Miércoles, 15 de diciembre
CRUZAR UN PUENTE
Siempre anoto los días en que cruzo por primera vez un puente, cualquier puente. El que inauguro hoy, recién nacido, tiene para mí un valor especial. Alza su extraña caligrafía sobre el escenario de mi adolescencia: se detiene en medio de la ría, como un tembloroso trampolín para suicidas; me permite contemplar entera la calle donde estaba (“Jovellanos, 3” era su dirección y así titulé un poema) la que durante tantos años fue mi verdadera casa y mi única patria, la Biblioteca Pública de Avilés, y la blancura impoluta del Centro Niemeyer sobre un fondo de grúas, chimeneas y desperdigados restos de la antigua Ensidesa… Tras tantas idas y venidas entre el ayer y el hoy, este nuevo puente me deja ante otro puente.
Es de verdad y acero y es solo un símbolo de ese otro puente que cruzo cada día: “su frágil armazón de inseguros instantes / permite ver el agua, honda, quieta, aguardando”.
Jueves, 16 de diciembre
POBRES DIABLOS
Hay noches en que uno acepta cualquier compañía, aunque sea la del mismísimo diablo. Me apoyaba como podía en la barra del bar cuando se me acercó para invitarme a otra copa. Iban a cerrar, éramos los últimos clientes. El camarero nos la sirvió de malísima gana. A poco salimos los dos a dar tumbos por la calle en busca de otro garito. Farfullábamos a la vez, sin escucharnos, contentos con la compañía. De vez en cuando nos deteníamos a darnos un tambaleante abrazo. Aunque mi acompañante, pelirrojo, más bajo que yo, bizqueante y mal vestido, parecía un pobre diablo era realmente el mismísimo diablo. De pronto se serenó, como si hasta entonces hubiera estado fingiendo, sacó de entre las ropas una pistola y me dijo: “Sé que te quieres matar, pero no te atreves. Yo estoy aquí para ayudarte”. Apoyó el cañón contra mi pecho. A mí también se me pasó de golpe la borrachera. Estábamos en la calle de la Luna, frente al colegio. Serían las cuatro o las cinco de la madrugada. No había un alma en la calle, salvo la mía y la de aquel desalmado. “Eh –le dije—, que yo no quiero morir todavía. Apunta a otra parte”. Con una mano me apuntaba y con la otra tanteó mis bolsillos. Me quitó la cartera, el teléfono, las llaves. “En el infierno no vas a necesitar nada de esto”. Una figura solitaria apareció entonces en lo alto de la calle. Alto, desgarbado, vestido de negro, tenía un vago parecido con Jean Cocteau. Me pareció reconocerlo. “No te hagas ilusiones”, me dijo el atracador, “es otro diablo”. Luis Cruz –me pareció que era él— pasó a nuestro lado con andar vacilante, sin vernos, o fingiendo no vernos. Mi acompañante guardó la pistola, me entregó mis cosas, y se fue tras él. “Era una broma”, gritó entre carcajadas. “Pero cuándo quieras vender tu alma al diablo, acuérdate de mí”. Pensé también en seguir a mi filarmónico amigo (si es que era él). Cualquier lugar, incluso el infierno, me parecía preferible a mi casa. Pero volví a mi casa y a mi vida. “Mañana no recordaré nada”, pensé mientras trataba de meter la llave en la cerradura. Caí sobre la cama como si me hubieran dado un golpe. Me desperté con la ropa puesta y mal sabor de boca y recordándolo todo.
Sábado, 18 de diciembre
POR ESO ESTOY TAN SOLO
Puedo calcular lo que he perdido confiando en los demás; lo que he ganado de la misma manera es incalculable.
Todas las personas importantes de mi vida aparecieron en mis sueños antes que en mi vida.
Puedo mirar al suelo desde la torre más alta, sin temor ni temblor, pero siento vértigo si alzo los ojos al cielo en la noche estrellada.
Cuando me preguntan por alguno de mis libros siempre digo lo mismo: “No sé qué contestar. Lo he escrito, pero no lo he leído”.
Nada me gusta más que asomarme al mundo desde unos ojos distintos de los míos.
Aquellos poetas eran todos tan originales que no había manera de distinguirlos a unos de otros.
Me fastidia que no me den los premios que me gustaría rechazar.
Los enemigos del hombre son tres: presente, pasado y futuro.
Inteligente y poco leído, era como un perro de raza mal alimentado.
A veces la excesiva felicidad incomoda como un traje demasiado grande.
“Tu lógica es siempre aplastante –me dice un amigo— y por eso estás solo: a nadie le gusta ser aplastado”.
Martes, 21 de diciembre
COSTUMBRES RECUPERADAS
También en lo malo hay algo bueno. Por razones de fuerza mayor, en estos últimos meses todas mis costumbres han sido alteradas. Qué sensación de felicidad cuando el azar me permite recuperar alguna. Pasar por la librería del Campillín, por ejemplo, y luego sentarme en el Rosal a hojear los hallazgos.
Mi librero favorito me dice que no le gustó demasiado lo que conté de mi estancia en Roma, pero me regala un libro con la continuación de aquella historia: La revolución de Roma y la expedición española a Italia en 1849. Lo escribió el teniente general Fernando Fernández de Córdova, marqués de Mendigorría, que estaba al mando de las tropas españolas. Llegaron en nueve buques, uno de los cuales era una fragata de hermoso nombre: Mozart. Al desembarcar en Gaeta, fue inmediatamente presentado al cardenal Antonelli. Qué personaje: “Vestía, con suprema elegancia, traje talar color púrpura, con guarniciones y riquísimos encajes de Flandes. Llevaba en el pectoral y en el anillo grandes y puros diamantes, y en la cabeza el vistoso birrete cardenalicio, cuyo vivo color hacía resaltar el negro cabello, y unos ojos de honda pupila que reflejaban la profundidad del pensamiento. Joven todavía, delgado, de figura esbelta y agradable, hablaba el francés con pureza, dándole mayor expresión la acción de los brazos y el mismo movimiento de las manos, que cruzaba abrazando sus rodillas con una elegancia propia de los salones más aristocráticos”. Eran los tiempos del Papa-Rey, tan admirablemente reflejados por Valle-Inclán en su Sonata de primavera. Como seductor de novicias, Antonelli podría haber sido un buen rival del marqués de Bradomín. Pero él prefería seducir generales, banqueros y políticos de varia condición.
Cuántos detalles exactos en esta crónica de una aventura que se le ocurrió a Narváez “una tarde, paseando por las solitarias alamedas del Buen Retiro” y en la que los españoles –a los que los franceses no dejaron intervenir en el aplastamiento de la república romana— no hicieron otra cosa que seguir a Garibaldi en su deambular de un lugar a otro hasta que se embarcó para América.
Miércoles, 22 de diciembre
UNA MODESTA PROPOSICIÓN
Doy mi aprobado a la barroca pasarela panorámica que une el centro histórico de Avilés con las voluptuosas curvas del Niemeyer, pero no a lo que han hecho con el viejo edificio de la Plaza del Pescado, sobre cuyo techo, como caído de los cielos, se ha posado el puente.
Lo han pintado todo de blanco, disimulando las antiguas puertas, molduras y ventanas. Quienes han ideado el puente dicen que así anticipa la blancura del Niemeyer, al que servirá como lugar de recepción. Menos mal que el arquitecto, a sus 103 años, está curado de espantos porque si no se llevaría las manos a la cabeza al ver que pretenden comparar sus nítidas, acariciadoras curvas con un caserón enjalbegado, y solo porque ambos son de color blanco.
“No han atendido a razones” –me dice Ramón Rodríguez, que es a quien más debe la renovada imagen de Avilés—, “incluso han eliminado las hélices de Saint-Nazaire para que no estropeen la imagen despojada que le han dado a la plaza”.
“Supongo que ese aspecto de cobertizo enjalbegado será provisional” –le digo a Román, el concejal de Cultura—. “Solo faltaría que el arquitecto se meta dentro de la casa y le diga a los propietarios cómo debe pintar las habitaciones. Aquí los propietarios son los avilesinos y ellos deben decidir si el edificio queda como lo han dejado tras tratarlo y maltratarlo; recupera su aspecto original (en armonía con el resto de los edificios de la plaza), o se le somete a una colorista y audaz intervención para que rime con el puente de San Sebastián, espléndido arco iris del nuevo Avilés. Para ello basta con preparar infográficamente las otras dos posibilidades, mostrarlas al público, y que los ciudadanos voten. Pueden hacerlo a lo largo de enero, y en marzo, cuando se inaugure el Niemeyer, ya el plinto del más raro puente del mundo estaría como debe estar”.
Viernes, 24 de diciembre
UN REGALO DE NAVIDAD
Nunca he sabido distinguir entre la literatura y la vida, entre la realidad y los sueños. Creo que ya he contado la historia, pero no lo que hay tras ella. Un amigo editor me entregó el primer libro de un joven poeta. Lo hojeé y no me interesó gran cosa. Luego el autor apareció por la tertulia y de lo poco que hablé con él lo único que recuerdo es que le repetí mi broma habitual: que no escriba, que telefonee. Pasaron unas semanas. No pensé más en el asunto. Y una noche tuve un sueño. Unas mujeres lavaban la ropa en el río (como hacían las mujeres de mi pueblo cuando yo era niño) y de pronto llega flotando sobre las aguas una cesta en la que llora un bebé. La mujer más joven lo tomó en brazos, luego me lo ofreció a mí. Yo lo dejé en el suelo y salió corriendo hacia el bosque cercano: el bebé se había convertido en un adolescente. Al despertarme anoté el sueño (siempre lo hago desde que, a los catorce o quince años, leí a Freud) y aquella misma mañana se me ocurrió pedirle a José Ángel Gayol la dirección del joven poeta para comentarle su libro.
