miércoles, 30 de septiembre de 2009

Línea roja: Sobre un secreto amor

Lunes, 21 de septiembre
PARTIR

Me gustan los comienzos. La ilusión de empezar de nuevo, de dejar atrás todos los errores, de no volver a tropezar con las mismas piedras.
Me gusta partir hacia cualquier lugar bajo un cielo muy azul, con la impaciencia del niño que desenvuelve un regalo.
Nada me gusta más que los preparativos de un viaje, a no ser los momentos iniciales de un amor, cuando todo es posible y nada es seguro.
Me gustan las ciudades en las que alguien me espera y aquellas otras en las que solo me espera la soledad.
Me gusta el otoño, que este primer día, mientras la heroica ciudad descansa de la larga noche festiva, se pasea dorado y suntuoso por las calles sin nadie.
Sonrío, me sonríe. ¿Qué más hace falta? Ya tengo compañero para el próximo viaje.


Martes, 22 de septiembre
NO PENSAR

Dejo atrás el grato bullicio de Via Toledo y Via Chiaia, asciendo por la empinada Monte de Dio, me desvío, sin razón ninguna, por una estrecha callejuela a la izquierda y al instante estoy en otro mundo. Una mujer muy vieja, intemporal, está apoyada en el cuarterón de la puerta de casa. Al pasar no puedo evitar ver su casa entera, toda ella reducida a una habitación sin más luz que la entrada: la cocina a un lado, una mesa en el centro, una cortina que oculta la cama, una fotografía con varios rostros descoloridos.
Sigo caminando y en un cruce me sorprende el nombre de la calle: Via Solitaria. Recuerdo los versos de Machado: “Qué bien los nombres ponía / quien puso Sierra Morena / a esta sierra mía”. Qué bien los nombres ponía quien le puso nombre a esta calle. Hay ropa en ventanas y balcones, alguna tiendecilla oscura, pero yo no me cruzo con nadie en el demorado descenso. Solos, la mujer y yo. Esa mujer que conoció los tiempos del desembarco americano, los años caníbales que cuenta Curzio Malaparte en La piel, y yo, que estoy de paso, que todo lo miro con curiosidad de turista. Camino al azar, sin saber a dónde me llevará esta Via Solitaria, esta vida solitaria. Al final, hay una pequeña plaza a la que asoman esculturas y luego una estrecha escalera para peatones y unas retorcidas rampas para automóviles contorsionistas. La Via Solitaria termina en el inmenso abrazo de la Piazza del Plebiscito, junto a la columnata que construyó Murat, en el lado que se asoma al mar y al Vesubio.
A las siete en punto me siento como cada tarde ante un café y un vaso de agua. La costumbre arropa, ayuda a resistir los embates de la melancolía. Hojeo los libros que acabo de comprar en la Feltrinelli de la Piazza dei Martiri, escucho a Scarlatti en el ipod. Pero pronto me dedico solo a dejarme acariciar por el ir y venir de la gente, por el murmullo agitadamente perezoso de la multitud.
Otro solitario me mira, duda, parece que va a acercarse a saludarme, pero luego sigue su camino. Se está bien aquí, en la terraza del Gambrinus, frente al San Carlo, después de haber recorrido la Via Solitaria que, antes o después, recorreremos todos. Sé lo que me espera, pero he aprendido a no pensar en ello.



Miércoles, 23 de septiembre
PARA SIEMPRE

Camino de Ischia, paso por delante del cabo Miseno, con su faro blanco encaramado sobre el farallón. Esta es zona de misterios virgilianos, muy cerca está Cumas, con la cueva de la sibila, y el lago del Averno, pero el día de otoño, de un azul prodigioso y fresco, no parece encerrar ningún misterio. En Ischia me saluda el pórtico neoclásico de Santa María di Portosalvo.
Es hermosa esta isla, con sus fuentes termales, sus limoneros, sus villas escondidas, pero yo he venido en busca de otra isla. Un camino arbolado me lleva desde Ischia Porto hasta Ischia Ponte, atravieso luego el largo puente que construyó Alfonso el Magnánimo y llego hasta el islote del Castello, inmenso, oscuro y amenazador. Aquí se refugió alguna vez toda la población para defenderse de los piratas. El negro peñasco coronado de fortificaciones parece inaccesible. Pero hay un ascensor al fondo de un estrecho pasadizo. Y luego, ya en lo alto, se puede seguir el itinerario de Levante o el de Poniente, cada uno con su peculiar colección de maravillas. Estoy solo, tengo toda la isla para mí. Me asomo primero a la terraza de la Inmaculada: veo la cumbre del monte Epomeo, la Playa de los Pescadores, las casas coloreadas por un niño, el mar azul.
En el siglo XVI aquí habitaban cerca de dos mil familias, había además un convento y una abadía, un obispo, un seminario, un príncipe, una guarnición. A comienzos del XIX se convirtió en cárcel para los prisioneros políticos. Ahora parece estar solo a mi entera disposición. Paseo entre las ruinas del convento de las clarisas, una señal me indica el cementerio de las monjas, una serie de sótanos. Desciendo temeroso. Más que un cementerio parecen antiguas letrinas. Luego me entero de que ahí colocaban los cuerpos de las monjas para que se descompusieran lentamente y arrojar después los huesos a un osario. Cada día bajaban las monjas a rezar y a meditar sobre la muerte: en tal ambiente, era frecuente que enfermaran. Casi enfermo yo al conocer la historia. Salgo de nuevo a la luz.


