domingo, 30 de enero de 2011

Al otro lado: Cuando uno se cansa de buscar

Domingo, 23 de enero
HABRÍA QUERIDO

Nadie está contento con su suerte. Ni siquiera yo, que soy el hombre más conformista del mundo. Si algún día escribiera la historia de todos los que he querido ser (de todos mis “exfuturos”, que diría Unamuno), resultaría un libro curioso.
Habría querido ser matemático, no tratar con vagas palabras y viscosos sentimientos, sino con limpias abstracciones. Habría querido ser vagabundo, no estar anclado a un lugar y un oficio, dejarme ir de un lugar a otro, a donde el viento me lleve.
Habría querido también –pero esto nunca se lo confesaría a nadie— no practicar la errabundia del corazón, envejecer junto a alguien que no es perfecto (porque ni siquiera yo lo soy), pero que me quiere y me sostiene cuando todo parece derrumbarse, como ahora, en torno mío.



Lunes, 24 de enero
VILLA BELZA

En sueños sigo siendo lo que nunca seré, y de vez en cuando me gusta jugar a hacer realidad alguna de mis fantasías. Anoche soñé con Villa Belza, la Villa Negra, una alta mansión misteriosa que se alza sobre el Atlántico. No había pensado en ella desde hacía quizá treinta años. Iba a ser el escenario de mi primera novela, porque yo, como todo el mundo, también quise ser novelista, eso que ahora aborrezco tanto. En esa villa que en las noches de tormenta parece a punto de naufragar tuvieron lugar suntuosas mascaradas y siniestros rituales allá por los años veinte; en esa villa, que era propiedad de un pariente de Stravinsky, una pertinaz malcasada, Wallis Simpson, agarró por la nariz (para no hacer mención de otros apéndices) a un regio tarambana y le hizo bailar desde entonces al son que ella tocaba. Allí hubo un cabaret ruso y un restaurante, Le Château Basque, y algún jerarca nazi la escogió para sus pardos rituales.
Todo lo que yo sé de Villa Belza me lo contó un viejo borracho que solía frecuentar la biblioteca de Avilés, allá por los años setenta, y al que acabaron no dejándole entrar porque se dedicaba a molestar a las estudiantes. Decía que había sido camarero en Le Château Basque. Por alguna parte deben andar todavía las notas que tomé de sus farfullantes charlas para mi nonata novela.
Soñé que había soñado muchas veces con que llegaba a la puerta de Villa Belza, llamaba y llamaba y nadie salía a abrirme. Desperté, metí en la mochila las cuatro cosas imprescindibles, y me fui en su busca, a ver si en la realidad tenía más suerte que en los sueños.



Martes, 25 de enero
LAS PÁGINAS DE UN LIBRO

Las ciudades que viven sobre todo del verano tienen en invierno un encanto especial. Me asomo a la ventana y veo el faro que separa la costa rocosa del País Vasco de la arenosa de las Landas, veo la playa vacía, la melancolía que entra y sale en el casino, deambula por las calles, se detiene a contemplar el horizonte en la Place Bellevie… Llego por primera vez a Biarritz, pero no llego por primera vez: ya estuve aquí en las páginas –para mí más verdaderas que la vida— de tanta ociosa novelería finisecular.


Camino al azar y voy dando nombre a lugares que nunca había visto, pero que me resultan familiares. Sí, ese palacio aparatoso, rodeado de jardines, es Villa Eugenia, donde veraneaba la emperatriz. Cerca están las cúpulas de la iglesia ortodoxa: en 1909 asistió en ella Baroja a la boda de su amigo Paul Schmitz, su maestro en Nietzsche y en el camino de perfección del anarquismo. Al lado mismo del hotel tengo el antiguo casino, con su suntuosidad fin de siglo, que parece mirar por encima del hombro al actual, a pie de playa, despojadamente art decó. Como aplastado bajo el peso de la neobizantina mole catedralicia está el Port des Pécheurs, que parece a punto de ser sepultado por las olas.
Anochece en las calles solitarias. Tras la playa del Port Vieux, una violenta curva me deja en lo que parece un tramo de carretera al borde mismo de las aguas. No me he fijado al pasar, pero de pronto me vuelvo y ahí está, encaramada sobre sí misma, la Villa Belza.
Toda la melancolía de la hora se derrumba de pronto sobre mí. ¿Qué he venido a hacer? No lo sé. No sé qué he venido a buscar, no sé cuál es mi lugar en el mundo. Ojalá pudiera refugiarse en las páginas de algún libro y no salir nunca de ellas.
En la habitación del hotel, cierro las cortinas para no ver el faro que me hace insistentes guiños, que parece querer decirme algo que no acierto a entender, y abro un libro: “La niebla avanzada viene por encima del mar recorriendo leguas y leguas, pasa sobre el Bidasoa, entre el monte Larrún y la peña de Aya, y se detiene en los hayedos del puerto de Velate. Juega en las barrancas desnudadas por el invierno, se agarra a los ingentes picachos y sumerge en mares de bruma los robledales donde nacieron las libertades vascas y el muérdago sagrado. Acaricia con sus cendales azules a la noche serena, y se tiende amorosamente sobre las aguas del río. Cuando asoma el sol, comienza a deshacer lentamente en el aire luminoso de la mañana”.



Miércoles, 26 de enero
DE RÍOS Y REFUGIOS

Sentado en el café del Teatro, frente al espolón donde se juntan L’Adour y la Nive, los dos ríos de Bayona, recuerdo, o reinvento, el epitalamio que Baroja les dedicó: “El Adour, río gascón, es gruñidor, petulante, malhumorado, de color bilioso y aire de amenaza; la Nive es tranquila, humilde, recogida, no domina a nadie y marcha por donde le dejan paso. El Adour desde los campos donde nace lleva una marcha de mozo cínico y vagabundo, paseando su onda turbia y malsana por pueblos donde se hablan dialectos alborotadores; la Nive viene de pequeños montes frondosos, cubiertos de césped, y salta por las peñas, escondiéndose silenciosa y modesta entre las colinas...”


Muy cerca, a mi derecha, tengo la Rue del Port Neuf, con sus soportales, pastelerías, tiendas de antigüedades y, al fondo, las torres de la catedral, como una antigua estampa iluminada. A Baroja, que la conoció a finales del XIX, le pareció que cuando la volvió a ver, en la turbia primavera de 1940, ya había perdido todo su carácter. Pero sigue siendo la más hermosa de esta ciudad de otro tiempo.
Si Biarritz me maltrató con su melancolía, aquí me siento mimado y arropado. En la Grand Bayonne, a mi derecha, he encontrado refugio. Frente a la catedral, hay una pequeña plaza ajardinada donde aguardan la primavera azaleas del Japón, camelias, hortensias y un inmenso magnolio; a la derecha, tras cemento y cristal, otro jardín: la biblioteca pública. Entro, paseo entre los estantes, abro un libro al azar: “Hincarse sobre la tierra como una flecha que vibra, retener la dulzura del mundo en las manos”. Miro el nombre del autor, Jean Sulivan.


