preside la airosa estatua de Fernando Villamil, el gran marino que murió heroicamente en Cuba y que narró su vuelta al mundo en un libro que yo leí con el mismo apasionado entusiasmo que las novelas de Julio Verne.

En este rincón provinciano, con el encanto del modernismo desvaído y menor, está, en el antiguo casino, la Biblioteca Menéndez Pelayo, heredera de la Biblioteca Popular que visitó Cernuda en 1935. Un pequeño paraíso desconocido para muchos, abierto para todos.

            No sé si Azorín estuvo en Castropol, quizá sí (creo recordar haber visto algún libro suyo dedicado en la biblioteca), pero nadie como él sabría reflejar el secreto de este lugar al margen del tiempo.

OTROS MUNDOS

Le veo asomar la cabeza como el caballo de Troya o el periscopio de un submarino aún por inventar. Es el ascensor panorámico del puerto de Ribadeo. Nunca antes había reparado en él. Me alegro como un niño con un juguete nuevo. Su estructura de hormigón negro con textura de pizarra, llama la atención sin disonar. Un acierto el corte de las ventanas que hace que las vistas, al ir subiendo, parezcan una sucesión de fotogramas. En lo alto, la medieval Atalaya, con sus cañones apuntando a la entrada de la ría (aunque parecen apuntar a Asturias) y la capilla, que según leo en el cartel de azulejos es “la más antigua de la villa, posiblemente  de la época de la repoblación de Ribadeo por Fernando II en el siglo XII”.

La belleza que prefiero sirve para habitar en ella o para ascender, como ahora, del borde del agua a las calles encaramadas en la colina. Lo bello, ya lo sé, no necesita ser útil, pero si es útil es doblemente bello.

Camino por una calle estrecha, que me hace pensar en esa Rivadavia que a Vicente Risco le recordaba mágicamente a Praga, con la Torre de los Moreno al fondo. Hay otros tiempos y otros mundos en este tiempo y en este mundo y para encontrarlos basta a veces dar unos pasos y doblar una esquina.

 

SIN PAPELES

Me sorprende su belleza a un lado del camino. Es el arbusto de las mariposas, llamado por feo nombre científico buddleja davidii, pero en este momento no le ronda ninguna mariposa, están ocupadas en otros menesteres. En uno de los racimos de flores moradas, sestea un tierno saltamontes. Yo le miro y él estira las patas y se deja admirar, sin dar el salto al que le predispone el nombre. Los dos somos dos bichos raros, le digo. Podríamos ser buenos amigos.

            “Adiós y buena suerte, buddleja davidii”, le digo cuando me decido a seguir la marcha. “Te consideran una especie invasora y en cualquier momento pueden venir y arrasarte los empleados municipales por no tener en regla los papeles. Ojalá tu hermosura les conmueva el corazón”.

 

PORTO DE RINLO

La Caridad, tímidamente, vuelve la espalda al mar mientras se enreda en sus melancolías, Rinlo en cambio no le tiene miedo a hundir sus pies en el agua embravecida. Paseo por el borde de esta costa pizarrosa y áspera. Los restos de una antigua cetárea le dan un aire de misterio, como si lo que asoma del agua fueran los restos amurallados de un castillo sumergido.

Aquí la gente viene a comer el mejor marisco del mundo. Yo, que nunca he sido muy dado a los placeres de la mesa, me entretengo con la furia mansa del mar contra las rocas y me asusta pensar lo que serán los días en los que le da por salirse de madre. Recuerdo, siempre la literatura subtitulando lo que veo, las liras de Fray Luis: “La combatida antena / cruje, y en ciega noche el claro día / se torna; al cielo suena / confusa vocería / y la mar enriquecen a porfía. / A mí una pobrecilla / mesa, de amable paz bien abastada, / me basta; y la vajilla, / de fino oro labrada, / sea para quien la paz no teme airada”.

            Sí, a mí también una mesa de amable paz bien abastecida me basta. Pan, queso, un tomate, unas aceitunas, en buena compañía, o a solas (me tengo por buena compañía), a la sombra frondosa de los árboles, me agradan más que cualquier festín. De lo que no me sacio nunca es de andar y ver, de ir y volver, de caminar sin rumbo fijo sabiendo que vaya donde vaya siempre llevaré a Ítaca conmigo.

 


 

viernes, 22 de julio de 2022

De andar y ver: Recinto murado

 

