domingo, 27 de mayo de 2018

Acción de gracias: Perros y homenaje



Viernes, 18 de mayo
UN HOMBRE PREVISIBLE

Soy bastante previsible, la verdad, pero no tan maniático como me gusta dar a entender. No es enteramente cierto que me levante todos los días, laborables o festivos, invierno o verano, a las ocho menos cinco. Hay días en que me levanto antes e incluso después: a las ocho menos tres o cuatro minutos o a las ocho y uno o dos minutos, aunque nunca más tarde.
            A las nueve me pongo a escribir, a las diez y media he terminado, a las doce tomo un café en Las Salesas, a las dos en punto como escuchando las noticias de Radio Nacional (lo hacía ya desde antes de que muriera Franco) y disfruto especialmente cuando la primera cucharada coincide con la última señal horaria.
            Pero si algún día me adelanto o me retraso un poco, tampoco pasa nada. No soy Kant, la gente no puede poner el reloj en hora cuando yo paso: lo llevarían unas veces atrasado (uno o dos minutos) y otras muy adelantado (tres o cuatro minutos).
            La ventaja de tanta regularidad es que el más mínimo cambio se convierte para mí en una gran aventura. Pasé hoy el día en Plovdiv, uno de esos amores a primera vista a los que soy tan propicio (y que a menudo me duran toda la vida), ocupado en una de mis tareas favoritas: hacer de guía, en este caso para la familia del poeta Víctor Botas, que ha venido a Bulgaria con motivo de la publicación de una antología de su obra.         
            Regresamos a Sofía al anochecer, cenamos juntos en uno de los restaurantes del bulevar Vitosha y luego ellos se fueron a su hotel y yo a la estación de metro Serdika para dirigirme a la casa en que me alojaba, la de Rada Panchovska, la traductora.
            Intenté llamar para avisar de mi llegada y comprobé que, después de tantas fotos en la antigua Filipopólis, me había quedado sin batería. Y que no había anotado el nombre de la calle, ni el número, porque siempre hasta entonces había ido acompañado, y que además había comprobado que en aquel viejo piso (en unos bloques construidos por los alemanes al final de la segunda guerra mundial) no funcionaba el telefonillo. Y otra cosa más, ¿sabría llegar hasta allí desde la parada del metro? ¿Y a quién preguntar si no conocía una palabra de búlgaro y, aunque la conociera, ni siquiera sabía el nombre de la calle? Ya me veía pasando la noche al raso.
            Me bajé en la estación de Konstantin Velichkov, crucé la avenida de ese nombre, y ya no supe si debía ir hacia la izquierda o hacia la derecha.
            Caminé un poco al azar, di varias vueltas por lugares que recordaba vagamente (me daba la impresión de que los árboles me hacían gestos amenazadores) y de pronto, para acabar de arreglar el asunto, vi que se me acercaban varios perros.
            Pero no ladraban amenazadores, movían el rabo amigablemente y parecía que me invitaban a seguirles. Los reconocí entonces: eran los tres perros que me dijo Rada que su bloque de pisos había adoptado y a los que daba de comer. Una vez la había acompañado en esa tarea. Los perros me habían reconocido. Los seguí hasta que, al fondo de la calle, frente al portal, reconocí a Iván, el marido de Rada, que me estaba esperando.  


Sábado, 19 de mayo
CON EL LENGUAJE DE LA MELANCOLÍA

La presentación de la antología de Víctor Botas tiene lugar en el Palacio Nacional de Cultura, un aparatoso mamotreto de los últimos tiempos del régimen comunista (se terminó en 1981).
            Está al final de un hermoso paseo arbolado, lleno de susurrantes surtidores, y en su interior laberíntico es fácil perderse. Claro que si yo alguna vez me pierdo en Sofía es aquí donde deben venir a buscarme: en el club Peroto, que es café y biblioteca y que abre las veinticuatro horas del día los trescientos sesenta y cinco días del año. Tuvieron que repetírmelo para que me diera cuenta de que había entendido bien. Algo bueno ha dejado el comunismo. El mostrador se apoya sobre un montón de libros, lo mismo que el tablero de la mesa que está en el centro del pequeño escenario donde se presentan libros y se graban programas de radio o televisión sobre libros.
            Desde que lo descubrí por primera vez, el club Peroto es una de mis sucursales favoritas del paraíso. Hay libros reales y también trampantojos: en uno de ellos descubrí los Trabajos filosóficos y discursos políticos de Salmerón. Quién me lo iba a decir: uno de los presidentes de la primera república española adornando las paredes de un club literario en Sofía.
            Allí se proyectó el documental Con el lenguaje de la melancolía, de José Havel, y resultaba extraño escuchar a los contertulios de Óliver en aquel ambiente, todos mucho más jóvenes, y escuchar a Botas contar su vida y ver a una jovencísima Paulina con algo de seductora actriz italiana, y a los gemelos, Víctor y Diego, todavía unos niños, y a Patricia… Estaban todos allí sentados a mi lado y también uno de sus nietos, Víctor Delgado Botas, que él no conoció.
            Traté de mantenerme frío, de fijarme en los aspectos técnicos del documental, que ya había visto muchas veces, de recordar las peripecias de la filmación, mis discusiones con el director (yo era el productor, así que pretendía mandar más), pero me fue ganando la emoción y al final no pude contener las lágrimas mientras le escuchaba a Botas decir:
            ––La muerte. No volver jamás, ¡jamás!, olvidarse de todo: olvidarme de mis hijos, olvidarme de Roma, olvidarme de ese café que tomo cada mañana en un bar y que tanto me gusta, del cigarrillo amable de las ocho, tras el desayuno, antes de afeitarme, cuando aún es de noche… Lo cierto es que cantar eternamente con los ángeles no es una expectativa que me consuele demasiado.
            ¿Le consolaría ver a su mujer, a sus hijos, a su nieto, homenajeándole aquí en Sofía? De los dos gemelos del famoso poema “Cástor y Pólux”, yo conocía más a Víctor, que ahora colabora habitualmente en la revista Clarín con sus viñetas de humor literario; ayer, durante el viaje a Plovdiv, dos horas en autobús, tuve la ocasión de charlar con Diego, con el que había tratado menos: el viaje se me hizo corto debatiendo con él (mi deporte favorito) de asuntos políticos. Me parecía que lo estaba haciendo con su padre. Y de pronto se me ocurrió pensar que Víctor Botas, cuando yo le conocí, tenía exactamente la misma edad que tiene su hijo ahora: treinta y cuatro años.  Me sentí aturdido por el vértigo del tiempo. Qué misteriosa la vida, el sucederse de las generaciones. Me sentí como un superviviente.


