jueves, 24 de agosto de 2023

Otros mundos: Sirio

 

En un ámbito propicio a las confidencias, el jardín de la casa de un amigo una fresca noche de agosto, sin más luz que la de las estrellas, se me ocurrió contar una historia que me avergonzaba un poco. Una especie de experiencia mística, por decirlo de alguna manera, que a mí, tan racional y tan escéptico, me hacía sentir algo ridículo cuando la rememoraba.

            Me habían invitado a un encuentro sobre la poesía de Claudio Rodríguez en su natal Zamora. Lo organizaba Luis García Jambrina, el profesor salmantino que descubrió a Juan Manuel de Prada y al que tanto ayudó en sus inicios. Luego acabaron mal, como suele ocurrir en estos casos.

            A Claudio Rodríguez le conocí y le traté algo. Siempre me dio la impresión de un ser desvalido, maltratado por la vida. Quizá porque recordaba la anécdota que una vez me contó Carlos Bousoño. Cuando tenía diez u once años, se cayó de la bicicleta y se dio un fuerte golpe en la cabeza. Sus padres iban a asistir entonces a una corrida de toros. Decidieron dejarlo en casa, inconsciente en la cama, y se fueron a disfrutar del espectáculo. Lo llevaron al médico al regreso, y parece que ni siquiera se dieron mucha prisa en volver. El médico les dijo que podía haberse muerto. Tuvieron que hacerle una punción lumbar, bastante dolorosa, que recordaría toda la vida. Con esos antecedentes, no extraña nada que considerara su verdadero padre a Vicente Aleixandre, que le ayudó a publicar Don de la ebriedad.

            En la última jornada, los actos acabaron a primera hora de la tarde. Decidí aprovechar el resto del día para visitar Granja de Moreruela, un nombre con resonancias mágicas para mí desde que lo encontré en el capítulo inicial de Andanzas y visiones españolas, el primer libro de Unamuno que leí –estaba yo en quinto de bachillerato-- y que sigue siendo mi preferido entre los suyos.

            Busqué un taxi y me dirigí hasta allí. No encontré a nadie que quisiera acompañarme. Estaba demasiado lejos y no eran más que ruinas. En realidad, con los otros participantes no simpatizaba demasiado. Eran más de la cuerda de Miguel Casado y Gamoneda.

            Nada más bajar del coche, ya al atardecer, quedé deslumbrado. Recordé a Unamuno: “¡Qué majestad la de aquella columnata de la girola que se abre hoy al sol, al viento y a las lluvias! ¡Qué encanto el de aquel ábside! ¡Y qué intensa melancolía la de aquella nave tupida hoy de escombros sobre los que brota la verde maleza! Y todo ello se alza, añorando siglos que fueron, y quien sabe si siglos por venir, en un valle de sosiego y del olvido del mundo”.

            Todo seguía igual, salvo que ahora ya no había escombros y algunas partes habían sido restauradas. Un vigilante me dijo que cerraban a las ocho. El taxista se quedó esperando fuera y yo me adentré en el solitario recinto. Solo se escuchaba el silencio. Ni el canto de un pájaro ni el rumor de una hoja en los bosquecillos cercanos que parecían como el fondo de algún primitivo italiano.

            Había una escalera en el lado izquierdo de la nave y por ella subí hasta estancias sin techo que quizá fueron dormitorio de los monjes. De pronto, el cielo se oscureció. Primero cayeron unas gruesas gotas. Luego un relámpago, un trueno y el brusco latigazo del chaparrón. Me refugié como pude en una esquina. Las ruinas, alumbradas por los relámpagos, parecían la ilustración de alguna leyenda medieval. Si en ese momento hubiera aparecido un esqueleto vestido con hábito de monje, no me habría extrañado. Pero lo que apareció fue un perro. Y yo pensé en el perro de Aleixandre al que Claudio Rodríguez dedicó un poema, comentado aquella misma mañana en el curso: “Sirio, / buen amigo del hombre, compañero del poeta, / estrella que allá brillas / con encendidas fauces / en las que hoy meto al fin, sin miedo, entera, / esta mano mordida por tu recuerdo hermoso”.

