sábado, 31 de julio de 2010

Las veladas del jardín: Tiempo tendrás

¡Pessoa! ¡Pessoa! –exclamó el conde, asustándonos a todos— ¡Siempre Pessoa! Nadie me pregunta por mi vida, siempre por la suya. ¿Y quién era ese hombrecillo portugués? Una cabeza sin cuerpo, alguien que todo lo aprendió en los libros, que nunca fue capaz de enfrentarse a sus fantasmas. Se ha contado muchas veces la historia de cómo nos conocimos, pero hay cosas que no se han contado nunca. Cuando se publicaron mis Confesiones, a finales de los años veinte, escribió a la editorial, The Mandrake Press, solicitando un ejemplar. Luego volvió a escribir explicando que algunos de los datos astrológicos estaban equivocados. A mí me hizo gracia aquella impertinencia y comencé a cartearme con él. Me envió unos folletos de poesía inglesa. Eran versos muy correctos, pero bastante artificiosos. Les faltaba vida. Al viajar a Portugal tuve el capricho de conocerle. Me dijo que por esas fechas –yo no había indicado la fecha— estaría fuera de Lisboa, que mejor posponer el encuentro para cuando viniera a Londres. En agosto de 1930, le envié un telegrama: “Crowley arriving by Alcantara. Please meet”. Sé que se asustó mucho, que hizo lo posible por no verme. Una niebla espesa detuvo el barco durante un tiempo. Nada más saludarle en el muelle le dije que seguramente la había enviado él y no sonrió ante aquella broma: se puso a temblar. Tembló todavía más cuando le presenté a mi acompañante, Hanni Larissa Jaeger, una adolescente de diecinueve años, alta y rubia, de aspecto andrógino. Yo la llamaba el Monstruo, porque lo era, y no voy a contar por qué. Nos alojamos primero en Lisboa y luego en Estoril. Pessoa vino una vez a visitarnos y le pedí que subiera a la habitación. Vestía siempre muy formal, como era costumbre entonces, y yo le recibí de la misma manera, elegantemente trajeado. Estábamos hablando de los sonetos de Shakespeare, modelo de los suyos, cuando se abrió la puerta del cuarto de baño y apareció Hanni completamente desnuda. “The master-mistress of my passion”, le dije señalándola. Él palideció, estuvo a punto de desmayarse, abandonó la habitación de un salto. No volvimos a vernos en privado, a partir de aquello me citaba en algún café. Su educación era victoriana, como la mía, pero yo me había rebelado y él no. A los nueve años me inicié sexualmente con una criada; a los doce, una palafrenero me enseñó otras sutilezas. Él tenía más de cuarenta y solo había sido iniciado en el ocultismo. Con Hanni, que no respetaba la orden de no hacer el amor con nadie sin mi aprobación y participación, tuve grandes altercados. Una vez armamos tal jaleo en el hotel que nos expulsaron a media noche. Le conté a Pessoa mis problemas con aquella muchacha –que traía alborotada a media Lisboa— y él aludió a un poema de Browning, “Mi última duquesa”, y yo entendí que me recomendaba una discreta eliminación, que no sería difícil, porque era aficionada a ciertas drogas y yo era quien le proporcionaba las dosis adecuadas. Pero por una vez, por una única vez, una mujer fue más lista que yo: se largó inesperadamente llevándose toda mi farmacopea y todo mi dinero. En compensación me dejó un montón de deudas. Mi magia no servía de nada en aquellos momentos, pero a Pessoa se le ocurrió una idea salvadora. Feliz porque había desaparecido la encarnación del demonio que le atraía y le repelía al mismo tiempo, me propuso un plan alambicado, una de esas novelas detectivescas que proyectaba y nunca era capaz de finalizar (nunca fue capaz de llevar nada a buen fin). Fingimos mi suicidio en la Boca do Inferno, en Estoril y provocamos un buen revuelo periodístico. Él aprovecharía todo aquel escándalo para escribir un libro sensacionalista en portugués y en inglés. Con nombre falso, salí de Portugal por Fuentes de Oñoro mientras Pessoa disfrutaba como un niño jugueteando con la realidad. Yo me fui a Berlín, que me fascinó, pero antes pasé por