Viernes, 18 de mayo
UN HOMBRE PREVISIBLE
Soy bastante previsible, la verdad, pero no tan maniático
como me gusta dar a entender. No es enteramente cierto que me levante todos los
días, laborables o festivos, invierno o verano, a las ocho menos cinco. Hay
días en que me levanto antes e incluso después: a las ocho menos tres o cuatro
minutos o a las ocho y uno o dos minutos, aunque nunca más tarde.
A las nueve
me pongo a escribir, a las diez y media he terminado, a las doce tomo un café
en Las Salesas, a las dos en punto como escuchando las noticias de Radio
Nacional (lo hacía ya desde antes de que muriera Franco) y disfruto
especialmente cuando la primera cucharada coincide con la última señal horaria.
Pero si
algún día me adelanto o me retraso un poco, tampoco pasa nada. No soy Kant, la
gente no puede poner el reloj en hora cuando yo paso: lo llevarían unas veces
atrasado (uno o dos minutos) y otras muy adelantado (tres o cuatro minutos).
La ventaja
de tanta regularidad es que el más mínimo cambio se convierte para mí en una
gran aventura. Pasé hoy el día en Plovdiv, uno de esos amores a primera vista a
los que soy tan propicio (y que a menudo me duran toda la vida), ocupado en una
de mis tareas favoritas: hacer de guía, en este caso para la familia del poeta
Víctor Botas, que ha venido a Bulgaria con motivo de la publicación de una
antología de su obra.
Regresamos a Sofía al anochecer, cenamos juntos en uno de los restaurantes del bulevar Vitosha y luego ellos se fueron a su hotel y yo a la estación de metro Serdika para dirigirme a la casa en que me alojaba, la de Rada Panchovska, la traductora.
Regresamos a Sofía al anochecer, cenamos juntos en uno de los restaurantes del bulevar Vitosha y luego ellos se fueron a su hotel y yo a la estación de metro Serdika para dirigirme a la casa en que me alojaba, la de Rada Panchovska, la traductora.
Intenté
llamar para avisar de mi llegada y comprobé que, después de tantas fotos en la
antigua Filipopólis, me había quedado sin batería. Y que no había anotado el
nombre de la calle, ni el número, porque siempre hasta entonces había ido
acompañado, y que además había comprobado que en aquel viejo piso (en unos
bloques construidos por los alemanes al final de la segunda guerra mundial) no
funcionaba el telefonillo. Y otra cosa más, ¿sabría llegar hasta allí desde la
parada del metro? ¿Y a quién preguntar si no conocía una palabra de búlgaro y,
aunque la conociera, ni siquiera sabía el nombre de la calle? Ya me veía
pasando la noche al raso.
Me bajé en
la estación de Konstantin Velichkov, crucé la avenida de ese nombre, y ya no
supe si debía ir hacia la izquierda o hacia la derecha.
Caminé un
poco al azar, di varias vueltas por lugares que recordaba vagamente (me daba la
impresión de que los árboles me hacían gestos amenazadores) y de pronto, para
acabar de arreglar el asunto, vi que se me acercaban varios perros.
Pero no
ladraban amenazadores, movían el rabo amigablemente y parecía que me invitaban a
seguirles. Los reconocí entonces: eran los tres perros que me dijo Rada que su
bloque de pisos había adoptado y a los que daba de comer. Una vez la había
acompañado en esa tarea. Los perros me habían reconocido. Los seguí hasta que,
al fondo de la calle, frente al portal, reconocí a Iván, el marido de Rada, que
me estaba esperando.
Sábado, 19 de mayo
CON EL LENGUAJE DE LA MELANCOLÍA
La presentación de la antología de Víctor Botas tiene lugar
en el Palacio Nacional de Cultura, un aparatoso mamotreto de los últimos
tiempos del régimen comunista (se terminó en 1981).