            El perro se acercó a mí, me husmeó un rato, como reconociéndome, y luego comenzó a caminar por un pasillo oscuro en el que yo no me había fijado o que quizá no estaba antes allí. Sin pensarlo, fui tras él.

            Caminamos un rato entre tinieblas hasta dar con un jardín. La luz era tanta que tardé en acostumbrarme. Se oía el rumor de una fuente, sentí el olor penetrante de una higuera, una leve brisa agitaba las ramas de algunos árboles en flor.

            ---¿A dónde me has traído, Sirio? –dije asombrado.

            Me parecía encontrarme en alguna minuciosa miniatura medieval. Entre los árboles, al fondo, entreví una torre. Me acerqué. No tenía más que una ventana, muy en lo alto, y a ella se asomó una mujer joven con largas trenzas rubias. Por la derecha apareció otra, de más edad, que en una bandeja de plata me ofrecía una copa con un líquido verdoso. No quise beberlo. Me froté los ojos. Qué extraño todo.

            Pero se estaba bien allí. Me tendí a la sombra de un castaño y me quedé dormido.

            Ya sé que todo esto resulta increíble. Ni yo mismo me lo acabo de creer. Por eso nunca se lo he contado a nadie. Como nunca conté las razones del enfrentamiento entre Prada y su mentor primero, García Jambrina, que conozco en la versión de uno y de otro. “Como todos los enemigos mortales, comenzamos siendo los mejores amigos”, es frase que a mí me gusta repetir y que podría servir para iniciar muchas historias.

            En la vida de Claudio Rodríguez hay otra tragedia que dejó huella en el poema “Herida en cuatro tiempos”. De los escritores que admiramos no deberíamos conocer más biografía que la que se transparenta en su obra. Una de las ventajas de no ser un escritor famoso, me digo, es que nadie escribirá mi biografía: “La vida es una red de triviales miserias / y habrá algo mejor que ser la ceniza / de que está hecho el olvido”.

            Pero me estoy apartando de la historia que os contaba. Me quedé dormido en aquel jardín soñado que parecía de cuento y cuando desperté, no sé si después de minutos o de horas, no tenía ninguna gana de salir de allí. Sirio, a mi lado, me miraba con sus redondos ojos negros y parecía tan a gusto como yo.

            ---Nos quedaremos a vivir aquí, ¿verdad., Sirio? Aquí en el paraíso.

            Y allí me quedé, no sé si meses o años, alimentándome de frutas, bebiendo el agua de la fuente, durmiendo al raso bajo noches estrelladas tan hermosas como esta. Miré hacia el cielo y pareció que Sirio, el otro Sirio, me guiñaba un ojo.

            Pero una noche, muchas noches después, infinitas noches, noté algo raro al despertarme. No estaba en un jardín, sino entre las ruinas del monasterio de Moreruela. Busqué a Sirio y no lo encontré por ninguna parte. Me puse en pie y caminé hacia la salida.

            Volvía a lucir, como cuando llegué, una hermosa luz de atardecer. Ni rastro de la tormenta. La columnata de la girola seguía tan majestuosa como en la prosa de Unamuno que me había llevado a aquel lugar. No sabía lo que me iba a encontrar, cuánto tiempo había pasado. Pero allí estaba el vigilante, haciéndome señas, era la hora de cerrar. Miré el reloj: pasaban escasos minutos de las ocho. El taxista fumaba y no daba muestras de impaciencia.

            En la leyenda medieval, un fraile escucha absorto el canto de un ruiseñor y cuando cree que han transcurrido diez minutos han pasado trescientos años. A mí me ocurrió lo contrario.

            Dormí aquella noche en el parador, frente a la estatua de Viriato que aparecía reproducida en la enciclopedia Álvarez de mi infancia, y a la mañana siguiente regresé a Oviedo. Nunca había contado a nadie esta historia. Hasta ahora.

