En
un ámbito propicio a las confidencias, el jardín de la casa de un amigo una
fresca noche de agosto, sin más luz que la de las estrellas, se me ocurrió
contar una historia que me avergonzaba un poco. Una especie de experiencia
mística, por decirlo de alguna manera, que a mí, tan racional y tan escéptico,
me hacía sentir algo ridículo cuando la rememoraba.
Me habían invitado a un encuentro
sobre la poesía de Claudio Rodríguez en su natal Zamora. Lo organizaba Luis
García Jambrina, el profesor salmantino que descubrió a Juan Manuel de Prada y
al que tanto ayudó en sus inicios. Luego acabaron mal, como suele ocurrir en
estos casos.
A Claudio Rodríguez le conocí y le
traté algo. Siempre me dio la impresión de un ser desvalido, maltratado por la
vida. Quizá porque recordaba la anécdota que una vez me contó Carlos Bousoño.
Cuando tenía diez u once años, se cayó de la bicicleta y se dio un fuerte golpe
en la cabeza. Sus padres iban a asistir entonces a una corrida de toros.
Decidieron dejarlo en casa, inconsciente en la cama, y se fueron a disfrutar
del espectáculo. Lo llevaron al médico al regreso, y parece que ni siquiera se
dieron mucha prisa en volver. El médico les dijo que podía haberse muerto.
Tuvieron que hacerle una punción lumbar, bastante dolorosa, que recordaría toda
la vida. Con esos antecedentes, no extraña nada que considerara su verdadero
padre a Vicente Aleixandre, que le ayudó a publicar Don de la ebriedad.
En la última jornada, los actos
acabaron a primera hora de la tarde. Decidí aprovechar el resto del día para
visitar Granja de Moreruela, un nombre con resonancias mágicas para mí desde
que lo encontré en el capítulo inicial de Andanzas y visiones españolas, el
primer libro de Unamuno que leí –estaba yo en quinto de bachillerato-- y que
sigue siendo mi preferido entre los suyos.
Busqué un taxi y me dirigí hasta
allí. No encontré a nadie que quisiera acompañarme. Estaba demasiado lejos y no
eran más que ruinas. En realidad, con los otros participantes no simpatizaba
demasiado. Eran más de la cuerda de Miguel Casado y Gamoneda.
Nada más bajar del coche, ya al
atardecer, quedé deslumbrado. Recordé a Unamuno: “¡Qué majestad la de aquella
columnata de la girola que se abre hoy al sol, al viento y a las lluvias! ¡Qué
encanto el de aquel ábside! ¡Y qué intensa melancolía la de aquella nave tupida
hoy de escombros sobre los que brota la verde maleza! Y todo ello se alza,
añorando siglos que fueron, y quien sabe si siglos por venir, en un valle de
sosiego y del olvido del mundo”.
Todo seguía igual, salvo que ahora
ya no había escombros y algunas partes habían sido restauradas. Un vigilante me
dijo que cerraban a las ocho. El taxista se quedó esperando fuera y yo me
adentré en el solitario recinto. Solo se escuchaba el silencio. Ni el canto de
un pájaro ni el rumor de una hoja en los bosquecillos cercanos que parecían
como el fondo de algún primitivo italiano.
Había una escalera en el lado
izquierdo de la nave y por ella subí hasta estancias sin techo que quizá fueron
dormitorio de los monjes. De pronto, el cielo se oscureció. Primero cayeron
unas gruesas gotas. Luego un relámpago, un trueno y el brusco latigazo del
chaparrón. Me refugié como pude en una esquina. Las ruinas, alumbradas por los
relámpagos, parecían la ilustración de alguna leyenda medieval. Si en ese
momento hubiera aparecido un esqueleto vestido con hábito de monje, no me
habría extrañado. Pero lo que apareció fue un perro. Y yo pensé en el perro de
Aleixandre al que Claudio Rodríguez dedicó un poema, comentado aquella misma
mañana en el curso: “Sirio, / buen amigo del hombre, compañero del poeta, /
estrella que allá brillas / con encendidas fauces / en las que hoy meto al fin,
sin miedo, entera, / esta mano mordida por tu recuerdo hermoso”.
