Sábado,
19 de febrero
PARA SER FELIZ
He pensado mucho
estos últimos malos días sobre en qué consiste la felicidad. No la felicidad en
general, que eso se lo dejo para los expertos en vaguedades, filósofos y
psicólogos, y para los autores de libros de autoayuda, sino la mía en concreto.
He llegado a la conclusión de que,
si la salud ayuda, si no hay catástrofes a mi alrededor, yo necesito pocas cosas
para que cada día sea el mejor día de mi vida: tres o cuatro horas de lectura,
tres o cuatro de conversación y una o dos de paseo por la ciudad, a lo
Baudelaire, o por el campo, a lo Rousseau.
Lo primero me es fácil conseguirlo,
aunque no tanto como puede parecer. No soy demasiado amigo de relecturas ni de
gruesos tomos que me tengan semanas y semanas entretenido. Los libros que me
interesan deben durarme cuatro o cinco días a lo sumo y siempre alternados con
otros más breves. Y no soy lector de cualquier cosa, aunque tenga gustos
variados. Los libros de poesía que me envían los autores no suelen entretenerme
más que cinco minutos, y no digo nada de las publicaciones académicas de
consumo curricular. Afortunadamente hay docenas y docenas de editores,
traductores, investigadores trabajando para mí y rara es la mañana en que entre
en mi librería habitual y, tras explorar las novedades, no salga con algún
título apasionante (aunque a menudo me defraude luego, pero esa es ley de
vida).
En lo de la conversación, como no
sea conmigo mismo, lo tengo más difícil. Cierto que participo en una tertulia,
primero solo presencial y ahora también virtual, desde 1980. Pero tengo un
pequeño problema: me gusta llevar siempre la voz cantante. A veces pienso que
soy un poco Unamuno, que no busco interlocutores, sino oyentes o, algo peor,
gente a la que rebatir. Y a estas alturas me resulta difícil cambiar. Para ser
feliz necesitaría un continuo trasiego de interlocutores, que cuando los que te
escuchan deslumbrados se cansen de ti (suele ocurrir al paso de algunos meses o
de algunos cursos), llegue el recambio con su inédita carga de asombros. Mi
vida ideal sería la de Sócrates: salir de casa temprano (soy de los que piensan
que, como fuera de casa, en ninguna parte), ponerme a pasear por las calles de
Atenas y que, en seguida, se me acerquen dos o tres jóvenes listillos y ociosos
dispuestos a ponerme en un apuro hablándome de la justicia, de la verdad o de
las relaciones entre el rey de los persas con el tontorrón de Biden.
Y pasear un tiempo a solas, al
amanecer o al caer la tarde, escuchando las esquilas de las vacas, asombrándome
ante cualquier flor de la que ignoro el nombre o con el juego de la luz y de la
sombra entre las ramas de los árboles. No pensar en nada, que es el principio
de la sabiduría.
Me da vergüenza reconocerlo, pero yo más que amigos, más que conocidos con los que charlar de trivialidades, lo que necesito son admiradores, esa especie tan escasa (al menos en mi caso). Me sería fácil tenerlos si yo ocupara algún cargo institucional, desde el que poder hacer favores, o fuera famoso como Jorge Javier Vázquez. Pero yo soy un don nadie, como Sócrates (espero que con mejor final), y para admirar mi talento hacen falta ciertos requisitos: tener talento, generosidad y tiempo libre.
Domingo,
20 de febrero
POIROT
Lo siento, he
cometido el mayor de los pecados que una persona puede cometer: he ido a ver Muerte en el Nilo, sabiendo de sobra lo que me esperaba. Muy pronto
dejó de interesarme quién mató a quién, y por qué rebuscado por qué, y me
entretuve tratando de mejorar el guion. No pude resistir la tentación de
homenajear los buenos ratos que pasé leyendo a Agatha Christie cuando tenía
catorce o quince años. Creo que nunca he vuelto a ser tan feliz. Bueno, sí,
leyendo, un poco antes, Dos
años de vacaciones de Verne o, algo
después, El candor del padre Brown de Chesterton.
“Donde fuiste feliz alguna vez, / no
debieras volver” se ha dicho. Tampoco se debe volver nunca a las intrigantes
lecturas de la adolescencia, salvo convertidas en juguete cinematográfico.
Por cierto, me divirtió mucho una andanada contra Poirot que parecía que iba dirigida a mí: ridículamente presuntuoso, vanidoso, egoísta… Pero más listo que nadie y capaz de resolver al final cualquier misterio.