Domingo, 20 de mayo
UN PASEO

Bajo del metro en Serdika, en el corazón de la ciudad, donde se entremezclan la grisura monumental de la época comunista con los restos romanos y los templos medievales.
            Como buen ateo, comienzo la mañana con una triple oración: primero en la iglesia bizantina de Sveta Nedelya, donde enciendo una vela al dios desconocido de mi infancia; luego en la gran sinagoga, la mayor sinagoga sefardita de Europa y quizá del mundo, con su hermosa cúpula que rivaliza con la del templo cristiano y la de la cercana mezquita de Banya Bashi, herencia turca que a los más radicales no les hace ninguna gracia. A mi me llena de tranquilidad estar a solas conmigo mismo durante un rato en su interior.
            Me siento frente al colorista edificio de los baños, en un parquecillo en el que solo se escucha el rumor del agua, y dejo pasar el tiempo sin tiempo de esta mañana apacible, sin nada que hacer, tan lejos de casa pero con la sensación de estar en casa.
            Sigo mi paseo. A la plaza situada entre el edificio que fue sede del partido comunista, el del consejo de ministro y el de la presidencia de la república, le han surgido unas extrañas burbujas futuristas. Me asomo a ellas: nuevas ruinas, innumerables ruinas, aquí, precisamente aquí, estaba el centro de la antigua Serdika, olvidada durante siglos, pero siempre presente  y sosteniendo toda la historia futura.
            La avenida luego del Zar Osvorboditel, del Zar Liberador, con el que fue palacio real, con la iglesia rusa, con el edificio rosa de la embajada de Austria, el dorado suelo que brilla al sol como si estuviera adoquinado con lingotes de oro.
            Frente a la catedral de Alexander Nevsky hay una multitud dominical que curiosea la exposición de coches de los años cincuenta y sesenta. La banda sonora es de canciones italianas: “Che sarà, che sarà, che sarà. / Che sarà della mia vita? Chi lo sa”.
            ¿Qué será de mi vida? ¡Quién lo sabe! De momento, me siento bien aquí, entre tantos desconocidos, en el calmo fin de semana.
            El azar me lleva poco después hasta el jardín botánico de la Universidad. Había pasado varias veces delante de él, nunca había entrado. Lo hago ahora y lo tengo todo para mí, como un prodigioso jardín privado.
            Deambulo por los estrechos senderos, aprendo el nombre de las plantas desconocidas, me dejo seducir por los mil y un aroma. Y a la memoria caprichosa me vienen unos versos de Francisco Brines: “He mirado las luces de los cielos / con pecho consolado / porque nunca se acaba el olor de las rosas”.
            Salgo y me doy de bruces con un triste recuerdo: el monolito que señala el lugar en que fue ahorcado Vassil Levski, el monje que dejó el monasterio para pasar a la clandestinidad e iniciar la lucha armada contra el gobierno. Hoy es el gran héroe nacional, en su tiempo no era más que un bandido y un terrorista.
            A un lado de la plaza, un gran solar vacío: ahí estaba el hotel Serdika, el primero en que yo me alojé en Sofía. Creo recordar que la plaza se llamaba Vassil Levski, como el gran bulevar que la atraviesa, pero ahora ha cambiado de nombre, lleva el de su madre, Gina Kuntcheva, y quiere ser un homenaje al sufrimiento de las mujeres búlgaras. Sus tres hijos –Vassil, Hristo y Petar– murieron luchando por la independencia del país.
            Mientras paseo, trato de pensar solo en la complicada historia de este país, que apenas conozco, y de no pensar en la de mi país, que conozco demasiado bien.
            ¿Qué es un héroe o un mártir? Alguien que mata y muere por la causa justa (la nuestra). ¿Qué es un terrorista? Alguien que mata y muere por la causa equivocada (no es la nuestra).
             

Lunes, 21 de mayo
SIN POR QUÉ

“¿Y por qué te gusta tanto Plovdiv?”, me pregunta mi amiga Liliana Tavakova. La verdad es que no tengo ni idea. El amor es sin por qué, como la rosa de Ángelus Silesius.
            Me gustan mucho las calles en cuesta de la vieja ciudad, con el teatro romano y las mansiones de los mercaderes de la época turca, pero mi lugar favorito es la calle Rayko Daskalov, peatonal, prodigiosamente arbolada, que lleva desde la plaza del estadio romano hasta el puente sobre el río Maritsa. Me recuerda al Paseo del Prado, en La Habana, y a la carretera que cruzaba frente a la casa de mi infancia, en Aldeanueva del Camino. Huele a tiempo perdido y encontrado, huele a felicidad.
           