Está al
final de un hermoso paseo arbolado, lleno de susurrantes surtidores, y en su
interior laberíntico es fácil perderse. Claro que si yo alguna vez me pierdo en
Sofía es aquí donde deben venir a buscarme: en el club Peroto, que es café y
biblioteca y que abre las veinticuatro horas del día los trescientos sesenta y cinco días del año. Tuvieron que repetírmelo para que me diera cuenta de que había entendido
bien. Algo bueno ha dejado el comunismo. El mostrador se apoya sobre un montón
de libros, lo mismo que el tablero de la mesa que está en el centro del pequeño
escenario donde se presentan libros y se graban programas de radio o televisión
sobre libros.
Desde que
lo descubrí por primera vez, el club Peroto es una de mis sucursales favoritas
del paraíso. Hay libros reales y también trampantojos: en uno de ellos descubrí
los Trabajos filosóficos y discursos
políticos de Salmerón. Quién me lo iba a decir: uno de los presidentes de
la primera república española adornando las paredes de un club literario en
Sofía.
Allí se
proyectó el documental Con el lenguaje de
la melancolía, de José Havel, y resultaba extraño escuchar a los
contertulios de Óliver en aquel ambiente, todos mucho más jóvenes, y escuchar a
Botas contar su vida y ver a una jovencísima Paulina con algo de seductora
actriz italiana, y a los gemelos, Víctor y Diego, todavía unos niños, y a
Patricia… Estaban todos allí sentados a mi lado y también uno de sus nietos,
Víctor Delgado Botas, que él no conoció.
Traté de
mantenerme frío, de fijarme en los aspectos técnicos del documental, que ya
había visto muchas veces, de recordar las peripecias de la filmación, mis
discusiones con el director (yo era el productor, así que pretendía mandar
más), pero me fue ganando la emoción y al final no pude contener las lágrimas
mientras le escuchaba a Botas decir:
––La
muerte. No volver jamás, ¡jamás!, olvidarse de todo: olvidarme de mis hijos,
olvidarme de Roma, olvidarme de ese café que tomo cada mañana en un bar y que
tanto me gusta, del cigarrillo amable de las ocho, tras el desayuno, antes de
afeitarme, cuando aún es de noche… Lo cierto es que cantar eternamente con los
ángeles no es una expectativa que me consuele demasiado.
¿Le
consolaría ver a su mujer, a sus hijos, a su nieto, homenajeándole aquí en
Sofía? De los dos gemelos del famoso poema “Cástor y Pólux”, yo conocía más a
Víctor, que ahora colabora habitualmente en la revista Clarín con sus viñetas de humor literario; ayer, durante el viaje a
Plovdiv, dos horas en autobús, tuve la ocasión de charlar con Diego, con el que
había tratado menos: el viaje se me hizo corto debatiendo con él (mi deporte
favorito) de asuntos políticos. Me parecía que lo estaba haciendo con su padre.
Y de pronto se me ocurrió pensar que Víctor Botas, cuando yo le conocí, tenía
exactamente la misma edad que tiene su hijo ahora: treinta y cuatro años. Me sentí aturdido por el vértigo del tiempo. Qué
misteriosa la vida, el sucederse de las generaciones. Me sentí como un
superviviente.
Domingo, 20 de mayo
UN PASEO
Bajo del metro en Serdika, en el corazón de la ciudad, donde
se entremezclan la grisura monumental de la época comunista con los restos
romanos y los templos medievales.
Como buen
ateo, comienzo la mañana con una triple oración: primero en la iglesia bizantina
de Sveta Nedelya, donde enciendo una vela al dios desconocido de mi infancia;
luego en la gran sinagoga, la mayor sinagoga sefardita de Europa y quizá del
mundo, con su hermosa cúpula que rivaliza con la del templo cristiano y la de
la cercana mezquita de Banya Bashi, herencia turca que a los más radicales no
les hace ninguna gracia. A mi me llena de tranquilidad estar a solas conmigo
mismo durante un rato en su interior.
Me siento
frente al colorista edificio de los baños, en un parquecillo en el que solo se
escucha el rumor del agua, y dejo pasar el tiempo sin tiempo de esta mañana
apacible, sin nada que hacer, tan lejos de casa pero con la sensación de estar
en casa.