También en la Petit Bayonne, al otro lado del río Nive, he encontrado refugio. Está en el patio del Castillo Nuevo, parece una rara cabaña de troncos cubiertos por la nieve: es la biblioteca de la Universidad.


No estoy hecho para vivir a la intemperie. No soy nadie sin un libro en las manos. El mundo –como la grande o la pequeña Bayona— es para mí una inagotable biblioteca ilustrada.


Jueves, 27 de enero
AQUELLA NOCHE

Pierre Loti, después de mil y una exóticas singladuras, se refugió en Hendaya. Desde su casa, bañada por el Bidasoa, tenía la tierra española casi al alcance de la mano. Un día en que estaba asomado a la ventana le sorprendió una inesperada agitación en las iglesias y conventos de Fuenterrabía, cuyas campanas tocan y tocan con el repique de las grandes festividades. Luego una gran bandera roja y gualda es izada rápidamente en lo alto del fosco Castillo, brillando sobre las montañas oscuras. Y el río se llena de barcas francesas que se apresuran a ir hacia la orilla opuesta. “¿Qué ocurre?”, pregunta. “Es la reina, la reina de España, que viene desde San Sebastián”.


No sé por qué recuerdo eso ahora, cuando asciendo por las oscuras calles de la Parte Vieja de Fuenterrabía. El castillo de Carlos V, con sus negros muros sin apenas ventanas, más parece prisión que castillo. No tengo memoria ninguna de mis versos, pero de pronto recuerdo versos de hace treinta años: “Solo, y con vergüenza de estar solo, / aquella noche en Fuenterrabía, / cuando alguien se fue y se llevó consigo / todo lo que hacía a la vida / digna de ser vivida”.
No había vuelto a esta ciudad desde entonces, pero no le tengo miedo a ese fantasma. Algo he aprendido: ya no tengo vergüenza de estar solo y sé que hay cosas que nadie me puede arrebatar. Y muchas –sonrío— que no puedo contar.


Viernes, 28 de enero
DE PASO

¿Qué me traigo de San Juan de Luz? El recuerdo de Unamuno, que aquí esperaba la caída de Primo de Rivera mientras inundaba España de agresivos panfletos contra aquel Martes de carnaval y el Rey felón; algunas tranquilas y bonachonas calles, con aleros desbordantes; fachadas blanqueadas que entrecruzan traviesas verdes y rojas; grandes árboles que rebasan las tapias de un jardín; rompientes que dan al mar azul o a los pardos Pirineos; un café sin prisa en la plaza de Luis XIV; el veneciano palacio de la Infanta, que mira por encima del hombro los lanchones viejos que se balancean en el agua oscura; paz y silencio entre muros blancos; un pavimento de cantos rodados; la torre cubista de André Pavlovsky que hace señales a la entrada del puerto…



Sábado, 29 de enero
OTRA NOCHE

No podía dormir, como tantas veces me ocurre, y salí a dar una vuelta. La noche era desapacible, soplaba un viento helado, no había un alma en la calle. Cuando me quise dar cuenta, estaba frente a Villa Belza. Había muchos timbres: el lujurioso caserón, con sus fantasmas de brujas y de reyes, tras años de ruina, era ahora un edificio de apartamentos. Sin que yo llamara a ninguno, sonó un clic y el portón de entrada se abrió. Busqué el interruptor, no lo encontré, comencé a subir unas escaleras oscuras… Al fondo de un pasillo, una rendija de luz.
Desde la cama, podía verse el cielo lleno de estrellas y la blanca imagen de la Virgen, sobre un roquedo que batía el mar, iluminada por la luna.
Cuando uno se cansa de buscar, da el nombre de lo que buscaba a aquello que ha encontrado.

domingo, 23 de enero de 2011

Al otro lado: Verosimilitud e impertinencia

Sábado, 15 de enero
EXTRAÑOS EN UN TREN

Nunca sería un buen crítico de cine. Mi amigo José Havel (que sí es un buen crítico) siempre me dice que me fijo en los aspectos menos importantes. Entro a ver The Tourist sabiendo que no es gran cosa, sino todo lo contrario, pero transcurre en Venecia y yo jamás me canso de regresar a Venecia.
El argumento suena a una de esas novelerías con las que me adormezco en las noches de insomnio. Cuando era niño, me dormía con un cuento, y sigo haciéndolo, pero ahora los cuentos me los cuento yo. Un turista solitario viaja en tren a Venecia; se entretiene con un libro, una novela de misterio, y cuando alza los ojos encuentra junto a él a una mujer que le sonríe. Todo cambia desde ese momento. También en mis fantasías acabamos en el hotel Danieli, pero al abrir la ventana no vemos el puente de Rialto, como en la película, sino la maravillosa silueta de San Giorgio Maggiore, como en la realidad. En mis fantasías cuido la verosimilitud. Hay un hecho que rompe la rutina, un encuentro prodigioso; a partir de ahí, todo tiene que ser rigurosamente verosímil. Los guionistas de The Tourist piensan de otra manera. Por eso mi identificación con el protagonista (es, como yo, un oscuro profesor, y si se pone nervioso habla, como yo, en portugués cuando quiere hablar en italiano) se rompe pronto. Me entretengo reconociendo lugares: las columnas renacentistas del Campo de San Francesco de la Vigna, por ejemplo, donde el policía corrupto trata de entregar a Frank a los mafiosos. Y me divierte ver las absurdas licencias: ya he hablado del cambio del Danieli; también prefieren que el aeropuerto no esté tan lejos y lo colocan enfrente de la Piazza de San Marco.