París, donde participé en una cena organizada por Victoria Ocampo. Éramos muy pocos los invitados: Madame de Noailles, Cocteau, Ortega y Gasset, Gómez de la Serna y yo. Todos representábamos a lo que entonces era la modernidad, salvo la condesa de Noailles, una gran mariposa de gasas y sedas negras que iba a todas partes acompañada de su doctora. El francés pintoresco de Gómez de la Serna le hacía mucha gracia a ella, tan redichamente clásica: “Je vous defend de toucher le français de Ramón… Ne pas le corriger jamais!... Son français est un français plastique que j’aime”. Algún día os contaré aquella cena. Cocteau me pidió una prueba de mis poderes mágicos y yo les dije que cerraran los ojos. Al abrirlos todos estaban desnudos –la condesa, una gallina desplumada—, salvo Cocteau y yo. Perdón, dije, el truco ha salido mal. Hice otro gesto y todos respiraron aliviados dentro de sus ropas mientras el poeta, que acababa de estrenar La voz humana, y yo nos mirábamos divertidamente desnudos. De inmediato desaparecimos por una puerta para que la magia continuara en privado. Pero no es eso lo que quería contaros. París estaba bien, pero era demasiado formal, con una vanguardia que hacía sus juegos de manos en salones de la belle époque. Berlín era otra cosa: un inmenso cabaret donde cualquier fantasía podía hacerse realidad. Cierto que ya se oía en las calles el taconeo de las botas nazis, pero por entonces todos las oíamos como quien oye llover. Desde allí volvía escribir a Pessoa. Le invité a visitarme. Cualquier extranjero era rico en aquella época de inflación galopante. Apelé a su vanidad: “Esta ciudad es hoy la capital de Europa; quien triunfa aquí, triunfa en el mundo”. Y también a los impulsos oscuros que él se negaba a reconocer: le escribí en el reverso de una postal publicitaria de un bar solo para hombres. Y un día, aquel hombrecillo portugués que se aterraba al ver una mujer desnuda, tomó un tren en la estación del Rossio sin avisar a nadie y días después apareció en las habitaciones que yo tenía alquiladas en Unter den Linden. “No soy Fernando Pessoa, me dijo, Fernando se ha quedado tomando su café en el Martinho y en A Brasileira o contestando a la correspondencia comercial en la Rua dos Douradores; yo soy Álvaro de Campos, que quiere sentirlo todo de todas las maneras”. Y lo sentimos todo de todas las maneras, ciertamente, pero no voy a entrar en detalles: estábamos en el Berlín de los años treinta, no hace falta añadir más. Gracias a eso aquel atildado hombrecillo que todo lo aprendió en los libros pudo escribir algo que valiera la pena: los poemas de Álvaro de Campos (el resto no son más que aplicados ejercicios de redacción). Lo curioso es que, mientras Álvaro entraba arrebatadoramente vestido de mujer en un local berlinés (donde por cierto sedujo a un don Juan cojo y lenguaraz que pronto se haría famoso: el doctor Goebbels), Fernando seguía su vida en la Lisboa pachorrienta del salazarismo. No sé cuál de los dos era el verdadero y cuál una proyección astral. Ni sé tampoco por qué interesa ese oscuro escritor que nunca fue capaz de concluir nada. Por vuestros ojos incrédulos compruebo que esto que os cuento os parece eso: un cuento. Y quizá lo sea. Tantos años después, ¿quién es capaz de distinguir entre lo soñado y lo vivido? Pero vamos a ver si la magia funciona. Voy a llamar a Lucas, a Mariana, a toda la servidumbre del pazo, jóvenes y viejos. Luego cerraremos un momento los ojos y al abrirlos, zas, como en la cena de París, todos desnudos, ellos y nosotros. Y luego que cada uno se acomode con quien le venga bien. Ya veo que José Luis, o Martín, como le llamáis, huye. No se cree lo que digo, pero por si acaso… Recuerda los versos de Auden, amigo Martín: “No dejes escapar la hermosura que pasa. / Vive con audaz alegría. / La vida es corta, goza / con todo lo que tiente tu carne / sin esperar al día de mañana. / Tiempo tendrás de ser casto en la tumba”.