Sigo mi
paseo. A la plaza situada entre el edificio que fue sede del partido comunista,
el del consejo de ministro y el de la presidencia de la república, le han
surgido unas extrañas burbujas futuristas. Me asomo a ellas: nuevas ruinas,
innumerables ruinas, aquí, precisamente aquí, estaba el centro de la antigua
Serdika, olvidada durante siglos, pero siempre presente y sosteniendo toda la historia futura.
La avenida luego
del Zar Osvorboditel, del Zar Liberador, con el que fue palacio real, con la
iglesia rusa, con el edificio rosa de la embajada de Austria, el dorado suelo
que brilla al sol como si estuviera adoquinado con lingotes de oro.
Frente a la
catedral de Alexander Nevsky hay una multitud dominical que curiosea la
exposición de coches de los años cincuenta y sesenta. La banda sonora es de
canciones italianas: “Che sarà, che sarà, che sarà. / Che sarà della mia vita?
Chi lo sa”.
¿Qué será
de mi vida? ¡Quién lo sabe! De momento, me siento bien aquí, entre tantos
desconocidos, en el calmo fin de semana.
El azar me
lleva poco después hasta el jardín botánico de la Universidad. Había pasado
varias veces delante de él, nunca había entrado. Lo hago ahora y lo tengo todo
para mí, como un prodigioso jardín privado.
Deambulo
por los estrechos senderos, aprendo el nombre de las plantas desconocidas, me
dejo seducir por los mil y un aroma. Y a la memoria caprichosa me vienen unos
versos de Francisco Brines: “He mirado las luces de los cielos / con pecho
consolado / porque nunca se acaba el olor de las rosas”.
Salgo y me
doy de bruces con un triste recuerdo: el monolito que señala el lugar en que
fue ahorcado Vassil Levski, el monje que dejó el monasterio para pasar a la
clandestinidad e iniciar la lucha armada contra el gobierno. Hoy es el gran
héroe nacional, en su tiempo no era más que un bandido y un terrorista.
A un lado
de la plaza, un gran solar vacío: ahí estaba el hotel Serdika, el primero en
que yo me alojé en Sofía. Creo recordar que la plaza se llamaba Vassil Levski,
como el gran bulevar que la atraviesa, pero ahora ha cambiado de nombre, lleva
el de su madre, Gina Kuntcheva, y quiere ser un homenaje al sufrimiento de las
mujeres búlgaras. Sus tres hijos –Vassil, Hristo y Petar– murieron luchando por
la independencia del país.
Mientras
paseo, trato de pensar solo en la complicada historia de este país, que apenas
conozco, y de no pensar en la de mi país, que conozco demasiado bien.
¿Qué es un
héroe o un mártir? Alguien que mata y muere por la causa justa (la nuestra).
¿Qué es un terrorista? Alguien que mata y muere por la causa equivocada (no es
la nuestra).
Lunes, 21 de mayo
SIN POR QUÉ
“¿Y por qué te gusta tanto Plovdiv?”, me pregunta mi amiga
Liliana Tavakova. La verdad es que no tengo ni idea. El amor es sin por qué,
como la rosa de Ángelus Silesius.
Me gustan
mucho las calles en cuesta de la vieja ciudad, con el teatro romano y las mansiones
de los mercaderes de la época turca, pero mi lugar favorito es la calle Rayko
Daskalov, peatonal, prodigiosamente arbolada, que lleva desde la plaza del
estadio romano hasta el puente sobre el río Maritsa. Me recuerda al Paseo del
Prado, en La Habana, y a la carretera que cruzaba frente a la casa de mi
infancia, en Aldeanueva del Camino. Huele a tiempo perdido y encontrado, huele a
felicidad.
Miércoles, 23 de mayo
SOY UN HIPÓCRITA
Vuelvo a Oviedo cuando se inicia el congreso sobre Ángel
González, al que no estoy invitado, como enseguida me recuerdan varios
conocidos. Un buen pretexto para no aburrirme escuchando a mis laboriosos colegas
repetir tópicos que me sé de memoria. Pero finjo sentirme muy ofendido, claro
está. ¡Es tan fácil contentar a la buena gente que no me quiere bien!