A aquellas fanáticas monjas las expulsaron los franceses. Esta isla es ahora propiedad privada. ¿Quién será el afortunado propietario? Sea quien sea no es más afortunado que yo. Inicio el itinerario de Levante. Paso de largo ante las cárceles borbónicas, con sus instrumentos de tortura (de la estupidez y el fanatismo humano ya tuve bastante) y me acerco hasta el Terrazzo degli Ulivi, un tiempo jardín del castillo. Veo el islote de Vivara, frente a Procida, y la inmensa transparencia del mar. En lo más alto, las torres de la fortaleza, cerradas a los visitantes. Ahí vivió, durante más de treinta años, Vittoria Colonna, la princesa amiga de Miguel Ángel y de Juan de Valdés. Yo me quedaría para siempre en esta terraza. De pronto oigo un rumor familiar con sabor de infancia. Sí, he oído bien, es un cacareo. Al fondo de la terraza, hay un huerto y una majestuosa gallina avanza rodeada de sus polluelos. Sonrío. A Virgilio también le habría hecho gracia el contraste entre la magia del lugar, donde de un momento a otro se esperaría la presencia de alguna divinidad, y la humilde, maternal gallina.
Recorro el Sendero del Sol, con sus olivos, laureles, algarrobos, higueras, granados, nísperos y el mar resplandeciente y omnipresente. “Me quedaría aquí para siempre”, pienso. Y para seguir pensándolo abandono esta prodigiosa Isolla d’Aragona cuando nada me apetece más que seguir en ella, en su perfumado silencio azul y verde y al margen del mundo.


Jueves, 24 de septiembre
EL OTRO LADO

Llueve en Sorrento. La luminosidad de ayer es hoy infinita melancolía. Tomo un café en la Piazza Tasso, frente a la estatua del poeta que se acaricia la barbilla pensativo, paseo por la estrechas calles llenas de tiendas, admiro el Sedile Dominova, un pórtico renacentista donde unos viejos juegan a las cartas entre arquitectónicos trampantojos, llego hasta la plaza de la Victoria, una terraza enmarcada por el Hotel Bellevue Syrene, de 1820, y el Imperial Tramontano, donde Ibsen “piangendi su destini oscuri dell’uomo” –así se lee en una lápida de la fachada— escribió Los espectros en 1881. Muy cerca, una escalera excavada en la roca desciende hasta la orilla del mar. Con mi paraguas, sin miedo a los escalones resbaladizos, bajo por ella. Acaba detrás de unas casetas de baño, en el rincón más desolado del mundo. Qué tristes los lugares de veraneo cuando se va el verano. Aquel camino estrecho entre la roca y el mar me deja en Marina Piccola. Al borde del acantilado se asoman los majestuosos hoteles, con sus grandes terrazas sobre el fosco golfo.


Un día como hoy no extraña nada que fuera aquí, precisamente aquí, donde Ibsen escribió Los espectros.
Al ir y al volver ferrocarril circumvesuviano me muestra el otro lado del paraíso. Transcurre por el lugar más hermoso del mundo, pero solo permite ver barrios desvencijados, desolación, desechos.
En la Feltrineli, mi librería habitual, Francesco Villani, el pianista napolitano que compuso parte de la banda sonora de Gomorra, presenta su nuevo disco, Anime. Interpreta algunas de sus nuevas piezas. Entre los asistentes no está Roberto Sabiano, naturalmente, pero sí algunos de sus amigos. Escucho hablar de él. Sobre su heroísmo, tan rentable, algunos se muestran tan escépticos como yo.


Viernes, 25 de septiembre
VARIAS VIDAS

A las ocho en punto de la mañana, estoy frente a la estación marítima. Pero el crucero en que viajan mis amigos no atraca aquí, sino en otro lugar del puerto, por lo que he de esperar media hora hasta que lleguen en autobús. Esa media hora me vale por un curso acelerado de picaresca y comedia del arte. Una multitud de taxistas ilegales, guías piratas, aguarda la llegada de los turistas. Hay tres inmensos barcos, cada uno con más de mil pasajeros, así que víctimas no les faltan. Los más prevenidos salen en apelotonados grupos con su guía al frente, pero hay otros que van por su cuenta. En italiano, en inglés, en napolitano, con envolvente sonrisa y una hipnótica gestualidad, son inmediatamente abordados. Algunas veces con éxito. Un matrimonio de gordos jubilados norteamericanos escucha al taxista que se ofrece a llevarlos a Capodimonte, Pompeya, Amalfi. Pero ellos quieren ir a Capri y él, sin dudarlo, un momento, se ofrece a llevarlos en su destartalado vehículo, que no parece anfibio, hasta Capri. Me habría gustado saber cómo acaba la aventura.
Por fin llegan mis amigos y comienza el recorrido por los lugares familiares: la Galería Umberto I, estropeada por el inmenso andamiaje metálico que sostiene la cúpula, el Palacio Real donde se exponen las obras de arte que han rescatado los carabineros, la Via Toledo y el Funiculare Centrale, la Piazza del Gesù Nuovo, todo el desvencijado esplendor de Spaccanapoli…
Soy un guía demasiado entusiasta, agotador. Quiero enseñarlo todo, como si Nápoles cupiera en una mañana, cuando no cabe en una vida.
Tampoco una vida cabe en una vida. Quien no ha vivido varias vidas no ha vivido. “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / aquel en cuyo amor desfallecía Matilde Urbach”, se lamentaba Borges. Yo no me lamento. He sido guía en Nápoles. No me parece poco.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Lecturas y lugares: Cruce de caminos

Soy de esas personas afortunadas que saben que no lo saben todo, que siempre están descubriendo Mediterráneos. El último lo encontré muy cerca de mi pueblo, Aldeanueva del Camino, y se llama Cáparra. Había oído hablar de su arco tetrapylon, un arco triunfal de cuatro pilares, lo había visto reproducido muchas veces, pero nunca se me había ocurrido darme una vuelta por allí.


Se encuentra rodeado de olivos en la dehesa Casablanca, a la orilla de un río que, como el Tíber a Roma, llora su ruina “con funesto son doliente”. Y ese río es el Ambroz, el mismo en que yo me bañaba de niño.
Hace veinte siglos, Marco Fidio Macer levantó este arco para conmemorar que “Vespasianus Imperator Augustus” había convertido a Cáparra en municipio romano, concediendo a sus habitantes el derecho de ciudadanía. Lo construyó exactamente en el cruce de las dos calles principales de cualquier ciudad romana, una de las cuales coincidía con el camino de la Plata, que un poco más allá pasa delante de la casa en que nací.
Camino alrededor del arco, pisando el descampado que un día fue bulliciosa ciudad, y recuerdo viejos versos que cantan a las ruinas: “Estos, Fabio, ay dolor, que ves ahora / campo de soledad, mustio collado, / fueron un tiempo Itálica famosa”.