Soy un fanático de la verosimilitud, pero la realidad no suele mostrarse conmigo verosímil. También yo, como Johnny Depp tuve un encuentro sorprendente una vez que fui en tren a Venecia. Quien subió al tren en una estación intermedia (ya no recuerdo cuál) y se sentó frente a mí, aunque había otros muchos asientos vacíos, no fue Angelina Jolie, sino un monje de hábito blanco y pies descalzos. Por todo equipaje llevaba una bolsa de plástico, como las que dan en los supermercados. De ella sacó una manzana, y tras limpiarla con la manga y ofrecérmela (la rechacé, por supuesto), comenzó a devorarla con grandes mordiscos. Varias veces intentó entablar conversación, primero en inglés, luego en francés, y finalmente en un vago español con acento mexicano. “¿Tiene ya alojamiento en Venecia? –me preguntó—. Los hoteles son muy caros. Conozco una residencia donde puede quedarse gratis”. Yo ya tenía reservado hotel y, aunque anulara la reserva, debería pagar la primera noche, pero no me importó. Soy una de esas personas en cuyas vidas nunca pasa nada y que, sin embargo, se pasan la vida contando su vida, así que no podía desperdiciar una ocasión así. Tuve mis dudas antes de llegar a la estación de Santa Lucia. ¿Era aquel fraile un verdadero fraile? Parecía más bien un vagabundo, con los pies sucios (ya dije que iba descalzo), aunque el hábito en cambio estuviera bastante limpio, y una barba rubia enmarañada que hacía tiempo que no conocía tijera ni peine. Los ojos, en cambio, azules y risueños, inspiraban confianza. La edad no sabría calculársela: lo mismo podía tener cuarenta años que sesenta. Me llevó, caminando a buen paso, hasta un lugar cercano a Santa María Formosa. Era un caserón cubierto de yedra, cercado por un canal estrecho que más parecía un foso (no había acera a un lado ni al otro), un estrecho puentecillo nos dejaba ante la puerta principal, que se abrió sin necesidad de que llamáramos, como si nos estuvieran esperando y nos vieran venir. “¿A qué te dedicas?”, me preguntó mientras caminábamos. “Enseño literatura”, respondí. Y él: “Yo hago milagros, curo a la gente”. Le miré a la cara, sorprendido, pero hablaba muy en serio, no bromeaba.
Estuve una semana en aquella residencia. No creo que nunca me atreva a contar lo que vi y viví allí. Es demasiado inverosímil. Pero el hermano Jonathan, que era de Nueva York, fumaba porros y había conocido a Allen Ginsberg, verdaderamente hacía milagros. Puedo dar fe de ello.



Domingo, 16 de enero
RAPSODIA

“Toda existencia se descifra en sueños”. Abro al azar el último libro de Pere Gimferrer, Rapsodia, dispuesto a echarme unas risas, según nos tiene últimamente acostumbrado con su ripiosa verborrea neomodernista, y me encuentro con un resto de la antigua grandeza. Los poemas (o los fragmentos de un único poema) comienzan bien, pero no tardan en despeñarse. “Se ha desencuadernado por la mitad mi vida”, leemos en el primer verso. Y en el segundo “como el pienso del alba se desploma en los sauces” (“o la espada del día se desliza en la sierra”, sonrío yo: cualquier cosa vale). En la contraportada y el prólogo se nos insiste en que el libro entero se escribió en seis días. No lo dudaremos: se nota. Toda arbitrariedad tiene su asiento en unos versos en los que, de vez en cuando, asoma el poeta que fue. A mí me gusta especialmente su variación de un poema de Cernuda: “Gracias demos a Góngora y a Dante, / gracias demos al verso y su tañido: / en el reloj de arena de los siglos / cada palabra es nuestra redención”.
Cierro el delgado volumen y decido no escribir sobre él. Un escritor vale por lo mejor que ha hecho. Y yo me sé de memoria alguno de los poemas de Gimferrer que me deslumbraron cuando yo tenía veinte años y él “el don de decir con verdad la belleza”.
Pero también esta maltrecha Rapsodia habla de mí: Se ha desencuadernado por la mitad mi vida y los sueños me ayudan a descifrar quién soy.



Lunes, 17 de enero
FRANKLIN STREET

Un amigo me regala El Nueva York de las películas de Woody Allen y yo aprovecho para darme un paseo por los lugares en que fui feliz. Mi memoria se detiene especialmente en una entrada de metro que está en el cruce de Broadway con Franklin. Tiene una estructura de hierro forjado que la distingue. Allí, a media noche, un mediocre escritor, a disgusto con su vida, le dice a Winona Ryder que ya la amaba antes de conocerla, que ya estaba en sus sueños mucho antes de aparecer en su vida.


Sonreí cuando, al ver por primera vez Celebrity, llegó esa escena. Ahí, en ese mismo lugar, yo estuve a punto de cometer una insensatez semejante, pero mi timidez me salvó de hacer el ridículo, aunque tampoco resultaría tan grave hacerlo una vez más. A fin de cuentas estoy acostumbrado. Bajé del cielo a la tierra cuando me pidió dinero. No es la primera vez que me ocurre. Voy de listo por la vida y luego me comporto como los ingenuos pardillos del teatro de Miguel Mihura.



Martes, 18 de enero
EL MEJOR PÚBLICO

Ya se ha convertido en una grata costumbre cenar con mi amiga Rosa Navarro Durán cuando pasa por Asturias en una de sus habituales giras. Antes de verla, a la salida de su clase de inglés, me encuentro con Ernesto, uno de sus fans, que me da un recado para ella: “Dile que venga a hablar a los niños del colegio de la Inmaculada”. Ernesto todavía casi no sabe leer, pero ya se sabe de memoria la historia de Ulises y el Cíclope; no como la cuenta Homero, sino como la cuenta Rosa.
“Los niños son el público más agradecido y más exigente. Esta mañana uno alzó la mano y me preguntó si era fácil o difícil escribir un diccionario. No lo sé, no he escrito ninguno, le respondí. Él, cortésmente, no dijo nada, pero mientras yo firmaba libros, salió de clase, fue a la biblioteca y volvió con un diccionario escolar del que yo había escrito el prólogo y del que ni me acordaba. Perdone, me dijo, aquí pone Rosa Navarro Durán y catedrática de la Universidad de Barcelona. No puede ser otra”.
Yo soy como ese niño, pero menos amable. Recuerdo que una vez, cansado de oír a José Agustín Goytisolo decir que él nunca había sido poeta social y que nunca había empleado en sus versos la palabra España, fui a una lectura suya con la antología de José Luis Cano El tema de España en la poesía española y le volví a hacer la pregunta. Respondió lo que respondía siempre, y entonces yo abrí el libro y le leí poemas suyos de tono inequívocamente social y en los que aparecía la palabra de la que renegaba. Replicó: “Esos poemas los he corregido”. Y sí, había cambiado la palabra “España” por “país”. Yo no sentí ningún remordimiento por dejarle públicamente en ridículo. No fui tan cortés como el niño de diez años que preguntó a Rosa por su diccionario, una de esas venales colaboraciones de las que ni se guarda memoria.


