DESAYUNO EN LA PLAZA
Las palabras, como las personas, como los lugares, tienen
épocas mejores y peores. Hace tiempo que la palabra “caridad” no pasa por su
mejor momento. Hacer algo por caridad antes era hacerlo por amor, ahora es
hacerlo por pena o por lástima y resulta —si no se acierta a disimular— un poco ofensivo.
En estas cosas pienso mientras desayuno en La Caridad, que
es la capital del concejo de El Franco. Hay mercado en la plaza, frente al
nuevo Ayuntamiento, un edificio cómodo y funcional que acoge todos los
servicios comunitarios, desde la policía hasta el hogar del jubilado. También
dos cafeterías: una se llama La Plaza, y está bastante animada; la otra, España,
y está vacía. Yo, si puedo escoger y estoy en España, jamás entraría en un
local con ese nombre. Temería encontrarme con banderitas rojigualdas,
banderillas y tricornios. ¿Prejuicios de la izquierda? Puede ser. Pero en
España la bandera colgada en una ventana o en un balcón particular no suele
indicar que ahí vive alguien que ame especialmente a su país, sino un facha o
un Azúa, dicho sea sin intención de ofender. O alguien obsesionado con Euskadi y
Cataluña y la unidad de destino en lo universal. En estas cosas pienso mientras
desayuno en La Plaza.
Un cliente le pasa el periódico a otro para comentar no sé
qué noticias. Sonrío. Se trata de La Voz de Galicia. Estas tierras son
de habla gallega y tienen su capital en Ribadeo, sin dejar por eso sus
habitantes de sentirse muy asturianos. Dos o tres puestos del mercado venden
productos gallegos —frutas, embutidos— y el resto son los mismos puestos de
ropa que encontramos en todas partes.
Se está a gusto aquí, en esta pequeña plaza que parece fuera
del bullicio del mundo. Abundan las casas en venta. Yo me fijo en un caserón
con un jardín selvático que adivino lleno de doloridos fantasmas. Me alegro de
ser pobre. Si tuviera dinero, lo compraría y lo arreglaría y me vendría a vivir
a él en mis temporadas de misántropo. Pero de sobra sé que me arrepentiría
pronto. Pueblo pequeño, infierno grande. Soy pobre, tengo que conformarme con
soñar y los sueños por fortuna no defraudan.
La Caridad vive a espaldas del mar, hay que caminar dos
quilómetros para llegar hasta él. Llueve, aunque sea una lluvia menuda, y no me
apetece pasar a saludarlo. Además en el puerto de Viavélez parece que la gloria
literaria local es nada menos que Corín Tellado. Casi preferiría leer Saúl
ante Samuel de Juan Benet que uno de sus amoríos de quiosco, aunque tenga
muchas menos páginas y sintaxis menos retorcida.
Dejo pasar el tiempo, como si viviera aquí y no tuviera nada
que hacer, como si no me esperara el camino, mientras hojeo La Voz de
Galicia y recuerdo los versos de una poeta del país, Ana Vega: “Tallar la
piedra. / Buscar la fórmula / exacta / que nos define. / Limar hasta romperse /
esta piel / o apariencia. / Rastrear / un pequeño / resquicio / de pureza originaria
/ en lo que somos”.
A veces el mundo se vuelve íntimo como una pequeña plaza con su gente sin prisa y sus caserones abandonados donde fantasear otras vidas.
AL MARGEN DEL TIEMPO
Qué
contraste entre el animado Ribadeo —al otro lado de la ría— y el dormido
Castropol. A Cernuda, cuando pasó por aquí con las Misiones Pedagógicas, no pareció
gustarle demasiado y dejó su impresión en un relato con cadáveres sepultados en
el fondo de la ría.
Al caminar de nuevo, una neblinosa mañana de verano con la
lluvia al acecho, por las empinadas calles dormidas de esta ciudad que parece
desierta, no puedo evitar recordar la impresión que dejó en el poeta:
“Santiniebla está caído como un pájaro enfermo sobre una oscura colina que
avanza hacia el mar. La ría plomiza contiene su empuje y lo liga a la tierra.
Tal vez esa aspiración abatida infunda a todo el pueblo su aire de rota
melancolía. El musgo sobre las piedras, la humedad sobre los cimientos, van
absorbiendo los edificios sin que nadie parezca darse cuenta de tal amenaza.
Pocos habitantes deben guarecer entre aquellos muros sus trabajos, sus ocios o
sus sueños. Por las calles, empinadas y grises, que llevan siempre, como una
obsesión, a la misma plazoleta con castaños en torno de una yerta estatua que
la exorna e infunde cierto ambiente dominical, apenas si alguna sombra se
desliza, ni siquiera un triste perro fugitivo”.