Desde entonces he hablado mucho con Cristian, he ido averiguando poco a poco su historia y la de la comunidad cristiana donde ha crecido, el Pueblo de Dios. También él, como Moisés, fue abandonado cuando niño; también, como Moisés, se siente llamado a grandes cosas. Me cuenta anécdotas de su infancia, y en todas ellas hay un sabor milenario y bíblico.
El lunes presenta su primer libro, ese que yo desdeñé y que ahora veo como algo más que un libro: como parte de una historia que se escribe derecha con renglones torcidos. Y que yo nunca sé si leo, vivo o sueño.
domingo, 26 de diciembre de 2010
domingo, 19 de diciembre de 2010
Al otro lado: Anónimo, discreto, provinciano
Jueves, 9 de diciembre
COSTUMBRE
No llego a una ciudad, llego a una costumbre. Desciendo las escaleras del Monte Áureo; cruzo la plaza de San Cosimato, con su árbol inmenso que protege de cualquier desventura y los puestos del mercado, fantasmales y solos a esta hora de la noche. Hasta Santa María in Trastevere me guía el rumor de la fuente; en la terraza del caffè di Marzio un solitario bebe y fuma, indiferente al frío. Dejo que los pies me lleven, a ojos cerrados podría seguir este itinerario. Una calle con iluminación navideña (y una mágica tienda en que solo venden relojes de arena: “Il polvere del tempo”) me deja en la Piazza Trilussa, frente al Ponte Sisto. Lo cruzo, me detengo un instante a contemplar la Via Julia, atravieso Piazza Farnese (en una esquina, el café donde tantas veces esperé a quien no llegaba, aunque llegara). Luego Campo dei Fiori, con su oscuro y sufriente Giordano Bruno.
Sí, con los ojos cerrados puedo seguir este camino. A mi izquierda, San Luis de los Franceses y el prodigio de sus Caravaggios; luego la plaza del Pantheon, con la fachada semioculta. En la dieciochesca plaza de San Ignacio hasta el silencio suena a Mozart. Apenas hay gente en la Fontana de Trevi, pocas veces había podido admirarla con tanta soledad. Subo hasta la colina del Quirinale. Ahí siguen los dióscuros, sujetando con la brida a los encabritados caballos. Una calle larga, el San Andrés de Bernini y el San Carlos de Borromini compitiendo en ambos extremos. Tengo días en que me inclino por el barroco fastuoso, todo pompa y oropel, y otros por la geometría torturada: en los momentos malos siempre busco el claustro de San Carlino, que cabe en la palma de una mano.
Via delle Quatro Fontane, a un lado la historiada verja del palazzo Barberini, al otro un pequeño hotel en el que me alojé alguna vez (muy cerca ocurrió el atentado que ocasionó la matanza de las fosas Ardeatinas). Las escaleras de la plaza de España solas a esta hora de la noche. Solitaria también la Via Margutta que me lleva a Piazza del Popolo y a una noche de hace veinte años… Una ciudad no es una ciudad, es una costumbre. Roma para mí es un paseo, siempre el mismo, en una noche de invierno que no termina nunca. Un viaje en el tiempo hacia un tiempo en que ya no sé si fui infinitamente infeliz o infinitamente desdichado. Sé que entonces, por primera vez, estuve vivo. Y desde entonces tengo la impresión de que solo sobrevivo.
Viernes, 10 de diciembre
CRIMEN
A las siete me despiertan las campanas de la iglesia. Comienza a amanecer. Recuerdo los versos de Alberti: “Las campanas del Transtevere / van y vienen por mis sueños”. Sobre el jardín de la Academia, poco a poco el cielo se va volviendo del más intenso azul entre el arcádico piar de los pájaros más madrugadores. Fuera, sopla un viento frío. Doy un primer paseo por los alrededores, solo con mis fantasmas. Una placa recuerda que esta iglesia de San Pietro in Montorio fue uno de los últimos focos de resistencia de la efímera república de 1849; en ella tuvo su cuartel Garibaldi.
En noviembre de 1848, cuando las revoluciones liberales agitaban Europa (Las tormentas del 48 tituló Galdós uno de sus Episodios), el conde Rossi era el hombre fuerte del gobierno pontificio: ministro del Interior, ministro de la policía, ministro interino de Hacienda y comandante general de los carabineros. Pio IX, que había comenzado su pontificado con reformas liberales, le pide que reconduzca la situación, cada vez más fuera de control. El día 15 de ese mes, se dirige al palacio de la Cancillería para exponer su programa de gobierno. La mayoría de los diputados piensan votar en contra; él espera convencerles. Los clubs revolucionarios agitan la situación, piden el asesinato del tirano. Rossi había hecho venir a Roma todos los destacamentos de carabineros que había en los estados pontificios. La tarde del día anterior pasó revista. Quedó satisfecho y seguro de poder reprimir cualquier levantamiento. Los carabineros desfilaron por la via del Corso, en medio de las sorprendidas miradas de los agitadores, que no contaban con aquel inesperado obstáculo. Al día siguiente, en todas las esquinas y en las puertas de iglesias y de cafés un impreso invitaba a todos los buenos ciudadanos a concentrarse en la plaza de la Cancillería.
El conde Rossi volvía de ver al pontífice, solo en su coche, acompañado del subsecretario de Hacienda. Al llegar a la plaza fue recibido por los gritos y los silbidos del gentío que la llenaba. Hizo azuzar los caballos y el carruaje entró al galope en el pórtico del palacio. A un lado y otro de la escalinata había también gente. Rossi, sereno, se apea del coche. De pronto, alguien le golpea con un bastón. Cuando se vuelve, le tiran al cuello una estocada que le corta la carótida izquierda. La sangre inunda el suelo, salpica las paredes y el rostro y las ropas de los que estaban cerca. El ministro cae muerto instantáneamente. Afuera continuaban los silbidos y los gritos. Un hombre de elevada estatura y larga barba sale a la puerta y grita: “¡Tutto è fatto!”. A sus palabras les sucede el repentino silencio. Los soldados que allí había abandonan sus puestos. Los asesinos se alejan despacio entre la multitud. Algunos gritan: “¡Hanno fatto bene!”. En el interior de la Cámara se conoce al momento la noticia, pero todo siguió como si nada hubiera sucedido: se leyó el acta de la sesión anterior, se pasó lista y como no había suficientes diputados se suspendió la sesión. El embajador español, Francisco Martínez de la Rosa, corrió inmediatamente al Quirinal para consolar al Papa y ofrecerle la ayuda de su gobierno. Al anochecer, los integrantes del Círculo Popular, que era el que había organizado el asesinato, salen precedidos de una bandera tricolor, con hachas encendidas, dando gritos. Se dirigen al cuartel de los carabineros a agradecerles que no hubieran hecho fuego contra los asesinos. Iban gritando: “¡Viva la libertad! ¡Bendita sea la mano que mató a Rossi! ¡Viva el puñal del nuevo Bruto!”.
——Yo vi a ese grupo, que apenas llegaría a cien personas, recorrer tranquilo las calles de la capital del mundo, dirigirse a los cuarteles, donde fue acogido con grandes aclamaciones por las tropas, y volver seguido de numerosos soldados— cuenta el conde de Fabraquer, testigo ocular de todos estos acontecimientos.
Los cañones franceses acabaron con aquella revolución iniciada con el cobarde puñal. El Gianicolo está lleno de recuerdos de aquellos días ilusionados y sangrientos.
Roma es para mí una costumbre y una inagotable biblioteca ilustrada.
Sábado, 11 de diciembre
FUGA
En uno de los puestos de libros de la Piazza de la Exedra compré, hace no sé cuantos años, un libro curioso, que luego perdí y que por una de esas raras casualidades que a veces se dan reapareció cuando buscaba algo para leer durante el viaje. Se titula La revolución de Roma y lo escribió el conde de Fabraquer, don José Muñoz Maldonado, diputado a Cortes. El subtítulo dice: “Historia del poder temporal de Pio IX, desde su elevación al trono hasta su fuga de Roma, y convocación de la Asamblea Nacional el 30 de diciembre de 1848”. Se publicó al año siguiente, cuando lo que sería historia era solo periodismo.
Mientras recorro las salas del palacio de Quirinal, pienso en la fuga de aquel papa que perdió por dos veces su poder temporal.
Tras el asesinato del conde Rossi, el papa se encerró en el Quirinal, sin atender las peticiones de los sublevados. Huyó la noche del 24. Fabraquer no estaba allí, pero tiene información de primera mano: “El embajador de Francia llegó al anochecer, con su coche de gala, y pidió ver al papa. Fue introducido en el gabinete pontifical, cuya puerta se cerró enseguida. Creían todos en conferencia al pontífice con el embajador francés, mientras que el papa, cambiando de vestido, se disfraza de campesino, cubre su cabeza con un sombrero redondo de ancha ala, y sale por un corredor estrecho con una palmatoria en la mano. Algunos instantes después, el embajador de Francia, que esperaba ansioso el éxito del plan, oye ruido de pasos en el corredor y piensa que el intento de fuga ha sido descubierto y que traen al papa prisionero. Pero Pio IX había vuelto a su cámara, no porque hubiera encontrado ningún obstáculo, sino porque había olvidado el tabaco. Tranquiliza al embajador, y este se queda todavía algún tiempo en el gabinete, simulando una larga audiencia. Baja luego por una escalera secreta que daba al cuarto de su mayordomo. En la puerta de la calle, hacía tres noches que un coche enviado por el embajador francés se estacionaba por espacio de una o dos horas y después se alejaba llevando a una persona cualquiera, a fin de acostumbrar a los espías a la parada de un coche en aquel sitio y, si sospechaban al verlo, que nada descubriesen. El papa marchó sin llamar la atención. Media hora después de haber dejado al embajador, había abandonado Roma. En una de las paradas de la silla de posta en que viajaba, se encontró con un pelotón de carabineros. El sargento que los mandaba le saludó, sin reconocerle, y le dijo: “Tarde viajáis, señor abate, pero hace buen tiempo; el camino está seguro, y no tenéis nada que temer hasta Terracina. ¡Buen viaje!”. Pío IX le saludó con la mayor sangre fría. Martínez de la Rosa, a quien la prensa romana acusaba de inspirar la fuga, esperaba en Civita-Vecchia la llegada del vapor Lepanto, que debía trasladar al pontífice a España, pero el mal tiempo hizo que el barco se retrasara y el papa buscó refugio en el reino de Nápoles.