Aquí estuvo el teatro, aquí rieron las gracias de Plauto y se conmovieron con la devoción fraternal de Antígona; estos muros correspondían a las termas, al lado se alzaban las columnas del Foro… Cuesta imaginarse el ajetreo urbano, los comerciantes trapaceros, los políticos charlatanes, los esclavos, los gozosos lectores de Ovidio y de Virgilio.
No fue necesario ningún Vesubio, bastó la mano del tiempo para arrasarlo todo. Solamente con el orgulloso arco no pudo. Ya no había ciudad y todavía los viajeros que buscaban el norte seguían atravesándolo y sorprendiéndose al encontrarlo en medio de la desolación; luego la ruta de la Plata se desvió unos pocos quilómetros y ahí quedó, más solitario, igualmente señero.
Cuando volvió a poblarse el valle del Ambroz, se prefirió otro lugar y ese fue el origen de Aldeanueva del Camino. Alguna piedra con inscripciones, dos o tres fustes de columna testimonian que se aprovecharon las cercanas ruinas.
Pone uno el dedo sobre el mapa, señala la más remota aldea, y allí se entrecruzan los caminos del mundo. Atravesaba Aldeanueva el camino de la Plata y también la frontera entre los reinos de Castilla y de León, entre los ducados de Béjar y Alba. Al duque de Béjar le dedica Cervantes el Quijote; los duques de Alba tenías un palacio muy cerca, en la Abadía, y por sus jardines se pasearon Garcilaso, que allí escribió alguna de sus églogas, y Lope, que los cantó en retóricas octavas.
Paseo yo ahora al sol de Cáparra y pienso que soy como el protagonista de una antigua fábula, como el soñador que recorre el mundo en busca de un tesoro y al final descubre que ese tesoro estaba enterrado ante su puerta.
Por delante de la puerta de mi casa pasaba la historia del mundo, pero yo lo creía un lugar apartado de la mano de Dios y soñaba con irme lejos, muy lejos, sacudirme el polvo de los zapatos, no volver nunca.
Ahora sé que mis antepasados fueron ciudadanos romanos, que soy ciudadano del mundo. Que esté donde esté, si estoy a gusto, estoy en casa. Y que no hay lugar que no sea un cruce de caminos, que cualquier punto de llegada es un punto de partida.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Notas venecianas (y 5): Giardini

Cuando uno subía al observatorio de las Torres Gemelas, antes de salir a la terraza entraba en una sala donde se proyectaba un documental sobre Nueva York. En helicóptero recorríamos toda la ciudad. Era una proyección de gran realismo. Las butacas se inclinaban a la vez que el helicóptero. Finalmente, después de sobrevolar Central Park, el Crysler y el Empire State, la estatua de la Libertad y Battery Park, nos posábamos en una de las Torres y solo entonces, como si bajáramos del vehículo, salíamos al fascinante espectáculo de un lugar tan cerca del cielo y que no tardaría en convertirse en un infierno. A mí me gustaba ese llegar a una realidad que prolongaba la ficción.
Recuerdo aquellos imaginarios viajes en helicóptero mientras en el pabellón británico de la Biennale veo el documental Giardini, de Steve McQueen. Son estos mismos jardines los que se nos muestran en la doble pantalla. Pero no como están ahora, festivamente bulliciosos, sino en los largos meses que pasan abandonados entre una exposición y otra. Conozco bien esa melancolía. Más de una vez paseé por ellos cuando solo los recorrían perros abandonados, cuando uno podía tropezarse con algún sin techo que dormía envuelto en su miseria, cuando en las noches más desapacibles un fumador solitario acechaba con milenaria cautela a otro solitario… En la pantalla vemos sucederse las estaciones, oímos la banda sonora de la ciudad: infinitas campanas, los gritos de una manifestación, el viento que arrastra las hojas secas, la sirena de un inmenso crucero que se entrevé entre los árboles…
Cuando salimos, una nave gigantesca, como la de la pantalla, se desliza entre los árboles. Ese cruce de ficción y realidad me hace pensar de nuevo en la terraza de las Torres Gemelas. Con qué facilidad este monstruo, tres o cuatro veces más alto que el más alto de los edificios, solo con desviarse del centro del canal, podría hacer saltar toda la ciudad por los aires.


La sensación de fragilidad acrecienta para mí la belleza del mundo. Esta ciudad es un milagro sostenido sobre frágiles troncos de árboles que se asientan sobre el fango de la laguna y yo también soy un milagro asentado sobre pilares aún más frágiles. Siempre lo tengo muy presente y por eso disfruto de cada minuto como el niño en el parque de atracciones que sabe que, más pronto que tarde, llegará la hora del cierre.
¿Y qué es esta Biennale, que abarca toda la ciudad, sino un inmenso, colorista, sorprendente parque de atracciones? “Si no os hacéis como niños, no disfrutaréis del arte moderno”, se me ocurre que podría ser un buen lema.
Si no os hacéis como niños: en el césped que rodea el Gran Hotel des Bains pasta un rebaño de ovejas azules, muy cerca alguien ha embalado cuidadosamente un rinoceronte de tamaño natural y en la isla de la Certosa un elefante se acerca al agua, mientras que en una de las salas del Palazzo delle Esposicioni una gigantesca tela de araña atrapa a los visitantes… Todo es juego, asombro, maravilla, como las sombras chinescas que proyectan los objetos encontrados por Hans-Peter Feldmann al dar incansables vueltas en sus pequeñas plataformas.