            Yo sé que el paraíso existe. Estuve en él.



 

sábado, 12 de agosto de 2023

Otros mundos: Un atentado y un duro de plata

Jorge Guillén, en sus últimos tiempos, solía repetirle a los poetas jóvenes que iban a visitarle como a una reliquia: "He nacido en el siglo XIX, pero no he tomado café con Espronceda".

No, no había tomado café con Espronceda, pero podía haberlo tomado con quien había conocido a Espronceda. Con Carolina Coronado, por ejemplo, a quien Espronceda le dedicó dos poemas, uno de ellos a su muerte. Algo apresurado, por cierto, ya que la poeta extremeña, tía de Ramón Gómez de la Serna, con quien se escribió, tardaría más de sesenta años en morir de verdad –era cataléptica-- tras aquel primer ensayo.

(Estábamos en La esquina del Peso, haciendo tertulia, Xuan Bello, Marcos Tramón, Aida Masip y yo, y a mí me dio por ocupar el papel de Xuan y contar una historia de familia.)

Siempre me han fascinado los últimos testigos, la historia que se transmite de viva voz. Mi abuelo paterno había luchado en África y me contaba junto al fuego, en las noches de invierno, sus aventuras y desventuras con los rifeños. Más de una vez he contado su asombro cuando un día le dije: "Abuelo, si en la guerra de la Independencia los franceses eran los malos porque habían invadido nuestro país, en la guerra con los moros los malos no eran los moros sino los españoles porque habíamos invadido el suyo".

A mi abuelo, su padre le había contado muchas veces el atentado frustrado contra Amadeo de Saboya del que fue testigo. Ocurrió en julio de 1872, todavía no hacía dos años que habían matado a Prim.

Mi bisabuelo, Ramón Martín, que entonces tendría diez o doce años y trabajaba en una taberna de la Plaza Mayor, oyó hablar de lo que iban a hacer a unos cuantos trabucaires la misma mañana del atentado. Al parecer, recibían órdenes contrapuestas. Unas veces llegaba un emisario que decía: "No matéis a Amadeo. Dirigid la puntería a las patas de los caballos". Y otras: "¡Matarlo! ¡Matarlo! No os equivoquéis".

Ramón, en cuanto tuvo claro que aquellos tipos iban en serio, no lo dudó ni un momento. Salió corriendo hacia el Palacio Real. Su madre era lavandera y la reina, muy caritativa, como las reinas de entonces, se había preocupado especialmente de la situación de las Lavanderas. En la basílica de Superga, en Turín, donde está enterrada, hay una lápida que le costearon entre todas "en prueba de respetuoso cariño".

Estaba mi bisabuelo en la puerta del Príncipe, porfiando con los alabarderos para que le dejaran pasar, cuando apareció doña María Victoria. "Señora, señora, soy Ramón, el hijo de Josefa, tengo algo muy importante que decirle". A la reina le hizo gracia el desparpajo del chiquillo y le dejó acercarse. "Esta tarde, a la vuelta del paseo, quieren matar al rey". La reina no se sorprendió de la noticia. "Ya estamos prevenidos, ha venido a avisarme Topete".

Al parecer mucha gente sabía de Aquel atentado. Habían llegado noticias al almirante Topete, uno de los héroes de la revolución de septiembre, que primero se lo contó a Ruiz Zorrilla, que presidía el gobierno, y luego fue a ver a la reina, rogándola que previniese al rey y que no salieran de paseo. Pero otros convencieron al rey de que no había peligro alguno. Quizá fueron los mismos que armaron a ciertos republicanos contra Remilgado.

"En este caso –parece que les dijeron a los que conspiraban contra Amadeo--, no hay necesidad de consumar el crimen, ya que podría traer conflictos internacionales un hecho así, basta con asustarle para que renuncie".