Domingo, 12 de diciembre
VIDA
No hay rincón de esta ciudad que no me cuente una historia. Paseo por el Gianicolo, con la ciudad tendida y ofrecida a mis pies, sintiéndome señor del universo, y de pronto me llega un viento frío, un súbito puñetazo, gritos y patadas. Sí, esas cúpulas y galerías son las de Regina Coeli, la prisión donde en 1943 encerraron a los judíos, donde murió León Ginzburg. “Aquella noche –cuenta Natalia— estaba en la enfermería. Le habían golpeado una vez más y tenía destrozado el maxilar. Pidió al enfermero que llamara al doctor, pero se limitó a darle un poco de café. Cuando murió, no había nadie con él. Le encontró muerto el barrendero al amanecer”.
Muchas veces pienso en la insignificancia de mi vida, gris, rutinaria, sin grandes ni pequeñas pasiones (salvo las enteramente imaginarias), sin nada que contar. Nací en un pequeño pueblo y luego he vivido en Avilés y en Oviedo. En cuarenta años solo una vez he cambiado de casa, y ninguna de trabajo. Nuca he tenido pareja estable. A un escritor con esa biografía, con esa experiencia vital, yo jamás me tomaría la molestia de leerle.
Pero cuántas vidas caben en una vida, en cualquier vida.
Soy todo lo que sé, todo lo que he soñado, todo lo que me ha estremecido. Con el conde Rossi he caído bajo el puñal alevoso, en el silencio cómplice de la ciudad; volví a buscar el tabaco que había olvidado, a pesar de que ponía en riesgo mi libertad y a quienes me ayudaban en la fuga, y me rompieron el corazón y la mandíbula las botas nazis en la prisión de Regina Coeli.
Parece que en mi vida no ha pasado nada, pero por mí ha pasado y pasa la entera historia del mundo.
COSTUMBRE
No llego a una ciudad, llego a una costumbre. Desciendo las escaleras del Monte Áureo; cruzo la plaza de San Cosimato, con su árbol inmenso que protege de cualquier desventura y los puestos del mercado, fantasmales y solos a esta hora de la noche. Hasta Santa María in Trastevere me guía el rumor de la fuente; en la terraza del caffè di Marzio un solitario bebe y fuma, indiferente al frío. Dejo que los pies me lleven, a ojos cerrados podría seguir este itinerario. Una calle con iluminación navideña (y una mágica tienda en que solo venden relojes de arena: “Il polvere del tempo”) me deja en la Piazza Trilussa, frente al Ponte Sisto. Lo cruzo, me detengo un instante a contemplar la Via Julia, atravieso Piazza Farnese (en una esquina, el café donde tantas veces esperé a quien no llegaba, aunque llegara). Luego Campo dei Fiori, con su oscuro y sufriente Giordano Bruno.
Sí, con los ojos cerrados puedo seguir este camino. A mi izquierda, San Luis de los Franceses y el prodigio de sus Caravaggios; luego la plaza del Pantheon, con la fachada semioculta. En la dieciochesca plaza de San Ignacio hasta el silencio suena a Mozart. Apenas hay gente en la Fontana de Trevi, pocas veces había podido admirarla con tanta soledad. Subo hasta la colina del Quirinale. Ahí siguen los dióscuros, sujetando con la brida a los encabritados caballos. Una calle larga, el San Andrés de Bernini y el San Carlos de Borromini compitiendo en ambos extremos. Tengo días en que me inclino por el barroco fastuoso, todo pompa y oropel, y otros por la geometría torturada: en los momentos malos siempre busco el claustro de San Carlino, que cabe en la palma de una mano.
Via delle Quatro Fontane, a un lado la historiada verja del palazzo Barberini, al otro un pequeño hotel en el que me alojé alguna vez (muy cerca ocurrió el atentado que ocasionó la matanza de las fosas Ardeatinas). Las escaleras de la plaza de España solas a esta hora de la noche. Solitaria también la Via Margutta que me lleva a Piazza del Popolo y a una noche de hace veinte años… Una ciudad no es una ciudad, es una costumbre. Roma para mí es un paseo, siempre el mismo, en una noche de invierno que no termina nunca. Un viaje en el tiempo hacia un tiempo en que ya no sé si fui infinitamente infeliz o infinitamente desdichado. Sé que entonces, por primera vez, estuve vivo. Y desde entonces tengo la impresión de que solo sobrevivo.
Viernes, 10 de diciembre
CRIMEN
A las siete me despiertan las campanas de la iglesia. Comienza a amanecer. Recuerdo los versos de Alberti: “Las campanas del Transtevere / van y vienen por mis sueños”. Sobre el jardín de la Academia, poco a poco el cielo se va volviendo del más intenso azul entre el arcádico piar de los pájaros más madrugadores. Fuera, sopla un viento frío. Doy un primer paseo por los alrededores, solo con mis fantasmas. Una placa recuerda que esta iglesia de San Pietro in Montorio fue uno de los últimos focos de resistencia de la efímera república de 1849; en ella tuvo su cuartel Garibaldi.
En noviembre de 1848, cuando las revoluciones liberales agitaban Europa (Las tormentas del 48 tituló Galdós uno de sus Episodios), el conde Rossi era el hombre fuerte del gobierno pontificio: ministro del Interior, ministro de la policía, ministro interino de Hacienda y comandante general de los carabineros. Pio IX, que había comenzado su pontificado con reformas liberales, le pide que reconduzca la situación, cada vez más fuera de control. El día 15 de ese mes, se dirige al palacio de la Cancillería para exponer su programa de gobierno. La mayoría de los diputados piensan votar en contra; él espera convencerles. Los clubs revolucionarios agitan la situación, piden el asesinato del tirano. Rossi había hecho venir a Roma todos los destacamentos de carabineros que había en los estados pontificios. La tarde del día anterior pasó revista. Quedó satisfecho y seguro de poder reprimir cualquier levantamiento. Los carabineros desfilaron por la via del Corso, en medio de las sorprendidas miradas de los agitadores, que no contaban con aquel inesperado obstáculo. Al día siguiente, en todas las esquinas y en las puertas de iglesias y de cafés un impreso invitaba a todos los buenos ciudadanos a concentrarse en la plaza de la Cancillería.
El conde Rossi volvía de ver al pontífice, solo en su coche, acompañado del subsecretario de Hacienda. Al llegar a la plaza fue recibido por los gritos y los silbidos del gentío que la llenaba. Hizo azuzar los caballos y el carruaje entró al galope en el pórtico del palacio. A un lado y otro de la escalinata había también gente. Rossi, sereno, se apea del coche. De pronto, alguien le golpea con un bastón. Cuando se vuelve, le tiran al cuello una estocada que le corta la carótida izquierda. La sangre inunda el suelo, salpica las paredes y el rostro y las ropas de los que estaban cerca. El ministro cae muerto instantáneamente. Afuera continuaban los silbidos y los gritos. Un hombre de elevada estatura y larga barba sale a la puerta y grita: “¡Tutto è fatto!”. A sus palabras les sucede el repentino silencio. Los soldados que allí había abandonan sus puestos. Los asesinos se alejan despacio entre la multitud. Algunos gritan: “¡Hanno fatto bene!”. En el interior de la Cámara se conoce al momento la noticia, pero todo siguió como si nada hubiera sucedido: se leyó el acta de la sesión anterior, se pasó lista y como no había suficientes diputados se suspendió la sesión. El embajador español, Francisco Martínez de la Rosa, corrió inmediatamente al Quirinal para consolar al Papa y ofrecerle la ayuda de su gobierno. Al anochecer, los integrantes del Círculo Popular, que era el que había organizado el asesinato, salen precedidos de una bandera tricolor, con hachas encendidas, dando gritos. Se dirigen al cuartel de los carabineros a agradecerles que no hubieran hecho fuego contra los asesinos. Iban gritando: “¡Viva la libertad! ¡Bendita sea la mano que mató a Rossi! ¡Viva el puñal del nuevo Bruto!”.
——Yo vi a ese grupo, que apenas llegaría a cien personas, recorrer tranquilo las calles de la capital del mundo, dirigirse a los cuarteles, donde fue acogido con grandes aclamaciones por las tropas, y volver seguido de numerosos soldados— cuenta el conde de Fabraquer, testigo ocular de todos estos acontecimientos.
Los cañones franceses acabaron con aquella revolución iniciada con el cobarde puñal. El Gianicolo está lleno de recuerdos de aquellos días ilusionados y sangrientos.
Roma es para mí una costumbre y una inagotable biblioteca ilustrada.
Sábado, 11 de diciembre
FUGA
En uno de los puestos de libros de la Piazza de la Exedra compré, hace no sé cuantos años, un libro curioso, que luego perdí y que por una de esas raras casualidades que a veces se dan reapareció cuando buscaba algo para leer durante el viaje. Se titula La revolución de Roma y lo escribió el conde de Fabraquer, don José Muñoz Maldonado, diputado a Cortes. El subtítulo dice: “Historia del poder temporal de Pio IX, desde su elevación al trono hasta su fuga de Roma, y convocación de la Asamblea Nacional el 30 de diciembre de 1848”. Se publicó al año siguiente, cuando lo que sería historia era solo periodismo.