Miércoles, 19 de enero
SIN COMENTARIOS
“¿Has visto la carta al director sobre el tabaco que publica hoy Francisco Rico?”, me pregunta un amigo. “Parece que no ha quedado conforme con el contundente palmetazo que le propinó la defensora del lector”.
----No, no la he visto, ni pienso hablar más del tema. Ya me aburre.
----Pues deberías. Yo había leído muchas veces en los diarios de Trapiello que Rico era tonto, y siempre creí que se trataba de una vengativa maldad. Ahora compruebo que se puede ser (haber sido, más bien) un excelente filólogo y razonar como una resentida regadera. Comienza diciendo que las reacciones a su artículo “son casi todas patosas inquisiciones en su vida privada”. Y si aludir a su condición de fumador es inquirir en su vida privada, pues ciertamente tiene razón. Pero se olvida añadir que fue él quien comenzó al afirmar que en su vida había fumado un cigarrillo. Nadie, según él, responde a su afirmación de que “no pocos de los argumentos contra el tabaco carecen de rigor científico”. De hecho, continúa, es escasa la bibliografía. Y cuando esperaríamos que dijera “sobre los efectos negativos del tabaco” resulta que la bibliografía escasa es la que se refiere a “los efectos de la legislación en la salud de los no fumadores”. Cita un trabajo de la British Academy Review en el que se demostraría que, cuanto más se prohíbe el tabaco en los lugares de ocio, más crecen los niveles de nicotina en los no fumadores, “especialmente en los niños, que son los principales afectados a corto y largo plazo”. ¿La razón? “La prohibición en bares y restaurantes hace que el consumo de tabaco se desplace a lugares privados”: O sea que, si he entendido bien, Rico ya no duda de los efectos negativos del tabaco para la salud de fumadores y no fumadores (a pesar de la poca bibliografía que dice que hay sobre el tema), pero no cree que la actual legislación beneficie a los fumadores pasivos porque los fumadores cabreados van a fumar, en sus casas, el doble, sin importarles la salud de sus hijos. Pobre de su señora y de sus hijos, si los tiene. No quisiera estar en su lugar
----No empeñes, no voy a hablar más del tema. Dejemos que Rico, como un boxeador sonado (es un catedrático a la antigua, de los de horca y cuchillo, y está acostumbrado a que todo el mundo le ría las gracias y le aguante las impertinencias), siga dando puñetazos al aire hasta que se desplome sobre la lona.

domingo, 16 de enero de 2011

Al otro lado: Historia y vida

Sábado, 8 de enero
MUERTE DE UN PERIODISTA, DETENCIÓN DE UN DIPUTADO

El diputado de Unión Republicana, señor Casas, interpela al ministro de Estado y Marina: Habiendo sido llevado a un calabozo oscuro el señor Sirval, cierto día, a las cuatro de la tarde, entraron en la estancia, en tropel, tres oficiales; uno de ellos era Dimitri Ivanof, oficial del Tercio, de nacionalidad rusa. Este preguntó a Luis: “¿Quién eres?”, “Soy Sirval, periodista”, “Tú eres un asesino y desde ahora no vas a matar a nadie”, “Me confunden ustedes, me confunden. Soy un hombre honrado. Soy un periodista”. No hicieron caso de estas palabras de protesta los recién llegados. A empellones sacaron al patio a Luis de Sirval y allí el oficial Ivanov le descerrajó seis tiros con una pistola. Abrieron una maleta que llevaba el reportero, sacaron de ella unos papeles, taparon el cuerpo con unas tablas y se ausentaron. De unas casas próximas fueron oídos los gritos de Luis de Sirval antes de morir.
Sigue hablando el señor Casas. Dice que hasta se ha negado a la familia el derecho a rescatar el cadáver. Lee una carta conmovedora dirigida por el padre de Luis Sirval a don Eduardo Ortega y Gasset.
El ministro de Estado y Marina responde que hay que tener más cuidado en la expresión, sobre todo cuando se trata de hechos no demostrados. Lo único que tengo que decir –concluye− es que todo el que viste uniforme es incapaz de hechos semejantes.
En el Caffè di Roma, al lado mismo de casa, hojeo el periódico y tomo un café. El periódico es un viejo número del Heraldo de Madrid (22 de noviembre de 1934); luego entraré a ver La Fanciulla del West, la más pintoresca ópera de Puccini, retransmitida desde Nueva York. Soy un hombre poco ambicioso: no necesito más para ser feliz.


Y todavía, antes de que comience la función, tengo tiempo para hojear otro número, de unos días después.
Apenas llegaron a Ablaña las fuerzas de la guardia civil de Oviedo, Mieres y Aller y una sección de guardias de Asalto, cercaron el pueblo y se aproximaron a un edificio propiedad de la señora viuda de Montoto, dueña de un almacén de vinos, que rodearon. El jefe de las fuerzas llamó a las puertas y le abrieron. Cuando subía por las escaleras, González Peña abrió un balcón y se asomó a él en camiseta, siendo encañonado por los guardias civiles. Volviose rápidamente, entró y se encontró con el jefe, que le apuntaba con una pistola y le conminaba a que se entregara. No opuso la menor resistencia. Se aseó, se vistió y se puso a disposición de las autoridades. Inmediatamente el diputado socialista fue conducido a Oviedo. En la casa de la señora viuda de Montoto vivían personas de derechas; a pesar de todo eran amigas del señor González Valle. El vecindario de Ablaña se ha visto sorprendido con la detención del jefe revolucionario. Nadie le vio entrar en el pueblo ni en el domicilio de la señora viuda de Montoto. Se supone que aprovechó la noche para entrar en el pueblo y refugiarse en la casa donde ha sido encontrado por el comandante Doval. El señor González Peña tuvo que cruzar media región para poder esconderse en el pueblecito minero citado. Su detención es el motivo de todas las conversaciones en Oviedo.


Domingo, 9 de enero
OTRA EQUIVOCACIÓN

Estoy estos días un poco desilusionado conmigo mismo. Siempre he tenido la tendencia a considerarme más listo que nadie y siempre la realidad se ha empeñado en demostrarme lo contrario. A pesar de haber tomado todas las precauciones posibles, he vuelto a equivocarme. “Es como si de un día para otro te hubieran cambiado por otra persona”, le digo. “No, no me han cambiado. Es que por primera vez te has fijado en mí y te has dado cuenta de que soy una persona real y no una de tus fantasías”.
Una vez más recuerdo la frase que escuché en una de las películas de Batman: “¿Para qué caemos? Para aprender a levantarnos”.
La verdad es que, con los años, he ido aprendiendo a mirarme con cierto distanciamiento e ironía. Un amigo me repite siempre que yo no trabajo, juego a que trabajo. Me temo que también juego a otras muchas cosas, por ejemplo, a enamorarme. Y que, en el fondo, a pesar de lo mal que lo paso, nada me gusta más que el ser rechazado antes de adquirir compromisos serios y tener que dejar de jugar.
Me he enamorado infinitas veces, pero nunca del todo, salvo quizá de mí mismo.