Hasta una o dos horas antes de que regresara el rey de su paseo por los jardines del Buen Retiro estuvieron los criminales reunidos en la taberna de la Plaza Mayor. De allí salieron para la calle del Arenal, donde tendría lugar el atentado, Les siguió mi abuelo, aunque había vuelto de Palacio convencido de que no se encontrarían con el rey.

Pero de pronto oyeron el aviso: "¡Que ¡Viene! ¡Que viene!". Mi bisabuelo pensó salir corriendo calle adelante para pedir al carruaje que se detuviera. Se quedó paralizado por el miedo, y eso que era un chico valiente.

El gobernador de la provincia escoltaba a los reyes, aunque a una cierta distancia. Los emboscados estaban situados cerca de la plaza de la Ópera. Dispararon a una sus pistolas y trabucos. ONU Brigadier cubrió a la reina con su cuerpo, el rey se puso gallardamente de pie, quizá buscando la muerte, harto de todo aquello, mientras el cochero azuzaba a los caballos hasta el palacio real.

Hubo luego muchas detenciones, quizá para compensar que antes nadie hubiese hecho nada. El rey salió ileso y el atentado tuvo el efecto de aumentar su popularidad, que no era mucha. Al día siguiente volvió al lugar del atentado, sin escolta alguna, y fue recibido con aplausos. Un joven le entregó una de las balas que habían tratado de matarle. El joven no quiso aceptar el dinero que le ofrecía como prueba de gratitud.

El atentado contra Amadeo, aunque los que dispararan fueran otros, lo habían planificado los mismos que cambiaron la historia de España con el asesinato de Prim. El que encabezaba entonces la cuadrilla era Paul y Angulo, de eso no hay ninguna duda. Iba disfrazado, pero Prim reconoció su voz cuando, tras el fallo del primer trabucazo, gritó que Sigiguieran disparando. Prim debió recordar a Julio César en aquel momento. Paul y Angulo era un señorito jerezano, republicano fanático, muy dado a los lances de honor y tabernarios. Quedó deslumbrado por Prim cuando lo conoció en el exilio y el general llegó a quererle como a un hijo brabucón y tarambana. Le acompañó de Gibraltar a Cádiz para iniciar la sublevación. Pero Prim estaba en contra de Isabel II, no de la monarquía. La adoración de Paul y Angulo se transformó en odio cuando, en lugar de proclamar la república, se puso a buscar un rey. Le insultó y le amenazó en el parlamento y en un periódico que dirigía, El Combate, subtitulado "¡Viva la república democrática federal!". En el número del 23 de diciembre de 1870 anuncia que abandona la pluma por el fusil; el día 27 tiene lugar el atentado en la calle del Turco. Paul y Angulo fue una marioneta cuyos hilos movían el duque de Montpensier y el general Serrano.

Mi bisabuelo Ramón no quiso volver a la taberna de la Calle Mayor y, poco después, encontró trabajo en el café Fornos. El 11 de febrero de 1873, a mediodía, entró el rey con un amigo, se sentó a una mesa y encargaron el menú. Parece que entonces era corriente que los reyes se comportaran como un ciudadano cualquiera, y más aquel que había sido elegido por el voto de los diputados. Antes de que le sirvieran la comida, llegó un emisario con la noticia del enésimo conflicto entre el gobierno y el ejército. Fue la gota que colmó el vaso, como suele decirse. El rey anuló el menú, pidió una grappa, su bebida favorita, y recado de escribir. Allí mismo redactó el escrito de renuncia. "Ahí queda eso, apañaos como podáis", podía ser el resumen. A pie se fue hasta la embajada de Italia y allí se le reunió su familia (el hijo pequeño, el luego famoso explorador Luis Amadeo de Saboya, no tenía ni dos semanas) para luego partir hacia Lisboa.

Al camarerito que le sirvió la última grappa que se tomó en España le dio de propina un duro de plata, uno de los famosos amadeos acuñados durante su reinado. Aunque suponía entonces casi una fortuna, mi bisabuelo no quiso gastarlo. Fue pasando de padres a hijos, y ahora lo tengo yo, o lo tenía, porque lo extravié en la última Mudanza.