Miércoles, 23 de mayo
SOY UN HIPÓCRITA

Vuelvo a Oviedo cuando se inicia el congreso sobre Ángel González, al que no estoy invitado, como enseguida me recuerdan varios conocidos. Un buen pretexto para no aburrirme escuchando a mis laboriosos colegas repetir tópicos que me sé de memoria. Pero finjo sentirme muy ofendido, claro está. ¡Es tan fácil contentar a la buena gente que no me quiere bien!


           




domingo, 20 de mayo de 2018

Acción de gracias: La historia del Nautilus



Viernes, 11 de mayo
TARDE, PERO APRENDO

En las polémicas soy como esos tiburones que se excitan con la sangre, que no perdonan el menor fallo argumental. Con la maquinaria pesada de mi lógica trato siempre de destrozar sin piedad al adversario. Busco dejarle maltrecho, acorralado, sin respiración. Soy un matón de barrio de la dialéctica.
            ¿Soy o era? Al salir esta tarde de la tertulia, después de haber hecho una de las mías, ocurrió algo que no había ocurrido nunca: pensé que me había pasado un poco, y de inmediato puse un mensaje a mi contrincante, que había había algo antes, pidiéndole disculpas.
            Y me sentí bastante mejor. Antes solo me disculpaba –ocurrió pocas veces, dos o tres en treinta años– cuando descubría que era yo el que estaba equivocado. A partir de ahora, lo haré siempre que no respete la cortesía, tenga o no razón.
            Acabo de descubrir, ya casi setentón, que las personas son más importantes que las razones. Más vale tarde que nunca.
            (Mi problema ahora será ver cómo me las arreglo para, cuando alguien diga una tontería, hacerle comprender que ha dicho una tontería sin herir sus sentimientos.)


Sábado, 12 de mayo
EL SÍNDROME JUAN RAMÓN

Escucho una vez más a Xuan Bello referir, con motivo de la nueva edición en asturiano de Historia universal de Paniceiros, la historia de ese libro, de tan inesperada y singular fortuna.
            Sonrío mientras le escucho, entre el barullo de la Feria del Libro. Él cuenta la leyenda, pero yo podría contar la verdadera historia: la idea primera de su publicación  –una antología de su obra narrativa dispersa en libros y colaboraciones en prensa– fue mía, y también creo recordar que el título, tomado de Unamuno (su historia universal no era, por supuesto, de Paniceiros, sino de una pequeña localidad castellana). Tuve la tentación de precisar estas cosas en el coloquio final, pero me contuve a tiempo.
            Las conté luego, entre cafés y cervezas, en charla con amigos. “A ti lo que te pasa –me dijo uno de ellos–, es que tienes el síndrome de Ruiz Contreras”.
            ––No sabía que fueras psiquiatra. ¿Qué síndrome es ese?
            ––Lo conoces de sobra, y de hecho fuiste tú quien me lo comentó alguna vez (claro que a propósito de otro). Luis Ruiz Contreras, a finales del siglo XIX, agrupó en torno suyo a un grupo de escritores jóvenes, a los que ayudó a darse a conocer. Fue el director de la Revista Nueva, en la que publicaron sus primeros trabajos importantes la mayoría de ellos. Pasó el tiempo y ese grupito de jóvenes airados fue adquiriendo cada vez más fama, mientras Ruiz Contreras seguía con sus traducciones de Anatole France, que le permitían vivir, y con publicaciones dispersas que no le producían ni prestigio ni dinero. Aquellos jóvenes se llamaban José Martínez Ruiz, el futuro Azorín, Pío Baroja, Ramón del Valle-Inclán… Ruiz Contreras se fue convirtiendo en un viejo cada vez más amargado mientras iba creciendo la gloria de aquellos pupilos que él, eso pensaba, había enseñado a escribir y que no solo no le habían dado las gracias, sino que ni siquiera recordaban su nombre. En la posguerra vertió todo su resentimiento en unas Memorias inmemoriales que se fueron publicando por entregas en El Español, de Juan Aparicio, más o menos lo que tú haces en tus malintencionados diarios, como afirmó Jordi Gracia, y ratificó Mainer, en la Historia de la Literatura que publicó Crítica.
            ––Bueno, vale, aceptemos que yo soy Ruiz Contreras, pero ¿quiénes son Baroja, Azorín, Valle-Inclán y demás glorias del 98?
            ––¡Quiénes van a ser1 Todos los jóvenes que han pasado por tu tertulia y ahora son mucho más importantes que tú. Xuan Bello, sin ir más lejos, el astro-rey de la lliteratura asturiana; Martín López-Vega, que anda por el mundo de Cervantes en Cervantes y se le rifan todas las editoriales; Lorenzo Olivan, que tras ganar todos los premios importantes, ha conseguido lo más difícil: publicar sus libros en la mejor colección sin necesidad de ganar ningún premio; José Luis Piquero, reciente embajador de la poesía española en Roma; Fruela Fernández con su genial La familia socialista… ¿Sigo? Por no mencionar a Javier Almuzara, el más clásico o neoclásico de todos, el Metastasio de la tertulia, a punto de estrenar su primera ópera.
            ––Puestos a hacer comparaciones, más que como un nuevo 98 (eso ya vendrá después de la independencia de Cataluña),  yo los veo como otra generación del 27, y a mí, más que como otro Ruiz Contreras, como el resentido, malintencionado y genial Juan Ramón Jiménez.
            ––-¡Siempre tan modesto!, me digo a mí mismo para dar por concluida esta conversación –otra más– conmigo mismo.