Mientras recorro las salas del palacio de Quirinal, pienso en la fuga de aquel papa que perdió por dos veces su poder temporal.
Tras el asesinato del conde Rossi, el papa se encerró en el Quirinal, sin atender las peticiones de los sublevados. Huyó la noche del 24. Fabraquer no estaba allí, pero tiene información de primera mano: “El embajador de Francia llegó al anochecer, con su coche de gala, y pidió ver al papa. Fue introducido en el gabinete pontifical, cuya puerta se cerró enseguida. Creían todos en conferencia al pontífice con el embajador francés, mientras que el papa, cambiando de vestido, se disfraza de campesino, cubre su cabeza con un sombrero redondo de ancha ala, y sale por un corredor estrecho con una palmatoria en la mano. Algunos instantes después, el embajador de Francia, que esperaba ansioso el éxito del plan, oye ruido de pasos en el corredor y piensa que el intento de fuga ha sido descubierto y que traen al papa prisionero. Pero Pio IX había vuelto a su cámara, no porque hubiera encontrado ningún obstáculo, sino porque había olvidado el tabaco. Tranquiliza al embajador, y este se queda todavía algún tiempo en el gabinete, simulando una larga audiencia. Baja luego por una escalera secreta que daba al cuarto de su mayordomo. En la puerta de la calle, hacía tres noches que un coche enviado por el embajador francés se estacionaba por espacio de una o dos horas y después se alejaba llevando a una persona cualquiera, a fin de acostumbrar a los espías a la parada de un coche en aquel sitio y, si sospechaban al verlo, que nada descubriesen. El papa marchó sin llamar la atención. Media hora después de haber dejado al embajador, había abandonado Roma. En una de las paradas de la silla de posta en que viajaba, se encontró con un pelotón de carabineros. El sargento que los mandaba le saludó, sin reconocerle, y le dijo: “Tarde viajáis, señor abate, pero hace buen tiempo; el camino está seguro, y no tenéis nada que temer hasta Terracina. ¡Buen viaje!”. Pío IX le saludó con la mayor sangre fría. Martínez de la Rosa, a quien la prensa romana acusaba de inspirar la fuga, esperaba en Civita-Vecchia la llegada del vapor Lepanto, que debía trasladar al pontífice a España, pero el mal tiempo hizo que el barco se retrasara y el papa buscó refugio en el reino de Nápoles.
Domingo, 12 de diciembre
VIDA
No hay rincón de esta ciudad que no me cuente una historia. Paseo por el Gianicolo, con la ciudad tendida y ofrecida a mis pies, sintiéndome señor del universo, y de pronto me llega un viento frío, un súbito puñetazo, gritos y patadas. Sí, esas cúpulas y galerías son las de Regina Coeli, la prisión donde en 1943 encerraron a los judíos, donde murió León Ginzburg. “Aquella noche –cuenta Natalia— estaba en la enfermería. Le habían golpeado una vez más y tenía destrozado el maxilar. Pidió al enfermero que llamara al doctor, pero se limitó a darle un poco de café. Cuando murió, no había nadie con él. Le encontró muerto el barrendero al amanecer”.
Muchas veces pienso en la insignificancia de mi vida, gris, rutinaria, sin grandes ni pequeñas pasiones (salvo las enteramente imaginarias), sin nada que contar. Nací en un pequeño pueblo y luego he vivido en Avilés y en Oviedo. En cuarenta años solo una vez he cambiado de casa, y ninguna de trabajo. Nuca he tenido pareja estable. A un escritor con esa biografía, con esa experiencia vital, yo jamás me tomaría la molestia de leerle.
Pero cuántas vidas caben en una vida, en cualquier vida.
Soy todo lo que sé, todo lo que he soñado, todo lo que me ha estremecido. Con el conde Rossi he caído bajo el puñal alevoso, en el silencio cómplice de la ciudad; volví a buscar el tabaco que había olvidado, a pesar de que ponía en riesgo mi libertad y a quienes me ayudaban en la fuga, y me rompieron el corazón y la mandíbula las botas nazis en la prisión de Regina Coeli.
Parece que en mi vida no ha pasado nada, pero por mí ha pasado y pasa la entera historia del mundo.
Etiquetas:
Al otro lado,
Diario
domingo, 12 de diciembre de 2010
Al otro lado: Parece que estoy solo
Viernes, 3 de diciembre
UNOS OJOS NEGROS VI
Soy muy realista, pero creo que la realidad tiene grietas por las que uno puede colarse hasta otra realidad. Anoche, cansado de no poder dormir, cerca ya de la madrugada, salí a dar una vuelta. Caminaba a pasos rápidos, para espantar el frío, por el parque de San Julián de los Prados, que está al lado de mi casa, cuando me sorprendió una luz entre la hierba, cerca de uno de los bancos, como si alguien hubiera dejado una linterna en el suelo. Era una especie de trampilla abierta por la que descendía una escalera hacia un interior muy iluminado. No lo pensé dos veces y comencé a descender. La escalera de caracol daba vueltas y más vueltas alrededor de sí misma. Parecía interminable, como si se fuera alargando a medida que yo descendía. Cuando ya estaba decidido a desistir y a iniciar el fatigoso ascenso, ante mí apareció un jardín. No un jardín subterráneo: sobre los laureles y los naranjos se abría el cielo más azul que yo haya visto nunca. En un banco muy similar al que había arriba, donde comenzaba la escalera, encontré un libro abierto y vuelto boca abajo, como si algún lector hubiera tenido que dejarlo allí apresuradamente. Era un volumen de la colección Austral que yo conocía muy bien: los Poemas arabigoandaluces traducidos por Emilio García Gómez. Me senté y me puse a releer aquellos versos que, en muchos casos, casi me sabía de memoria: “Cuando el día se alejaba moribundo llegó la noche llena de juventud”. Luego, no sé por qué, recordé el final de un soneto de Borges: “Pienso también en esa compañera / que me esperaba y que quizá me espera”.
Se estaba bien allí. “¿Por qué para ser feliz / es preciso no saberlo?”, se preguntaba Pessoa. Yo he aprendido a tomar conciencia de la felicidad en el presente. Era feliz en aquel jardín tan cerca de mi casa, en otro mundo. Cerré un momento los ojos y, al abrirlos, tenía a mi lado una anciana que se me había acercado sin que yo me diera cuenta. Llevaba cofia blanca y sayas negras, como las ancianas de los cuentos, y su rostro me era vagamente familiar. “¿Sería tan amable de devolverme el libro?”, me dijo. “Es de mi nieto, que siempre está leyendo. Acabará loco, como don Quijote”. “No he acabado loco, abuela”, le respondo. Se alejó con el libro en las manos, sonriente, y yo la seguí en medio de un raro silencio: no se oía ni el trinar de un pájaro, ni el susurro de las hojas en la brisa o del agua en la fuente de mármol que había en el centro de una glorieta. No sé cómo los perdí de vista. A ella y al jardín. Estaba en un sótano mal iluminado; en una esquina, una húmeda escalera de caracol ascendía hasta perderse en la oscuridad. Subí por ella, cansinamente, parecía que no iba acabarse nunca. A la memoria me vino una anotación de Marilyn Monroe en sus cuadernos secretos: “Cuando lo único que deseo es morir”. Levanté la trampilla. Había comenzado a amanecer. El perfil de la ciudad, con la torre de la catedral en lo alto, se perfilaba en un cielo lechoso. Un perro madrugador comenzó a ladrarme. Al final de la cadena que lo sujetaba había una sonrisa apaciguadora y unos ojos muy negros. Recordé a Manuel Machado: “Unos ojos negros vi / desde entonces en el mundo / todo el negro para mí”. “Muy temprano para pasear sin perro”, dijo. Y yo pensé: “Muy tarde para que te vea por primera vez”. Dejamos el perro en su casa y fuimos a la mía. Le conté de dónde venía. Me miraba sonriente, sin mostrar ninguna extrañeza. “Tampoco sé si tú eres de verdad o no”, dije. Desde entonces en el mundo nada es negro para mí.
Sábado, 4 de diciembre
PERO NUNCA LO DIRÉ
Entre las frases que siempre repito, están unos versos de Rafael Montesinos “Me muero porque me quieran, / pero nunca lo diré”. A mí, en cambio, que me quieran me importa poco; me conformo con que, quien yo quiero, se deje querer.
Domingo, 5 de diciembre
EL BUEN DISCÍPULO
Coincido en el café dominical del Fontán con Cristian y con López-Vega. Martín, a la vez que me entrega los últimos libros de la editorial que dirige, Vaso Roto, y me habla de sus múltiples y políglotas proyectos, aprovecha para discrepar de todo lo que digo. Cristian, en cambio, me escucha como si yo fuera la literatura en persona.
“Ha leído tu diario de hoy –me dice—. Ya veo que sigues con la misma fórmula: primero cuentas lo que te cuenta alguien que te encuentras en el tren o en la biblioteca de Avilés, luego citas unos párrafos del libro que estás leyendo y más adelante aprovechas para meterte con un amigo o con el Gamoneda de turno. ¡Así cualquiera escribe diez libros al año! ¿En la antología de Renacimiento incluyes nuevos poemas? Aunque me temo que no se diferenciarían mucho de los anteriores. ¿No te cansa ya la formulilla del monólogo dramático?”.
