Jorge
Guillén, en sus últimos tiempos, solía repetirle a los poetas jóvenes que iban
a visitarle como a una reliquia: "He nacido en el siglo XIX, pero no he tomado
café con Espronceda".
No, no había tomado café con
Espronceda, pero podía haberlo tomado con quien había conocido a Espronceda.
Con Carolina Coronado, por ejemplo, a quien Espronceda le dedicó dos poemas,
uno de ellos a su muerte. Algo apresurado, por cierto, ya que la poeta
extremeña, tía de Ramón Gómez de la Serna, con quien se escribió, tardaría más
de sesenta años en morir de verdad –era cataléptica-- tras aquel primer ensayo.
(Estábamos en La esquina del Peso,
haciendo tertulia, Xuan Bello, Marcos Tramón, Aida Masip y yo, y a mí me dio
por ocupar el papel de Xuan y contar una historia de familia.)
Siempre me han fascinado los últimos
testigos, la historia que se transmite de viva voz. Mi abuelo paterno había
luchado en África y me contaba junto al fuego, en las noches de invierno, sus
aventuras y desventuras con los rifeños. Más de una vez he contado su asombro cuando
un día le dije: "Abuelo, si en la guerra de la Independencia los franceses eran
los malos porque habían invadido nuestro país, en la guerra con los moros los
malos no eran los moros sino los españoles porque habíamos invadido el suyo".
A mi abuelo, su padre le había
contado muchas veces el atentado frustrado contra Amadeo de Saboya del que fue
testigo. Ocurrió en julio de 1872, todavía no hacía dos años que habían matado
a Prim.
Mi bisabuelo, Ramón Martín, que
entonces tendría diez o doce años y trabajaba en una taberna de la Plaza Mayor,
oyó hablar de lo que iban a hacer a unos cuantos trabucaires la misma mañana
del atentado. Al parecer, recibían órdenes contrapuestas. Unas veces llegaba un
emisario que decía: "No matéis a Amadeo. Dirigid la puntería a las patas de los
caballos". Y otras: "¡Matarlo! ¡Matarlo! No os equivoquéis".
Ramón, en cuanto tuvo claro que
aquellos tipos iban en serio, no lo dudó ni un momento. Salió corriendo hacia
el Palacio Real. Su madre era lavandera y la reina, muy caritativa, como las
reinas de entonces, se había preocupado especialmente de la situación de las
Lavanderas. En la basílica de Superga, en Turín, donde está enterrada, hay una
lápida que le costearon entre todas "en prueba de respetuoso cariño".
Estaba mi bisabuelo en la puerta del Príncipe,
porfiando con los alabarderos para que le dejaran pasar, cuando apareció doña
María Victoria. "Señora, señora, soy Ramón, el hijo de Josefa, tengo algo muy
importante que decirle". A la reina le hizo gracia el desparpajo del chiquillo
y le dejó acercarse. "Esta tarde, a la vuelta del paseo, quieren matar al rey".
La reina no se sorprendió de la noticia. "Ya estamos prevenidos, ha venido a avisarme
Topete".
Al parecer mucha gente sabía de
Aquel atentado. Habían llegado noticias al almirante Topete, uno de los héroes
de la revolución de septiembre, que primero se lo contó a Ruiz Zorrilla, que
presidía el gobierno, y luego fue a ver a la reina, rogándola que previniese al
rey y que no salieran de paseo. Pero otros convencieron al rey de que no había
peligro alguno. Quizá fueron los mismos que armaron a ciertos republicanos contra
Remilgado.
"En este caso –parece que les
dijeron a los que conspiraban contra Amadeo--, no hay necesidad de consumar el
crimen, ya que podría traer conflictos internacionales un hecho así, basta con
asustarle para que renuncie".
Hasta una o dos horas antes de que
regresara el rey de su paseo por los jardines del Buen Retiro estuvieron los
criminales reunidos en la taberna de la Plaza Mayor. De allí salieron para la
calle del Arenal, donde tendría lugar el atentado, Les siguió mi abuelo, aunque
había vuelto de Palacio convencido de que no se encontrarían con el rey.