Si no os hacéis como niños, no disfrutaréis del juego del escondite que practican los innumerables “eventi collaterali” esparcidos por toda la ciudad. Hay que tener muy firme vocación de detective para dar con el Palazzo Zenobio, en la Fundamenta del Soccorso, y con el cortile inglese en la isla de San Servolo, y con la Riva Ca’ di Dio, en Castello, y con la exbirrería de la Giudecca… Pero lo mejor es no buscar nada concreto, dejarse sorprender al azar del paseo por una puerta sigilosamente abierta que lleva a un patio entre altos muros, por un jardín secreto, por las estancias desconchadas de un palacio abandonado, y allí encontrar objetos banales o misteriosos, insólitas trivialidades y una guardia juvenil que, sentada a un lado, junto a varios catálogos, certifica que aquello es arte y que también forma parte del juego.
Qué borrosos los límites entre el arte y la vida, entre la magia y la realidad. El día comienza en los Giardini aguardando para ver una película que se titula precisamente Giardini y termina en una bar de copas de la Salizada San Lio charlando con Peter, el joven escocés que, en lo alto de la escalera, esperaba el momento de hacernos pasar al interior del pabellón.
“¿También tú eres artista?”, me pregunta. “Hay mucho cuento en eso y mucha vanidad. Y yo lo sé bien, que trabajo con ellos”.
No, no soy artista, aunque ocurrencias no me faltan, pero soy, como todo el mundo, el guionista de mi propia vida. No siempre los guiones que escribo puedo llevarlos a la realidad, pero siempre me esfuerzo por escribir un buen guión en el que yo no tenga un mal papel.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Notas venecianas (4): Hotel Europa

Marcel Proust, en materia de hoteles, tenía gustos muy sencillos: prefería siempre el mejor. Y por eso, cuando en abril de 1900 visitó por primera vez Venecia en compañía de su madre, se alojó en el que encabezaba la lista del Baedeker, el Danieli, en la Riva degli Schiavoni, frente a San Giorgio Maggiore. Pero cuando volvió solo, unos meses después, no quiso repetir y se fue al segundo de la lista, no menos suntuoso que el primero: el Hotel Europa, junto al Gran Canal, con entrada por la calle del Ridotto.
Se trataba de un palacio gótico, Ca’Giustinian, uno de los más hermosos palacios venecianos, convertido en hotel en 1820. Si en el Danieli había tenido lugar uno de los más conocidos ménage à trois de la historia, el que vivieron George Sand, Alfred de Musset y un joven médico de gallarda apostura, aquí se habían alojado huéspedes no menos ilustres, como el pintor Turner o el aparatoso Chateaubriand.
El Hotel Europa llevaba cerrado muchos años. Este año el palacio ha abierto de nuevo convertido en una de las sedes de la Biennale. Caminando al azar por los alrededores de San Marcos doy con él. La exposición que alberga, sobre el futurismo, no me interesa demasiado. Pero la antigua Sala degli Specchi, el que fue gran salón del hotel, es ahora una confortable cafetería, L’ombra del Leone, con hermosas vistas sobre el Bacino de San Marco y la iglesia de Santa Maria della Salute. Apenas hay clientes en L’ombra del Leone. Un café cuesta un euro (en el cercano Florian, doce), lo mismo dentro que fuera en la fastuosa terraza con balaustrada de mármol que acarician las aguas del canal.
Cada nueva visita, Venecia me hace un regalo y el de esta vez es nada menos que un hotel lleno de historia donde leer tranquilo el Gazzetino, hojear algún libro, tomar notas después del paseo. Allí paso un rato todas las mañanas, sin más compañía que la de tantos fantasmas ilustres y la de los gondoleros de la cercana parada de San Marcos, que entran a charlar, beber agua frizzante y protegerse un rato del sol. Acabo haciéndome amigo de alguno de ellos y una mañana Mario me cuenta que ha llevado a pasear por los canales a un viajero algo obeso y particularmente locuaz, nada menos que a Hugo Chávez. Sé que el presidente venezolano ha pasado por el Lido, donde se acaba de estrenar la película que le dedica Oliver Stone, pero no me lo imagino en góndola como cualquier turista. “¿Qué opinas tú de Chávez?”, me pregunta Mario. “¿Crees que es un dictador como dicen los periódicos? A mí me pareció muy simpático. Todo el tiempo estuvo preguntándome cosas, pero luego se respondía él mismo. No calló un momento. Salimos muy temprano, apenas amanecido. En la góndola iban él y otras tres personas. Nos seguía una motora de la policía. No le pude llevar por algunos canales poco profundos”.


¿Qué opino yo de Chávez? Hace tiempo que vengo recortando lo que se dice de él en un periódico que aprecio especialmente, El País, un periódico que leo desde el primer número. Ni en La Razón, y ya es decir, se podrá encontrar un ejemplo más claro de manipulación informativa. El referéndum de Chávez para modificar la constitución a fin de que los cargos públicos pudieran ser reeligidos mereció editoriales apocalípticos, docenas de artículos denigratorios (los más selectos intelectuales de izquierda aprovecharon para insultar a quien quería convertirse en dictador perpetuo). Las manipulaciones de Álvaro Uribe para conseguir el mismo fin apenas si merecen una aséptica constatación. El otro día se celebraron en Caracas manifestaciones a favor y en contra de Chávez. Noticias desde el Sur, el informativo de Telesur, la cadena oficialista, informó de ambas; El País, el gran defensor de la libertad de información, solo de la manifestación opositora, con una gran fotografía de media página.
Aburro a Mario con estas y otras precisiones. Él sonríe cortésmente aburrido. “¿Entonces no es el Berlusconi de América, el dueño de todas las televisiones públicas y privadas? A mí me pareció un tío simpático”, me dice antes de salir a seguir esperando a los clientes.