Lunes,
21 de febrero
VOLVER
“¡Vaya cómo nos puso! ¡Se despachó bien contra nosotros!”, con esta andanada me recibió el dueño de Los Porches. ¡Y yo que pensaba que se iban a alegrar de volver a verme! Esta mañana, a las doce en punto, me dio por ir, como iba todos los días desde hacía cuarenta años, a Las Salesas. No me gusta perpetuar rencores. Soy tan ingenuo que no pensaba que iban a echarme en cara lo que dije de ellos durante la crisis de los pasaportes. Creo que al menos Íñigo, el camarero, sí se alegró: “A mí no me puso mal”. Y mi vanidad encontró una manera de darle la vuelta al reproche: “Por lo menos me leen. Y les importa lo que digo”. Luego volví a mi mesa habitual y a mi invisibilidad, que espero que dure otros cuarenta años (por los menos).
Martes,
22 de febrero
EL LOBO FEROZ
No tengo demasiada
buena fama entre mis amigos como analista político. “Lo que tú piensas sobre
cualquier tema es muy fácil de adivinar: lo contrario que todo el mundo”, me
dicen. “Ahora te ha dado por defender a Rusia”.
No creo que Rusia necesite mi defensa. La política exterior defiende los intereses de cada país, que en buena parte son económicos, no se dedica a difundir la democracia o a otras piadosas labores. El cuento del lobo malo del Kremlin que asusta a los corderitos de la Unión Europea que para defenderse piden ayuda al anciano pastor del otro lado del Atlántico yo no me lo creo. En la crisis de Ucrania, Putin supo desde el principio lo que quería: proteger a la Ucrania rusa (hay otra occidentalista) y no dejar que le metieran los misiles de la OTAN bajo sus narices. Desde el principio, ha llevado las riendas de la crisis y los demás han ido bailando al son que él tocaba. Ahora le ponen sanciones económicas y le amenazan con más sanciones que no dejan de dañar a los que las ponen. No me parece a mí que esta sea simplemente una cuestión de buenos y malos, de autócratas y demócratas. Hay intereses enfrentados y Putin está dando la impresión de que defiende los de su país mejor que Biden los del suyo. Sabe lo que quiere y cómo conseguirlo. Juega al gato y al Macron con Biden.
Miércoles,
23 de febrero
A QUIEN CORRESPONDA
El infierno, cuando
se sale de él, solo es un lugar pintoresco sobre el que se pueden escribir
reportajes o el primer canto de La
divina comedia. Bromeo un poco en
la tertulia sobre los malos días que he pasado, sobre los fantasmas de mi
cerebro con los que he tenido que lidiar. Luego, antes de dormirme, hago
recuento de los tesoros recuperados: la tan inmerecida amistad de tantos; los
amaneceres como continua creación del mundo; las librerías donde siempre hay un
libro que no sabía que existía y que estaba deseando leer; el azul del cielo; la
nostalgia de Grecia; el tumulto de los pequeños colegiales, como en el poema de
Machado, al salir en desorden de la escuela; el gran amor que nunca tuve y los
pequeños amores que siempre tuve; el mar y ese rincón —al que siempre sueño con volver— donde se escucha cantar a las sirenas…
Espero no olvidarme nunca de
agradecer todo lo que me han devuelto a quien corresponda.
Jueves,
24 de febrero
Y VINO EL LOBO
“¡Ya están tus
amigos rusos invadiendo Ucrania! ¡A ver cómo defiendes ahora a esos
genocidas!”, me dice un amigo poco dado a las sutilezas intelectuales.
“¡Que viene el lobo, que viene el
lobo!”, gritaba el pastorcillo de Washington. Y el lobo vino por fin a hacer lo
que la OTAN hizo en 1999. No lo ha dicho nadie (me gusta decir
cosas que nadie ha dicho), pero el mentor de Putin en esta crisis no fue el zar
Pedro el Grande, sino Javier Solana. Serbia combatía a los independentistas de
Kosovo como Ucrania a los de Donbás. Y al bueno de Solana, sin encomendarse a
Dios ni al diablo (esto es, sin el aval del Consejo de Seguridad de la ONU), no
se le ocurrió otra cosa que bombardear Belgrado entre el 24 de marzo y el 11 de
junio de 1999. Hubo unas quinientas víctimas militares y unas cinco mil
civiles, del lado serbio; del lado de los defensores de la civilización
occidental, dos soldados que murieron en accidente de helicóptero. La
independencia de Kosovo —que legalmente
formaba parte de Serbia— todavía no ha la
ha reconocido, por cierto, España.
Viernes,
25 de febrero
REALPOLITIK
En cualquier conflicto, las dos partes tienen sus razones,
pero la razón solo la tiene el que consigue la victoria.
Solo entre
los vencidos hay criminales de guerra; la barbarie de los vencedores son
simples daños colaterales.
Lo que se
consigue por la fuerza solo se pierde por la fuerza.