Domingo, 13 de mayo
LITERATURA FÁCIL

“El cronista –escribe Ricardo Fuente en un artículo de hace cien años– ha de hablar de lo que todo el mundo habla y decir lo que nadie ha dicho; ha de poner alas a su pensamiento y revolotear por todas las flores del jardín humano. Como los que aprovechan los desechos de los joyeros para extraer minúsculas partículas de plata y oro, el cronista ha de sacar de las diarias miserias de la vida sus frases felices y la sal de sus paradojas. El cronista ha de ser filósofo sin parecerlo, ligero a la vez que profundo, irónico sin malignidad e incisivo sin pasar de la piel; ha de saber muchas cosas y ocultar su erudición, para no ofender al lector… ¿Y hay quien llama a la crónica literatura fácil?”

Lunes, 14 de mayo
TELEGRAMA

Enviado por CP a MR (con copia para PS y AR): “Los muertos que vos matáis / gozan de buena salud”.


Martes, 15 de mayo
VÍCTIMAS AYER, VERDUGOS HOY

Asisto a una concentración, en la Plaza de España, en apoyo de los palestinos, que conmemoran el día de la catástrofe, cuando fueron expulsados de sus tierras. Mientras en Gaza, la mayor cárcel del mundo, se amontonan los muertos por docenas, los heridos por cientos o miles, el mundo civilizado lanza sus condenas con la boca pequeña, como es habitual.
            Qué minúsculos, casi de opereta, parecen los problemas de Cataluña, que nos traen a todos con tanto mal traer, ante esta tragedia.
            Y qué sensación de impotencia. Escucho el “Cant dels ocells”, de Pau Casals, que cierra el acto, con lágrimas en los ojos.
            Unos seguirán matando, otros seguirán muriendo, la gente de bien seguirá condenando (pero no demasiado, no se vaya a molestar el Goliat que apoya al criminal David) y el canto de los pájaros haciéndonos soñar con que otro mundo es posible.


Miércoles, 16 de mayo
PROFECÍAS

¿Cómo se imaginaban el periodismo del futuro los periodistas de comienzos del siglo XX? Dos hipótesis encuentro en El libro de la prensa, prólogo de Miguel Moya, publicado en 1911.
            No acierta mucho Vicente Vera, de El Imparcial. En 2001, El Relámpago, periódico universal que publica diez ediciones diarias, solo tiene en su redacción a dos personas: el director y un mecanógrafo. Los periodistas andan dispersos por la ciudad y tan pronto como tienen algo importante que comunicar acuden al teléfono y refieren al director en pocas palabras lo ocurrido; este se lo dicta al mecanógrafo. La máquina de escribir está en contacto con la linotipia por medio de cables eléctricos. Luego se preparan unas planchas fotográficas que se colocan sobre una pila de hojas de papel y por medio de los rayos X, operando con tubos gigantescos, todas las hojas resultan impresas simultáneamente, obteniéndose tiradas de cien mil ejemplares en menos de un minuto. Máquinas automáticas recogen paquetes de cien ejemplares y por medio de tubos neumáticos los reparten por todos los kioscos de Madrid.
            Más atinado se muestra Martín Fernández en una crónica de La Prensa, de Buenos Aires: “El corresponsal, vehículo de progreso, sucumbe  a los violentos embates del progreso mismo. El siglo XIX fue el siglo del telégrafo y el teléfono. El siglo XX será el siglo del Fotocinematotelefonógrafo”.
            ¿Y eso qué es? Pues la ultima maravilla. No parece invento de ningún Edison, sino del mismísimo Lucifer. El primer resultado es la muerte violenta de la prensa periódica tal como la entendemos. El abonado –y abonarse costará una miseria– con solo oprimir un resorte podrá ver y escuchar en el Fotocinematotelefonógrafo las noticias que desee. Quiere enterarse de lo que pasa en el Senado, en los toros, en el teatro, oprime el correspondiente botón. El abonado verá las víctimas descuartizadas, al mismo tiempo que oirá el grito del moribundo. Y escuchará las declaraciones del ministro y verá el descarrilamiento de hace media hora, con un centenar de muertos, y las horribles escenas del hundimiento de una ciudad entera… ¡Todo, todo sin la intervención de los aborrecibles periodistas, falseadores de la verdad!
            A Martín Fernández solo le ha faltado acortar el nombre interminable de su invento para anticipar Internet.


Jueves, 17 de mayo
EN EL AVIÓN

En el avión, camino de Sofía, leo a Marina Tsevietáieva: “Todo el secreto consiste en relatar los acontecimientos actuales como si hubieran ocurrido hace un siglo, y lo ocurrido hace años como si estuviera sucediendo ahora”.
            No sé por qué se me ocurre pensar en el viaje del buque escuela Nautilus a La Habana en 1908. Solo había pasado diez años del final de una guerra sin piedad que había durado más de medio siglo. El Nautilus fue el primer buque escuela de la Armada española. Se construyó en 1866, en Glasgow, y Fernando Villaamil lo compró veinte años después por sesenta mil pesetas. En 1892 dio la vuelta al mundo. Pero yo lo que recuerdo ahora es su entrada triunfal en La Habana en 1908. Fue recibido con entusiasmo, con toda la gente en la calle, con la ciudad entera engalanada con las banderas españolas. Las heridas de la guerra habían cicatrizado con rapidez. España dejaba de ser el verdugo colonial para convertirse en la madre patria.
            Y yo sueño con un recibimiento semejante, menos de diez años después, del Juan Sebastián Elcano en el puerto de Barcelona.