domingo, 25 de julio de 2010

Las veladas del jardín: Little Odessa

“Se está bien aquí, demasiado bien”, dijo Ana. “Me da un poco de miedo tanta tranquila felicidad. Creo que somos como esos niños de los cuentos que llegan a una casita de chocolate y allí se ponen cada vez más gordos ante la atenta mirada de la bruja, que espera el momento adecuado para devorarlos”.


“Yo no me decidía a venir”, dijo Marcos. “Me cuesta salir de casa. Me parece imposible que Martín me convenciera para andar dando tumbos por carreteras perdidas hasta llegar al pazo. Ahora me siento como en una de esas novelas de P. G. Wodehouse con muchos disparates y ninguna desdicha. La primera noche, en mi habitación, estaba pensando en lo a gusto que me fumaría un cigarrillo, pero no sabía si estaría bien fumar dentro de la casa. Y entonces llamaron suavemente a la puerta y entró Lucas con un cenicero. Con dos, mejor dicho. Uno lo dejó en la mesita del centro y el otro, tras abrir la gran cristalera, en la mesa de la terraza, una terraza inmensa sobre el mar y el bosque y toda coronada de estrellas. Pensé en Jeeves, el mayordomo de las novelas de Wodehouse, que parece saber, mediante una especie de telepatía, el momento justo en que necesita algo su señor, que entra con una taza de té en el dormitorio dos minutos justos después de que se despierte, y la reconfortante bebida está siempre en su punto: ni demasiado caliente, ni demasiado floja ni demasiado fuerte, no tiene demasiada leche y ni una sola gota se ha derramado sobre el platito”.
“Dickens decía que pocos lugares había a los que les fuera tan grato regresar, cuando estaba de mal humor, como aquellos en los que nunca había estado. A mí, cuando vuelva a la vida verdadera, a ningún lugar me resultará tan agradable volver como a esta casona y a estos jardines. Me parecen tan fuera del mundo que temo que, como en los sueños, si salgo de ellos, aunque solo sea para darme un paseo por la aldea cercana, no seré capaz de encontrar el camino de regreso”.
“Yo el viernes pasado fui hasta Gijón, a leer poemas en la Semana Negra, y he vuelto sin ninguna dificultad. Estuve en la primera, allá por 1988, el año del centenario de Pessoa, y algo escribí en A quemarropa sobre Pessoa y la novela criminal; también sobre Aleister Crowley, nuestro presunto anfitrión. A ver si algún día le da por hablarnos de su relación con el poeta. Leía poemas a la una de la madrugada, una hora en la que no suelo estar despierto. Todo aquel bullicio, aquella surrealista mezcla de libros y fritanga, de luces estridentes y playa oscura y silenciosa, presididos por la inmensa noria, me recordó de pronto a Coney Island, al Coney Island de los años cuarenta, de las películas en blanco y negro, con sus marineros que tiran al blanco y las rubias oxigenadas que se les abrazan a la cintura, y también al Coney Island actual de las películas de James Gray. Cuando yo pasé por allí era un lugar solitario y apacible, con el parque de atracciones cerrado, y los largos paseos de madera sobre la playa recorridos solo por algún calmo jubilado. Yo me senté en un banco a mirar el agua, a no pensar en nada, como un personaje de Hopper. Y entonces me sobresaltaron dos secos estampidos. Me volví. El jubilado de cabello blanco que hace un instante paseaba tranquilo estaba tumbado en el suelo y junto a él se formaba un charco de sangre. Un hombre joven se alejaba sin prisa. Se volvió un momento para mirarme y yo me asusté, pero él continuó su camino como si nada hubiera tenido que ver con lo que había pasado, y quizá nada había tenido que ver. Aquel barrio, recordé entonces, es Brighton Beach, la Pequeña Odessa de las películas de James Gray, una zona dominada por la mafia rusa. La noticia del crimen apareció al día siguiente en los periódicos, y también la indicación de que la policía buscaba a un posible testigo. Quizá fuera yo, no lo sé. Afortunadamente regresé poco después a España. Durante un tiempo tuve pesadillas. Imaginé que el asesino me buscaba. Tengo mala memoria para los rostros, pero el suyo se me quedó grabado, podría señalarlo perfectamente en una rueda de reconocimiento, podría trazar un retrato robot. Y la madrugada del sábado, tras la lectura de poemas (tuve que hacer un gran esfuerzo para no dormirme), mientras me acerco un momento hasta la playa del Arbeyal, desde un local donde suena música latina a todo volumen, alguien me mira sorprendido y yo le miro y de pronto me pongo a temblar: es él, no me cabe la menor duda. Abandono la idea del paseo, vuelvo a donde está mi amigo Ángel, que ha tenido la amabilidad de traerme en su coche, y le pido que volvamos de inmediato a Oviedo. Me despierto mucho mejor, riéndome un poco de mis melodramáticos temores de aficionado a las películas de la serie B. Pero antes de volver al pazo en Avilés me encuentro con un amigo periodista, Saúl, que me cuenta los pormenores del crimen que tuvo lugar hace unas semanas en la avenida de Lugo. No sé si lo recordáis. El hijo del dueño de la mayoría de los prostíbulos de la zona fue, con su guardaespaldas, a un prostíbulo de la competencia, parece que a amenazar para que cerraran. El caso es que el dueño no estaba en el local en ese momento. Le llamó el portero. Llegó en un coche y, sin mediar palabra, remató por la espalda a los dos que le buscaban. Se defendió diciendo que estaba amenazado, que le habían dado varias palizas. Ahora teme, menos por su familia, que por su mujer y sus hijos, que viven en el barrio de La Luz, una de esas ciudades dormitorios creadas para alojar a los emigrantes en los años sesenta. Yo recuerdo la expectación con que se sortearon esas viviendas y la alegría de aquellos a los que les tocó una de ellas. Mi familia, vivíamos de mala manera en Valliniello, no tuvo suerte. Entonces parecían un lugar privilegiado, con los altos edificios escalonados sobre una soleada colina. Ahora forma parte de nuestra Little Odessa. ¿Sabes? –me dijo Saúl— voy a escribir una novela negra con toda esta historia. En el funeral estuve a punto de entrevistar al padre del asesinado, que controla todo el negocio de putas y drogas de la zona. La mayoría de las putas vienen del Este y bastantes son menores. Las tratan muy mal, paliza va paliza viene para que no protesten y no vayan a la policía. El suegro del asesino parece que era portero en uno de los locales de ese tipo. Trataba bien a las chicas y por eso muchas se fueron con él cuando decidió abrir un local. Eso no se podía permitir, y comenzaron las amenazas que culminaron en el crimen. El primero de una serie ya lo verás. Yo me acerqué al gran capo, que parece un tío normal, para hacerle unas preguntas, pero dos matones me cortaron el paso y me empujaron fuera del tanatorio: Respete el duelo, dijeron. Parece que alguno de los pistoleros que le acompañan viene de América, que los mandan aquí cuando allá están muy vistos, añadió Saúl. Y yo entonces pensé en aquel rostro hosco, mal afeitado, de un cierto atractivo canalla, que me había mirado una apacible mañana de domingo en las playas de Coney Island y a quien había creído reconocer en el bullicio —libros y fritanga— de la Semana Negra”.


