INCIDENTE EN SEVILLA
Más que el miedo a
los locos, que también, el miedo a volverse loco es uno de los terrores
ancestrales de la humanidad. Lo sintió Pessoa, lo siento yo, quizá todo el
mundo lo ha sentido alguna vez. A volverse loco o a que nos vuelvan locos, como
en la película Luz de gas.
Ahora, con la generalización de las
consultas psiquiátricas, ese temor ha disminuido un tanto, pero aún hay
personas que no se atreven a hablar claramente de sus experiencias extrañas por
temor a que los tomen por locos. Yo soy una de ellas, pero tengo la ventaja de
poder contarlo por escrito y todo el mundo piensa (bueno, lo de todo el mundo
es una exageración: los tres o cuatro lectores habituales) que se trata de otro
convencional cuento de fantasmas. Mi amigo el psiquiatra y escritor José Luis
Mediavilla alguna vez entrevió otra cosa y me animó a que pasara por su
consulta. Naturalmente, no hice ningún caso.
Yo creo que ese no atreverse a
contar ciertas experiencias que carecen de explicación racional por temor a que
nos tomen por locos empobrece el mundo. No todo tiene explicación, al menos de
momento. Pero la honestidad intelectual nos obliga a aceptarlo, no a
esconderlo.
Había ido yo a Sevilla para
presentar una traducción –no demasiado buena, por cierto-- de la poesía
completa de Mário de Sá-Carneiro. El acto se celebró en el consulado de
Portugal, un pabellón orientalizante que había sido construido para la
exposición del 29. Me alojaron en el hotel Doña María, creo que se llama así,
un hotel muy cercano a la catedral con piscina en la azotea. Como soy algo
mitómano, me hizo ilusión hospedarme allí porque recordaba una famosa foto de
Borges en esa azotea, apoyado en su bastón y con la Giralda al fondo.
De Borges estuve hablando con
Abelardo Linares antes de la conferencia. El escritor había llegado a Sevilla,
fue su última visita a una ciudad que conoció de joven, para participar en un
curso sobre literatura fantástica organizado por la Universidad Menéndez
Pelayo. Otros participantes eran Torrente Ballester (hay también una foto suya
con Borges en la terraza del hotel) e Italo Calvino.
“En ese mismo lugar donde tú ahora
te sientas se sentó Borges hace treinta años”, me dijo Abelardo. “Estuvimos
hablando casi dos horas. Bueno, estuvo hablando él, como siempre hacía”.
Yo le animé a que escribiera esa
conversación, a la que se había referido más de una vez, y me indicó su
intención de hacerlo, aunque supongo que se quedará en intención. Me contó una
anécdota del Borges ultraísta que yo no he visto en ninguna parte y eso me hace
dudar de que fuera cierta, porque a Borges, como a todo el mundo, le gustaba
repetir las mismas anécdotas.
Una tarde Borges se encontró con
Guillermo de Torre, que entonces era un pedantuelo adolescente que presumía de
haberlo leído todo, y otro poeta jovencito al que no conocía. “Tenemos una cita
con Juan Ramón Jiménez. ¿Por qué no te apuntas, Georgie?”. Y Borges se dejó
arrastrar sin mucho entusiasmo. El maestro se mostró muy amable, les preguntó
sobre lo que estaban escribiendo, habló
mal de Cansinos y de Ramón Gómez de la Serna y luego habló largamente de
la poesía que estaba escribiendo y de los libros que tenía inéditos. Se levantó
para despedirlos y, de pronto, cuando ya estaban cerca de la puerta, se le
cambió la expresión del rostro y dio un grito. “¡No los dejes marchar!”, le
dijo a la doncella de uniforme y cofia que acudía a abrirles la puerta. En el
bolsillo de la americana de Borges, asomaba un papel. Se lo arrebató y dijo:
“Márchense antes de que llame a la guardia civil”. Mientras bajaban la escalera,
Borges iba mudo de vergüenza, pero Guillermo de Torre cambiaba guiños de
complicidad con el otro acompañante y, ya en la calle, se puso a reír a
carcajadas: “¡Casi lo consigo!”. En un momento de distracción del poeta, se
había hecho con uno de sus manuscritos y lo había ocultado en el bolsillo de la
americana, o del saco, como dicen ellos, del distraído Borges. Y ese es al
parecer el origen del odio que le tuvo siempre a quien poco después se
convertiría en su cuñado.