sábado, 12 de mayo de 2018

Acción de gracias: Doble o nada





Viernes, 4 de mayo
UNA SONRISA TRISTE

“Debes dejar en tu vida un lugar para lo salvaje”, le escribió lady Ottoline Morrell a Bertrand Russell.
            En mi vida quizá no, pero en mi biblioteca, junto a zonas perfectamente cultivadas y en las que no se tarda más de unos segundos en encontrar lo que se busca, hay otras que parecen haber ido creciendo solas y a su aire. En ellas, como decía Picasso, no busco, encuentro. Y muchas veces libros o revistas que no recuerdo cómo pueden haber llegado hasta allí.
            Esta mañana lo que encontré fue un ejemplar de Por esos mundos, “publicación mensual enciclopédica”, de 1907, con el busto de Ramón y Cajal en la cubierta.
            Me llamó la atención de inmediato uno de los artículos, “Los fantasmas y las apariciones”. Comienza de muy literaria manera: “Las verdinegras aguas del Sena se rizaban a impulsos de la fresca brisa invernal, mientras los cúmulos blancos de variados y extraordinarios cambiantes seguían en procesión fantástica los mandatos del viento sobre los grises tejados de la isla de Saint-Louis”.
            En la isla de Saint-Louis, ese rincón provinciano tan cerca de Notre Dame, vivió Baudelaire. Y pasé yo una larga noche, que quizá no ha terminado todavía. Pero esa es una historia que prefiero no contar.
            El autor del artículo, Federico Lees, visita al doctor Charles Richet, que más tarde sería premio Nobel, para que le aclare sus dudas sobre la verdad de las sesiones espiritistas y los supuestos fantasmas que aparecen en ellas. En el estudio-biblioteca de Richet, donde es recibido, “dos balcones dan a un tranquilo y sombrío jardín; sobre la chimenea del gabinete, se ven hermosos retratos al óleo; una estatua de Rabelais, con birrete y toga de doctor, corona un armario que encierra documentos de importancia; hay un busto de Voltaire en un ángulo cerca de la escalera y en otro ángulo una figura en bronce representa a un obrero rompiendo a golpe unas cuantas espadas, símbolo de los pacíficos tiempos venideros”.
            Charles Richet le cuenta al entrevistador algunos de los experimentos que le han llevado a propugnar una nueva ciencia, la Metapsíquica: “A finales de 1905, en casa del general Noël, tomamos asiento alrededor de una mesa circular el anfitrión, su esposa, un señor llamado Delanne, la médium, Mademoiselle Marta B, y dos hermanas suyas. Nos alumbraba una lámpara roja, colocada en un pedestal de madera, que se elevaba sobre el piso cerca de un metro, y así podíamos vernos perfectamente unos a otros. Antes de que comenzara la sesión, el señor Delanne y yo examinamos cuidadosamente la sala, no encontrando nada sospechoso. Puedo certificar que allí no había nadie oculto. Sin embargo, en cuanto la médium entró en trance observamos una forma con turbante y túnica blanca que se colocó detrás del general. Apareció y desapareció dos veces. Luego se convirtió en una bola luminosa que flotaba sobre el suelo; después se elevó rápidamente y desapareció por una de las ventanas sin romper el cristal. Esto ocurrió el 29 de agosto, en Villa Carmen, sl norte de Argelia”.
            Da cuenta también de otros muchos fenómenos inexplicables de los que fue testigo: una mesa que se movía sola, una mano que revolotea sobre las cabezas, un fantasma que solo se hacía visible en las fotografías… Cosas así. Yo sonrío ante la ingenuidad de los sabios de aquella época. Y sin embargo…
            En 1977, pasé una breve temporada en París. Una noche, no voy a contar las circunstancias que me llevaron a ello, acabé durmiendo, no en la habitación del hotel, sino en un minúsculo apartamento de la isla de Saint-Louis que nada tenía que ver con el lujoso piso, con balcones a un misterioso jardín, del profesor Richet. 
            Me desperté de pronto, en el mejor de los sueños. Mi acompañante dormía plácidamente. Había alguien de pie frente a mí. Le reconocí de inmediato. “¿A qué has venido?”, dije. No respondió.
            Yo no creo en los fantasmas y me río de la ingenuidad de los sabios de la época que se tomaban en serio los ectoplasmas de los farsantes y las mesas supuestamente danzantes, todo eso que sabía desenmascarar tan bien el escapista Houdini. No creo en los fantasmas, pero eso a ellos parece importarles poco.
            “¿A qué has venido?”, pregunté. Por toda respuesta, una sonrisa triste que muchas noches vuelvo a ver en cuanto abro los ojos.


Sábado, 5 de mayo
NO ENTIENDO NADA

Desaparece la organización armada que nos amargó la vida a los españoles durante décadas y ni el gobierno de España ni las asociaciones de víctimas son capaces de disimular el enfado, el incomprensible cabreo que ese hecho les produce.