“No sé”, dijo Marcos, “no sé si creerte. Ves demasiadas películas. Aunque quizá todos hemos sido testigos de un crimen, no sabemos cuál, quizá el hecho de haber nacido, y hay un matón que nos persigue, pero no viene de Rusia ni de América, sino de dentro de nosotros mismos, de las cloacas donde se pudren las ilusiones y los sueños”.
“¿A qué hablar de esas cosas en una noche tan hermosa? –concluyó Ana—.Yo creo que lo mejor es cerrar los ojos, dejarse acariciar por la brisa, escuchar una intrigante historia o una melancólica canción, pasear junto a los macizos de camelias y pensar que el mundo –al menos en este lugar y en este momento— está bien hecho”.

domingo, 18 de julio de 2010

Las veladas del jardín: Un tenientillo desvergonzado

Decía Fernando Vela que no hay goce mayor que oír, en las noches de invierno, un cuento junto al fuego. Una chimenea se alimenta, tanto de leña como de historias; las atrae con su tiro de aire y las devora el trasgo que mora en las oscuridades de la campana.
Pero también las noches de verano son buenas para la música que sosiega el alma y para las historias que avivan la imaginación. Sentados bajo el tejo centenario
que a mí me recuerda tanto al que en la Plaza del Príncipe Real, en Lisboa, extiende sus inmensos brazos acogedores, habíamos escuchado un puñado de quebradizas melodías francesas cantadas por Philippe Jaroussky (mi favorita es “L’heure exquise”, de Reynaldo Hahn) y Javier Almuzara nos había leído algunas de sus traducciones de Omar Jayyam: “Todo lo hermoso es breve, y por breve aún más bello. / Mientras el cuerpo aguante, no renuncies a nada. / Llorarás tus desdenes cuando blanquee el cabello. / Disfruta del momento: solo dura un momento”.
Al conde, como siempre ocurría, no le oímos llegar. De pie al extremo de la glorieta parecía mirarnos sin vernos, como una más de las estatuas que adornan el jardín. “No sé si ha sido una buena idea hacerte caso a ti, y no a Silvia, y venir –me dijo Ana Vega—. Me da un poco de miedo. Anoche…. Pero quizá sean imaginaciones mías”.
Todos los hombres –el conde hablaba en voz muy baja, había que hacer un esfuerzo para poder escucharle— temen a la muerte. No saben que eso es lo único que los dioses envidian a los humanos. Todos los hombres son mortales, me repito a menudo, y ese es el único consuelo que tengo. Pero sé que la existencia de unos pocos no se mide por décadas, sino por siglos. ¿Habéis oído hablar del conde de Saint-Germain? Conoció a Lutero y a Napoleón, a Leonardo y a Beethoven, a Miguel Ángel y a Goethe. Comparado con él yo soy un adolescente. Nací en 1875, aún no he cumplido los dos siglos. Algún día os contaré por qué Mussolini me expulsó del paraíso cerrado para muchos, abierto para pocos, que un puñado de amigos habíamos creado en un rincón de Sicilia. Hoy me gustaría hablaros de un duelo, del que fui padrino. Mi editor, Vicente Blasco Ibáñez, era diputado de la minoría republicana. Se discutían entonces en el Congreso unas elecciones municipales y en las cercanías alborotaban grupos radicales. En una de sus intervenciones contó Blasco Ibáñez que al salir, por haberse detenido un momento para protestar contra las fuerzas del orden, “un tenientillo desvergonzado” le había empujado violentamente, obligándole a seguir su camino, sin respetar su fuero de diputado por Valencia.


A las pocas horas recibió una carta, firmada por un coronel de caballería y por un teniente coronel, exigiéndole que nombrara padrinos para solventar la ofensa inferida al teniente Alestuey. No hubo manera de arreglar el asunto. Los militares querían una retractación terminante desde el escaño en que se produjo la ofensa. Blasco no podía avenirse a eso. El código del marqués de Cabriñana concedía al ofendido el derecho a imponer condiciones. Escogieron las más graves. El duelo sería con pistola de cañón rayado, a cargar por la boca, y bala de plomo redonda, del calibre usual y tipo “Gastine-Renai”. Las armas utilizadas –un par por cada adversario— deberían ser examinadas, preparadas y cargadas por un armero de profesión. La distancia, veinticinco pasos. Número de disparos, ilimitado, hasta que uno de los combatientes no pudiese seguir el combate, algo que deberían decidir los médicos que asistiesen al duelo. Cuando los padrinos terminamos de decidir las condiciones, comenzaba a amanecer sobre Madrid. El duelo sería aquel mismo día en una quinta cercana a la estación de Delicias, lugar habitual para los lances de honor.