“Hace diez años, Martín López-Vega era como tú; esperemos que dentro de diez años seas tú como él”, le digo luego a Cristian cuando paseamos por el Campillín. “A mí me parece que López-Vega habla en broma cuando se mete contigo”, me dice. “Un poco en broma y algo en serio. Cuando vuelve por la tertulia siempre da la impresión de que quiere ser califa en lugar del califa y, como no lo consigue, nos mira un poco por encima del hombro. Pero a mí no me parece mal que deje de hacerme caso y se dedique a desbarrar por cuenta propia. Todo lo contrario. Mal maestro el que no se esfuerza en conseguir que sus alumnos le superen. Claro que yo práctico el doble juego: hago todo lo posible para que lleguen hasta donde yo estoy, pero cuando llegan allí yo procuro estar un poco más allá. Tampoco hay que ponérselo demasiado fácil”.
Lunes, 6 de diciembre
DEVOCIONES
Entre los libros de su editorial que ayer me pasó López-Vega hay uno de Clara Janés que anuncia, como gran reclamo, la inclusión de unas cartas de Antonio Gamoneda. Ella le había indicado que esos poemas son “lo más irracional que he escrito”. Y el ilustre vate saca de inmediato su veta de lúcido teórico: “Sin punto y aparte, urgentemente, te pido que no vuelvas a utilizar la palabra ‘irracional’, torpemente acuñada, en su día, por Bousoño, creo. La antinomia ‘racional-irracional’ es estrictamente zoológica. Otra cosa es la ‘locura’ que puede ser humana y hasta divina”.
Qué suerte tiene el bueno de Gamoneda, que solo ha detectado comportamientos irracionales en el reino animal, nunca entre políticos, ni entre enamorados, ni siquiera entre conductores en medio de un atasco o de una discusión de tráfico.
Los poemas de Variables ocultas –afirma Clara Janés— son el tipo de texto “que hago para tranquilizarme cuando no puedo escribir y me digo: es solo para mí, así que salga lo que salga. Luego, como ahora, aparece alguien que te pide un libro”. Afortunadamente ese alguien no fue Martín López-Vega, sino Jeannette L. Clariond (la dueña de la editorial que él no dirige del todo, desafortunadamente), que un día le dijo: “Quiero hacer contigo un libro especial, como el que hizo Gamoneda con Juan Carlos Mestre”. Y aquí está ese libro especial: “Entre el amigo y el amado se heló la noche y su blancura no fue la de aparición” (fin de la cita y del poema).
A mí la Clara Janés que más me gusta es la menos algodonosa. La de Sendas de Rumanía, por ejemplo, que cuenta un viaje mezclando verso prosa, a la manera de Basho y sus Sendas de Oku. Lo malo es que ese viaje estuvo financiado por Ceaucescu y para no perderse en el puro lirismo nos cuenta en la nota preliminar que utilizó los informes “objetivos y científicos” que las instituciones rumanas le proporcionaban. Nos narra incluso un encuentro con el gran líder, admirable en su sencillez, y manifiesta su asombro ante el comunismo humanista rumano “y la naturalidad con que se vive en el país y lo bien adaptado que está a la idiosincrasia peculiar del pueblo”.
Pero nada hay que reprocharle a la poetisa: ni es la única que admiró a Ceaucescu ni es la única que se pasma ante Gamoneda. Desde que leí sus Sendas de Rumanía me han quedado en la memoria los versos de Zaharía Stancu: “En mí una estrella herida se enciende con tristeza / y el alazán relincha desde la noche oscura”.
Martes, 7 de diciembre
CITAS
Qué razón tiene mi amigo López-Vega. Siempre cuento lo mismo, siempre repito las mismas citas. Cuando las cosas van mal, unos versos de Vicente Gaos: “La vida es dura / y no hay consuelo. / Saca el pañuelo / literatura”. Y, cuando me arrepiento de estar solo, Ibsen: “El hombre más fuerte es el que está más solo”. O Gastón Baquer: “Parece que estoy solo, pero llevo conmigo un mundo de fantasmas”.
Miércoles, 8 de diciembre
EN LA ESTACIÓN
Antes de verte por primera vez ya había soñado muchas veces contigo. Me pasa siempre. Nunca ocurre nada en mi vida, nada digno de ser vivido, que no lo haya vivido primero en sueños.
Al bajar del tren, en aquella estación en la que nunca había estado, me sentí lleno de una rara paz, a pesar de que nunca me han gustado los lugares desconocidos y de que nunca hago nada por primera vez, si puedo evitarlo.
Nadie había venido a esperarme, a pesar de lo que me habían anunciado. Los pocos viajeros que descendieron allí, a los que tampoco había venido nadie a esperar, desaparecieron rápidamente (uno de ellos se volvió a mirarme). Fui hasta el bar, a pedir el teléfono para llamar un taxi. Pero estaba cerrado. Como no había nadie a quien preguntar, me puse a caminar por una calle de casas bajas, que parecía el decorado de alguna vieja película. Las puertas y ventanas estaban cerradas, nadie pisaba las aceras. Sin necesidad de preguntar, encontré el hotel en el que tenía reservada habitación. Debía ser el único hotel, o el único de una cierta categoría. Estaba cerca de la estación y en su fachada había desconchadas cariátides y otras muestras de la fantasiosa arquitectura de principios del XX. Dije mi nombre en recepción. Efectivamente, tenía habitación reservada y en el hall de columnas dóricas y recargadas lámparas había unos caballeros esperándome. Me acerqué a saludar, extrañado de encontrarlos allí y no en la estación. Pero había habido algún equívoco. Pensaban que llegaría en coche. Hacía años que los trenes no paraban en aquella pequeña ciudad, que había conocido mejores tiempos. La estación estaba cerrada. “Pues yo no fui el único que bajé”. Sonrieron. “Cosas de poeta”, debieron pensar.
Leí por la tarde mis poemas, me aplaudió cortésmente el escaso público y, tras una aburrida cena, me fui a dormir. “No debí haber aceptado la invitación”, me dije. Tardé en dormirme. Cuando desperté, comprobé que no estaba solo. Y no sé cómo adiviné que nunca volvería a estar solo, por muy solo que estuviera.
UNOS OJOS NEGROS VI
Soy muy realista, pero creo que la realidad tiene grietas por las que uno puede colarse hasta otra realidad. Anoche, cansado de no poder dormir, cerca ya de la madrugada, salí a dar una vuelta. Caminaba a pasos rápidos, para espantar el frío, por el parque de San Julián de los Prados, que está al lado de mi casa, cuando me sorprendió una luz entre la hierba, cerca de uno de los bancos, como si alguien hubiera dejado una linterna en el suelo. Era una especie de trampilla abierta por la que descendía una escalera hacia un interior muy iluminado. No lo pensé dos veces y comencé a descender. La escalera de caracol daba vueltas y más vueltas alrededor de sí misma. Parecía interminable, como si se fuera alargando a medida que yo descendía. Cuando ya estaba decidido a desistir y a iniciar el fatigoso ascenso, ante mí apareció un jardín. No un jardín subterráneo: sobre los laureles y los naranjos se abría el cielo más azul que yo haya visto nunca. En un banco muy similar al que había arriba, donde comenzaba la escalera, encontré un libro abierto y vuelto boca abajo, como si algún lector hubiera tenido que dejarlo allí apresuradamente. Era un volumen de la colección Austral que yo conocía muy bien: los Poemas arabigoandaluces traducidos por Emilio García Gómez. Me senté y me puse a releer aquellos versos que, en muchos casos, casi me sabía de memoria: “Cuando el día se alejaba moribundo llegó la noche llena de juventud”. Luego, no sé por qué, recordé el final de un soneto de Borges: “Pienso también en esa compañera / que me esperaba y que quizá me espera”.
Se estaba bien allí. “¿Por qué para ser feliz / es preciso no saberlo?”, se preguntaba Pessoa. Yo he aprendido a tomar conciencia de la felicidad en el presente. Era feliz en aquel jardín tan cerca de mi casa, en otro mundo. Cerré un momento los ojos y, al abrirlos, tenía a mi lado una anciana que se me había acercado sin que yo me diera cuenta. Llevaba cofia blanca y sayas negras, como las ancianas de los cuentos, y su rostro me era vagamente familiar. “¿Sería tan amable de devolverme el libro?”, me dijo. “Es de mi nieto, que siempre está leyendo. Acabará loco, como don Quijote”. “No he acabado loco, abuela”, le respondo. Se alejó con el libro en las manos, sonriente, y yo la seguí en medio de un raro silencio: no se oía ni el trinar de un pájaro, ni el susurro de las hojas en la brisa o del agua en la fuente de mármol que había en el centro de una glorieta. No sé cómo los perdí de vista. A ella y al jardín. Estaba en un sótano mal iluminado; en una esquina, una húmeda escalera de caracol ascendía hasta perderse en la oscuridad. Subí por ella, cansinamente, parecía que no iba acabarse nunca. A la memoria me vino una anotación de Marilyn Monroe en sus cuadernos secretos: “Cuando lo único que deseo es morir”. Levanté la trampilla. Había comenzado a amanecer. El perfil de la ciudad, con la torre de la catedral en lo alto, se perfilaba en un cielo lechoso. Un perro madrugador comenzó a ladrarme. Al final de la cadena que lo sujetaba había una sonrisa apaciguadora y unos ojos muy negros. Recordé a Manuel Machado: “Unos ojos negros vi / desde entonces en el mundo / todo el negro para mí”. “Muy temprano para pasear sin perro”, dijo. Y yo pensé: “Muy tarde para que te vea por primera vez”. Dejamos el perro en su casa y fuimos a la mía. Le conté de dónde venía. Me miraba sonriente, sin mostrar ninguna extrañeza. “Tampoco sé si tú eres de verdad o no”, dije. Desde entonces en el mundo nada es negro para mí.
Sábado, 4 de diciembre
PERO NUNCA LO DIRÉ
Entre las frases que siempre repito, están unos versos de Rafael Montesinos “Me muero porque me quieran, / pero nunca lo diré”. A mí, en cambio, que me quieran me importa poco; me conformo con que, quien yo quiero, se deje querer.