PRIMER CAFÉ

“Cada vez hay menos cafés donde poder depositar nuestro cansancio durante unas horas, abrir un libro y zambullirse en sus aguas con el rumor de las conversaciones imitando al del mar”. Sonrío al leer a Juan Bonilla entonando la enésima elegía a la desaparición de los viejos cafés. Lo hace en el prólogo a Los azucarillos del café Bretón, un libro que leo en uno de mis cafés favoritos, el Noor, en la Avenida de Torrelavega. El café Bretón, de Logroño, tuvo la feliz idea de imprimir en los sobres de azúcar un texto literario alusivo al café. Ahora los ha reunido en un volumen. En la introducción, José Ignacio Foronda, que es poeta y fue camarero, advierte al lector de que, entre la multitud de autores, se va a encontrar “con el corrillo de los poetas asturianos (Botas, López-Vega, Almuzara, García Martín)”. Y yo vuelvo feliz a una de las tertulias en el viejo Óliver. El poema de Víctor Botas utiliza magistralmente la técnica del engaño-desengaño, estudiada por Bousoño, y termina señalando un precio a la “indolente tacita de café”, cinco duros, que nos sitúa en tiempos ancestrales, pero que yo viví. Martín López-Vega nos habla del café de la Paix, en París, cerca de la Ópera, mientras que Javier Almuzara se refiere al café de Luxembourg, donde nunca estuvo, pero en el que sigue viendo “al hombre que barre las hojas caídas en su inútil intento de borrar el pasado y solo consigue facilitar el camino al invierno”. Alude a un poema de López-Vega, incluido en su libro Travesías, que recuerdo haberle visto escribir sentados los dos en ese café parisino. En este otro, el Noor, al que llego cada día a las diez de la mañana, yo apenas he escrito poemas, pero he leído unos cuantos libros, siempre sentado en la mesa del fondo, distrayéndome alguna vez con las conversaciones, escuchando a Abbas, que es el dueño, el camarero y el alma del café, saludar a los clientes por su nombre. Lo literario de algunos cafés —el Florián, A Brasileira, el Gijón— suele ser historia antigua; a los que son historia viva les gusta pasar de incógnito. En los cafés históricos de Viena —los que frecuentaban Stefan Sweig y Hofmannsthal y Karl Kraus—, hacen cola los turistas y te llaman la atención los camareros si te demoras con una consumición más de quince minutos, pero en los viejos barrios de Viena siguen quedando cafés como los de antes, en los que puedes sentarte tranquilamente a leer un libro. Como en otra Brasileira, la de Braga, donde no estuvo Pessoa, pero estuve yo, y de incógnito, como suelo estar en todas partes.

FINCA “LA REDONDA”

En Avilés y en Oviedo, todo lo tengo a mano. Lo mejor de Gijón me queda a trasmano. Este jardín, por ejemplo. Qué deslumbramiento cuando dejo el gris edificio de entrada, y la casi aún más gris exposición de Ferrero y Galano, avanzo por el estrecho camino de la derecha y se abre deslumbrante ante mis ojos. En la Fundación Evaristo Valle había estado una única vez hace treinta años y desde entonces me había propuesto volver, pero hasta ahora no había encontrado la ocasión o la había ido dejando pasar. El cielo, muy asturiano, de azul y nubes (en Asturias, un cielo completamente azul no deja de ser una ordinariez); la hilera de castaños de Indias bordeando el césped, el caserón al fondo con su palmera y su torre con cucurucho: me parece haber encontrado el escenario de El gran Meaulnes, el ensueño adolescente de Alain-Fournier, el escenario de la felicidad. Camino lentamente, de asombro en asombro, saludo a los tilos y a los tejos, al cedro del Líbano y al del Atlas, al ciprés y al falso ciprés (él prefiere que le llamen ciprés de Lawson), al abeto del Cáucaso y al cedro japonés, con su copa ofrecida y dividida. Más que el espino albar y los dorados tejos recortados, los ejemplos del “arte toparia” en los que el jardinero parece ser Eduardo Manos Tijeras, prefiero los rincones boscosos, asilvestrados, donde el artificio se disfraza de naturaleza.

            En un pasaje de sus Recuerdos de la vida del pintor, se refiere Evaristo Valle a una criatura prodigiosa de Lloreda, en los alrededores de Gijón, a donde iba a pasear con un amigo: “Recuerdo que allá abajo, por donde corría un riachuelo, había un árbol que me tenía embelesado. Según la luz, cambiaba de color. Ni era roble, ni castaño, ni álamo ni pino. Pregunté a los campesinos, pregunté a mi amigo; nadie supo darme su nombre verdadero. Fue una de esas cosas que, rompiendo las habituales monotonías, Dios nos presenta de pronto para que en nuestro pasmo le recordemos. No lo he olvidado nunca. Cuando regresé de París, lo primero que hice fue volver a Lloreda para ver ese árbol. No lo encontré. Quizá lo habían cortado o quizá no había existido nunca”.

            Yo creo haberlo encontrado aquí, en este jardín de “La Redonda”, en este recinto mágico y murado. Está muy cerca de la antigua entrada, de la que apunta hacia la plazoleta de Villamanín. Cuando regrese, espero que a no tardar, ¿me seguirá esperando? La luz y el silencio de esta tarde no se repetirán; a cada instante, el mundo es otro. Nada está a salvo del tiempo, ni en este jardín ni en el jardín de la memoria.