A la hora convenida fuimos a buscar al novelista al piso bajo en que vivía. Estaba en la calle Huertas, acera de los pares, entre Príncipe y plaza del Ángel. En una alcoba, al fondo del despacho, dormía reposadamente. Al despertarse dijo “¿Ya?” y rápidamente se levantó. En el terreno conocí al ofendido, al teniente Alestuey. Era un joven delgado y de pequeña estatura, no mal parecido. Seguramente era también la primera vez que Blasco y él se veían, porque el escritor no se fijó en el rostro del militar que le empujó y se decía que aquel teniente se había ofrecido voluntario por ser un hábil tirador de pistola. Rápidamente (era al atardecer y en aquellas fechas oscurecía pronto) se midió el terreno, se sortearon los sitios, se leyó a los duelistas el acta y se les ordenó que estuvieran atentos a la orden de mando que se daría, reloj en mano, cuando hubieran transcurrido los treinta segundos concedidos para apuntar. Entretanto, el armero del Círculo Militar cargaba las pistolas, poniendo las llaves en el seguro y aplastando el pistón fulminante para evitar que se cayese haciendo fallar el disparo. Momento después de leerles el acta, y en cumplimiento de una de las cláusulas, los combatientes hubieron de despojarse de reloj, llaveros, monederos, cinturones y todo objeto que pudiera interponer obstáculos al proyectil. Uno de los padrinos de Alestuey cumplió la orden en relación con Blasco y yo me acerqué al militar y le dije: “Caballero oficial, yo le ruego que me entregue los objetos que se detallan para cumplir el acta”.


Que el teniente Alestuey era un experto tirador se vio desde el momento en que tranquilamente se colocó en línea de combate, avanzando sobre el vientre la cadera protectora y el hombro bien destacado sobre la caja del pecho. Las maneras desmañadas del corpulento Blasco nos hicieron saber a todos que su relación con las armas era más bien escasa. A la voz de fuego, el primer tiro del teniente dio muy cerca de los pies del novelista, levantando una nube de polvo; el de Blasco, se perdió en el aire. Supe que aquello había sido un aviso, y que el segundo tiro sería mortal. Cambiadas las pistolas, sonó la detonación de Alestuey y el novelista cayó en redondo. Nos acercamos inmediatamente a él y, sorprendidos, comprobamos que estaba prácticamente ileso. Llevaba un ancho cinturón y el proyectil le había causado una gran contusión pero estaba detenido por la triple correa, incrustado entre la segunda y tercera vueltas. Uno de los padrinos de Alestuey dijo: “Este señor queda descalificado por no haber cumplido las normas”. Yo repliqué: “Quien no ha cumplido las normas es el encargado de retirar todos los objetos indicados en el acta”. El otro padrino, que recordaba perfectamente haber despojado al novelista de su cinturón, no salía de su asombro. El coronel Jaquetot cortó cualquier asomo de discusión diciendo: “Esta cuestión ha terminado definitivamente”. Cuando volvíamos, desde el coche, vimos que una multitud, atraída por los rumores del duelo, se había concentrado en los alrededores de la quinta. Al comprobar que nadie salía en camilla, comenzaron a abuchearnos. Blasco Ibáñez soltó una maldición: “¿Y por esta canalla se juega uno el pellejo?”. A partir de entonces abandonó la política activa y se dedicó a sus novelas, que tantos dólares le produjeron. Tras permanecer un rato pensativo, dijo: “Todavía no me explicó cómo tenía puesto el cinturón. Estoy seguro de que me lo quité”. Yo sonreí. Aquello, para un mago como yo, era un juego de niños. Luego su editorial no publicó mis poemas, pero esa es otra cuestión, como la de mi encuentro aquella noche con el tenientillo desvergonzado.

domingo, 11 de julio de 2010

Las veladas del jardín: Llegada al pazo

A los escritores nos pierde la vanidad. Por lo menos a mí. Siempre que me he visto envuelto en algún embrollo la vanidad ha servido de anzuelo, nunca el dinero, el sexo o la ambición.
El primer día de verano recibí una carta con un escudo en relieve y un extraño remite: conde de Brezoán. En decimonónica caligrafía se declaraba admirador de mis libros y me invitaba a visitarle durante las vacaciones de verano. “Sé que le ha gustado el pazó de Mariñán, lo leí en Café Arcadia; me atrevo a asegurar que la casa de mis antepasados no le defraudará”.


De inmediato pensé en Colette, quien una vez declaró en un artículo cuanto le gustaría vivir en la Place du Palais Royal, frente a sus tranquilos jardines, y de inmediato un lector se ofreció a dejarle su apartamento, y en él residió la escritora los últimos años de su vida. También me acordé del joven Somerset Maugham y de las invitaciones que recibía para pasar los fines de semana en la casa de campo de algún noble inglés: “Por la mañana, apenas daban las ocho, entraba en la habitación una doncella de crujiente vestido estampado y toca con cintas, quien traía una taza de té y dos finas rebanadas de pan con mantequilla. Si era invierno, venía tras ella un ayudante, también con traje estampado, quien recogía las cenizas del fuego que había ardido la noche anterior y preparaba y encendía otro”.
Me sentí muy halagado porque a un conde le interesaran mis libros y se tomara la molestia de escribirme. Mis relaciones con la nobleza, que siempre me ha secretamente fascinado, resultan más bien escasas, casi nulas. Se limitan al marqués de Tamarón, un conservador ilustrado al que había conocido en un jurado literario que presidía Saramago, y al conde de Siruela, un elegante editor que sabe más que nadie, o esa impresión me dio cuando charlamos en el último premio Príncipe de Asturias, sobre el vampirismo femenino.
En una tarjeta que acompañaba a la carta manuscrita se indicaba una dirección de correo electrónica. Contesté a ella agradecido, pero declinando cortésmente la invitación. No hizo falta que insistiera mucho para que aceptara.