Del primer viaje de Marcel Proust, acompañado de su madre, sabemos muchas cosas. Mientras la madre se quedaba leyendo en el hotel, con otros dos amigos recorría los canales de Venecia deteniéndose en cada una de las iglesias que habían sido descritas por Ruskin. Luego, por la tarde, se sentaban en el Florian a comer helado. En más de una carta recordó Proust aquellos tiempos en que “sus sueños se habían convertido en sus señas”.
De la segunda visita, el otoño siguiente, solo sabemos que se alojó en el Hotel Europa y que el 19 de octubre dejó su firma en el libro de visitantes del monasterio armenio en la isla de San Lázaro (yo no pude hacer lo mismo y tuve que conformarme con pasear por los alrededores). ¿A qué dedicó aquellas jornadas? Los templos y palacios ya habían sido minuciosamente admirados la primera vez, ahora preferiría adentrarse por las estrechas callejuelas y sombrías plazoletas, bordear los canales oscuros, esos canales que le daban la impresión de “penetrar más y más en las profundidades de una secreta realidad”.
¿Qué busco yo cuando salgo de Ca’Giustinian, el antiguo Hotel Europa, y me pongo a callejear por lugares que no aparecen en las guías? Lo mismo que buscaba Marcel Proust, lo mismo que buscamos todos: una promesa de felicidad, algo que no está en ninguna parte, pero que aquí parece más engañosamente cerca que en cualquier otra parte.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Notas venecianas (3): Cruzar un puente

Antes de poner el pie en el primer escalón recuerdo el comienzo de un viejo poema: “Hoy, como cada día, he de cruzar un puente, / su frágil armazón de inseguros instantes…”


Pero el puente de hoy no es solo el metafórico de cada día, sino un puente de piedra y de cristal, alacre y deslumbrante: el nuevo puente de Calatrava sobre el Gran Canal.
Hace poco más de un año, en mi anterior viaje, ya estaba en su sitio: una sorprendente diadema en la parte menos agraciada de la ciudad. Solo ahora, después de que el vaporetto me deje en el colorista ajetreo del Piazzale Roma, puedo atravesarlo para entrar en el más hermoso laberinto.
De Santiago Calatrava es posible decir lo mejor y lo peor, y en Oviedo tenemos una elefantiásica muestra de sus desvaríos, pero el amor es sin por qué y a mí este puente me enamoró al primer golpe de vista.
Las transparentes barandillas me permiten ver el Gran Canal, que aquí no está rodeado de palacios, y también la sombra de los transeúntes reflejada sobre el agua. No sé por qué pienso en Oriente y a la cabeza me vienen unos versos de Li Po: “Mira tu sombra quieta sobre el agua que huye / esta tranquila tarde de verano. / Mujeres y amigos te han de dejar un día. / Solo tu sombra y la muerte, en el tiempo cambiante, / han de seguir hasta el final contigo”.


Cruzan raudas barcazas, sobrecargados vaporettos, alguna rara góndola: esta es una puerta de servicio. A un lado, la isla artificial y funcional de Tronchetto. Al otro, la estación de tren y, enfrente, los jardines Papadopoli con la cúpula verde de San Simeon Piccoli.
Me detengo en la parte más alta del puente y me hago a un lado para dejar pasar a los apresurados transeúntes. Yo no tengo ninguna prisa. Acepto el homenaje fresco y azul de la mañana. Este puente es digno de un emperador y yo ahora yo soy el rey del mundo.
Cuando por fin lo atravieso y me detengo para mirarlo delante de los majestuosos edificios de la vieja estación, un anciano ocioso aprovecha para entablar conversación: “¿Ha visto qué despilfarro? ¡Millones de euros gastados para un puente que solo permite acortar el trayecto en cinco minutos y que ni siquiera tiene una rampa para acarrear las maletas!”


Yo no sé si es o no un despilfarro. Sé que tras su ingrávida transparencia hay un prodigio técnico y algo más que tiene que ver con la poesía.
Sigue mi interlocutor: “Esto es como el mamotreto de la Cassa di Risparmio en Campo Manín. Por mucho tiempo que pase no nos acostumbraremos a ella y alguna vez habrá que tomar la decisión de tirarla”.
Yo también, cada vez que atravieso Campo Manín camino del Campo San Luca y el Teatro Goldoni, siento la bofetada de ese feo edificio de los años sesenta. Aquí, sin embargo, entre el Piazzale Roma y la estación de Santa Lucía, no hay ninguna disonancia, sino un prodigioso acorde.
Hoy he cruzado un puente, pero no como cada día, sino como solo ocurre en los grandes días. Un mágico puente de cristal y silencio que no se parece a ningún otro de Venecia y sin embargo solo podía estar en Venecia.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Notas venecianas (2): Tres islas


Pisar por primera vez tres islas en un solo día no ocurre todos los días. Mientras la multitud se aglomera a lo largo del Gran Canal para contemplar la regata histórica, yo me dedico a explorar la laguna. La línea 13 del vaporetto me lleva hasta Sant’Erasmo. Qué extraño este lugar, con sus viñas, sus senderos de tierra, sus casas de labor. Camino sin encontrar a nadie, escuchando el canto de los pájaros, el cacareo de distantes gallinas. Apenas media hora, ¿y dónde quedan canales y callejuelas? Miro con atención y allá lejos, sobre las copas de los árboles, adivino cúpulas y campaniles.
La naturaleza me entretiene durante los primeros quince minutos; luego, en el aire demasiado puro, parece que me falta el aire. Vuelvo a la parada del vaporetto: hasta dentro de una hora no habrá otro. ¡Una hora en la soledad de Sant’Erasmo! No me creo capaz de resistirlo. Pero me acomodo al borde del canal, miro a lo lejos el faro de Murano, respondo al saludo de las lanchas que pasan y dejo que el tiempo se siente a mi lado y me acaricie.


Qué distinta San Servolo, una isla con puerta de entrada, recónditos jardines y ventanas abiertas en los muros de ladrillo al centelleo de la laguna. Hay una Escuela de Bellas Artes, de vez en cuando se entrevé algún grupo juvenil. Cómo me gustaría quedarme con ellos a estudiar la magia de Tiziano o Tintoretto. De pronto, sentada sobre la yerba, una anciana afligida oculta el rostro tras un velo negro. Me acerco temeroso, pero es parte de la dispersa Biennale que alcanza a todos los rincones de la ciudad. Aquí el artista ha acertado conmovedoramente. Este lugar paradisíaco fue antes un centro de psiquiátrica tortura, el manicomio más hermoso del mundo. Está que se nos lo recuerde.
El vaporetto que se aleja de la isla de los locos se detiene de pronto en San Lazaro. Siempre había deseado visitar el lugar en que Byron, que llegaba nadando desde el Lido, se dedicaba a estudiar armenio. Baja una joven y, sin pensarlo, desciendo tras ella. Camina rápidamente y antes de que me dé cuenta ha desaparecido. Vuelvo a estar solo, como en Sant’Erasmo, pero aquí un cartel advierte que es una isla privada, que no están permitidas las visitas. ¿Qué hacer? El vaporetto se ha alejado, no puedo emular a Byron y arrojarme al agua.