Domingo, 5 de diciembre
EL BUEN DISCÍPULO
Coincido en el café dominical del Fontán con Cristian y con López-Vega. Martín, a la vez que me entrega los últimos libros de la editorial que dirige, Vaso Roto, y me habla de sus múltiples y políglotas proyectos, aprovecha para discrepar de todo lo que digo. Cristian, en cambio, me escucha como si yo fuera la literatura en persona.
“Ha leído tu diario de hoy –me dice—. Ya veo que sigues con la misma fórmula: primero cuentas lo que te cuenta alguien que te encuentras en el tren o en la biblioteca de Avilés, luego citas unos párrafos del libro que estás leyendo y más adelante aprovechas para meterte con un amigo o con el Gamoneda de turno. ¡Así cualquiera escribe diez libros al año! ¿En la antología de Renacimiento incluyes nuevos poemas? Aunque me temo que no se diferenciarían mucho de los anteriores. ¿No te cansa ya la formulilla del monólogo dramático?”.
“Hace diez años, Martín López-Vega era como tú; esperemos que dentro de diez años seas tú como él”, le digo luego a Cristian cuando paseamos por el Campillín. “A mí me parece que López-Vega habla en broma cuando se mete contigo”, me dice. “Un poco en broma y algo en serio. Cuando vuelve por la tertulia siempre da la impresión de que quiere ser califa en lugar del califa y, como no lo consigue, nos mira un poco por encima del hombro. Pero a mí no me parece mal que deje de hacerme caso y se dedique a desbarrar por cuenta propia. Todo lo contrario. Mal maestro el que no se esfuerza en conseguir que sus alumnos le superen. Claro que yo práctico el doble juego: hago todo lo posible para que lleguen hasta donde yo estoy, pero cuando llegan allí yo procuro estar un poco más allá. Tampoco hay que ponérselo demasiado fácil”.
Lunes, 6 de diciembre
DEVOCIONES
Entre los libros de su editorial que ayer me pasó López-Vega hay uno de Clara Janés que anuncia, como gran reclamo, la inclusión de unas cartas de Antonio Gamoneda. Ella le había indicado que esos poemas son “lo más irracional que he escrito”. Y el ilustre vate saca de inmediato su veta de lúcido teórico: “Sin punto y aparte, urgentemente, te pido que no vuelvas a utilizar la palabra ‘irracional’, torpemente acuñada, en su día, por Bousoño, creo. La antinomia ‘racional-irracional’ es estrictamente zoológica. Otra cosa es la ‘locura’ que puede ser humana y hasta divina”.
Qué suerte tiene el bueno de Gamoneda, que solo ha detectado comportamientos irracionales en el reino animal, nunca entre políticos, ni entre enamorados, ni siquiera entre conductores en medio de un atasco o de una discusión de tráfico.
Los poemas de Variables ocultas –afirma Clara Janés— son el tipo de texto “que hago para tranquilizarme cuando no puedo escribir y me digo: es solo para mí, así que salga lo que salga. Luego, como ahora, aparece alguien que te pide un libro”. Afortunadamente ese alguien no fue Martín López-Vega, sino Jeannette L. Clariond (la dueña de la editorial que él no dirige del todo, desafortunadamente), que un día le dijo: “Quiero hacer contigo un libro especial, como el que hizo Gamoneda con Juan Carlos Mestre”. Y aquí está ese libro especial: “Entre el amigo y el amado se heló la noche y su blancura no fue la de aparición” (fin de la cita y del poema).
A mí la Clara Janés que más me gusta es la menos algodonosa. La de Sendas de Rumanía, por ejemplo, que cuenta un viaje mezclando verso prosa, a la manera de Basho y sus Sendas de Oku. Lo malo es que ese viaje estuvo financiado por Ceaucescu y para no perderse en el puro lirismo nos cuenta en la nota preliminar que utilizó los informes “objetivos y científicos” que las instituciones rumanas le proporcionaban. Nos narra incluso un encuentro con el gran líder, admirable en su sencillez, y manifiesta su asombro ante el comunismo humanista rumano “y la naturalidad con que se vive en el país y lo bien adaptado que está a la idiosincrasia peculiar del pueblo”.
Pero nada hay que reprocharle a la poetisa: ni es la única que admiró a Ceaucescu ni es la única que se pasma ante Gamoneda. Desde que leí sus Sendas de Rumanía me han quedado en la memoria los versos de Zaharía Stancu: “En mí una estrella herida se enciende con tristeza / y el alazán relincha desde la noche oscura”.
Martes, 7 de diciembre
CITAS
Qué razón tiene mi amigo López-Vega. Siempre cuento lo mismo, siempre repito las mismas citas. Cuando las cosas van mal, unos versos de Vicente Gaos: “La vida es dura / y no hay consuelo. / Saca el pañuelo / literatura”. Y, cuando me arrepiento de estar solo, Ibsen: “El hombre más fuerte es el que está más solo”. O Gastón Baquer: “Parece que estoy solo, pero llevo conmigo un mundo de fantasmas”.
Miércoles, 8 de diciembre
EN LA ESTACIÓN
Antes de verte por primera vez ya había soñado muchas veces contigo. Me pasa siempre. Nunca ocurre nada en mi vida, nada digno de ser vivido, que no lo haya vivido primero en sueños.
Al bajar del tren, en aquella estación en la que nunca había estado, me sentí lleno de una rara paz, a pesar de que nunca me han gustado los lugares desconocidos y de que nunca hago nada por primera vez, si puedo evitarlo.
Nadie había venido a esperarme, a pesar de lo que me habían anunciado. Los pocos viajeros que descendieron allí, a los que tampoco había venido nadie a esperar, desaparecieron rápidamente (uno de ellos se volvió a mirarme). Fui hasta el bar, a pedir el teléfono para llamar un taxi. Pero estaba cerrado. Como no había nadie a quien preguntar, me puse a caminar por una calle de casas bajas, que parecía el decorado de alguna vieja película. Las puertas y ventanas estaban cerradas, nadie pisaba las aceras. Sin necesidad de preguntar, encontré el hotel en el que tenía reservada habitación. Debía ser el único hotel, o el único de una cierta categoría. Estaba cerca de la estación y en su fachada había desconchadas cariátides y otras muestras de la fantasiosa arquitectura de principios del XX. Dije mi nombre en recepción. Efectivamente, tenía habitación reservada y en el hall de columnas dóricas y recargadas lámparas había unos caballeros esperándome. Me acerqué a saludar, extrañado de encontrarlos allí y no en la estación. Pero había habido algún equívoco. Pensaban que llegaría en coche. Hacía años que los trenes no paraban en aquella pequeña ciudad, que había conocido mejores tiempos. La estación estaba cerrada. “Pues yo no fui el único que bajé”. Sonrieron. “Cosas de poeta”, debieron pensar.
Leí por la tarde mis poemas, me aplaudió cortésmente el escaso público y, tras una aburrida cena, me fui a dormir. “No debí haber aceptado la invitación”, me dije. Tardé en dormirme. Cuando desperté, comprobé que no estaba solo. Y no sé cómo adiviné que nunca volvería a estar solo, por muy solo que estuviera.
Etiquetas:
Al otro lado,
Diario
domingo, 5 de diciembre de 2010
Al otro lado: La casa junto a la carretera
Sábado, 27 de noviembre
UNA ADMIRADORA
Soy la persona más vanidosa del mundo. Bueno, tampoco hay que presumir. Digamos que simplemente que soy vanidoso, como todo el mundo. Ganarse mis simpatías es muy fácil: basta con elogiar lo que escribo. “Una admiradora” –firmaba así— leía mis colaboraciones de los domingos y los jueves y a primera hora, sin fallar un día, me enviaba su comentario, que siempre me parecía atinado e inteligente. Pero las cartas comenzaron a cambiar de tono: “Ayer te vi, tú no me viste, parecías muy triste”, “La hora que pasaste en el Colonial estuve yo a tu lado: leías un libro de Alice Munro, luego una señora te pasó el periódico; antes de irte sacaste un cuaderno negro y escribiste unas notas”, “Me siento feliz cuando estoy a tu lado, invisible, como un fantasma”.
Le dije que, si aquello era una broma, no tenía ninguna gracia. Durante unas semanas se dedicó de nuevo a elogiar lo que yo escribía. Me tranquilicé: a una admiradora se le perdona todo. Volví a contestar, a darle las gracias por sus palabras. Ahora sé que debería haber interrumpido aquel contacto. Pero me pierde la vanidad, ya lo dije. Esta mañana, al sentarme en la cafetería del Atrio como todos los sábados desde hace no sé cuánto tiempo, la camarera me trajo un libro que habían dejado para mí. Era una novela de Edith Wharton. Traía dos párrafos subrayados. El primero decía así: “Los amaneceres se habían acabado para ella. Estaban ligados a demasiados placeres perdidos: el regreso a casa de fiestas en las que había bailado hasta caer rendida; aquellas subidas por la pendiente a través de la penumbra gris cada vez más clara del jardín, cuando los asaltaba la fragancia de los arbustos y se enredaban en las insidiosas espinas, hasta llegar a lo alto, a la villa encaramada en la roca, y después en la puerta, a la sombra del árbol con olor a miel, aquel beso inesperado (de verdad que sí, inesperado, porque hacía tiempo que lo acordado era ser solo amigos) y el intento de zafarse del brazo insistente, y la nueva presión sobre sus labios de otros lo bastante jóvenes para conservar la frescura tras una noche de beber y de jugar y de seguir viviendo”.