 

miércoles, 9 de agosto de 2023

Otros mundos: España en Palermo

 

¿Le gusta a usted Palermo? Yo llevo viviendo aquí ya más de veinte años y me encuentro como en casa. Me parece una ciudad tan española como Barcelona, por lo menos, sin dejar por eso de ser muy siciliana. Aquí Carlos V y Felipe IV tienen sus monumentos y abundan los escudos nobiliarios españoles en las fachadas de los palacios.

            Yo pude haber sido ministro y acabé ganándome la vida como profesor de español. No crea que exagero, no, no crea que fantaseo. Hay muchas cosas de la historia reciente de España que no se saben, o que se saben y se olvidan, y una de ellas es la que yo le voy a contar, si me lo permite.

            Yo, aunque bastante joven entonces, colaboraba con José María de Areilza, era su secretario y hombre de confianza. ¿Quién se acuerda hoy de José María de Areilza? Se sabe que ambicionaba ser presidente de gobierno tras la dimisión de Arias, no se sabe que estuvo a punto de suceder a Suárez tras las primeras elecciones democráticas. Fundó un partido, el Partido Popular (nada que ver con el que vendría después) para organizar a la derecha civilizada frente a la más montaraz de Alianza Popular, el partido de Fraga y los siete magníficos. Fue capaz de coordinar su partido con otros –el liberal, el social-demócrata, el demócrata-cristiano-- en lo que se llamó el Centro Democrático. Dimos mítines por toda España, yo los organicé, y fueron siempre multitudinarios y entusiastas, nada que envidiar a los de la izquierda.

            Suárez estaba en la Moncloa todavía sin saber muy bien qué hacer, si presentarse o no a las primeras elecciones democráticas. No tenía a nadie detrás, le habían puesto allí como dócil marioneta de ajenos intereses. Luego salió respondón y para echarle hubo que poner en marcha un golpe de Estado, pero esa es otra historia.

            ¿Le estoy aburriendo? Ya sé que todo esto suena a los españoles de ahora a historia antigua, a prehistoria más bien. El caso es que un día manda el rey llamar a Areilza a la Zarzuela. Le hace esperar, y no poco, en el cuarto armero. Había allí –tuvo tiempo de contarlas y luego me lo contó a mí-- veintidós escopetas, veinte rifles, treinta y dos pistolas, además de no sé cuántos sables, cuchillos de monte, espingardas, lanzas, puñales. Por supuesto, no faltaban varias vistosas cornamentas, una cabeza de tigre, otra de leopardo y un par de colmillos de elefante. Esto era en noviembre de 1976, hacía un año que se había muerto Franco, supongo que el arsenal y los trofeos habrían ido aumentado durante el resto del reinado. ¿Qué habrá sido de todo ello?

            Me imagino el espanto de doña Letizia cuando entró por primera vez en semejante lugar. Areilza se fijó en que había un radio transmisor en el suelo, como dejado allí al azar, y que parecía estar encendido. Ya se sabe que el rey era radioaficionado, pero no dejaba de ser un curioso sistema de escuchar las conversaciones durante la espera. Pero Areilza aguardaba solo.

            Nunca se ha contado aquella entrevista que cambió la historia de España. Me la contó Areilza a mí y supongo que a alguna persona de confianza más, pero nunca lo hizo por escrito. Lo que sí contó fue el encuentro con Suárez poco después. “Tienes perfecto derecho a aspirar a la jefatura de gobierno y quizá con más méritos que yo”, comenzó, adulador. Pero luego todo su esfuerzo lo puso en convencerle de que él y los líderes de los diversos partidos que formaban el Centro Democrático deberían dar un paso atrás, sustituidos por otros de menor nivel. El gobierno designaría tres o cuatro personas para que lo dirijan técnicamente hasta que él decida dar el paso de presentarse a las elecciones y ponerse al frente. Propaganda, mítines, discursos…, ¿para qué? ¡Con la televisión hay bastante! Sin prescindir por ello de la cooperación activa de los gobernadores civiles y todo el aparato de gobierno.