El día y la hora convenidos tenía ante mi puerta un coche con chófer uniformado. Durante el trayecto, de poco más de cuatro horas, traté de sacarle alguna información, pero era tan educado como lacónico.
Tras atravesar una verja de hierro, se llegaba al edificio principal del pazo por un largo camino sombreado de cipreses, eucaliptos y castaños de indias. En la entrada me aguardaba el conde, alto, enjuto, de unos setenta años, con una figura que recordaba algunas ilustraciones del Quijote. “¿Ha venido solo?”, fue lo primero que me preguntó. Yo, extrañado, le respondí que sí. “Sin duda no me expliqué bien”, dijo, “Mi invitación era también para los amigos poetas que le acompañan en los cafés de Oviedo, para Silvia Ugidos, Marcos Tramón, Javier Almuzara. Me gustaría que tuviéramos aquí algunas de esas tertulias en que las que yo ya he participado como lector. Pero pueden incorporarse cualquier otro día”.
Una especie de mayordomo me acompañó hasta mi habitación, situada en lo alto de una torre, con ventanas abiertas a los cuatro puntos cardinales, y con magníficas vistas sobre el jardín, los huertos y, al fondo, el mar. La tarde amenazaba lluvia y, no sé por qué, el buen humor y el afán de aventuras que me habían acompañado hasta allí se cambiaron de golpe por una de esas negruras depresivas en las que caigo con cierta frecuencia. Dejé la maleta abierta sobre la cama y bajé a despedirme del conde, que aquella noche no cenaría conmigo por no sé qué compromisos ineludibles. Cuando volví a subir, mi ropa estaba cuidadosamente colocada en el armario. Volví a acordarme de Somerset Maugham: “Ser invitado a pasar fines de semana en el campo era para mí un suplicio, debido a las propinas que debía dar al mayordomo y al criado que me traían el té de la mañana. Ellos eran quienes deshacían mi maleta y yo sentía un profundo malestar al darme cuenta de que mi raído pijama y mi modesta indumentaria producían una desfavorable opinión”.


Yo no sé si la opinión que le produje al servicio doméstico del conde fue o no favorable; a mí me dieron un poco de miedo: aparecían cuando se les necesitaba, como si adivinaran el pensamiento, y desaparecían inmediatamente. El conde se disculpó porque yo tuviera que cenar solo aquella primera noche (“Creí que vendría con sus amigos, en caso contrario no habría aceptado el compromiso”), pero a mí no me importó: en el pazo había una maravillosa biblioteca, con libros en tres o cuatro lenguas, y una fatigada edición dieciochesca del Teatro crítico universal, de Feijoo, que hojeé con tanto placer y provecho como sus lectores anteriores.
Estuve leyendo hasta tarde, y luego dormí bien, de un tirón. Cuando me desperté lucía ya el sol (y eso que a mí me gusta coleccionar amaneceres). En una florida pérgola, desde la que se veía el mar, estaba dispuesta la mesa para el desayuno, con su cesta de frutas, el colorido de los zumos, el aroma del café y el periódico del día me parecía la imagen misma de la felicidad. No me importaba desayunar solo, como había cenado solo, todo lo contrario. Tampoco me importaría, aunque haya repetido una y otra vez que detesto el campo, que no puedo vivir fuera de la ciudad, pasar un tiempo solo en aquel lugar fuera del tiempo.


El imprevisto saludo del conde me asustó un poco. Había llegado sin hacer ruido. No tenía buena cara, daba la impresión de haber pasado la noche sin acostarse.
“¿Ha oído usted, sin duda, hablar de Aleister Crowley?”, me dijo de pronto. Yo le miré sorprendido. Me parecía una forma rara de iniciar la conversación.
“Sí, por supuesto; sé que fue un mago inglés que conoció a Fernando Pessoa allá por los años treinta; entre los dos fingieron una falsa muerte que fue investigada por la policía”.
“Aleister Crowley, a quien los periodistas calificaron como el hombre más perverso del mundo, soy yo. ¿Quiere que le sirva un poco más de café”.
En ese mismo instante comencé a sospechar que mi vanidad me había jugado otra vez una mala pasada. Y que antes de aceptar aquella insólita invitación debería haber averiguado algunas cosas sobre mi anfitrión, que ahora me miraba con ojos burlones, como pareciendo disfrutar de mi sorpresa.