Lunes, 10 de enero
UN NIÑO QUE SUEÑA

Tengo mis refugios, lugares donde esconderme, como cuando era niño, de los ultrajes de la realidad. “Esta es la hermosa ciudad de Nápoles”, comienza la película que compré en la Feltrinelli de las galerías Alberto Sordi durante el último viaje a Roma. Y la cámara se detiene en el panorama fastuoso que se ha reproducido tantas veces. Reconozco los árboles de la Villa Comunale, el Castell del’Ovo a punto de deslizarse sobre las aguas, la doble silueta del Vesubio… Y luego un tren llega a la estación de Piazza Garibaldi y de él desciende un americano, Clark Gable, que en una de las callejuelas cercanas, se encuentra con una Sophia Loren disfrazada de reina. El resto de la acción transcurre en Capri (distante de Nápoles “dos horas de mareo”, según dice el protagonista). Me desentiendo pronto de la convencional peripecia y me invento otra historia, de la que soy protagonista, en los mismos escenarios. El hombre es una caña que piensa, decía Pascal. Yo no soy más que un niño que sueña.
Y me duermo feliz tras haberme contado un cuento.



Martes, 11 de enero
TEORÍA Y REALIDAD DE FRANCISCO RICO

Que el tabaco, al contrario de lo que quiere el tópico, no favorece la actividad intelectual es algo que estamos comprobando estos días. ¡Cuántos disparates, por parte de presuntos intelectuales, se están escribiendo a propósito de la presunta persecución contra los fumadores! Pero a todos los supera el que publica hoy, en la sección de opinión de El País, mi admirado Francisco Rico, nuestro primer petrarquista, el mejor editor de los clásicos. Comienza afirmando que los argumentos contra el tabaco carecen de rigor científico, que el tabaco es como el aceite de oliva, que antes se consideraba mala para el colesterol y hoy todos ponderan sus virtudes (es probable que, como ella, pronto forme parte de la “sana dieta mediterránea”). La ley que defiende a los no fumadores es un golpe bajo a la libertad, una muestra de estolidez y una vileza. Pero lo más divertido de la pataleta en forma de artículo no es eso, sino la apostilla final. Tras afirmar que esta ley “con absoluta desestima de los datos, de la voluntad y el sufrimiento ajenos, sacrifica al individuo cercano en el altar de un remoto ideal genérico”, añade la siguiente postdata: “En mi vida he fumado un solo cigarrillo”. Así da más fuerza a su argumento: no hay ningún interés particular en el ataque a esa nefasta ley que no tiene en cuenta “el sufrimiento ajeno, que sacrifica al individuo cercano” (y todo por decirle al que fuma que no fume donde moleste a los demás, donde dañe la salud ajena).
Pero las pocas veces que yo he visto al profesor Francisco Rico lo he visto con un cigarrillo en la mano: se puso a fumar en el Paraninfo mientras presentaba un libro de Emilio Alarcos (tuvo que llamarle la atención el Rector y salió a fumar fuera con muy malos modos); se puso a fumar luego en el restaurante sin que el dueño, por falso respeto al académico, se atreviera a pedirle que lo dejara.
¿Esa indicación final es una broma? ¿Hay en ella una sutileza de fino analista gramatical? ¿Quiere decir que nunca ha fumado un solo cigarrillo porque siempre los ha fumado por docenas? ¿O simplemente significa que el ilustre cervantista es también un irresponsable crío malcriado?



Miércoles, 12 de enero
TRES AÑOS

Me llaman de un programa de radio. ¿Cómo recuerda a Ángel González en este día en que se cumplen tres años de su muerte?, me preguntan. Con tristeza, respondo. Con la misma tristeza que él sentiría al ver el embrollo en que se han embarcado aquellos a los que más quería. “Siempre alguna mujer me llevó de la nariz”, escribió. Ahora una mujer le lleva de la nariz al purgatorio del amarillismo y el olvido. Pero nada borrará sus versos de mi memoria: “¿Sabes que un papel puede cortar como navaja? / Simple papel en blanco, / una carta no escrita / me hace hoy sangrar”.



Jueves, 13 de enero
NO ME HAS QUERIDO

Nada me gusta más que los regalos del azar. Y el azar, de la mano de mi amigo Almuzara, se muestra hoy generoso conmigo como un príncipe napolitano. Philippe Jaroussky y Mas Emanuel Cencic cantan para mí, solo para mí (o así lo siento yo) inéditas piezas de música barroca: “Chi d’Amor trà le catene / posse un giorno incauto el piè…” (Quien de amor entre cadenas / enrede un día incauto el pie /al abismo de las penas / desventurado ha de caer). En sus voces, virilmente femeninas, arde toda la angustia de estos días, se vuelve humo que se eleva al cielo y que del cielo vuelve convertida en caricia…
“No me has querido y huyes por tus años…”. Ojalá yo también fuera capaz de convertir este dolor en música.



Viernes, 14 de enero
PARA SILVIA UGIDOS

En un amarillento número de Arriba encuentro, firmado por Eugenio d’Ors, un cuentecillo que me apetece copiar aquí y dedicar a mi amiga Silvia. Sobre la Tierra reinaba un día, por culpa de una atroz epidemia, mortandad tan grande que la tarea de San Pedro a las puertas del Paraíso resultaba agotadora. Rendido ya, decidió irse a descansar, cerrando la verja a las narices de las almas: que pasaran la noche al raso si querían; él no iba a descorrer la falleba por nadie. Un inmenso clamor se elevó entonces. Y cada cual para obtener, con la piedad, la excepción, alegaba el mérito de sus infortunios y sufrimientos. “Yo pasé, por error, media vida en la cárcel”, alegaba uno. “Yo he estado casado tres veces, y cada vez con suegra y cuñadas”, pujaba otro… El santo permanecía inflexible. Al fin, un alma de aire nostálgico, se acercó y dijo: “Yo, después de tres años en París, he pasado el resto de mi vida adulta en Oviedo”. “Entra”, consintió entonces San Pedro, compadecido.

domingo, 9 de enero de 2011

Al otro lado: Los sueños lúcidos

Sábado, 1 de enero
UN HOMBRE AFORTUNADO

Son las doce de la mañana. Me he acostado algo más tarde que de costumbre, me he levantado algo más temprano, he atendido a mis responsabilidades familiares y me he sentado a leer. Antes de salir a tomar el primer café del año, ahora que me ha llegado el relevo, garabateo estas líneas. El libro que he leído –Escritores, de Azorín— lo compré el otro día en Los Terceros, una librería de viejo de Sevilla. Es una recopilación de artículos escritos a lo largo de cuarenta años. De todo lo que habla Azorín en estas páginas ha hablado en otras muchas. Comienzo, por eso, con desgana. Pero en seguida me encuentro con un rincón familiar: “Hay en Oviedo una casa modesta colocada en los aledaños de la ciudad y el campo; por fuera, la casa consta de un solo piso. Cuando penetramos en ella, vemos que el terreno ha descendido y que la casa tiene un piso más, casi subterráneo, que queda oculto al exterior. Y sin ascender por escaleras, a pie llano, viniendo de la calle, nos hallamos en una galería ancha de cristales, que da a un fuertecillo plantado de magnolias, rosales y geranios, y desde la que se divisa, a través del ambiente velado del país y allá a lo lejos, una suave montaña, una montaña amiga, con sus laderas cubiertas de verdes prados”. En esa casa, un trece de junio, había muerto Leopoldo Alas, al que desde siempre he sentido como alguien de la familia. También a Azorín, que a veces me aburre como un abuelo que cuenta siempre las mismas batallitas, pero que nunca ha dejado de hacerme minuciosos regalos desde que, cuando yo tenía diez o doce años, alguien cercano que me veía siempre escribir me regaló con cierta ironía un tomito de la colección Austral, El escritor, el primer libro adulto que leí y que llegué a aprenderme casi de memoria, a pesar de que solo lo entendía menos que a medias. Quien me llevó de la mano a los diez años todavía, medio siglo después, tiene algo que decirme, mucho que enseñarme.
Dentro de un momento saldré a dar mi primer paseo del año; recorreré los lugares de siempre, como hago desde hace medio siglo, y el nuevo puente que se detiene en mitad de la ría (un rito que he añadido a mis ritos); me sentiré –es otra de mi costumbre en estas horas inaugurales— agradecido y feliz. La vida es dura, ya lo sé. Pero yo sigo siendo un hombre afortunado.