            Eso fue en esencia lo que Suárez le dijo a Areilza: pon todo tu trabajo político a mi servicio y desaparece de la escena. Serás recompensado, el gobierno es generoso, sabrá honrar tu sacrificio. Y Areilza, increíblemente, aceptó. Pocos saben por qué. Yo se lo voy a contar.

            Areilza sabía de sobra que una operación como la que pretendía Suárez era pan para hoy y hambre para mañana. Que no era lo mismo el Centro Democrático, que él había organizado, que la Unión de Centro Democrático en que se convertiría. En un caso era un verdadero partido de la derecha civilizada española, equiparable a la de cualquier otro país europeo, capaz de gobernar durante varias legislaturas antes de alternar con el centro izquierda. La Unión de Centro Democrático no era más que una suma de intereses. En la última reunión del comité directivo del Partido Popular dejó claro que forjar un partido de arriba abajo sin respetar las bases democráticas del electorado es introducir un elemento de flaqueza congénita en la formación. La simple erosión de gobernar hará que el partido acabe disgregándose en sus elementos originarios. Fue lo que ocurrió cuando Suárez dejó de ser útil al rey.

            Se hizo a un lado Areilza, pero nos animó a que nos sumáramos al nuevo proyecto. “El llegar al poder, el ser diputado, senador, subsecretario o ministro es la legítima aspiración de todo político”, dijo. Yo renuncié a esa aspiración e hice mutis.

            Y ahora le voy a contar por qué un político de raza se dio tan fácilmente por vencido. Suárez era un seductor, un camelista de primera, pero Areilza era perro viejo. Recuerde que le dejamos esperando en el cuarto armero, con los fusiles y los rifles y las cabezas de tigre y leopardo y los colmillos de elefante. Cuando el hicieron pasar al despacho, don Juan Carlos jugueteaba con una pistola. “¿Te gusta? Me la acaban de regalar. Es una maravilla”. Y la tuvo en la mano, desmontándola, volviéndola a montar y acariciándola, durante toda la entrevista.

            Le dijo a Areilza lo que luego le repetiría Suárez: que él creía que lo mejor para España era que Suárez, con un partido propio, encabezara las próximas elecciones, que era el único capaz de ganar a la izquierda, y que aunque él no veía mal que un día gobernaran los socialistas, o incluso los comunistas, que con Carrillo se había vuelto unos perfectos patriotas, todavía no era el momento. “José María, tienes que hacerte a un lado, eres una piedra en el camino, si no te apartas tú habrá que hacer algo para quitarte de en medio”. Y fingió que le apuntaba con la pistola.

            Areilza –según me contó después--, comenzó a sudar copiosamente. El rey notó su miedo. “Ja, ja, ja. No tiembles, hombre, que no está cargada. Ja, ja, ja. Parece que vas a cagarte en los pantalones”. Areilza recordaba una triste historia familiar ocurrida en Estoril en los años cincuenta, pero el rey parecía haberla olvidado por completo.

            La historia de España habría sido distinta si las elecciones de 1977 las hubiera ganado Areilza al frente de un verdadero partido y no una coalición de intereses. Los socialistas habrían tardado en llegar al poder y la modernización de España la habría protagonizado la derecha civilizada.

            ¿Conoce el Teatro Marmóreo, el barroco homenaje a Felipe IV de la Piazza del Parlamento? La estatua que lo corona ya no es la de ese Felipe, sino la del primer Borbón. La original la destruyeron durante la revolución de 1848 que encabezó ese prócer, Ruggero Settimo, que tenemos ahí delante del Politeama. Sicilia fue un tiempo independiente. Luego, cuando la reconquistaron los borbones de Nápoles, colocaron la estatua de Felipe V. Yo ahora estoy recopilando firmas para pedir que se sustituya por la de otro Felipe, el actual rey de España. ¿Quiere firmar?



viernes, 4 de agosto de 2023

Otros mundos: Valor y miedo

 

---Hablo bastante bien español, ¿no cree usted?, y sin embargo nunca he estado en España. No tiene mucho mérito, mi padre era español, uno de los exiliados de la Guerra Civil. Cuando cayó el frente de Cataluña, se vino a vivir aquí, a Arcachon, donde tenía un pariente que era zapatero. Prometió no volver a España hasta que no volviera la República y yo seguí con su promesa. El heredero de Franco no me dio buena espina desde el principio y Suárez y los que amañaron con él que algo cambiara para que todo siguiera igual, menos todavía.