Domingo, 6 de mayo
OTRA VERSIÓN DE LA ZORRA Y LAS UVAS

Presento la novela de un amigo, Juan Francisco Quevedo, en la feria del libro ovetense. Lo que más me gusta de las novelas es lo que en ellas no es novela. Termino la lectura de Querida princesa (un título poco afortunado) y busco bibliografía sobre las hijas de Larra: Adela, que fue amante de un rey, y Baldomera, que inventó la estafa piramidal que perfeccionaron los Lehman Brothers. También sobre ese buen hombre, Amadeo de Saboya, al que metieron en un embrollo que ni le iba ni le venía y del que salió dando un educado portazo.
            Me aburren las ferias del libro y no las visito más que por amical compromiso. Siempre hay largas colas para la firma ante escritores de los que uno no ha oído ni hablar y a los que no leería jamás, salvo por imperativo legal. A las ferias del libro prefiero la feria de ganado que se celebra cada año en Avilés por San Agustín.
            No soy un escritor comercial, está claro. Vivo para escribir, pero no vivo de lo que escribo. Tengo esa suerte.
            “Estuvo dos hora firmando”, dicen para celebrar el éxito de algunos. En mi caso, sería una pesadilla. Tres dedicatorias y ya empiezo a hacer un garabato ilegible. Más de media docena, no las resistiría.
            Soy un aristócrata de las letras, qué le vamos a hacer. Vender mucho me parece una vulgaridad.


Lunes, 7 de mayo
RECETA

Un café, dos o tres periódicos, cuatro o cinco libros recién llegados, algún amigo imprevisto, mi rincón en la mesa redonda de Los Porches: eso es cuanto necesito para la ración de felicidad de la que no puedo prescindir cada mañana.


Martes, 8 de mayo
MI RESPUESTA FAVORITA

Me llama por teléfono un amigo de mi edad (jubilado, por supuesto) para anunciarme el envío de sus últimos libros: dos de haikus, tres de aforismos y un poemario premiado en no sé que certamen.
            ––No los destroces en tus reseñas, como sueles hacer.
            ––No te preocupes que yo no me meto con quien no merece la pena.


Miércoles, 9 de mayo
TEMA DEL DOBLE

Me ha ocurrido demasiadas veces como para atribuirlo a la casualidad: al salir del cine, al volver a casa tras la compra en el Mercadona, mientras tomo un café en el Vetusta o algún sábado cuando espero el Alsa para ir a Avilés.
            Le miro, me mira, veo en sus ojos la misma extrañeza que él verá en los míos. Por un instante, llego a pensar que me encuentro ante un espejo. Pero está claro que no: la ropa no suele ser igual, solo parecida.
            Pensé que ese reiterado encuentro con quien parecía ser mi doble quizá encubriera algún trastorno mental y decidí contárselo a mi psicóloga. No le dio ninguna importancia. Me dijo que todo el mundo ha tenido en algún momento una impresión semejante.
            ––Pero si es realmente alguien que vive en Oviedo y que de verdad se me parece tanto, ¿por qué no me lo ha comentado ningún amigo?
            ––Ya se lo comentará, no se preocupe.
            No me lo comentó nadie, pero yo seguía encontrándomelo. Esta mañana se sentó frente a mí en la mesa redonda de las Salesas. Estaba yo leyendo un libro de Martínez de Pisón, Filek. El estafador que engañó a Franco, que había comenzado con mucho entusiasmo y que me iba desilusionando según avanzaban las páginas. Nada que ver con Enterrar a los muertos, su anterior obra de no ficción. La peripecia de ese estafador austriaco da para una semblanza de pocas páginas, no para más de trescientas, llenas de minuciosos datos sin ningún interés y en las que de vez en cuando se adivina la fatiga del autor, su sensación de estar perdiendo el tiempo y haciéndonoslo perder.
            Alcé la vista del libro y allí estaba él, con otro libro entre las manos, La extraña retaguardia, de Fernando Castillo, recién publicado por Fórcola y que a mí me esperaba en casa. "Espero que sea más interesante que está estirada nadería", le dije. "No te creas", respondió con una sonrisa. Era el momento de presentarme y de aclarar aquel asunto. "Parece que tenemos gustos parecidos", dije. "Muy parecidos", respondió.          
            En ese momento, apareció mi amiga María Jesús, la fotógrafa, y sin apenas saludar se puso a hablar de las gestiones que estaba haciendo para acompañarnos en el viaje a Bulgaria a presentar la poesía de Víctor Botas; ella, por fobia al avión, pensaba viajar en autobús, lo que no dejaba de ser una odisea.
            Solo volví la cabeza un momento para saludarla, pero cuando quise seguir la conversación con mi compañero de mesa ya no estaba. "¿Has visto dónde ha ido?", le pregunté. "¿Quién? Yo no he visto a nadie". Y comenzó a hablarme de su plan de viaje: en autobús hasta Rumanía y luego allí cambiar en no sé qué ciudad y seguir hasta la frontera. Me pareció todo tan disparatado que por unos instantes me olvidé de cualquier otra cosa que no fuera tratar de disuadirla.
            ––Pero ¿de verdad no viste a nadie?, le pregunté cuando volví al tema que me obsesionaba.
            ––¿Tenía que ver a alguien? No me fijé, pero me pareció que estabas solo.
            Me encogí de hombros y repetí los versos de Ángel González: "Yo mismo me encontré frente a mí mismo / en una encrucijada".