domingo, 4 de julio de 2010

Línea roja: Ochenta mundos

Domingo, 27 de junio
FANTASMAS EN EL CAMPILLÍN

¿Pueden los fantasmas morir?, se pregunta John Donne. Y Ángel González, irónico, responde: “Lo malo que tienen los muertos / es que no hay forma de matarlos”. Pero yo estoy más cerca de la opinión de Unamuno: “Hasta los muertos morirán un día”.
Esta mañana, al llegar al Campillín, ese desastrado suburbio del mercadillo del Fontán, una bandada de fantasmas anónimos se ha abalanzado contra mí, me ha inundado de negra melancolía. En el suelo, toda una historia familiar: boda, primera comunión, gozosas instantáneas de una vida como tantas. Alguien, minuciosamente, se ha entretenido en coleccionar instantes de felicidad en un gran marco ovalado: el padre toma el sol en la playa, juegan los niños, una mujer sonríe, algarabía en torno a un pastel de cumpleaños. Y lo tan amorosamente reunido está ahora ahí, expuesto sin piedad a la curiosidad o a la burla de los transeúntes.


Hieren esos anónimos recuerdos. Dentro de unos años habrán caducado, serán solo historia, testimonio de un tiempo. Ahora siento que me ponen la zancadilla, se me lanzan al cuello, me amargan el día.
Si yo fuera pariente de estas sombras ultrajadas no podría dormir tranquilo. Seguro que el responsable de que rueden por el suelo recibe cada noche angustiosas visitas.


Lunes, 28 de junio
ISLAS

Soy de las personas que menos necesitan para ser felices. Después del ajetreo de estos días, con todas mis costumbres patas arriba, me siento en una de las terrazas de la Cámara. Es un hermoso atardecer de verano. Miro la gente que pasa, acaricio un libro, tomo mi café. El tiempo se detiene y se sienta conmigo. No pienso en nada, simplemente me dejo querer. Abro al azar el epistolario de D. H. Lawrence y me encuentro con una carta escrita el 4 de enero de 1920: “Llegamos a Nápoles y tomamos el barco para Capri a las tres. El mar comenzaba a ponerse bravo cuando partimos de la bahía. A eso de las siete y treinta llegamos al puerto de Capri, que no tiene calado, y las olas se alzaban tanto que ninguna embarcación podía salir a recogernos. De manera que tuvimos que retornar, y pasar la noche rodando a bordo, en el refugio de Sorrento”.
En la placidez de esta tarde avilesina me gusta imaginarme la airada bahía de Nápoles, y luego acompañar a Lawrence, por una estrecha escalera, hasta la cima del edificio en que se aloja y salir con él a la terraza: “Toda la vida de la isla pasa por debajo nuestro, y además frente a nosotros, a través del mar, se alza en la lejanía Ischia, y la bahía de Nápoles, y a la izquierda la amplitud vastísima del Mediterráneo”.
Se está bien aquí, en esta imprevista isla de felicidad. No hay rincón, por apartado que parezca, desde el que no se pueda contemplar, si se sabe mirar, la amplitud vastísima del Universo.



Martes, 29 de junio
HASTA LOS SANTOS DEL CIELO

Al pasear bajo los soportales de Rivero me sorprende de pronto la imagen de San Pedro fuera de su capilla, junto a la fuente dieciochesca que alegró con su rumor tantos días de infancia, rodeado de un fervoroso grupo que escucha decir misa. Caigo en la cuenta de que hoy es su día. Luego, en casa, escucho un redoble de tambores. Me asomo a la ventana. Es la procesión del santo que recorre la calle. Sigo con mi lectura: La vuelta al día en ochenta mundos, de Julio Cortázar, que acabo de encontrar en edición de bolsillo en que lo leí por primera vez, allá por 1970. Siempre he soñado con escribir un libro así: ilustrado, misceláneo, un chispazo de humor y de inteligencia en cada página.
De pronto se aceleran los tambores. Vuelvo a asomarme. La procesión ha perdido cualquier atisbo de solemnidad, más parece una desbandada que otra cosa. Todo el mundo marcha a la carrera. Incluso el santo salta y se agita de un modo nada acorde con su dignidad. “¿Qué pasa? ¿Es que hay fuego?”, pregunto. “Es que va a empezar el partido de la selección española”, me responden.
Sonrío y vuelvo a mi vuelta al día en ochenta mundos.


Miércoles, 30 de junio
DESMEMORIAS

Si yo alguna vez escribiera mis memorias, las comenzaría con una cita que leí no sé dónde (o quizá acabo de inventar): “La memoria del hombre no aspira a competir con el historiador, sino con el artista. No pretende reproducir todo lo que ha sucedido, conserva imágenes o las descarta según le parece. Convierte lo grande en pequeño y lo pequeño en grande; no tiene reparos en relegar a un segundo plano lo que nos pareció tan importante, y al revés”.
Pero yo nunca escribiré mis memorias. Serían demasiado aburridas. Tengo muy buena memoria: solo recuerdo las horas felices. Y la felicidad no tiene historia.