El perro se acercó a mí, me husmeó
un rato, como reconociéndome, y luego comenzó a caminar por un pasillo oscuro
en el que yo no me había fijado o que quizá no estaba antes allí. Sin pensarlo,
fui tras él.
Caminamos un rato entre tinieblas
hasta dar con un jardín. La luz era tanta que tardé en acostumbrarme. Se oía el
rumor de una fuente, sentí el olor penetrante de una higuera, una leve brisa
agitaba las ramas de algunos árboles en flor.
---¿A dónde me has traído, Sirio?
–dije asombrado.
Me parecía encontrarme en alguna
minuciosa miniatura medieval. Entre los árboles, al fondo, entreví una torre.
Me acerqué. No tenía más que una ventana, muy en lo alto, y a ella se asomó una
mujer joven con largas trenzas rubias. Por la derecha apareció otra, de más
edad, que en una bandeja de plata me ofrecía una copa con un líquido verdoso.
No quise beberlo. Me froté los ojos. Qué extraño todo.
Pero se estaba bien allí. Me tendí a
la sombra de un castaño y me quedé dormido.
Ya sé que todo esto resulta
increíble. Ni yo mismo me lo acabo de creer. Por eso nunca se lo he contado a
nadie. Como nunca conté las razones del enfrentamiento entre Prada y su mentor
primero, García Jambrina, que conozco en la versión de uno y de otro. “Como
todos los enemigos mortales, comenzamos siendo los mejores amigos”, es frase
que a mí me gusta repetir y que podría servir para iniciar muchas historias.
En la vida de Claudio Rodríguez hay
otra tragedia que dejó huella en el poema “Herida en cuatro tiempos”. De los
escritores que admiramos no deberíamos conocer más biografía que la que se
transparenta en su obra. Una de las ventajas de no ser un escritor famoso, me
digo, es que nadie escribirá mi biografía: “La vida es una red de triviales
miserias / y habrá algo mejor que ser la ceniza / de que está hecho el olvido”.
Pero me estoy apartando de la
historia que os contaba. Me quedé dormido en aquel jardín soñado que parecía de
cuento y cuando desperté, no sé si después de minutos o de horas, no tenía
ninguna gana de salir de allí. Sirio, a mi lado, me miraba con sus redondos
ojos negros y parecía tan a gusto como yo.
---Nos quedaremos a vivir aquí,
¿verdad., Sirio? Aquí en el paraíso.
Y allí me quedé, no sé si meses o
años, alimentándome de frutas, bebiendo el agua de la fuente, durmiendo al raso
bajo noches estrelladas tan hermosas como esta. Miré hacia el cielo y pareció
que Sirio, el otro Sirio, me guiñaba un ojo.
Pero una noche, muchas noches
después, infinitas noches, noté algo raro al despertarme. No estaba en un
jardín, sino entre las ruinas del monasterio de Moreruela. Busqué a Sirio y no
lo encontré por ninguna parte. Me puse en pie y caminé hacia la salida.
Volvía a lucir, como cuando llegué,
una hermosa luz de atardecer. Ni rastro de la tormenta. La columnata de la
girola seguía tan majestuosa como en la prosa de Unamuno que me había llevado a
aquel lugar. No sabía lo que me iba a encontrar, cuánto tiempo había pasado.
Pero allí estaba el vigilante, haciéndome señas, era la hora de cerrar. Miré el
reloj: pasaban escasos minutos de las ocho. El taxista fumaba y no daba
muestras de impaciencia.
En la leyenda medieval, un fraile
escucha absorto el canto de un ruiseñor y cuando cree que han transcurrido diez
minutos han pasado trescientos años. A mí me ocurrió lo contrario.
Dormí aquella noche en el parador,
frente a la estatua de Viriato que aparecía reproducida en la enciclopedia
Álvarez de mi infancia, y a la mañana siguiente regresé a Oviedo. Nunca había
contado a nadie esta historia. Hasta ahora.
Yo sé que el paraíso existe. Estuve
en él.
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