En el papel que señalaba la página había escrito: “Para tu colección de amaneceres”. El segundo párrafo decía: “Recordaba su semana –aquella semana de hace solo seis años— cuando fueron juntos a un lugar perdido de Normandía donde no existía ferrocarril en quince kilómetros a la redonda, y había que llegar en el carro del granjero hasta la granja oculta por los manzanos en flor; y él y ella salieron todas las mañanas a pasar el día entero fuera, tiempo que él dedicaba a dibujar en las riberas, bajo los sauces y al costado de las iglesias rurales recubiertas de musgo; y cada día durante siete días ella contempló el despertar de la vida en la granja al pie de sus ventanas, mientras se echaba agua fría a la cara y se peinaba y retocaba el rostro antes que él despertase, porque a partir de los treinta la luz del amanecer es inmisericorde. Se acordaba de todo, y de lo segura que se había sentido en aquel momento de que estaba destinada a vivir en una granja y criar gallinas; la misma seguridad que tenía él de que estaba destinado a ser un gran pintor. Sí, aún podía imaginarse ese tipo de vida: conservaba su resplandor en cada fibra del cuerpo”. En la anotación manuscrita se leía: “Nosotros aún no hemos vivido nuestra semana de gloria. Pero ya está cerca”.
Tengo la mala costumbre de darle una última mirada al correo electrónico antes de irme a dormir. Había un correo de la anónima admiradora: “Ya tengo reservado el hotel. No está en Normandía, sino aquí en Asturias, en un lugar perdido entre bosques y montañas. No te digo las fechas. Quiero que sea una sorpresa. Una noche cerrarás los ojos y los abrirás allí, en el paraíso. La maleta ya te la he preparado. Te llevaré con los ojos vendados, como aquella joven que viste cruzar el gran hall de Grand Central, sin temor ninguno, sin miedo a tropezar con nadie, guiada solo por una mano amiga. Hasta pronto, amor mío”.
¿La maleta ya te la he preparado? De un salto fui hasta el armario donde guardo las maletas y una de ellas estaba, efectivamente, dispuesta para el viaje, con la ropa cuidadosamente doblada, mucho mejor que cuando lo hago yo. ¡Aquella loca había estado en mi casa!
Domingo, 28 de noviembre
UN CONSEJO
Mientras paseamos entre los puestos de libros viejos del Fontán le cuento la historia de ayer a mi amiga Catarina. “Si lo que me cuentas no es un cuento, porque Martín es que nunca sé si creerte, yo te aconsejaría que fueras a la policía”.
Aunque la admiradora psicópata de Misery, la novela de Stephen King es una de mis peores pesadillas, no creo que vaya a la policía. Me limitaré a cambiar de cerradura.
Lunes, 29 de noviembre
UNA EDICIÓN
Hojea un amigo la edición crítica que de Si te dicen que caí, la novela de Juan Marsé, acaba de publicar Cátedra. En el primer tomo aparece la novela completa; el segundo –trescientas páginas— se dedica íntegramente al “aparato crítico”, esto es, a la minuciosa anotación de las diferencias entre la edición de 1976, la de 1989 y esta del 2010, que ha sido revisada y corregida por el propio autor; a informarnos, por ejemplo, que si en 1976 escribió “le”, luego puso “lo” y más adelante volvió a poner “le”.
“Pensarás que soy un ignorante –me dice mi amigo—, pero a mí eso me parece como si al final de cada libro se publicara una lista de las erratas que han ido encontrándose en cada revisión y de las posibles correcciones introducidas por el autor”.
“No se lo digas a nadie, pero yo pienso lo mismo. Una edición crítica no tiene en cuenta todas las variantes para ofrecérselas a los lectores, sino para escoger entre ellas la que responde a la última voluntad del autor. Cuando esta se ignora, como en las obras medievales que se conservan en manuscritos contradictorios, es necesario cotejar esas variantes y razonar por qué se escoge una de ellas para la edición del texto. Cuando el autor vive, el texto definitivo es el de la última edición que él ha dado por buena. Hacer lo que aquí se hace –aparte de despilfarrar tiempo y papel y, muy probablemente, dineros públicos— es tomarnos el pelo y confundir el rigor de la ciencia con una aburrida manera de perder el tiempo”.
Martes, 30 de noviembre
UN SUEÑO
“La historia de los sueños nunca ha sido escrita”. Así comienza El mundo bajo los párpados, de Jacobo Siruela, a la vez una bien documentada obra de investigación y una fascinante antología de relatos, de sueños que se convierten en vida y de vida que se deshace en sueños.
El 11 de abril de 1865, el presidente Lincoln y su esposa habían invitado a un grupo de amigos a tomar té con pasteles a las diez de la noche en el salón rojo de la Casa Blanca. Lincoln comenzó el relato de un sueño reciente dando rodeos: “Es extraño cuantas menciones hay en la Biblia sobre los sueños…”. Recordó los dieciséis capítulos que en el Antiguo Testamento mencionan el tema. “¿Acaso crees en los sueños?”, le preguntó su mujer. “La otra noche tuve uno que me tiene obsesionado. Después de soñarlo, la primera vez que abrí la Biblia lo hice por el capítulo 28 del Génesis que relata el sueño maravilloso de Jacob. Volvía a abrirla por otros pasajes y siempre encontraba un sueño o una visión”. “Me asustas”, dijo su mujer. “Me temo que he hecho mal en mencionar este tema”, dijo el presidente, pero ya no tuvo más remedio que contar su sueño.
Una noche en que estuvo escuchando el Fausto de Gounod y esperaba importantes noticias, Lincoln se acostó tarde. De pronto, el silencio fue interrumpido por unos sollozos. Se levantó, se puso la bata y bajó las escaleras. Mientras andaba por el entarimado escuchaba el chasquido de sus pasos contra los viejos tablones de madera y al fondo los lamentos, que parecían cada vez más cercanos. Todas las habitaciones estaban iluminadas. Tras recorrer varias estancias vacías llegó a la Sala Este y vio un ataúd colocado en el suelo. Dos soldados lo custodiaban. El cadáver tenía el rostro cubierto con un pañuelo blanco. Preguntó quién había muerto. Uno de los soldados dijo: “El presidente, lo han asesinado”.
Menos de un mes después de aquel sueño, a los tres días de aludir a él en el salón rojo de la Casa Blanca, el 14 de abril de 1865 el presidente asiste al estreno de Our American Cousin en el teatro Ford’s de Washington. Poco antes de caer el telón, uno de los espectadores, un actor llamado John Wilkes Booth, se levanta de su asiento y disimuladamente se dirige al palco presidencial. Cuando llegó, nadie custodiaba la entrada. Al parecer el guardia se había ausentado un momento. Se escondió en la estrecha antesala oscura de acceso al palco. Llevaba un cuchillo de monte y una pequeña pistola de bolsillo. Conocía la obra, así que aguardó unos minutos hasta una escena que despertaría grandes risas. Al presidente le acompañaba su esposa Mary y un joven oficial con su novia. Ninguno se percató de la figura que apareció tras ellos, acercó la pistola hasta unos treinta centímetros de la cabeza del presidente y, en el momento en que comenzaron las risotadas, disparó. El ruido de la detonación apenas pudo escucharse. Una pequeña nube de humo azulado salió del palco y la cabeza del presidente se desplomó hacia adelante. El oficial se abalanzó sobre el asesino. Booth le hirió con el cuchillo, luego agarró la cortina, se puso en pie sobre la barandilla y saltó sobre el escenario. Una de sus espuelas se enganchó con la bandera, lo que le hizo tropezar, caerse al suelo y fracturarse la pierna izquierda. Sin embargo se incorporó con rapidez y le gritó al público, que lo miraba todo fascinado, sin entender lo que había ocurrido, como si fuera una representación dentro de la representación: Sic semper tyrannis! ¡Así le ocurre siempre a los tiranos! Las palabras pronunciadas ante el cadáver de Julio César. Antes de que nadie fuera capaz de reaccionar, salió por la puerta trasera, donde le esperaba un caballo, y se perdió en la oscuridad de la noche.
Jueves, 2 de diciembre
UNA CASA
Acompaño a unos amigos, que no lo conocen, en su visita al Museo de Bellas Artes. Como siempre, me detengo fascinado ante un cuadro de Miguel Galano: una solitaria casa abandonada, donde fui demoradamente feliz en alguna otra vida y a la que sigo regresando en sueños.
Nieva cuando vuelvo oscuro a mi casa sola. A la cabeza me viene un verso de Cernuda: “La verdad de sus sueños era para el la verdad de la vida”. Y luego una pregunta de Álvaro de Campos: “¿Cuándo despertaré de estar despierto?”.
Si despierto, espero hacerlo en aquella casa de la infancia cuando aún no tenía los postigos cerrados y no estaba habitada solo por fantasmas.
UNA ADMIRADORA
Soy la persona más vanidosa del mundo. Bueno, tampoco hay que presumir. Digamos que simplemente que soy vanidoso, como todo el mundo. Ganarse mis simpatías es muy fácil: basta con elogiar lo que escribo. “Una admiradora” –firmaba así— leía mis colaboraciones de los domingos y los jueves y a primera hora, sin fallar un día, me enviaba su comentario, que siempre me parecía atinado e inteligente. Pero las cartas comenzaron a cambiar de tono: “Ayer te vi, tú no me viste, parecías muy triste”, “La hora que pasaste en el Colonial estuve yo a tu lado: leías un libro de Alice Munro, luego una señora te pasó el periódico; antes de irte sacaste un cuaderno negro y escribiste unas notas”, “Me siento feliz cuando estoy a tu lado, invisible, como un fantasma”.