Jueves, 1 de julio
HAZ LA GUERRA Y NO EL AMOR

“¿De verdad prefiere hacer la guerra antes que hacer el amor fuera del matrimonio?”, le pregunta el incrédulo periodista al poeta que acaba de publicar un nuevo libro. Y el poeta, sin dudarlo un momento, responde: “Pues claro. Como católico creo que, en ciertas condiciones, una guerra puede ser justa, mientras que los actos sexuales –porque a eso se refiere actualmente la expresión ‘hacer el amor’— fuera del matrimonio son injustos siempre”.
Uno se frota los ojos y vuelve a leer: preferibles los cientos y cientos de muertes injustas que ocurren inevitablemente en la guerra más justa, preferible la destrucción, el caos, el hambre, las infancias destrozadas a que un hombre y una mujer (y no digamos nada si se trata de hombre y hombre o mujer y mujer) se acaricien, se besen, disfruten el uno con el otro fuera del legítimo matrimonio.
Qué paradójico el ser humano. Se puede ordenar la muerte de millones de judíos y enternecerse con la sonrisa de un niño, acariciar a un perro, amar a Mozart. Se puede ser uno de los grandes poetas de este tiempo, y una persona sensible y culta, como mi amigo Miguel d’Ors, y preferir una guerra, que puede ser santa, a un fisiológico desahogo fuera del matrimonio, que nunca lo es. Como todos los fanáticos de cualquier religión sirve a un Dios que, si existiera y fuera como él cree que es, se parecería mucho al mismísimo demonio.



Viernes, 2 de julio
LORCA O BELÉN ESTEBAN

Qué complicada la relación de los escritores con la inteligencia. De los escritores o de los seres humanos en general. Eso de que el hombre es un animal racional, no pasa de una declaración de buenas intenciones. Pero me parece a mí que los escritores abusan especialmente del desdén por el razonamiento. Julio José Ordovás (buen amigo mío, pero yo soy especialista en maltratar a los amigos) escribe: “El mundo se ha ido desliteraturizando a medida que avanzaba la ciencia. Severo Ochoa acabó con toda la literatura amorosa de un soplido, cuando dictaminó que el amor no es sino una combinación de física y química. Llegará un día en que podrá probarse la existencia o la inexistencia de Dios, y ese día la literatura se evaporará de la faz de la tierra, porque dejará de tener sentido: la literatura es lo que envuelve el misterio, lo que da nombre a lo innombrable, y sin misterio no hay literatura que valga. Los escritores deberíamos acabar cuanto antes con los científicos, o serán ellos los que acaben con nosotros”.
Qué poco sabe de ciencia mi buen amigo Ordovás. Cada nuevo descubrimiento – la mecánica cuántica, la teoría de las supercuerdas, los agujeros negros— abre inéditos misterios. Pero si de ciencia sabe poco, de literatura parece no saber nada. ¿Severo Ochoa acabó con toda la literatura amorosa? ¿Es posible que alguien afirme una tontería semejante?
Leo En medio de todo y pienso que hay un poco de confusión en lo que a los diarios se refiere, y no sé si yo, que tanto uso y abuso del género, no tendré alguna culpa en ello. Un diario puede ser cualquier cosa, incluso “el cubo sin fondo en el que uno va acumulando toda su ropa sucia”, tal como Ordovás define al suyo. Pero solo se debe publicar si es algo más que un personal desahogo. Los diarios llenos de minucias desagradables, y el de Ordovás parece tener un escupitajo en cada página, deberían dejarse inéditos, y que la posteridad decida. A un diario íntimo no le basta con ser íntimo para tener interés. Nada más desagradable que las intimidades ajenas. Salvo, claro, que uno sea Lorca o Belén Esteban: entonces todo es morbo, audiencia y oro.


Sábado, 3 de julio
FINAL DEL CUENTO


Me gustan los ritos, y el de volver cada verano a Valdediós es uno de ellos. El cuaderno que se ha editado este año con motivo de la lectura en el monasterio, tiene una imagen en la cubierta que me resulta particularmente grata: es la puerta de una biblioteca. Recuerdo bien, niño sin libros, la primera vez que crucé la puerta de una biblioteca pública: el mundo cambió súbitamente para mí. Tengo la impresión de que he vuelto a cruzar esa puerta, pero en sentido contrario. La biblioteca que ahora más me interesa está fuera de cualquier biblioteca. O está tan dentro de mí que no puedo salir de ella.
Me levanto, esta lluviosa mañana de sábado, más cansado que cuando me acosté. Y con voz envejecida me acerco al borde del escenario y recito: “Mañana, otro mañana, otro mañana resbala así despacio hasta la última sílaba que el tiempo escribe en su libro. ¡Apágate, apágate, leve antorcha! La vida solo es una sombra errante, un pobre comediante que se envanece y se lamenta durante una hora en el teatro y que después enmudece para siempre. Es un cuento, recitado por un idiota, plagado de ruido y de furia y que no significa nada”.
Ya lo sé, amigo Shakespeare, no es necesario que me lo repitas una vez más. Lo sé de sobra: he cruzado una línea roja y no hay vuelta atrás. Pero algunas veces, algunos prodigiosos instantes, basta pasear por las calles de costumbre, abrir un libro, charlar con los amigos, para que nos acaricie de nuevo el fresco murmullo de la vida, siempre recién creada, y el mundo vuelva a estar bien hecho.