Domingo, 2 de enero
LA VIDA ENTERA

Escucho, en el cine (costumbre felizmente recuperada) una frase: “Su trabajo era para él la vida entera”. Y pienso en esas personas sin vida familiar ni sentimental, sin más vida que su trabajo. “Tú eres una de ellas –me digo—, por eso te aterra tanto jubilarte. Te refugias en tu trabajo porque fuera de él te encuentras perdido”.
Hay días en que me gusta ponerme un poco masoquista. Mi trabajo favorito es el de abogado del diablo y a menudo lo ejercito contra mí mismo.
Pero para que se adapte a mí a esa frase habría que darle la vuelta: “La vida entera era su trabajo”. Y de ese trabajo, que yo procuro hacer siempre gustoso, solo nos jubila la muerte. Y aunque ronde incansable en torno mío, todavía no estoy plenamente convencido de que pueda tocarme a mí. Ya sé, ya sé: “Todo hombre es mortal”. Pero no hay regla sin excepción. ¿Y por qué no voy a ser yo la excepción?
Hay días en que siento que he fracasado en todo. (Pero no me lo acabo de creer del todo.) Y otros en que me siento el rey del mundo. Y me cuesta mucho convencerme de que no lo soy.
Ventajas de haber sido un niño mimado.



Lunes, 3 de enero
ELOGIO DE LA POLÍTICA

Qué maravilla, tras tantas fiestas, recuperar la rutina del café matinal en el café de siempre. Hasta el aire me parece más transparente. ¿Me parece? De pronto caigo en la cuenta. Ha ocurrido el milagro. No hay humo. Ya no se puede fumar en los locales públicos. Respiro a fondo. No acabo de creérmelo. Oviedo parece Nueva York.
No he visto todavía los periódicos ni las noticias televisivas. Me imagino que estarán llenos de las protestas de las presuntas víctimas y de los ingeniosos sofismas de Savater, Sánchez Dragó y otros denodados liberales. Pero, afortunadamente, los políticos, sin amedrentarse por la demagogia, no han querido vender la salud de sus ciudadanos por un puñado de votos. Me quito el sombrero ante ellos. Por una vez siento que estamos en buenas manos.


Martes, 4 de enero
ELOGIO DE LA ERUDICIÓN

La erudición tiene mala prensa, y con frecuencia justificada. Yo la leo como una mezcla más o menos sofisticada de chismografía y bibliografía, y me divierte más que cualquier novela. Asusta un poco el grueso tomo (casi ochocientas páginas) del Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, pero lo llevo a la cafetería seguro de que entre la inevitable basura curricular encontraré algunas sabias amenidades. Y claro que las encuentro. Mi amigo Francisco Trinidad, que está quitando el polvo desidioso que se había ido acumulando sobre Palacio Valdés, nos ofrece la crónica de una impostura: la correspondencia con el escritor que un hispanista había publicado estaba manipulada. A mí me sugiere la idea de una novela a lo Henry James: la relación entre un autor famoso y un estudioso de su obra; cómo la admiración se va convirtiendo poco a poco en resentimiento y odio.


Y luego encuentro una carta de Valle-Inclán, entonces director de la Academia de España, dirigida al Subsecretario de Estado: “Me dice usted que ha enviado las órdenes necesarias a nuestro embajador en Roma autorizándole a comprar los muebles necesarios para mis habitaciones. ¡Me siento profundamente conmovido! Pero no puedo aceptar el honor de que el Señor Embajador me ponga la casa. Los Directores de la Academia han comprado siempre los muebles y enseres que esta ha necesitado. La distinción que se tiene conmigo me colma de gratitud. ¡Ahí es nada! El Señor Embajador comprando las cacerolas y bacines de mi servicio. ¿Dónde se ha visto mayor honra?”.


Miércoles, 5 de enero
CALLADAMENTE

Siguen los eruditos regalos. José Manuel González Herrán me envía una separata con once cuentos de Emilia Pardo Bazán recuperados de una revista argentina. Hablan de otro mundo, y a mí me fascina ese viaje en el tiempo, pero de pronto hablan de mi mundo, como siempre hace la gran literatura. “En momentos de expansión –afirma el narrador de uno de ellos—, le confié una especie de enfermedad moral que padezco: algo que pudiera llamarse el desprecio de mí mismo. Siempre creo que no sirvo para nada, que todo me ha de salir mal, que voy a decir o hacer algo ridículo, y esta aprensión me paraliza y me cohíbe en sociedad”. Y su interlocutor le responde: “No importa que tengas esa manía si consigues que nadie lo sepa. Lo único que nos ha otorgado la naturaleza para defendernos –ya que no tenemos ni garras, ni astas, ni trompa, ni colmillos agudos— es un asilo o baluarte interior, en el cual resguardamos lo que no conviene que nadie vea. Ahí ni nos pueden perseguir ni sorprender, si nosotros mismos, imprudentes, no abrimos la puerta…”
Sí, por mucho que enseñemos nuestro castillo privado –y yo dejo entrar cada domingo a cualquiera que tenga curiosidad— siempre hay una puerta, como en el castillo de Barba Azul, que no abrimos a nadie.
Hasta que un día alguien la abre y entra sin pedirnos permiso. Mientras aguardo impaciente salida y veredicto me vienen a la memoria unos versos de Ben Hazm de Córdoba: “Abrirme el corazón con un cuchillo, / echarte dentro y luego recoser / de nuevo el pecho mío y casa tuya / para que, siempre en él y nunca en otro, / lo habites como un pájaro blanco / hasta los días de la resurrección y el juicio”.