QUÉ PERSONAJE

¡Qué personaje Evaristo Valle! Anduvo por el París del fin de siglo, el París de Rubén, de los Machado y de Gómez Carrillo, el del simbolismo y el affaire Dreyfus; también, más fugazmente, por Londres y Nueva York, y naturalmente por Madrid, pero en realidad no salió de Gijón. En los años veinte, publicó en El Comercio las divertidas crónicas de un viaje a Egipto, pero las escribió sin salir de su casa en la calle Corrida. Le dieron y le quitaron una beca porque los cuadros que supuestamente enviaba desde París los pintaba refugiado en Noreña. Nunca salió de Gijón, ni siquiera cuando estaba fuera de Gijón; de los periódicos locales, le pedían la caricatura sobre alguna figura o figurón de la villa y él cerraba los ojos y le bastaban cuatro trazos para retratarlo por dentro y por fuera. Durante largas temporadas padeció de agorafobia (cuentan que pedía un taxi cuando tenía que cruzar la calle) y no sé si habrá estado a gusto en este hermoso jardín que ahora le recuerda. Era la casa de su sobrina, a la que mucho quería, pero aquí estuvo solo de visita. Ahora es la residencia que ha escogido para pasar la eternidad. No podía haber encontrado un sitio mejor. Demasiado hermoso, quizá. Salgo del caserón y no recuerdo ninguno de sus cuadros coloristas y carnavaleros. Me entretiene más la colección de caracolas que su padre trajo de Filipinas, o el horror vacui de su reconstruido despacho (una instalación artística a lo Gómez de la Serna) o la biblioteca, que no es su biblioteca, sino la de José María Rodríguez González, el marido de su sobrina, financiero y político, amigo de Ortega, que aquí estuvo alojado buena parte del mes y medio que, en 1915, pasó en Asturias dedicado “no a estudiar la vida asturiana, sino más bien a lo contrario, a descansar de mi vida castellana”. Me gusta pensar que aquí escribió esa frase que yo suelo citar cuando cruzo, de vuelta, el túnel del Negrón: “Lo primero que vemos los castellanos al llegar a Asturias es que no vemos.” 

VUELTA  A MI MUNDO

Los viajes, siempre de ida y vuelta, como titulan su exposición —tan emborronada de melancolía y con alguna que otra insignificancia— Ferrero y Galano. Y a  ser posible en el mismo día (de no serlo, en la misma semana). Pero si se trata de dar la vuelta al mundo, podría alargarme hasta los quince días.

CAFÉ CON HISTORIAS

Si paso por Gijón y no tomo un café en el Dindurra, no paso por Gijón. Al principio, pensé que, al remozarlo, le quitaban su pátina y lo convertían en un pastiche algo pastelón. Pero es todo lo contrario, le han devuelto a su momento de máximo esplendor, a 1931, el año de la República, a la decoración art déco de Manuel del Busto. Unos paneles junto a la puerta que comunica con el teatro explica su historia. La leo y por la memoria va pasando mi propia historia. Aquí he hojeado, o leído íntegros, los libros que acababa de comprar en Paraíso o en Vetusta, la librería de Tino, al que recuerdo antipático y bigotudo, aquí se me acercó Juan Cueto para invitarme a colaborar en Los Cuadernos del Norte y presenté mi libro sobre Pessoa. Cierto que ya no es el Dindurra que recuerda Juan Bonilla “con sus periódicos extranjeros en una percha a la entrada” —ahora esos periódicos llegan al teléfono—, pero todavía sigue siendo un buen lugar para sentarse a leer El Comercio mientras algún transeúnte con paraguas cruza tras el ventanal como en una estampa de Pelayo Ortega.




sábado, 16 de julio de 2022

De andar y ver: Senderos de gloria

  

 

EN EL CAMINO

Los recuerdos, como las viejas películas, son en blanco y negro; el presente, en colores. En 1983 estuve primera y única vez en San Vicente de la Barquera con Víctor Botas y otros amigos de la tertulia para un recital poético, aunque alguna vez había cruzado la ría por el puente de la Maza, camino de otros lugares. Vuelvo a recorrerla ahora, en el frescor del día recién estrenado, y por ninguna parte encuentro la esperada melancolía. Paseo junto al puerto, recorro una calle soportalada que me recuerda a Avilés, asciendo las escaleras que me llevan hasta la Torre del Preboste, me dirijo luego hacia la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, que corona uno de los dos extremos de la acrópolis (el otro es el Castillo del Rey). Aquí está la puerta de Asturias, que cruzaban los peregrinos que venían de Francia. “El mito es la nada que es todo”, escribió Pessoa. Santiago nunca hizo el camino de Santiago, pero cuántos lo hicieron para venerar un cadáver que nunca estuvo allí. Y cuántos lo harán todavía. El albergue, al lado de la iglesia, tiene en lo alto la imagen de un inmenso velero. De joven yo quería siempre estar en otra parte, lejos, muy lejos, “donde vivir no duela como una postura incómoda”, para decirlo con un verso de Álvaro de Campos que me gusta repetir. Ahora prefiero estar donde estoy. En la terraza solitaria de esta iglesia gótica contemplando los dos ríos, el Escudo y el Gandarilla, que se juntan en la ría, las montañas lejanas bajo el azul, la hermosura nítida y laberíntica de Oyambre. Rodeo luego la muralla, el mar adivinándose al fondo, tras los arcos del puente y abajo la ría de Pombo, donde se balancean barcas indolentes. Camino lentamente hasta el faro. El mar, el mar ,y no pensar en nada. Recuerdo, de la primera vez, a Víctor Botas leyendo, con tímida voz, uno de sus poemas. No le gustaba nada leer en público, a mí tampoco. Los poetas cántabros que nos habían invitado recitaban en cambio con toda la orquesta. Fueron no ya aplaudidos, sino jaleados. Víctor Botas, que ahora me parecería tan joven, era entonces un señor mayor, un típico burgués de Oviedo que parecía incapaz de escribir los versos que escribía. Teníamos ideas contrarias en todo y por eso con él no me aburría nunca. Le he echado mucho de menos, pero ya la memoria personal es historia de la literatura.