Jueves, 10 de mayo
UN BUEN ADMINISTRADOR

Has sido un buen administrador de tu dinero si a tu muerte no dejas más que lo necesario para pagar el funeral.



domingo, 6 de mayo de 2018

Acción de gracias: Historias de España





Sábado, 28 de abril
POR FIN

¿Puede una obra de teatro ser algo más que una obra de teatro, un acto de justicia? Asistí al estreno de El Rector, un poco por casualidad. Había leído la obra de Pedro de Silva, me pareció poco teatral; y el director, Etelvino Vázquez (con el que había tenido un cierto desencuentro cuando representó mi adaptación de Medea), no me ofrecía demasiada confianza.
            Bastaron pocos minutos para que dejara de lado todos mis prejuicios. Como en una tragedia griega, sabíamos el final, lo que le esperaba a aquel hombre bueno –Leopoldo Alas Argüelles, hijo de Clarín, rector de la Universidad de Oviedo– hiciera lo que hiciera. La prueba de cargo contra él, en la farsa de juicio a que le sometieron, fue una fotografía en la que aparecían, entre otros, “el poeta comunista” Rafael Alberti y María Teresa León.
            Le juzgaron, le fusilaron, le enterraron a dos pasos de este teatro, al que su padre quiso que se le diera el nombre de un poeta admirado, Campoamor. Antes que los militares le había condenado las gentes de bien de Vetusta, los que se sintieron zaheridos por Clarín, los que no tenían bastante con la brutal represión que había seguido a los desmanes de la revolución de octubre.
            En el teatro, asistiendo a la tragedia que se desarrolla en el escenario, están los descendientes del ajusticiado y también los de aquellos que le escupieron y gritaron “crucifícale, crucifícale” mientras iba camino del cadalso.
            Una parte de la Vetusta que aplaudió su fusilamiento, aplaude ahora conmovida este debate sobre el escenario entre la razón y la sinrazón. Y yo pienso: ¿de verdad están todos arrepentidos? ¿Ya no queda nadie en esta Vetusta nuestra, en España nuestra, capaz de fusilar a los que no piensan como ellos? Quiero creer que no, pero sé que sí.
            A la salida, me encuentro con Leopoldo Tolívar Alas, nieto del protagonista de El Rector, como él catedrático de Derecho, como él un hombre sabio y bueno. Me imagino lo que habrá sentido al ver la obra, me imagino su congoja, según se iban cumpliendo los designios de la fatalidad, y también una cierta sensación de alivio: por fin, y en el mejor escenario, se ha hecho justicia, se ha puesto un nombre y un hombre en el alto lugar que le corresponde.


Domingo, 29 de abril
CAMBIAN LOS TIEMPOS

Soy el escritor más y menos profesional del mundo. Escribo solo por encargo y para publicar, pero jamás he escrito una línea por dinero. Si el encargo no me apetece, no lo acepto, aunque me pagaran un millón de euros (no se ha dado ni se dará el caso, por supuesto); si me gusta, me pongo de inmediato a ello, aunque no cobre nada.
            Para mí, no sé escribir; como mero desahogo, tampoco. Una vez publicado, jamás he releído un libro mío, salvo para corregir pruebas en una segunda edición (pero eso no es leer).
            Desde hace unos años, todo lo que escribo lo publico de tres maneras distintas: primero por entregas en la prensa (como los novelistas decimonónicos), luego digitalmente, finalmente en libro.
            Cada una de esas maneras tiene sus ventajas y sus lectores exclusivos. En el periódico, es un plato más a elegir en el variado menú del domingo. Igual que yo me salto la sección de deportes o de información municipal, me imagino a muchos saltándose la apretada página de mi diario, en la que apenas si dejo sitio para la ilustración de Alicia Varela, pero a otros buscándola y sorprendiéndose con mis audacias o riéndose con mis disparates. En el periódico, los que me leen son amigos, aunque yo no los conozca personalmente; quienes no me tragan tienen cosas mejores que hacer.
            Los que me detestan prefieren Internet. O quizá sea solo una impresión porque ahí puedo leer sus comentarios. Cuando hablo de Cataluña, son especialmente virulentos, y eso que yo, sobre ese tema, siempre he tenido una opinión muy moderada y razonada, aunque parece que hay quienes no lo ven así.
            Mientras asistía ayer a la representación de El Rector pensaba que si las cosas, como entonces, se descontrolaban y acababa recurriéndose al ejército para mantener el orden, alguien sacaría un dossier con mis artículos y mi destino no sería muy distinto al de Leopoldo Alas. La misma descerebrada saña con que le persiguieron a él veo yo en algunos comentarios anónimos.
            En libro es otra cosa. En un libro cabe cualquier secreto, cualquier confidencia. En un libro mío solo entran los afines. Nadie que no sea verdaderamente inteligente es capaz de leer un libro mío. Le parecería una forma de perder el tiempo. En los libros puedo decir, sin miedo, cualquier cosa.
            Los ojos aviesos y al acecho prefieren Internet, que es gratis, para descubrir ofensas al honor. La última: citar en broma como ejemplos de oxímoron los manidos “música militar”, “pensamiento navarro”.
            En Los cuernos de don Friolera, un tribunal –militar, por supuesto– condena a don Friolera a que dé muerte a su mujer, que le engaña, para salvar el honor del cuerpo de carabineros.
            Cambian los tiempos, no sé yo si cambian las mentalidades.