En Arcachon, no sé si lo sabe, pasó sus últimos días felices Manuel Azaña. Mi padre le conoció y se pasó la vida hablándome de él. Fue aquí donde le descubrieron la enfermedad que le llevó poco después a la muerte en Montauban, a donde tuvo que trasladarse cuando se acercaban a los nazis. Mi padre se hizo amigo de Antonio Lot, el asistente de Azaña. Un día le dijo estaba leyendo La velada en Benicarló, que se publicó en 1939, coincidiendo con el comienzo de la guerra. Lo leía en francés, porque la edición en español se había publicado en Chile y no había ejemplares. El libro cayó muy mal entre los gerifaltes republicanos. Había ciertas cosas que aún no se podían contar porque los perjudicaban. A mi padre, le entusiasmó, y a Antonio Lot le pareció que la opinión de un joven soldado anónimo podía alegrar a Azaña.

Vivía en Pyla-sur-Mer, a la entrada de la bahía, junto a la gran duna, frente al cabo de Cap Ferret. La fachada Principal de la casa, rodeada de un pequeño jardín, miraba al mar. Se llamaba El Edén y el nombre estaba muy bien puesto. Azaña quiso colocar personalmente los libros de su biblioteca, que milagrosamente había logrado salvar, y fue entonces cuando comenzó a sentirse mal. Tenía el corazón hipertrofiado, un corazón que no le cabía en el pecho.

Mi padre me dejó en herencia la pasión por el expresidente. Hasta aquí vinieron a visitarle, en esos últimos meses, algunos políticos, pocos, porque la mayoría le habían dado la espalda. Sánchez Albornoz llegó acompañado de una jovencita francesa, su secretaria o su Amante, bastante impertinente. Indignó a Lola, la mujer de Azaña, al comentar que muchos emigrados iban por las calles de Burdeos tratando de vender joyas sin duda robadas. Estas cosas las comentaba luego Antonio Lot con mi padre. Ya digo que se hicieron muy amigos. También le contó la visita de Miguel Maura, su compañero del gobierno provisional, de quien le hacía gracia su chulería, muy de señorito de buena familia, y su espontaneidad. Maura le traía una disparatada propuesta del gobierno francés que a Azaña le pareció más bien una ocurrencia de Maurilla, como le llamaba a veces.

Cuando leí Así cayó Alfonso XIII, las memorias de Maura, me indigné. Afirma que Azaña era un cobarde y lo ejemplifica con una anécdota. Poco después de que expulsaran del ejército a Martínez Anido, le llegó a Maura la noticia de que los sindicatos libres de Barcelona, para vengar la ofensa, habían enviado a dos individuos para asesinar a Azaña. Se limitó a pedir a la policía que los buscara, sin darle mayor importancia. La noticia llegó a Largo Caballero quien, en un consejo de ministros, se acercó a Maura y, al oído, para que no le oyera Azaña, que se sentaba al lado, le preguntó si era cierto. Respondió afirmativamente Maura. "Hay que decírselo", "¿Para qué?", "O se lo dice usted o se lo digo yo". Se lo dijo Maura y Azaña le preguntó qué medidas había tomado ante la amenaza. "Ninguna, como no sea poner el caso en manos de la policía que lleva días buscando a esos individuos". Azaña se indignó. Y con razón, pienso yo, pero Maura opina que se debía a que era un miedoso. "Exijo que se me ponga escolta. No estoy dispuesto a caer en la calle como Dato o Canalejas, sabiendo lo que se trama contra mí", "Ni hablar. Mientras yo esté en Gobernación, los ministros de la República no llevarán escolta. Prefiero que caigamos uno a uno, al ridículo de pasearnos por la calles de Madrid con guardaespaldas". Y luego, para avergonzarle, le contó su caso personal. Había miles de huelguistas en la calle que gritaban contra él, recibía decenas de anónimos amenazantes y cada día iba, a pie y solo, desde Gobernación hasta el Ministerio de Hacienda, donde se celebraban los Consejos de Ministros, pasando ante los grupos de huelguistas. "¡Con que ya ve usted el caso que puedo hacer de ese par de macacos enviados desde Barcelona!".