            En San Vicente de la Barquera, estoy de paso. ¿Hay algún lugar en el que no estemos de paso? Me gustaría esperar a que suba la marea, para contemplar cómo se admira a sí misma reflejada en el espejo de las aguas, pero el camino me llama, he de seguir viaje, aunque nadie me espere al final ni tenga prisa por llegar a ninguna parte. Me echo la mochila al hombro y me pongo a andar bajo el sol cada vez más inclemente.

DIAMANTES DE SANGRE

Todo en Comillas celebra la gloria de Antonio López y López, que aquí nació, que se quedó huérfano muy pronto, que era hijo de una lavandera, que tuvo que emigrar a Cuba a los catorce años, al parecer huyendo de la justicia, que luego fue anfitrión de reyes, dueño de barcos y ferrocarriles, banquero mayor de las Españas. Todo aquí celebra su gloria, ya digo. En lo alto de una colina, el palacio de Sobrellano y al lado, como una catedral, la capilla-panteón; enfrente, los edificios neogóticos y modernistas de una universidad que antes fue seminario. Muy cerca, compartiendo parques y jardines, la casa de Ocejo, que compró para regalársela a su madre (¡qué orgullosa estaría la madre lavandera de aquel hijo!), una sobria mansión indiana que una vez alojó a Alfonso XII y fue sede de un consejo de ministros. Mi favorita es la casa de la Portilla, con su entrada neoclásica y el fresco verdor de los árboles. No me importaría vivir en ella, mejor que en el pretencioso palacio o en el caprichoso mal gusto de Gaudí. Pero de todos estos edificios, construidos en los años ochenta, de poco pudo disfrutar Antonio López y López, que murió en 1883. Estaban destinados a ser lo que son: el inmenso monumento funerario que lo recordara para siempre. Ha tenido mejor suerte que con la estatua que le dedicaron en Barcelona, su segunda patria (su fortuna la inició en Cuba, pero alcanzó su esplendor en la ciudad de los prodigios, para decirlo con el título de Eduardo Mendoza). La estatua ha sido derribada, su nombre desaparece del callejero, pero permanece en Comillas: el escenario de su infancia miserable será también el de su perdurable gloria. ¿Cómo hizo su fortuna este gran hombre? Ni entonces ni ahora bastaban la laboriosidad y el talento para que un niño pobre se convirtiera en una de las grandes fortunas de su país y de Europa. En el origen, hay una buena boda, que lo emparenta con la próspera burguesía catalana, y el equivalente de entonces al narcotráfico de hoy: el tráfico de esclavos. La esclavitud era legal, ciertamente (en España fue legal más tiempo que en ninguna otra parte), pero estaba prohibido traer negros de África. Antonio López y López burlaba esa prohibición, que trataban de hacer cumplir las autoridades inglesas, mientras que las españolas hacían con provecho la vista gorda. Paseo por estos hermosos lugares de Comillas, admiro la Fuente de los Tres Caños, y no puede dejar de pensar en tantos hombres, mujeres y niños explotados, masacrados para que esto fuera posible. Pero que no se preocupe el marqués de Comillas: el dinero lo puede todo, con él se pueden comprar reyes y un lugar en el cielo. Que se lo pregunten a don Juan March, el último pirata del Mediterráneo, santificado como el gran protector de la cultura española. “Pecunia non olet”, que dijo Vespasiano. A los diamantes de sangre se les limpia la sangre y brillan como los demás.

SIN LITERATURA

¿Cómo sería el mundo limpio de literatura? Para mí, como una película sin subtítulos hablada en una lengua desconocida. No puedo mirar sin leer, o mejor, sin recordar lo leído. Paseo junto a una pequeña cala en Santillán, donde un tiempo se pensó en construir una central nuclear. Esperemos que no se retome el proyecto ahora que hay problemas con el gas ruso y la nuclear se ha convertido en una energía “verde”. A la memoria me vienen unos versos: “Limpio está el cielo, el aire sosegado; / nada en torno se agita, nada suena, / solamente las olas en la arena / repiten su lamento inconsolado”. Tardo en recordar al autor, Enrique Menéndez Pelayo, hermano del inmenso don Marcelino, cuya autobiografía, publicada póstumamente, se titula Memorias de uno a quien nunca ocurrió nada. Podría se también el título de esa autobiografía que yo nunca escribiré.