Le dije que, si aquello era una broma, no tenía ninguna gracia. Durante unas semanas se dedicó de nuevo a elogiar lo que yo escribía. Me tranquilicé: a una admiradora se le perdona todo. Volví a contestar, a darle las gracias por sus palabras. Ahora sé que debería haber interrumpido aquel contacto. Pero me pierde la vanidad, ya lo dije. Esta mañana, al sentarme en la cafetería del Atrio como todos los sábados desde hace no sé cuánto tiempo, la camarera me trajo un libro que habían dejado para mí. Era una novela de Edith Wharton. Traía dos párrafos subrayados. El primero decía así: “Los amaneceres se habían acabado para ella. Estaban ligados a demasiados placeres perdidos: el regreso a casa de fiestas en las que había bailado hasta caer rendida; aquellas subidas por la pendiente a través de la penumbra gris cada vez más clara del jardín, cuando los asaltaba la fragancia de los arbustos y se enredaban en las insidiosas espinas, hasta llegar a lo alto, a la villa encaramada en la roca, y después en la puerta, a la sombra del árbol con olor a miel, aquel beso inesperado (de verdad que sí, inesperado, porque hacía tiempo que lo acordado era ser solo amigos) y el intento de zafarse del brazo insistente, y la nueva presión sobre sus labios de otros lo bastante jóvenes para conservar la frescura tras una noche de beber y de jugar y de seguir viviendo”.
En el papel que señalaba la página había escrito: “Para tu colección de amaneceres”. El segundo párrafo decía: “Recordaba su semana –aquella semana de hace solo seis años— cuando fueron juntos a un lugar perdido de Normandía donde no existía ferrocarril en quince kilómetros a la redonda, y había que llegar en el carro del granjero hasta la granja oculta por los manzanos en flor; y él y ella salieron todas las mañanas a pasar el día entero fuera, tiempo que él dedicaba a dibujar en las riberas, bajo los sauces y al costado de las iglesias rurales recubiertas de musgo; y cada día durante siete días ella contempló el despertar de la vida en la granja al pie de sus ventanas, mientras se echaba agua fría a la cara y se peinaba y retocaba el rostro antes que él despertase, porque a partir de los treinta la luz del amanecer es inmisericorde. Se acordaba de todo, y de lo segura que se había sentido en aquel momento de que estaba destinada a vivir en una granja y criar gallinas; la misma seguridad que tenía él de que estaba destinado a ser un gran pintor. Sí, aún podía imaginarse ese tipo de vida: conservaba su resplandor en cada fibra del cuerpo”. En la anotación manuscrita se leía: “Nosotros aún no hemos vivido nuestra semana de gloria. Pero ya está cerca”.
Tengo la mala costumbre de darle una última mirada al correo electrónico antes de irme a dormir. Había un correo de la anónima admiradora: “Ya tengo reservado el hotel. No está en Normandía, sino aquí en Asturias, en un lugar perdido entre bosques y montañas. No te digo las fechas. Quiero que sea una sorpresa. Una noche cerrarás los ojos y los abrirás allí, en el paraíso. La maleta ya te la he preparado. Te llevaré con los ojos vendados, como aquella joven que viste cruzar el gran hall de Grand Central, sin temor ninguno, sin miedo a tropezar con nadie, guiada solo por una mano amiga. Hasta pronto, amor mío”.
¿La maleta ya te la he preparado? De un salto fui hasta el armario donde guardo las maletas y una de ellas estaba, efectivamente, dispuesta para el viaje, con la ropa cuidadosamente doblada, mucho mejor que cuando lo hago yo. ¡Aquella loca había estado en mi casa!
Domingo, 28 de noviembre
UN CONSEJO
Mientras paseamos entre los puestos de libros viejos del Fontán le cuento la historia de ayer a mi amiga Catarina. “Si lo que me cuentas no es un cuento, porque Martín es que nunca sé si creerte, yo te aconsejaría que fueras a la policía”.
Aunque la admiradora psicópata de Misery, la novela de Stephen King es una de mis peores pesadillas, no creo que vaya a la policía. Me limitaré a cambiar de cerradura.
Lunes, 29 de noviembre
UNA EDICIÓN
Hojea un amigo la edición crítica que de Si te dicen que caí, la novela de Juan Marsé, acaba de publicar Cátedra. En el primer tomo aparece la novela completa; el segundo –trescientas páginas— se dedica íntegramente al “aparato crítico”, esto es, a la minuciosa anotación de las diferencias entre la edición de 1976, la de 1989 y esta del 2010, que ha sido revisada y corregida por el propio autor; a informarnos, por ejemplo, que si en 1976 escribió “le”, luego puso “lo” y más adelante volvió a poner “le”.
“Pensarás que soy un ignorante –me dice mi amigo—, pero a mí eso me parece como si al final de cada libro se publicara una lista de las erratas que han ido encontrándose en cada revisión y de las posibles correcciones introducidas por el autor”.
“No se lo digas a nadie, pero yo pienso lo mismo. Una edición crítica no tiene en cuenta todas las variantes para ofrecérselas a los lectores, sino para escoger entre ellas la que responde a la última voluntad del autor. Cuando esta se ignora, como en las obras medievales que se conservan en manuscritos contradictorios, es necesario cotejar esas variantes y razonar por qué se escoge una de ellas para la edición del texto. Cuando el autor vive, el texto definitivo es el de la última edición que él ha dado por buena. Hacer lo que aquí se hace –aparte de despilfarrar tiempo y papel y, muy probablemente, dineros públicos— es tomarnos el pelo y confundir el rigor de la ciencia con una aburrida manera de perder el tiempo”.
Martes, 30 de noviembre
UN SUEÑO
“La historia de los sueños nunca ha sido escrita”. Así comienza El mundo bajo los párpados, de Jacobo Siruela, a la vez una bien documentada obra de investigación y una fascinante antología de relatos, de sueños que se convierten en vida y de vida que se deshace en sueños.
El 11 de abril de 1865, el presidente Lincoln y su esposa habían invitado a un grupo de amigos a tomar té con pasteles a las diez de la noche en el salón rojo de la Casa Blanca. Lincoln comenzó el relato de un sueño reciente dando rodeos: “Es extraño cuantas menciones hay en la Biblia sobre los sueños…”. Recordó los dieciséis capítulos que en el Antiguo Testamento mencionan el tema. “¿Acaso crees en los sueños?”, le preguntó su mujer. “La otra noche tuve uno que me tiene obsesionado. Después de soñarlo, la primera vez que abrí la Biblia lo hice por el capítulo 28 del Génesis que relata el sueño maravilloso de Jacob. Volvía a abrirla por otros pasajes y siempre encontraba un sueño o una visión”. “Me asustas”, dijo su mujer. “Me temo que he hecho mal en mencionar este tema”, dijo el presidente, pero ya no tuvo más remedio que contar su sueño.
Una noche en que estuvo escuchando el Fausto de Gounod y esperaba importantes noticias, Lincoln se acostó tarde. De pronto, el silencio fue interrumpido por unos sollozos. Se levantó, se puso la bata y bajó las escaleras. Mientras andaba por el entarimado escuchaba el chasquido de sus pasos contra los viejos tablones de madera y al fondo los lamentos, que parecían cada vez más cercanos. Todas las habitaciones estaban iluminadas. Tras recorrer varias estancias vacías llegó a la Sala Este y vio un ataúd colocado en el suelo. Dos soldados lo custodiaban. El cadáver tenía el rostro cubierto con un pañuelo blanco. Preguntó quién había muerto. Uno de los soldados dijo: “El presidente, lo han asesinado”.
Menos de un mes después de aquel sueño, a los tres días de aludir a él en el salón rojo de la Casa Blanca, el 14 de abril de 1865 el presidente asiste al estreno de Our American Cousin en el teatro Ford’s de Washington. Poco antes de caer el telón, uno de los espectadores, un actor llamado John Wilkes Booth, se levanta de su asiento y disimuladamente se dirige al palco presidencial. Cuando llegó, nadie custodiaba la entrada. Al parecer el guardia se había ausentado un momento. Se escondió en la estrecha antesala oscura de acceso al palco. Llevaba un cuchillo de monte y una pequeña pistola de bolsillo. Conocía la obra, así que aguardó unos minutos hasta una escena que despertaría grandes risas. Al presidente le acompañaba su esposa Mary y un joven oficial con su novia. Ninguno se percató de la figura que apareció tras ellos, acercó la pistola hasta unos treinta centímetros de la cabeza del presidente y, en el momento en que comenzaron las risotadas, disparó. El ruido de la detonación apenas pudo escucharse. Una pequeña nube de humo azulado salió del palco y la cabeza del presidente se desplomó hacia adelante. El oficial se abalanzó sobre el asesino. Booth le hirió con el cuchillo, luego agarró la cortina, se puso en pie sobre la barandilla y saltó sobre el escenario. Una de sus espuelas se enganchó con la bandera, lo que le hizo tropezar, caerse al suelo y fracturarse la pierna izquierda. Sin embargo se incorporó con rapidez y le gritó al público, que lo miraba todo fascinado, sin entender lo que había ocurrido, como si fuera una representación dentro de la representación: Sic semper tyrannis! ¡Así le ocurre siempre a los tiranos! Las palabras pronunciadas ante el cadáver de Julio César. Antes de que nadie fuera capaz de reaccionar, salió por la puerta trasera, donde le esperaba un caballo, y se perdió en la oscuridad de la noche.
Jueves, 2 de diciembre
UNA CASA
Acompaño a unos amigos, que no lo conocen, en su visita al Museo de Bellas Artes. Como siempre, me detengo fascinado ante un cuadro de Miguel Galano: una solitaria casa abandonada, donde fui demoradamente feliz en alguna otra vida y a la que sigo regresando en sueños.
Nieva cuando vuelvo oscuro a mi casa sola. A la cabeza me viene un verso de Cernuda: “La verdad de sus sueños era para el la verdad de la vida”. Y luego una pregunta de Álvaro de Campos: “¿Cuándo despertaré de estar despierto?”.
Si despierto, espero hacerlo en aquella casa de la infancia cuando aún no tenía los postigos cerrados y no estaba habitada solo por fantasmas.
Etiquetas:
Al otro lado,
Diario
Suscribirse a:
Entradas (Atom)