Lunes, 30 de abril
PERPLEJIDAD

Al juez Garzón le expulsaron de la judicatura por tratar de impedir que los imputados de la Gurtel (cuando el gobierno en pleno los arropaba diciendo que no era una trama del PP, sino contra el PP) siguieran cometiendo sus delitos desde la cárcel en connivencia con algunos abogados; al Juez del Voto Particular (doscientas páginas que nos avergonzarán para siempre), le defienden no solo todas las asociaciones gremiales (para eso están, para proteger a los suyos con razón, sin razón o contra ella), sino también la entera clase política puesta en pie como un solo hombre (y en ese caso “hombre” significa hombre, no ser humano en general).
            A Rafael Catalá, ministro de Justicia, por decir lo que piensa cualquiera que haya leído el Voto Particular en un asunto especialmente repulsivo (uno de los miembros de ese grupo organizado para el abuso era o es guardia civil), se le pide la dimisión. Y hasta la piden Pedro Sánchez (contradiciendo a Margarita Robles: mujer tenía que ser) y Pablo Iglesias.
            Pero, me pregunto yo asustado, ¿a quién voy a votar yo en las próximas elecciones? Si el sistema son esos señores –el del Voto y los que lo defienden diciendo que lo que hay que hacer es crear una comisión y no entrar en casos particulares–, yo cada vez me siento más antisistema.
            Menos mal que aún nos queda Rafael Catalá.


Martes, 1 de mayo
OTRO MAYO

Comienzo mayo recordando tópicamente otro mayo de hace medio siglo. Yo entonces, al contrario que todo el mundo, no estaba en París. Estaba a punto de cumplir dieciocho años, comenzaba mis estudios en la Universidad, no tenía inquietudes políticas: me interesaban más los versos de Góngora o las perplejidades de Unamuno (también, por supuesto, los diálogos de Platón y las novelas de Dostoievski) que el tiempo en que vivía.
            Una mañana llegamos a clase, yo y otros despistados,  y nos encontramos con que había huelga. “Hay una asamblea en Derecho”, nos dijeron. Nos acercamos hasta el edificio histórico de la Universidad y vimos varias furgonetas de la policía aparcadas delante de la puerta. Nos quedamos mirando desde la plaza de la Escandalera, sin atrevernos a ir más allá. Éramos cuatro o cinco asustados novatos. De pronto, un coche policial se detuvo a nuestro lado. Se bajaron un par de “grises” y comenzaron a darnos palos. Los miramos atónitos mientras escapamos, como conejillos asustados. Recuerdo bien lo que dijo una mujer que se detuvo a contemplar la escena: “Eso, eso… Que estudien”.
            Rememoro mi poco heroico mayo del 68 desde uno de los ventanales del nuevo Starbucks. He traído conmigo el diario de Julien Green que cuenta esos días y el Manual de espumas de Gerardo Diego. El diario de Green tiene un hermoso título, Ce qui reste de jour, muy adecuado para un diario (Kazuo Ishiguro lo utilizó después en una novela), y abarca los años 1966-1972.
            En el 68 –Julien Green tenía exactamente los mismos años que yo tengo ahora–, le asustaron los disturbios, el caos generalizado, la profusión de banderas rojas y negras y la ausencia de la  tricolor. Se tranquilizó cuando el 30 de mayo habló por fin De Gaulle y más cuando al día siguiente una gigantesca manifestación en su apoyo discurrió de la Concorde a l’Etoile. Un ambiente de fiesta, gritos, cánticos, profusión de banderas nacionales. “Francia se ha salvado”, pensó. Pero poco a poco, en las páginas siguientes, se va dando cuenta de que nada volvería a ser como era.
            Cierro el diario de Green y abro, como quien reencuentra un juguete, el diminuto volumen de Gerardo Diego: “Ayer Mañana / Los días niños cantan en mi ventana / Las casas son todas de papel / y van y vienen las golondrinas / doblando y desdoblando esquinas”.
            Tras la cristalera del Starbucks, el Campoamor, la plaza de la Escandalera, la ciudad casi desierta en este atardecer, algún turista despistado, y esa sensación, que conozco tan bien y que dura tan poco, de estar a gusto conmigo mismo y en el centro del mundo.


Miércoles, 2 de mayo
LINCHAMIENTOS

Los linchamientos no los inventaron las redes sociales. En 1982 –ya habíamos dejado atrás la Edad Media (o eso creíamos)–, la revista Los Cuadernos del Norte le dedicó unas páginas de homenaje a Camilo José Cela con motivo de cumplirse cuarenta años de la publicación del Pascual Duarte. Lo inicia el propio Cela con unas líneas no muy entusiastas: “Estoy empezando a cansarme del Pascual Duarte y su familia”. No sabía la que se le venía encima.
            En el diario Región, vocero de la extrema derecha, dieron la voz de alarma. ¡En una revista que financiaba la Caja de Ahorros se había insultado a la Santina!
            Fue tal el revuelo, que si Cela se hubiera presentado entonces en Asturias, a la policía le habría costado proteger su vida. Los ayuntamientos, uno tras otro, fueron declarándole persona non grata. Las cartas al director de los periódicos de entonces están llenas de insultos. Recuerdo una: para que la Virgen le perdonara tendría que venir andando de rodillas desde su casa (por entonces vivía todavía en Mallorca) hasta Covadonga.
            ¿Y cuál fue el motivo del escándalo? Pues que en una serie de notas, noticias recogidas de los periódicos y frases escuchadas al azar, había reproducido una que le contaron en Oviedo: “Doña Josefa puso los ojos en blanco y exclamó: ¿Que la Virgen de Covadonga ye pequeñina y galana? Pues que se joda”.
            Releo ahora las cien notas de “El jardín del ábaco” y, entre gracietas y naderías, y también algún apunte inteligente, encuentro un puñado de ellas que solo se pueden calificar de vomitivas. No ofendía a la Virgen en esas páginas Camilo José Cela (la Virgen seguro que se reiría al darse cuenta de doña Josefa –extranjera y con problemas mentales-- ignoraba que “pequeñina” indicaba afecto, no defecto), sino a las mujeres, a los marginados, a toda la gente de bien.