CEMENTERIO CON ÁNGEL

Ya desde mucho antes de llegar lo diviso encaramado sobre un alto muro. Es el ángel del cementerio de Comillas. Tiene un aire guerrero, nada dulce, pero tampoco amenazador. De espaldas al mar, contempla la ciudad como para protegerla. Se debe también al omnipresente López y López, que lo encargó para la tumba de su hijo, muerto en la flor de la edad. De todos los cementerios que conozco —y me gusta coleccionarlos— , pocos tan sugerentes como este, construido sobre las ruinas de una iglesia gótica. Paseo entre las tumbas, el azul del mar confundiéndose con el azul del cielo —el ángel que de vez en cuando parece darse la vuelta para no perderme de vista— y recuerdo con ironía algún dramón romántico, como el del duque de Rivas: “¡Qué carga tan insufrible / es el ambiente vital / para el mezquino mortal / que nace en signo terrible! / ¡Qué eternidad tan horrible / la breve vida! Este mundo, ¡qué calabozo profundo / para el hombre desdichado / a quien mira el cielo airado / con su ceño furibundo.”

OTRA CANCIÓN DEL PIRATA

Espronceda cantó al pirata en un poema que aún conserva, detrás de la musiquilla, su aliento subversivo: “que es mi Dios la libertad”. Francisco Orgaz, un poeta independentista cubano, publicó en 1850 una variante con el título de “El negrero”. Lo releo ahora y creo reconocer en su protagonista a Antonio López y López: “Ligero como la espuma / que sobre las hondas juega, / al viento sueltos los rizos / que la tempestad respeta. / el bergantín más velero / de las playa habaneras, / escarnio haciendo del mundo / con los huracanes vuela: / veinte veces ha cruzado / con victoriosas banderas / desde los golfos cubanos / hasta la africana tierra, / y hollando cien y cien veces / el pabellón de Inglaterra / más de veinte mil esclavos / para abono de su tierra / ha descargado a despecho / de toda la rabia inglesa”. Lo que hoy se le reprocha fue un tiempo —no hace tanto tiempo— timbre de gloria, negocio de reyes (así hizo su fortuna doña Cristina de Borbón). ¡Cuántas palacios, cuántos templos, cuántas escuelas y hospitales se han construido con la inagotable riqueza de la explotación de otros seres humanos! Apenas hay monumento de cultura que no sea testimonio de barbarie.




 

viernes, 8 de julio de 2022

De andar y ver: El peregrino en su patria

 

ENTREISLAS

Cruzo con cierto temor el dique de Entreislas que une la isla del Faro con tierra firme en Tapia de Casariego. Un cartel advierte: “Peligro por rebases del oleaje. Prohibido el paso en situación de fenómenos costeros adversos”. El mar brama al otro lado. Parece que no le gusta esta barrera que le han puesto. Le contemplo espumear rabioso como el domador a la fiera encerrada en la jaula. Algo de su saliva me salpica, pero no retrocedo. Rodeo la isla, que tiene cerrado el acceso al faro, y a la memoria me vienen los veranos adolescentes con Julio Verne y los versos de un viejo poema: “Oh, ser un capitán de quince años, / viejo lobo marino, las velas desplegadas, / las sirenas de los puertos, el hollín y el silencio en las barcazas, / los tiroteos nocturnos en la dársena, / fogonazos, / un cuerpo en las aguas con sordo estampido…”

POETA DE LOS OJOS

Camino del puerto, cerca de la playa del Murallón, me encuentro con las piscinas saladas, que me recuerdan a las piscinas marinas de Leça de Palmeira, en Matosinhos, minimalista obra maestra de Álvaro Siza. En lo alto se recorta, como la proa de un barco, con sus ojos de buey y su geometría años treinta, un edificio que parece sacado de uno de los cuadros, tan literarios, tan Tintin, de Damián Flores o de Federico Ripoll. O de Miguel Galano, poeta de los ojos y de estas tierras del occidente astur y de la niebla y de la melancolía.

JUNTO A LA FONTE VELHA

Llego a Mondoñedo una mañana en la que solo parecen habitarlo la lluvia, los peregrinos con sus mochilas y las gafas de Álvaro Cunqueiro en todos los lugares con los que tuvo algo que ver. Junto a la Fonte Velha, en la Porta da Vila, creo aspirar “el fresco y fino olor de la amargosa”, que olí por primera vez en sus páginas y solo he vuelto a encontrar en algún sueño. “Así deben de oler las hadas de los campos, las infantas de Irlanda y de Bretaña, las horas del alba en los prados húmedos de rocío”, escribió. Y añadía: “Si yo fuese perfumista en París, para alguna mujer hermosa —para muy pocas, pero sí para alguna—, tendría en unas gotas un frasquito de este perfume tan carnal y tan alegre”. Busco, bajo la lluvia insistente, muy cerca de su casa natal, algunas briznas de esa mágica hierba para recorrer la villa con ellas en la mano, como le gustaba hacerlo a él en el silencio nocturno. “No es como pasear con Julieta, claro está —aclaraba—, pero sí es pasear con el olor de Julieta”.