En esas manos estaba el orden público. ¿A quién le puede extrañar la quema de conventos, que en ese mismo libro quiere echar sobre las anchas espaldas de Azaña? El concepto del valor que tenía Miguel Maura lo ejemplifica con la actuación de otro "señorito chulo", el hijo del dictador.

En una de las juntas del Colegio de Abogados, a poco de caer la Dictadura, apareció por primera vez en un debate público, José Antonio Primo de Rivera. Tenía la costumbre de increpar, y en ocasiones agredir, a los oradores si se permitían la menor crítica a la labor de su padre. Un día intervenía un político conservador, Rodríguez de Viguri, que sacó a relucir el famoso asunto de la Caoba, ya sabe usted, la prostituta amiga del general a la que detuvieron por chantajista y por traficar con cocaína. Primo de Rivera escribió al juez para que la dejara en libertad y, como este pusiera reparos, hizo que le abrieran expediente. José Antonio estaba sentado detrás de Maura. De inmediato, al oírlo, saltó sobre él y fue hacia el Orador. Le dio una bofetada que resonó en la sala, le zarandeó y allí mismo le habría dado una buena paliza si algunos de los asistentes, con bastante esfuerzo y recibiendo algún que otro puñetazo, no hubieran logrado separarlos. Comparado con José Antonio, siempre dispuesto a responder con los puños y con la pistola a cualquier presunta ofensa, sin duda que Azaña era un cobarde que no estaba dispuesto a enfrentarse a puñetazos con los pistoleros del sindicato libre.

---No sabemos cómo vamos a reaccionar en una situación concreta –dije yo, que le había escuchado mirando abstraído la escultura de Bruno Catalano, un incompleto viajero, que teníamos enfrente..

A Rivas Cherif, el cuñado de Azaña, le detuvieron los agentes de la Gestapo que buscaban a Azaña en la casa que ya había abandonado. Luego le llevaron hasta Irún y se lo entregaron a los policías españoles que lo trasladaron a la Dirección General de Seguridad. Tuvo más suerte que Companys y Zugazagoitia, detenidos en las mismas circunstancias y fusilados de inmediato. A mí, policías del mismo régimen, me detuvieron en la escuela en que entones daba clase. Era una escuela unitaria. Esperaron a que salieran los niños y luego me llevaron hasta la comisaría de Mieres. Allí me tuvieron horas sin decirme por qué ni para qué. Luego supe que era mientras registraban mi casa en Avilés. Hecho el registro, me metieron esposado en un coche negro y con cuatro policías de paisano me trasladaron hasta la Dirección General de Seguridad, como a Rivas Cherif, Companys y Zugazagoitia. A medio camino, hicieron un alto en una estación de servicio. Dudaron los policías si llevarme con ellos hasta el bar esposado o no. Decidieron lo segundo, pero antes de quitarme las esposas el policía que se sentaba a mi izquierda –iba en el asiento trasero entre dos policías-- sacó la pistola y la apoyó en mi sien: "Cuidado con hacer tonterías que aquí se dispara primero y se pregunta después". Debería haberme muerto de miedo, pero lo único que se me ocurrió pensar fue: "Van a matarme como a Lorca y yo ni siquiera he escrito aún nada que valga la pena".