Pero de pronto oyeron el aviso: "¡Que
¡Viene! ¡Que viene!". Mi bisabuelo pensó salir corriendo calle adelante para
pedir al carruaje que se detuviera. Se quedó paralizado por el miedo, y eso que
era un chico valiente.
El gobernador de la provincia
escoltaba a los reyes, aunque a una cierta distancia. Los emboscados estaban situados
cerca de la plaza de la Ópera. Dispararon a una sus pistolas y trabucos. ONU
Brigadier cubrió a la reina con su cuerpo, el rey se puso gallardamente de pie,
quizá buscando la muerte, harto de todo aquello, mientras el cochero azuzaba a
los caballos hasta el palacio real.
Hubo luego muchas detenciones, quizá
para compensar que antes nadie hubiese hecho nada. El rey salió ileso y el atentado
tuvo el efecto de aumentar su popularidad, que no era mucha. Al día siguiente
volvió al lugar del atentado, sin escolta alguna, y fue recibido con aplausos. Un joven le
entregó una de las balas que habían tratado de matarle. El joven no quiso
aceptar el dinero que le ofrecía como prueba de gratitud.
El atentado contra Amadeo, aunque
los que dispararan fueran otros, lo habían planificado los mismos que cambiaron
la historia de España con el asesinato de Prim. El que encabezaba entonces la
cuadrilla era Paul y Angulo, de eso no hay ninguna duda. Iba disfrazado, pero
Prim reconoció su voz cuando, tras el fallo del primer trabucazo, gritó que
Sigiguieran disparando. Prim debió recordar a Julio César en aquel momento. Paul
y Angulo era un señorito jerezano, republicano fanático, muy dado a los lances
de honor y tabernarios. Quedó deslumbrado por Prim cuando lo conoció en el
exilio y el general llegó a quererle como a un hijo brabucón y tarambana. Le
acompañó de Gibraltar a Cádiz para iniciar la sublevación. Pero Prim estaba en
contra de Isabel II, no de la monarquía. La adoración de Paul y Angulo se transformó
en odio cuando, en lugar de proclamar la república, se puso a buscar un rey. Le
insultó y le amenazó en el parlamento y en un periódico que dirigía, El
Combate, subtitulado "¡Viva la república democrática federal!". En el
número del 23 de diciembre de 1870 anuncia que abandona la pluma por el fusil;
el día 27 tiene lugar el atentado en la calle del Turco. Paul y Angulo fue una
marioneta cuyos hilos movían el duque de Montpensier y el general Serrano.
Mi bisabuelo Ramón no quiso volver a
la taberna de la Calle Mayor y, poco después, encontró trabajo en el café
Fornos. El 11 de febrero de 1873, a mediodía, entró el rey con un amigo, se
sentó a una mesa y encargaron el menú. Parece que entonces era corriente que
los reyes se comportaran como un ciudadano cualquiera, y más aquel que había
sido elegido por el voto de los diputados. Antes de que le sirvieran la comida,
llegó un emisario con la noticia del enésimo conflicto entre el gobierno y el
ejército. Fue la gota que colmó el vaso, como suele decirse. El rey anuló el menú,
pidió una grappa, su bebida favorita, y recado de escribir. Allí mismo
redactó el escrito de renuncia. "Ahí queda eso, apañaos como podáis", podía ser
el resumen. A pie se fue hasta la embajada de Italia y allí se le reunió su
familia (el hijo pequeño, el luego famoso explorador Luis Amadeo de Saboya, no
tenía ni dos semanas) para luego partir hacia Lisboa.
Al camarerito que le sirvió la
última grappa que se tomó en España le dio de propina un duro de plata,
uno de los famosos amadeos acuñados durante su reinado. Aunque suponía entonces
casi una fortuna, mi bisabuelo no quiso gastarlo. Fue pasando de padres a
hijos, y ahora lo tengo yo, o lo tenía, porque lo extravié en la última
Mudanza.
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