EN EL MUSEO

En el museo de la catedral de Mondoñedo, encuentro la imagen de una criatura gordezuela, de ojos cerrados,  recostada sobre una cruz y con una calavera bajo el brazo. Leo: “Altar portátil del niño Jesús meditando sobre la pasión. Maestro gallego, siglo XVIII. Madera policromada, vidrio y tejido”.

            Pobre bebé. No sabía hablar y ya sabía que iba a ser crucificado y meditaba sobre ello entre papilla y papilla.

            Con mayor verdad humana y divina, Carlos Bousoño nos presenta en uno de sus mejores poemas a un Jesús adolescente caminando, sin saberlo, por los bosques “donde su cruz crecía”. Como caminamos todos.

BARBERO

Donde estuvo la Barbería do Pallarego, bajo las gafas y la firma de Cunqueiro, aparecen las palabras que dedicó a su barbero: “Ha sido mi gran maestro. Con él aprendí filosofía, música, literatura y geografía”.

            Y yo me acordé de otro barbero, Manassés Seixas, que afeitaba a Pessoa todos los días. Pocas personas estuvieron más en contacto con él, con pocas charló, o escuchó charlar, más despreocupadamente de todo lo humano y lo divino. Los domingos, cuando la barbería estaba cerrada, Manassés iba a su casa a adecentarle. Si no estaba bien afeitado, Pessoa no salía y los domingos solía ir a alguna de las oficinas en que trabajaba —tenía llave—, pero no para escribir cartas comerciales, sino para mecanografiar sus versos o para escribirlos directamente a máquina, una costumbre muy Álvaro de Campos que más de una vez le había reprochado Ricardo Reis. Un 27 de noviembre Manassés le afeitó por última vez. Ese día Pessoa tenía que ir a Estoril a celebrar el cumpleaños de la hermana. No se presentó ni dio ningún aviso. Su cuñado fue a buscarlo. Estaba en cama, con dolores abdominales. Le había visitado un médico llamado por una vecina, ya se encontraba mejor. Dos días después empeoró. El doctor dijo que debía ingresar en el hospital. Pessoa se niega, el doctor insiste. “Muy bien —acabó diciendo Pessoa—, pero antes he de afeitarme”. Y al momento se presentó Manassés, que tenía su establecimiento en la acera de enfrente, y realizó su labor con la diligencia y el buen humor de costumbre.

            Ya no tuvo que afeitarle más. Al día siguiente, 30 de noviembre, a las ocho y media, murió Pessoa. No le acompañaba ningún familiar. En ese momento, estaban con él dos de los empresarios para los que trabajaba y que le tenían, no por un anárquico pero eficaz empleado, sino por el mejor de los amigos. En el entierro, al día siguiente, no faltó Manassés Seixas que cerró la barbería durante unas horas para darle el último adiós a aquel cliente que solo dejaba como herencia un arca llena de papeles y una deuda de seiscientos escudos en la “leitaria” de la esquina, donde compraba cada noche la dosis de alcohol que necesitaba para llegar hasta el día siguiente.

UN CARTEL Y UNAS CARTAS

Me llama la atención el cartel colocado en uno de los escaparates de la Avenida de Galicia. Da muy buenos consejos: “Relájate y pasea a solas por las calles de Ribadeo. Conoce a los vecinos y vecinas. Ama donde vives. Sé turista en tu propia ciudad. Di algo bonito. Encuentra tu tienda favorita y recomiéndasela a otros. Aprende el nombre de quien te atiende en el comercio”.

            Paseo sin prisa por los jardines de la plaza de España y saludo a Gamallo Fierros, a quien escuché alguna vez descubrir insólitos secretos de Bécquer. Sonrío al recordar lo que cuenta al frente de uno de los tomos de la correspondencia de Menéndez Pelayo. Tomaba él algo con unos amigos en una taberna gallega o en un chigre asturiano, ya no recuerdo bien, y tuvo que ir al servicio. Allí se encontró, colgados de un clavo, recortes de periódico y papeles manuscritos con una letra que le pareció familiar. Cogió uno de estos últimos y le asombró comprobar que eran cartas del polígrafo santanderino dirigidas a un erudito local. Se lamenta luego Fierros de que haya desaparecido buena parte de esa correspondencia y dice que prefiere no imaginarse la poco limpia manera en que desapareció.