Jueves, 6 de enero
EL BAILE

“Me siento como si hubiera salido a bailar en medio de una reunión de amigos, y yo bailara y bailara y un momento, en medio de tanta felicidad, cerrara los ojos para mejor gozar de la compañía y de la música y al abrirlos, solo un instante después, ya no hubiera amigos ni música y estuviera bailando y bailando sola en medio de la pista”.
Era ya casi la hora del cierre y yo me había quedado solo en el local, como tantas veces me ocurre. Entró entonces aquella mujer –me pareció muy joven hasta que la observé de cerca— y de entre todas las mesas escogió la mía para sentarse. “Soy una admiradora suya. ¿Me permite que le lea un poema?”. Nada detesto más. Pero leía con voz acariciadora y lo que escuché me gustó. Decía más o menos lo que he apuntado al comienzo de esta nota. Al terminar de leer, me miró a los ojos: “¿Quieres bailar conmigo?”. “Yo solo bailo en sueños”, respondí. “Pues esto es un sueño. ¿No te habías dado cuenta?”.


No, no me había dado cuenta. Hace tiempo que mi vida es una cinta de Moebius, tiene una sola cara, y paso de la realidad al sueño y del sueño a la realidad, no ya en un abrir y cerrar los ojos, sino sin necesidad de abrirlos ni cerrarlos. Miré al camarero, que me ha aguantado muchas noches, pero estaba absorto en un libro: Les rêves et les moyens de les diriger, de Hervey de Saint-Denys. La mujer –supe, no sé cómo, que se llamaba Estrella— se había levantado y bailaba y bailaba olvidada de todo. Yo me acerqué a César, el camarero, y él me señaló un párrafo: “Cualquiera de nosotros podría encontrar en el sueño de una noche aquello con lo que llenaría un año de su existencia, si por la mañana mantuviera el recuerdo de cuanto ha soñado”. Estrella se acercó entonces al camarero y lo empujó hacia mí. “Lo estabas deseando”, dijo. Yo me ruboricé, no sé si dormido o despierto.



Viernes, 7 de enero
OTRO REGALO

A menudo pienso que no eres de verdad, que no puedes ser de verdad, que solo eres otro espejismo de un corazón solitario. “Soy de verdad, pero estoy de paso –me dices en sueños—, no te encariñes demasiado conmigo”.
Y yo, que soy de buen conformar, me despierto feliz: “Estás de paso, pero estás”. Y recuerdo a Cernuda: “Tantos años que pasaron / con mis soledades solo / y hoy tú duermes a mi lado”.

domingo, 2 de enero de 2011

Al otro lado: Lo que queda del día

Lunes, 27 de diciembre
UN PASEO

La primera vez que vine a Sevilla fue allá por 1977 o 1978. Llamé a Fernando Ortiz, que era la única persona que conocía en la ciudad, y nada más intercambiar los saludos, me dijo: “Te voy a presentar al mejor poeta joven que hay en España. Tú, que has leído a todos, a él todavía no le conoces porque no ha publicado nada. Pero ya verás qué maravilla, qué perfección técnica”. Y me llevó hasta una casa de la plaza de la catedral. Allí, en una terraza desde la que casi se tocaba la Giralda, me leyó Abelardo Linares los poemas mecanografiados de Mitos, un libro que aparecería poco después.
Fernando Ortiz hace tiempo que ha dejado de ser mi amigo. Abelardo también dejó de serlo por no sé qué presunta infidencia que cometí en algún tomo de estos diarios, pero nos hemos reconciliado y nada me alegra más que encontrarlo trabajando en su nave llena de libros –casi siempre está de viaje— y que acepte cenar conmigo esta noche. Ya me froto las manos de placer ante otra discusión de las nuestras, de esas que duran dos o tres horas, y en las que el único acuerdo al que llegamos es que no estamos de acuerdo en nada.
Antes doy un paseo por los alrededores del hotel y el azar de los pasos –calle Santiago, plaza del Cristo de Burgos, calle María Coronel— me deja ante una calle oscura cuyo nombre me resulta familiar: Dueñas. Camino unos pasos y veo un historiado portalón con un colorista escudo rodeado de banderas. Efectivamente, aquí es. Este es el palacio de las Dueñas donde nació Antonio Machado. Tantas veces que pasé por Sevilla y nunca me había acercado a este lugar. Así de noche, no resulta en exceso llamativo. Un caserón con la fachada cubierta de hiedra. Más parece una casa de campo inglesa que un palacio sevillano. Dos gigantescas palmeras le hacen la guardia.
Antonio Machado fue el primer poeta al que leí completo, en uno de los primeros libros que compré: un tomo de la colección Austral que todavía conservo. Me lo sé casi entero de memoria: “Está en la sala familiar, sombría, / y entre nosotros el querido hermano / que en la tarde infantil de un claro día / vimos partir hacia un país lejano”. Es para mí más que un poeta. Siento que su sombra benévola me acompaña mientras deambulo solitario y sin rumbo por calles y por plazas.


Martes, 28 de diciembre
DIATRIBAS

La cena de ayer resultó tan divertida como en los viejos tiempos. Claro que parece que he recuperado al amigo, pero no al admirador: “¿No crees que hablas demasiado de viajes en tus diarios? Eso tenía algún interés otros tiempos, pero hoy todo el mundo viaja. La verdad es que cansa un poco oírte contar tus paseos por Portugal o Italia. Y luego esas historias de fantasmas, caserones y bibliotecas, que no se cree nadie. Me parece que cada vez haces más literatura, que no eres sincero. No te veo en lo que escribes, me parece todo impostado y falso. Antes tenías más interés: hablabas de libros, de vida verdadera. Un diario debe ser un registro de la vida cotidiana, aunque resulte monótono a ratos, como los de González Ruano, que me he leído muchas veces. Tampoco eres ya el crítico agresivo, incisivo de antes”.


Durante una o dos horas estuvo el bueno de Abelardo reprochándome mi decadencia. Yo me divertía con sus diatribas: nada me gusta más que ser el centro de la conversación (aunque procure disimularlo) y sabía además que todo aquello ocultaba un resquemor reciente. Solo lo sentía por Nery, su mujer, que estaba allí como convidada de piedra. Traté de cambiar de conversación para que ella interviniera (comprendo que soy un tema fascinante, pero me temo que solo para mí mismo). “Por mí no te preocupes”, me respondió. “Crecí escuchando los discursos de Fidel Castro, así que estoy acostumbrada a las tabarras. Y comparadas con aquellas las vuestras son de lo más ameno”. “Nery ha sido profesora de filosofía marxista en la Universidad de la Habana”, me dijo Abelardo. E inmediatamente siguió con su tema: “No eres el crítico de antes. Y para una vez que quieres serlo ¿con quién te metes? Pues con Ricardo Defarges, que tiene ochenta años, nadie habla de él y no tiene ningún poder. En cambio, con Gamoneda no te metes. Claro como es el favorito de Zapatero”.
“Defarges era solo un pretexto en mi artículo del Abc”, le digo. “Fue un poeta de obra breve y valiosa, hace años. Ahora no es poeta ni mayor ni menor, pero escribe más que nunca, como todos los que dejan de ser poetas. Yo me metía con su editor, que en lugar de aconsejarle, como cualquier buen amigo haría, que guarde esas cositas en un cajón se las publica en una colección prestigiosa, engañando así a los lectores”.
Ese editor es el propio Abelardo. Que escucha sonriente la pormenorizada clase magistral –la ha escuchado cien veces— que le doy a continuación sobre cuáles deben ser las funciones de un buen editor.
“Pues deberías estar contento, amigo García Martín, de que todavía haya malos editores en el mundo, editores sin ninguna profesionalidad, como yo o tus amigos de Llibros del Pexe o de Trabe, porque somos los únicos que publicamos tus libros”.