Una estatua de Mekhitar, el primer prior de la congregación de monjes armenios que en esta isla se refugiaron de la persecución turca, abre acogedoramente sus brazos de bronce. Me dan ganas de preguntarle si no aceptaría un monje más.
Paseo lentamente entre olivos y cipreses, me siento en una especie de torreón que avanza sobre la laguna. A la cabeza me vienen unos versos en que Byron le habla a su último amor: “Entre las olas, cuando todo / era tormenta y miedo, / mi cuerpo te ofrecí como coraza, / mi corazón como refugio”. Qué poco se imaginaba el fantasioso lord inglés que la Grecia oprimida agradecería sus esfuerzos con el desdén, la reiterada humillación, la muerte sin gloria.
En una mañana el generoso azar me ha llevado por tres veces hasta el paraíso, pero de sobra sé que el paraíso acostumbra a cambiar de lugar sin que nosotros cambiemos de sitio.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Notas venecianas (1): San Jorge y el dragón

Le reconocí de inmediato. Estaba de espaldas, con el sombrero en la mano, contemplando la iglesia de la Pietà. Habíamos coincidido hacía un año por los mismos lugares. “Hola, André”, le dije. Él me saludó con un gesto y luego se puso a charlar conmigo como si nos hubiéramos visto el día antes.


“¿Ves ese hotel al lado de la iglesia de Vivaldi? Es el Metropole. Hace cien años se alojaron en él por las mismas fechas Thomas Mann y Sigmund Freud. El novelista andaba preocupado por ciertas inconfesables pulsiones sexuales. Le pidió consejo a Freud. ¿Debía psicoanalizarse? Y Freud, en contra de sus intereses, le dijo que para un artista no hay mejor terapia que el propio arte. Poco después Mann convirtió su obsesión por un joven camarero en Muerte en Venecia, que situó en un hotel del Lido.”
También esta ciudad, a la que vuelvo muy de tarde en tarde, me recibe cada vez como si fuera uno de los suyos; como si solo en ella no estuviera de paso.
“¿Estás esperando para ver la película de Peter Greenaway? Yo acabo de salir. Te gustará. Le Nozze di Cana, el cuadro del Veronese, es fascinante, una réplica más verdadera que el original. Y Greenaway acierta a subrayar toda su magia. ¿Conoces la historia de la Fondazione Giorgio Cini? El conde Cini le dio el nombre de su hijo y buscó el lugar más adecuado: el monasterio benedictino, por entonces en ruinas, de la isla de San Giorgio Maggiore. Vittorio Cini inició su fortuna en la época de Mussolini, de quien fue ministro. Dimitió poco antes de que el Gran Consejo destituyera al dictador. Los alemanes lo detuvieron y lo enviaron a Buchenwald. Del campo de concentración lo salvó su hijo Giorgio, quien reunió todas las joyas de la familia y, tras desmontar las piedras preciosas, sobornó con ellas a los vigilantes. El conde Cini se había casado con Lyda Borelli, una de las grandes actrices del cine mudo. Era muy celoso. No solo le prohibió seguir trabajando sino que buscó todas las copias de sus antiguas películas para destruirlas. Casi lo consigue. Milagrosamente se ha logrado salvar alguna. No quería que nadie, salvo él, admirara la belleza de su mujer, ni siquiera en celuloide. Cini tenía una amante, la condesa Dal Pozzo, una aristócrata veneciana.


Todos lo sabían, pero nadie hablaba de ello. En público los dos hacían como si no se conocieran. Cuando le liberaron, cuando llegó la noticia de que estaba sano y salvo en Suiza, Lyda Borelli dijo: “Que alguien avise a esa mujer. Se alegrará”. Sus hijos fingieron no entender. Entonces ella misma buscó un número en el listín y luego telefoneó: “Soy la mujer de Vittorio. Mi marido está libre”. Y colgó. Estas cosas las cuenta Federico Zeri en sus memorias, J’avoue m’être trompé. ¿Las has leído? Un libro fascinante sobre la trastienda del mercado del arte, la miseria de los grandes coleccionistas y los trapicheos entre estudiosos como Berenson o Roberto Longhi y los anticuarios. Bastaba ver a Lyda Borelli, confiesa Zeri, para quedar fascinado. Cini era consciente de ello y por eso la escondía como a la más preciada pieza de su colección.


Pero no podía esconderla de sus propios hijos y Giorgio, el héroe que lo había librado de los alemanes, se enamoró perdidamente de su madre. Buscaba sustituirla con actrices mayores que él. Tuvo muchas amantes. La última, Merle Oberon. Un día en que ella estaba en Cannes y él debía asistir, por obligaciones sociales, a una gran fiesta en Venecia decidió hacerle una visita en su avioneta privada. Al volver le pidió al piloto que hiciera una circense pirueta de despedida y que se acercara lo más posible a tierra para saludar a Merle. El avión se estrelló. Fue uno de esos accidentes que disfrazan un suicidio. Giorgio salvó a su padre, dejó que la princesa, que era su propia madre, muriera de tristeza en su encierro, y dio muerte, nuevo San Jorge, al dragón que llevaba dentro, un dragón que Freud conocía muy bien. ¿Fue un héroe o un cobarde? No sabría decirlo. Pero gracias a esa oscura historia ahora podemos sentarnos en el refectorio palladiano y participar de las bíblicas bodas de Caná, donde Cristo convirtió el agua en vino, y escuchar el rumor de las conversaciones en dialecto y la música que sirvió para la coronación del Dux Marino Grimani”.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Lecturas y lugares: Amanecer en Gomorra

Me gustan los días de septiembre. Largos días aún vacacionales en los que parece haber tiempo para todo, como un anticipo de no sé qué melancólica eternidad. Si estoy fuera de casa, procuro no perderme ningún amanecer. Hay quien prefiere los que concluyen una noche de fiesta; no es mi caso. Nunca me ha costado madrugar, ni tampoco caer rápida y profundamente dormido a esas horas en que otros comienzan sus fatigosas juergas.
En el Palacio de la Magdalena me levanto mucho antes de que empiecen a servir el desayuno. Primero, desde la ventana, veo cómo se desvanece la noche, cómo van desapareciendo las estrellas y difuminándose las luces de los barcos anclados frente a la bahía.