Pero no esta anécdota lo que quería
contar, sino una serie de hechos que nunca he referido por temor a que me tomen
por loco. Regresé tarde al hotel, tras la conferencia, la cena posterior y la
velada con copas que se prolongó más de lo que en mí suele ser habitual. Al
entrar en la habitación, me di cuenta de que se oía el agua de la ducha en el
cuarto de baño. “La habré dejado abierta”, me dije. Me acerqué para cerrarla y
entreví asustado que alguien se estaba duchando. Salí rápido de la habitación
pensando que me había confundido. Pero no, ese era el número correcto. Bajé a
recepción. El encargado escuchó mi explicación y subió conmigo a ver qué
pasaba. No pasaba nada. La habitación estaba en orden y el cuarto de baño sin
señales de haber sido usado recientemente, tal como lo habían dejado las
encargadas de la limpieza. Me disculpé confuso y lo atribuí todo al cansancio.
Esa noche tuve un sueño erótico especialmente intenso y especialmente vivido.
Tardé en convencerme de que había sido solo un sueño. Me desperté tarde, casi
sin tiempo para coger el avión. Me arreglé rápidamente, ya tenía listo el breve
equipaje y me habían avisado de que el taxi me esperaba en la puerta. Al salir
del cuarto de baño vi sobre la repisa del lavabo unas gafas que no eran las
mías. Las cogí maquinalmente y las puse en el bolsillo de la camisa para
entregarlas en recepción. Me olvidé de hacerlo y no volví a pensar más en
ellas. A mi lado, en el breve vuelo directo de Sevilla a Asturias, se sentó una
ancianita de cabellos blancos que de inmediato me recordó a la Miss Marple de
Agatha Christie tal como aparece en alguna vieja película. Me saludó muy
amablemente y trató de entablar conversación, pero a mí se me cerraban los ojos
de sueño. De pronto dijo: “Ah, muchas gracias, las había recogido usted”. Yo
abrí los ojos y vi que en las manos tenía un libro y que había cogido mis gafas
del bolsillo para leerlo. “Las dejo en cualquier parte, soy muy despistada,
seguramente las olvidé en el cuarto de baño”. En el cuarto de baño de mi
habitación las encontré yo, pero puedo asegurar que aquella ancianita
encantadora no había sido la protagonista de mi vívido sueño erótico.
LA PARADOJA ESPAÑOLA
Impone España el
confinamiento más brutal, irracional y despiadado de la Unión Europea y
consigue a cambio ocupar, si no el primero, uno de los primeros puestos en el
número de muertos en relación con su población.
Imponen las comunidades autonómicas el uso obligatorio de mascarillas
tanto cuando son necesarias como cuando no lo son y consiguen a cambio ocupar
uno de los primeros puestos en contagios de la Unión Europea.
El maltrato a la población es evidente; la eficacia, algo dudosa.
ESCRIBO DE NOCHE
Estoy perdido sin ti
y estoy perdido contigo,
de tanto quererte tanto
ya ni sé lo que me digo.
Las cosas que el viento lleva
son cosas de poco peso,
salvo que sea un huracán
como el amor que te tengo.
Detrás de esta realidad
hay otra más verdadera
y a veces por un resquicio
nos asomamos a ella.
y a veces por un resquicio
nos asomamos a ella.
El querer y el no querer
apenas se diferencian,
que son la cara y la cruz
de una maldita moneda.
El rocío en la mañana
dormido sobre la hierba
es la misma maravilla
que en el cielo nos espera.
Nadie sabe lo que tiene
hasta que lo pierde un día,
pero yo antes de perderte
ya muy bien que lo sabía
Al despertar de mi sueño
tú ya no estabas conmigo,
pero no me abandonaste
y bien sé lo que me digo.
Cruzan las nubes el cielo,
cruzan las sombras mi frente.
Nada es firme, nada es vano,
todo pasa y todo vuelve.
La realidad que se esconde
debajo de las palabras
habla y hablar sin parar,
pero nadie escucha nada.
Amarte es amar la vida
y a mí me tienta la muerte,
no nos veremos jamás
y no dejaré de verte.