Miércoles, 29 de diciembre
ME DEJO ACARICIAR

Me levanto temprano, como de costumbre, y hasta las doce no tengo nada que hacer. Pienso que un buen masaje me vendría bien. Leo divertido las ofertas del hotel, que ofrece “un universo de elementos naturales para la relajación, el despertar y los sentidos”. Dudo entre el masaje ayurvédico, que “usa una combinación de movimientos rápidos y lentos para relajar la tensión, devolver la energía al cuerpo y dar vitalidad a la mente”, y el masaje balinés con “sus manipulaciones suaves para aliviar los músculos”. No me decido por ninguno, prefiero pasear y dejar que la ciudad me acaricie.
Mi tiempo libre se ha visto muy limitado últimamente, y ahora si viajo es solo por motivos de trabajo. Un trabajo breve y gustoso, debo reconocerlo. En media hora lo despachamos. Resulta que todos los miembros del jurado, sin hablar unos con otros, hemos seleccionado el mismo par de libros. Uno lo firma Juan Peña, y tiene poemas memorables, pero también algún fárrago, y el otro, Pablo Moreno, uno de esos poetas de los que mi amigo Martín López-Vega se burla diciendo que son los monaguillos de Miguel d’Ors. El premio lo convoca una benemérita fundación privada y en el jurado me alegra encontrarme con viejos amigos, como Rafael Adolfo Téllez, un buen poeta algo llorón. No me alegra tanto descubrir que yo soy el más viejo de todos. “Con muy pocas excepciones, si prescindimos de la obra escrita después de los sesenta años, el lugar de un escritor en la historia de la literatura no varía. O sea que quien a los sesenta no ha escrito nada que valga la pena no lo escribirá nunca. Vosotros todavía tenéis esperanza, pero a mí ya no me queda ninguna”, les digo con mi falsa modestia habitual. Porque yo, aunque este año he cumplido sesenta años, todavía no he perdido la esperanza de escribir algo que quede ahí, en la memoria del mundo, por los siglos de los siglos.



Jueves, 30 de diciembre
CORRAL DEL CONDE

Nada me gusta más que pasear por Sevilla acompañado de mi guía favorito. Juan Lamillar se lo sabe todo de su ciudad y pausadamente me va señalando secretos y maravillas.


En la iglesia del Cristo de Burgos, un Zurbarán encaramado en lo alto junto a un ángel saltarín. En la de santa Inés, la del becqueriano Maese Pérez, el rostro quemado y el cuerpo incorrupto de la fundadora, doña María Coronel, y también las reliquias de las once mil vírgenes y la imagen de un santo que es mi santo patrón. San Expedito, un santo, como yo, molto accelerato: alza una cruz con la inscripción “hodie” (hoy) y pisotea un cuervo que grazna “cras, cras” (mañana, mañana). En el Hospital de los Venerables, las arquitecturas fingidas y los ángeles triunfantes que Valdés Leal pintó en el techo de la sacristía, un barroco, deslumbrante trampantojo. En la iglesia de Santiago, al lado mismo del hotel, me muestra la capa imperial de Carlos V, con su brocado de plata y sus sedas de varios colores… Muy cerca, junto al palacio del marqués de Torreblanca, me muestra una de esas ciudades dentro de la ciudad que tanto me fascinan. Toda una inmensa manzana está cerrada por un alto muro blanco con estrechos ventanucos. Solo hay una puerta, en la calle de Santiago, y al lado una inscripción dorada: Corral del Conde. Muchas veces he pasado por allí sin prestarle atención. Ahora Juan Lamillar pulsa un timbre. Y la puerta se abre con metálico chirrido y lo que encuentro detrás es el ambiente mágico de los cuentos: una inmensa plaza ajardinada, altas palmeras, un pueblo de casas blancas con corredores de madera que parece fuera del mundo. Solo se escucha el rumor de una fuente. “Aquí vivían los criados del conde-duque de Olivares”, me dice. “Pues si me vengo a vivir a Sevilla que no me busquen en ningún palacio, que me busquen aquí”. Seguro que allí dentro, protegido por los altos muros ciegos, se me hará más llevadero el paso del tiempo que ni vuelve ni tropieza.



Viernes, 31 de diciembre

REGALOS

Para dejar de pensar en lo que no puedo dejar de pensar, me entretengo con el recuento de recientes regalos.
El palacio de las Dueñas, temeroso en la noche, recortándose luego en un intenso azul, como en el soneto de Machado que prefiero (“Esta luz de Sevilla. Es el palacio / donde nací, con su rumor de fuente…”). “Yo lo visité una vez –me cuenta un amigo—. Por dentro es más suntuoso de lo que parece. Fue cuando Jesús Aguirre quería publicar su libro de versos eróticos. Vine a escuchárselos leer con Abelardo. Jesús Aguirre se tomó muy en serio lo de duque de Alba, de eso se burlaban sus amigos. Una cocinera del palacio, Lourdes, me contaba que le gustaban mucho los platos de cuchara, que la duquesa detestaba, y que por eso cuando preparaban alguno para el servicio le decía: Hoy tengo un potaje de chícharos, señor duque… Y él pedía que le llevaran una cazuelita de barro que se comía medio a escondidas mientras la duquesa bailaba; luego decía que no tenía hambre. Murió solo, oculto en su palacio, mientras la duquesa seguía bailando de acá para allá”.
El torno del convento de Santa Inés, que descubro en mi primer paseo nocturno, y cuyo dulce olor a vainilla y a pestiños me devuelve de pronto la infancia.
A infancia, a infancia remota y quizá inventada, comienza a saberme todo lo que trae felicidad. El olor del incienso, por ejemplo, cuando entro en la iglesia de San Esteban y escucho el final de la misa solemne, con el cura y los acólitos revestidos de gala y el coro de niños que se pone a cantar de pronto…
Termina el año y recuerdo una vez más a Vicente Gaos: “La vida es dura / y no hay consuelo…”. Pero me quedan la luz de Sevilla, los dulces de las monjas y el olor del incienso.