Mi habitación es la 123, la más cerca del mar, que en esta parte se adentra en la Península como para querer tocar los muros del palacio. Es la misma habitación en que Pedro Salinas escribió algunas de sus cartas a Katherine Whitmore, como la fechada el 7 de septiembre de 1933, recién acabado el primer curso de la Universidad Internacional, de la que se declara “el autor, el inventor”.
Sí, esta Universidad de Verano fue, antes que nada, el sueño de un poeta enamorado que aquí mismo escribió algunos de sus poemas más hermosos: “Qué alegría vivir / sintiéndose vivido”.
Paseo luego por los frescos alrededores. Los rosados dedos de la aurora acarician la isla del faro. Cómo me gustaría subir a una barca, llegar hasta ella, ver desde allí desplegarse la fastuosa melodía del amanecer. Y dejar que en la memoria resuenen los versos cernudianos: “Oh soledad, cómo llenarte, / sino contigo misma”.
Abstraído en mis pensamientos, no he dado cuenta de que no estoy solo: “Buenos días. Mucho se madruga”. El rostro, sonriente, me resulta vagamente familiar. “Nos presentó Luca, ¿recuerda?”. Y sí recuerdo aquella excursión con mi amigo napolitano por un barrio de explosiva miseria en los días de la crisis de las basuras. Y recuerdo también que la estrella de la UIMP estos días de septiembre es Roberto Saviano, el autor de Gomorra, el denunciante de los abusos camorristas.


Mi acompañante adivina mis pensamientos y hace alarde de humor negro: “Estoy aquí para callarle la boca en medio de una de sus clases. Y tú, cuidadito con decir nada, porque te puede ocurrir lo mismo”, y me apunta con un dedo. Luego suelta una carcajada.
“Saviano es un bluff, un espectáculo, una distracción. ¿Tú crees que perjudica algo a los buenos negocios de la organización? Si su libro molestara, libro y autor habrían desaparecido a poco de aparecer y hoy nadie hablaría de ellos. ¿Puedes creerte que una amenaza que convierte un libro de escasa difusión en un best seller mundial pretendía realmente que no se conociera ese libro? Hay quien dice que el autor paga religiosamente una parte de sus ingresos y quien afirma que todo es un montaje”.
Estaba yo tan feliz con Salinas y Cernuda y esa isla casi al alcance de la mano que parece esconder el tesoro del amanecer cuando me viene de pronto encima toda la suciedad del tiempo presente. “Me llamo Piero Longhi. Preparo una tesis sobre literatura y compromiso que habla, entre otros, de Roberto Saviano; por eso estoy aquí”.
Me tranquilizo. Un estudioso, no un sicario. “¿Y sabes quién me ha otorgado la beca que me permite seguirle por todo el mundo hasta que encuentre la ocasión de charlar con él a solas? ¿No te lo imaginas?”. Y suelta otra carcajada mientras se aleja con pasos rápidos.


Una macabra broma, lo sé. Mi amigo Luca tiene el mismo raro sentido del humor. Me ha fastidiado el amanecer, ha echado a perder la música sentenciosa de Salinas –“la forma de querer tú / es dejarme que te quiera”—, pero me ha despertado una curiosidad: ¿es Saviano un héroe o una engañifa? ¿Un enemigo de la Camorra o una creación suya para tener entretenidas a las buenas conciencias? Sea lo que sea, de una cosa estoy seguro porque he leído toda su mínima obra: no es un escritor, solo un discreto periodista con fama de indiscreto.

martes, 8 de septiembre de 2009

La barca o nueva visita a Venecia

Llegué siguiendo los pasos de Henry James. Me alojé en el palazzo Marcello, en la escondida Fondamenta Minotto, donde habían vivido –según se contaba— aquellas viejas inglesas, una de ellas amante de Byron, que inspiraron Los papeles de Aspern. Frente al hotel, junto al Ponte del Malcanton, había siempre un gondolero a la espera de algún cliente al que le apeteciera dar una vuelta. No parecía tener demasiado trabajo. Al salir, al entrar, siempre lo veía sentado cómodamente en la góndola, leyendo un libro. Le hice algunas fotos, una de las cuales sirvió para ilustrar la cubierta de El amante de Italia, páginas viajeras de Henry James traducidas por Hilario Barrero.


Un día, un neblinoso día de invierno en que me parecía ser el único habitante de Venecia, me saludó: “¿No quiere un paseo en góndola? Estoy tan aburrido que hasta le llevaría gratis”. “Hoy se puede ver poco”. “La ciudad así también tiene su encanto”. Lo tenía. La barca se deslizaba sigilosa en aquella blancura grisácea, como de otro mundo. De vez en cuando se entreveía un palacio, un puente que abría amenazadoramente sus fauces. Después de un rato de silencio, comenzamos a hablar. Teníamos gustos parecidos: las novelas de Conrad, los poemas de Pasolini y una rara escritora, Anna Maria Ortese, de la que yo había leído El mar no baña Nápoles y él me recomendó La iguana, que habla de un velero que bordea las costas de Portugal y cuenta la más extraña historia de amor que se haya escrito nunca. Acabamos amigos, charlábamos todas las mañanas y un día me invitó a comer a su casa. Vivía junto a un canal angosto al fondo del cual se entreveía el gris verdoso de la laguna. Dino dejó la góndola junto a unos peldaños resbaladizos, silbó y una mujer se asomó a una de las ventanas. “Es mi hermana”, me dijo, y a ella: “Un amigo viene conmigo”. Charlamos mientras preparaba la comida. Me contó que su padre había sido gondolero y su abuelo también. Que era un buen trabajo, y difícil, para el que no valía cualquiera, pero que él se sentía como en una cárcel. Que le gustaban los espacios abiertos, que hacía tiempo que soñaba con irse a Australia.