EL CRIMEN FUE EN GRANADA

No había oído hablar de Juan José Santa Cruz. Encuentro por casualidad, en un puesto de libros sin mayor interés, La carretera de Sierra Nevada y otros escritos. Me siento en una terraza sobre la ría del Eo a hojearlo, y antes de media hora ya estoy al tanto de su talento y de su tragedia. Fue un novecentista, ingeniero civil, amigo de Ortega, diputado en las cortes constituyentes, al que Azaña quiso hacer ministro. El 22 de julio de 1936 fue detenido en su casa de la Plaza Nueva por la guardia civil. El 29 de julio se le incorpora al proceso sumarísimo contra el gobernador civil de Granada, el presidente de la Diputación y varios destacados sindicalistas. Se le acusa de que, al registrar su despacho, se había encontrado bajo una loseta un plano de Granada en el que se señalaban los puntos en que había que colocar explosivos. El 31 de julio se designa al juez. La noche del 1 de agosto se celebra el Consejo de Guerra, se dicta sentencia, se comunica al gobernador militar, que la ratifica de inmediato y ordena que la ejecución sea a las seis de la madrugada. Santa Cruz pidió dos cosas: contraer matrimonio religioso con su compañera, la bailaora gitana Antonia Heredia, de la familia de los Canasteros, para no dejarla desamparada, y escribir una carta a su hija. La leo —enfrente Castropol reflejado en el agua, el airoso Puente de los Santos al fondo— y no puedo evitar que se me llenen los ojos de lágrimas: “Querida hija: me voy sin verte. Necesito todo mi valor y al ver que te perdía no podría tenerlo. Sé buena, no hagas daño; ten paciencia con tu madre y respétala. Trabaja en algo, pinta y canta en recuerdo mío. Odia todo lo que representa daño y sangre y acuérdate de quiénes te dejan sin padre; no los odies, pero evítalos. Al entrar en la eternidad te besa con todo el cariño que te tuvo tu padre, para quien fuiste todo y que, en el último momento, se acordará solo de ti”.



 

sábado, 2 de julio de 2022

De andar y ver: Lusitania Express

  

 

PUENTE DE TRAJANO

Mandó construir este puente el emperador Trajano. Yo lo crucé por primera vez un día de invierno muy próximo a la Revolución de los Claveles. Era una mañana de niebla que apenas dejaba entrever a la izquierda, sobre el caserío, la torre del castillo. De pronto, en el silencio, se oyeron los cascos de un caballo y apareció la borrosa silueta de un jinete que, poco después, cruzó por mi lado. El caballo era blanco, el jinete muy pálido y joven. Pensé, como no podía ser de otra manera, en el rey desaparecido en Alcazarquivir.

            Hace tiempo que ese caballo y esa ilusión se desvanecieron entre la lejanía, pero siempre que vuelvo a Chaves —que parece guardar ya en su mismo nombre las llaves de un reino mágico— lo recuerdo.

CAFÉ SPORT

Tener un café al que volver es como tener casa propia en una ciudad. En Chaves tengo el Sport, con su decoración inalterada desde los sesenta, frente a la plaza más bonita de la ciudad, con permiso de la plaza Mayor. Al fondo está la biblioteca pública, a la derecha correos y al otro lado el instituto Fernando de Magallanes. No hay iglesias ni palacios, este no es un lugar de nobles ni de clérigos. Lleva el nombre de un general, pero debería llamarse Plaza de la República porque aquí están los tres pilares que sostienen una república bien ordenada: la comunicación entre las gentes, los libros que hacen soñar y la educación que nos hace humanos. Hay siempre poca clientela en el café Sport, algún solitario, dos o tres grupos que hablan bajito. Pasan los años, pero siempre parece el mismo día, el día en que entré por primera vez. En torno se derrumba el mundo, pero aquí podemos tomarnos un respiro mientras nos tomamos un café con sabor a los buenos días perdidos en un tiempo que no ha existido nunca.

FORUM

Mi casa en Aveiro, el lugar al que no dejo de volver cuando paso por allí, donde me encuentro más a gusto, es un centro comercial, Forum, junto al canal por el que discurren los coloridos barcos moliceiros. Los centros comerciales son la versión contemporánea del ágora griega o del foro romano. Este forum está diseñado con inteligencia y entremezcla las galerías cerradas con las que tienen el cielo por techo. Es un buen refugio para los días de lluvia y no agobia los días de verano. Siempre tuvo alguna buena librería —antes la Bertrand, ahora la FNAC— y yo paseo un rato entre los libros antes de sentarme a comer entre la gente. Si es domingo, aunque esté abierta (signo de civilización), no suelo entrar en la librería, sino pasear por el rastrillo de libros viejos y cachivaches que se coloca entre el centro y el canal. Nunca me ha defraudado, nunca ha dejado de ofrecerme algún regalo que guardaba para mí. Esta vez han sido dos tomitos intonsos del diario de Miguel Torga, el XIII y el XIV, escritos entre sus setenta años, que cumplió en 1977, y los ochenta. Ya los había hojeado, y me parecieron sin demasiado interés. Ahora que estoy en la edad del autor al escribirlos los veo de otra manera. Tengo los años que él tenía —fue en el 80 o en el 82— cuando lo vi por única vez. Coincidimos en el teatro Gil Vicente, de Coímbra. No me atreví a decirle nada, aunque habría sido fácil acercarme a él e intercambiar unas palabras. Le acompañaba su mujer, que era mi profesora de literatura en el Curso de Férias de la Universidad. Abro algunas páginas y picoteo acá y allá mientras tomo un café. Se queja mucho de la edad, de la marcha del mundo y de la insistencia de los políticos para que intervenga en la vida pública. Opositor destacado al salazarismo, que lo metió en la cárcel, ahora es una de las figuras intelectuales de referencia en el nuevo régimen. Los primeros tomos de los diarios —que él mismo editó sobriamente— tenían una tirada de quinientos ejemplares y aún amarilleaban en muchas librerías cuando yo pasé por Coímbra; la tirada de estos nuevos tomos es de doce mil. No puedo dejar de comparar esos setenta años suyos con los míos; él ya había hecho todo lo que tenía que hacer, recibía quejumbrosamente un premio y un homenaje tras otro; yo tengo la impresión de que todo lo tengo por hacer. Una falsa impresión, lo sé de sobra, pero que me ayuda a sonreír.