Pero cómo no rendirse ante la gracia
intemporal de esta “plazoleta con castaños” que preside la airosa estatua de
Fernando Villamil, el gran marino que murió heroicamente en Cuba y que narró su
vuelta al mundo en un libro que yo leí con el mismo apasionado entusiasmo que
las novelas de Julio Verne.
En este rincón provinciano, con el encanto del modernismo desvaído
y menor, está, en el antiguo casino, la Biblioteca Menéndez Pelayo, heredera de
la Biblioteca Popular que visitó Cernuda en 1935. Un pequeño paraíso
desconocido para muchos, abierto para todos.
No sé si Azorín estuvo en Castropol, quizá sí (creo recordar haber visto algún libro suyo dedicado en la biblioteca), pero nadie como él sabría reflejar el secreto de este lugar al margen del tiempo.
OTROS MUNDOS
Le veo
asomar la cabeza como el caballo de Troya o el periscopio de un submarino aún por
inventar. Es el ascensor panorámico del puerto de Ribadeo. Nunca antes había
reparado en él. Me alegro como un niño con un juguete nuevo. Su estructura de
hormigón negro con textura de pizarra, llama la atención sin disonar. Un
acierto el corte de las ventanas que hace que las vistas, al ir subiendo,
parezcan una sucesión de fotogramas. En lo alto, la medieval Atalaya, con sus
cañones apuntando a la entrada de la ría (aunque parecen apuntar a Asturias) y
la capilla, que según leo en el cartel de azulejos es “la más antigua de la
villa, posiblemente de la época de la
repoblación de Ribadeo por Fernando II en el siglo XII”.
La belleza que prefiero sirve para habitar en ella o para
ascender, como ahora, del borde del agua a las calles encaramadas en la colina.
Lo bello, ya lo sé, no necesita ser útil, pero si es útil es doblemente bello.
Camino por una calle estrecha, que me hace pensar en esa Rivadavia
que a Vicente Risco le recordaba mágicamente a Praga, con la Torre de los
Moreno al fondo. Hay otros tiempos y otros mundos en este tiempo y en este
mundo y para encontrarlos basta a veces dar unos pasos y doblar una esquina.
SIN PAPELES
Me sorprende su belleza a un lado del camino. Es el arbusto
de las mariposas, llamado por feo nombre científico buddleja davidii, pero
en este momento no le ronda ninguna mariposa, están ocupadas en otros
menesteres. En uno de los racimos de flores moradas, sestea un tierno
saltamontes. Yo le miro y él estira las patas y se deja admirar, sin dar el
salto al que le predispone el nombre. Los dos somos dos bichos raros, le digo.
Podríamos ser buenos amigos.
“Adiós y
buena suerte, buddleja davidii”, le digo cuando me decido a seguir la marcha.
“Te consideran una especie invasora y en cualquier momento pueden venir y
arrasarte los empleados municipales por no tener en regla los papeles. Ojalá tu
hermosura les conmueva el corazón”.
PORTO DE RINLO
La
Caridad, tímidamente, vuelve la espalda al mar mientras se enreda en sus
melancolías, Rinlo en cambio no le tiene miedo a hundir sus pies en el agua
embravecida. Paseo por el borde de esta costa pizarrosa y áspera. Los restos de
una antigua cetárea le dan un aire de misterio, como si lo que asoma del agua
fueran los restos amurallados de un castillo sumergido.
Aquí la gente viene a comer el mejor marisco del mundo. Yo,
que nunca he sido muy dado a los placeres de la mesa, me entretengo con la
furia mansa del mar contra las rocas y me asusta pensar lo que serán los días
en los que le da por salirse de madre. Recuerdo, siempre la literatura subtitulando
lo que veo, las liras de Fray Luis: “La combatida antena / cruje, y en ciega
noche el claro día / se torna; al cielo suena / confusa vocería / y la mar
enriquecen a porfía. / A mí una pobrecilla / mesa, de amable paz bien abastada,
/ me basta; y la vajilla, / de fino oro labrada, / sea para quien la paz no
teme airada”.
Sí, a mí también una mesa de amable
paz bien abastecida me basta. Pan, queso, un tomate, unas aceitunas, en buena
compañía, o a solas (me tengo por buena compañía), a la sombra frondosa de los
árboles, me agradan más que cualquier festín. De lo que no me sacio nunca es de
andar y ver, de ir y volver, de caminar sin rumbo fijo sabiendo que vaya donde
vaya siempre llevaré a Ítaca conmigo.