Comimos muy bien los cuatro, porque también había un gato que en cuanto nos vio sentarnos se acercó a la mesa. Pasta asciutta, pescado y una gran frasca de vino. En la sobremesa, mientras Dino ayudaba a su hermana a recoger la mesa y fregar los cacharros (no quisieron que yo colaborara), hojeé los libros. Uno me llamó la atención, Alguien que anda por ahí, de Julio Cortázar, en la primera edición de Alfaguara. Toda aquella escena en casa de Dino me resultaba vagamente familiar y entonces recordé por qué. Uno de los relatos del libro se titula “La barca o Nueva visita a Venecia”. Escrito en 1954, al autor le pareció falso y no lo publicó entonces. Lo hizo años después, entremezclado el relato con las anotaciones de uno de los personajes, Dora, que contradecía a menudo al narrador. Ahora, en el libro que yo hojeaba, había notas manuscritas en las que parecía hablar otro de los personajes, el gondolero. “Ese libro indignó mucho a mi abuelo”, me dijo Dino. Se lo envió el autor. “No fue así, no fue así, repetía y ya ves que quiso contar su versión en los márgenes, pero no era escritor y todo queda confuso. Mi abuelo conoció a Cortázar en los años cincuenta, cuando no era un escritor famoso ni mucho menos”. Yo adiviné entonces la verdad que Cortázar no había querido contar en la primera versión de su cuento y que solo había insinuado en la segunda. “Mi hermana ha tenido que salir”, dijo Dino sonriendo.


La casa estaba muy cerca de Fondamenta Nuove, la parte menos vistosa de Venecia. Cuando me acompañaba hasta el hotel, nos detuvimos sobre un puente. A un lado teníamos los muros del Ospedale, al fondo la negra silueta de San Michele sobre el azul de la laguna. Entonces cruzó bajo el puente una barcaza, con cuatro remeros de pie y en el centro un catafalco negro y dorado. Era lo que parecía. Su destino estaba en la isla de los muertos. “La barca de Caronte”, murmuré yo. “Pero afortunadamente todavía no estamos en ella”, dijo mi amigo, y hombro con hombro, silbando felices, seguimos caminando hacia el hotel.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Lecturas y lugares: Los fantasmas de New York

En Strand, quizá la mayor librería de viejo del mundo, compré yo la primera edición en español de Doble esplendor, aparecida en México en 1944. Recordaba bien la emoción con que había leído la edición española. Fue en 1977 y Constancia de la Mora me pareció el símbolo mejor de la república infaustamente derrotada.
Llevaba todavía ese libro en las manos cuando subí, con unos amigos, al mirador del Rockefeller Center. Me senté un momento a contemplar el airoso perfil del Empire State, el Hudson, la isla de Ellis al fondo...


Lo olvidé sobre el banco y un desconocido, que vestía con elegancia de otro tiempo, se acercó para entregármelo. “Yo conocí a la autora”, dijo. “¿A Constancia de la Mora?”. “No, ella era solo la protagonista. In Place of Splendor, que tal es el título original, lo redactó en inglés, y en muy poco tiempo, Ruth Mckenney, amiga de mi familia, escritora muy popular, luego vetada en la época de la caza de brujas. Constancia de la Mora nunca confesó la verdad sobre ese libro conmovedor y falso, una obra maestra de la propaganda. ¿Se creyó ella misma las mentiras que encarnaba y que sedujeron a tantos? A su alrededor desaparecieron algunas personas, como José Robles, el traductor de John dos Passos, ¿se creyó verdaderamente que eran espías o que habían sido ejecutados por incontrolados anarquistas?


Yo también leí sus falsas memorias cuando tenía veinte años y hubo un tiempo en que la consideré la encarnación misma del idealismo republicano. A fin de cuentas era una aristócrata, nieta de Antonio Maura, que había roto con su propia clase para ponerse al servicio de la causa popular. En Estados Unidos calló que era comunista y no contó nunca su verdad, sino la verdad del partido. ¿En qué momento dejó de creer en lo que predicaba? Mandó su hija a la Unión Soviética, y luego le costó sacarla de allí: los rusos no se fiaban de los niños que ellos mismos habían educado. ¿Ha leído usted Yo, comunista en Rusia, de Ettore Vanni? Es un testimonio estremecedor de cómo trataron en la Unión soviética a los comunistas españoles. Se publicó en 1950, el mismo año en que murió Constancia, quizá asesinada. No se ha escrito su vida verdadera, sin duda más apasionante que el cartón-piedra de Doble, o falso, esplendor. ¿Sabía usted que durante dos años mantuvo una intensa amistad, y quizá algo más, con Eleanor Roosvelt? De Hidalgo de Cisneros, otro héroe republicano del que habría mucho que decir, se separó en 1941. ¿Y para unirse a quién? A un indio tarasco de Morelos, Rodolfo Ayala, un extraño personaje que merecía una novela y del que se rumoreaba que era homosexual.

En 1949, durante una fiesta en Cuernavaca, conoció a Mary O’Brien, una millonaria norteamericana admiradora suya. Ambas emprendieron un viaje a Guatemala, las dos solas, dispuestas a recorrer durante meses remotos lugares arqueológicos. Constancia aprovechó para visitar además a diversas personas. Nunca hablaba con ellas en inglés y Mary no se enteró de lo que trataron, o al menos eso dijo luego cuando la interrogó el FBI”.
De los muchos fantasmas de Nueva York, el de Constancia de la Mora no es de los menos intrigantes. Siempre que vuelvo a contemplar el perfil de la ciudad se me acerca susurrante, como aquel atardecer en el alto mirador del Rockefeller Center.