¿Qué camino seguiré.
qué camino de los dos,
si al final de ambos caminos
me estaré esperando yo?
El amor que me tenías
y has dejado de tenerme
guárdalo bien guardadito,
no lo pierdas para siempre.
Cuando estaba más solo
la soledad vino a verme
y se sentó junto a mí
y me dio un beso en la frente.
¿Pero qué me estás diciendo?
¿Que no me has querido nunca?
Pues mira cómo me río
con una verdad tan chusca.
Ya no quiero lo que quise
ni me quiere lo que quiero
y no sé si estoy dormido
o si por fin me despierto.
La noche llena de estrellas
y mi corazón de llamas
aguardan en el jardín
que llegue la madrugada.
En el silencio del mundo
oí cómo Dios lloraba
y yo dije “no estés triste”,
pero él no se consolaba.
INCIDENTE EN TRES TEJOS
Estoy pensando
seriamente en dejar España –le digo a mi amigo Ángel Alonso, que se ha brindado
a hacer de chófer en una excursión fotográfica por la costa asturiana.
El ambiente se me está volviendo irrespirable, tanto en sentido literal
como figurado. Hay muchos lugares en los que me gusta pasar unos días, pero
vivir, vivir, es otra cosa. Por razones de idioma, solo me encontraría a gusto
en dos países: Portugal o Italia. Como soy muy hiperactivo, ya he estado
mirando posibles alquileres. De Italia, me inclino por Nápoles, donde siempre
me he encontrado como en casa, a pesar de su fama de caótica y violenta. He
mirado los alquileres en el Vomero, cerca de la estación del funicular, en una
de esas calles que llevan nombre de algún compositor. Es un barrio más apacible
que el resto de la ciudad y con buenas vistas sobre el golfo. En Portugal, he
encontrado algo que me podría convenir entre Oporto y Matosinhos.
Me costará dejar este país, la tertulia, los amigos. Pero no me gusta
nada lo que veo y mucho menos lo que se avecina, la serpiente que se está
incubando con el pretexto de la pandemia. Esta mañana, charlaba yo en la
terraza de los Tres Tejos, en la esquina en que mi calle Murillo se convierte
en parque, con una compañera de la Facultad. Será la encargada de dar dos de
las asignaturas que yo dejo y le comentaba cómo las explicaba yo. Al final,
comentamos un poco lo confuso que se presenta el próximo curso. Yo le comenté
un artículo de un profesor de Derecho Constitucional, aparecido hoy en El
País, en el que afirmaba lo mismo que yo la semana pasada, que “es una
aberración –cito textualmente-- limitar derechos fundamentales mediante
disposiciones reglamentarias autonómicas”.
Un anciano que tomaba cerveza en una mesa vecina nos interrumpió a
gritos y comenzó a insultarme: “Váyase con Trump si no le gusta a esto.
Franquista de mierda. ¿No es cierto que la gente se muere? ¡Yo voy a denunciar
a quien salga a la calle sin mascarilla para que le den su merecido y, si no,
ya me encargaré yo!”.
No quise responder nada, no era más que un pobre energúmeno envenenado
por la televisión. Nos levantamos, pagamos y nos fuimos. Luis, el dueño del
bar, recriminó al cliente desaforado y nos pidió disculpas.
Lo malo no son las delaciones, la poco fundamentada Resolución de la
Consejería de Sanidad no puede imponer multas por no llevar mascarillas donde no
son necesarias las mascarillas, aunque las declare obligatorias, sino que se puede
pasar a linchamientos.
Yo no estoy dispuesto a vivir en un país en el que, como en tiempos de
Franco, haya de cuidarse mucho de lo que se dice en público, o hablar
susurrando, para evitar que alguien te agreda por discrepar.
Pero irse fuera es duro. La verdad es que me gusta España, en eso soy
más nacionalista que nadie, pero lo cierto es que cada vez me gusta menos su
gente, a la que un miedo irracional, azuzado por claros intereses políticos,
les lleva ya a atentar contra su salud y la de sus hijos –renunciando a
respirar el aire libre, incluso en los parques solitarios-- y pronto puede llevarles
a agredir a los discrepantes. Yo no estoy dispuesto a hacer de Quijote para
acabar apaleado por los mismos que intento defender.