BOM JESUS

Aunque no estoy afiliado a ninguna confesión religiosa, tengo mis lugares de culto esparcidos por el mundo: la mezquita de Plovdiv, la catedral de Alexander Nevski en Sofía, el Muro de las Lamentaciones (que solo visité una vez), la Sé Velha de Coímbra, donde Antero de Quental desafió a Dios y Eça de Queiros se encontró con el demonio, la azoriniana Saint-Julien-le-Pauvre, en París. Añado ahora las escalinatas del Bom Jesus en Braga- Las escalinatas, no el templo neoclásico que las corona. Las vi por primera vez hace casi medio siglo. Atravesaba en coche Portugal con unos amigos, dormíamos en tiendas de campaña o al aire libre. Pasamos por Braga, pero no quisieron detenerse. “Demasiados curas”, dijo uno. Y yo entreví entre los árboles el oleaje barroco de la escalinata. Insistí en que paráramos un momento, pero no me hicieron caso. Azares diversos han impedido que ese deseo no se cumpliera hasta hoy. Tardo en llegar a lo alto. Me entretengo con cada fuente, con cada estatua, descifrando las inscripciones latinas. Asciendo como quien va leyendo un libro que es la historia del mundo y la historia de su vida. Una de las cinco fuentes de los sentidos, la de la vista, me trae a la memoria la “Noche serena”, de Fray Luis, que habla de unos ojos hechos fuente, como los de esta escultura: “Cuando contemplo el cielo / de innumerables luces adornado, / y miro hacia el suelo, / de noche rodeado, / en sueño y en olvido sepultado, / el amor y la pena / despiertan en mi pecho un ansia ardiente, / despiden larga vena / los ojos hechos fuente…”

            El lugar sagrado al que me llevan estos escalones  —símbolo de los que unen la tierra con el cielo— no es el templo neoclásico con su teatral altar mayor. Está detrás y sus columnas son los árboles y su bóveda el fresco verdor de las ramas entrelazadas entre las que se asoma el azul del cielo. Allí juego a perderme para ver si logro encontrarme.

DESCUBRIMIENTOS

¡Qué portuguesa esta librería! Está en la planta baja de la Casa Rolao, un sobrio edificio barroco —solo destacan los aleros de las ventanas como grandes cejas— que un comerciante encargó, a mediados del XVIII, a Andrés Soares. Para no estropear la fachada, no han puesto ningún rótulo y al pequeño escaparate con dificultad se asoma algún libro. Pasé por delante varias veces sin reparar en ella. Pero escondida en aquel caserón estaba la maravilla de Centésima Página, alargada y laberíntica, con su jardín al fondo. Me senté junto a un macizo de hortensias blancas y azules a leer —hojear más bien— el libro que acababa de comprar, la biografía de Pessoa de Richard Zenith, recién traducida al portugués. No la leeré con la pasión con que leí —como si fuera la historia de mi vida aún por vivir— Vida y obra de Fernando Pessoa de Joao Gaspar Simoes, pero picoteando acá y allá encuentro que está escrita con garbo y llena de pequeños detalles exactos que yo desconocía. Encierra unas cuantas horas de demorada felicidad. ¡Cuántos viejos conocidos me aguardan en este libro!

En la Avenida Central de Braga, con su inagotable encanto antiguo, dos han sido mis descubrimientos: esta librería, situada al lado mismo del hotel en que me alojaba, otro regalo del azar, y el límpido pabellón art déco ocupado por el McDonalds, en el que nadie salvo yo parece reparar y del que no he encontrado información ninguna. A mí me da una lección cada vez que paso junto a él. Así quisiera yo la obra y la vida: líneas claras, grandes ojos abiertos al mundo, redondeadas curvas de navío para adentrase en el misterio, geometría sin angustia.

DUNAS

Me gusta perderme entre la gente, como el hombre de las multitudes del que hablaba Poe, y también pasear solo por las dunas, entre el bosque de pinos y el mar. San Jacinto, al otro lado de la ría de Aveiro, una tarde tranquila de verano, puede ser la mejor sucursal del paraíso. El libro de la naturaleza, tanto tiempo cerrado para mí, se ha ido entreabriendo poco a poco y no es un libro, o es el borgiano libro de arena, una biblioteca ilustrada. Garzas y patos marinos, sauces y juncos, tímidos insectos y diminutas flores cuyo nombre ignoro, posan para mí. Y el mar me cuenta historias de aventureros y náufragos y me canta una canción que es la misma que escuchó el infante Arnaldos cuando iba a dar agua a su caballo la mañana de San Juan.