domingo, 27 de noviembre de 2011

Razón de más: Historia y vida

Domingo, 20 de noviembre
UN HOMENAJE

En uno de los puestos del Campillín, me sorprende un número doble de la Revista de Occidente dedicado a Nietzsche. Un número espléndido: ahí están sus poemas venecianos, analizados junto a los de Platen y otros autores coetáneos; un conjunto de textos autobiográficos que terminan con el certificado del médico que lo examinó en Turín y con los estremecedores diarios clínicos de Basilea y Jena. Incluye también una antología de su repercusión en España. La selección comienza con un artículo de Joan Maragall, de 1893, y termina con Blas de Otero: “Escucho a Nietzsche. Por las noches leo / un trozo vivo de Sils-Maria. Suena / a mar en sombra. Mas ¡qué buen mareo, / qué sombra tan espléndida, tan llena!” 
            En la presentación, Andrés Sánchez Pascual, escribe: “Juntamente con Marx y Freud constituye Nietzsche el tercero de los resortes que mantienen en tensión el pensamiento de nuestros días. Sería simpleza dejar la aseveración anterior tal como está, y no añadir: Nietzsche, Freud y Marx, y todo lo que con ellos se relaciona: lo que ellos asumieron en sí, lo que ellos son, y lo que de ellos está brotando”.
            Por esas mismas fechas, en 1973, Inés Illán nos dijo antes de comenzar una de las largas huelgas de entonces: “Aprovechad estos días sin clase. Leed, leed sobre todo a Marx, a Freud y a Nietzsche, que son más importantes que Horacio y que Virgilio”.
            Todos abrimos los ojos asombrados al escuchar esas palabras de nuestra profesora de latín. Parece que tan peculiares recomendaciones no eran solo suyas.
            Marx y Freud hace tiempo que están en el desván de los trastos viejos, pero Nietzsche, el loco Nietzsche, sigue vivo, inquietante, sigue siendo uno de los resortes que nos mantiene en tensión.


Martes, 22 de noviembre
CASA DE LOS TIROS

Mientras leo mis versos en la Casa de los Tiros me viene a la memoria una de las Crónicas de Al-Andalus, de Fernando Quiñones, en la que nos cuenta la lectura que allí hizo Lorca de su nueva tragedia, “la historia de una mujer / herida por la esterilidad”. Quiñones juega al anacronismo y entre los oyentes coloca, junto a Emilio García Gómez, a al-Mutamid. Yo leo mis versos con un tono distanciado, como si no fueran míos. Disfruto más en el coloquio, disparatando y disparando contra este y aquel para hacer honor al nombre de la casa. Hablo de las guerras literarias de los años ochenta, que en Granada libraron algunas de sus principales batallas. Hablo también de algunos de mis monstruos favoritos, como Antonio Rodríguez Jiménez, el ideólogo de los poetas no clónicos, y del famoso artículo de Pedro J. de la Peña en el que afirmaba que la poesía de la experiencia la inventó Felipe González en la Bodeguiya. O de otro artículo de otro profesor, Domingo F. Faílde creo que se llamaba, en el que me acusaba de hacerme rico con mis antologías a costa del trabajo ajeno. Y del desconcierto que cundió entre los llamados poetas de la diferencia cuando, en 1996, acabada para siempre la “dictadura perfecta” de los socialistas y los de la experiencia, el nuevo presidente apareció en el congreso nada menos que con Habitaciones separadas, de Luis García Montero.
Yo ante el público procuro ponerme sublime lo menos posible; los poemas, al menos los míos, se escriben a solas para ser leídos a solas. Y nada me divierte más que hablar de las pequeñas anécdotas de la vida literaria. Pero sé que estoy en la cainita Granada, me acuerdo de Lorca, y procuro no dar nombres de poetas locales. Uno de ellos me envió un libro dedicado con las siguientes palabras: “A José Luis García Martín, para que lea verdadera poesía y no la de Benítez Reyes, Trapiello, García Montero, d’Ors y los otros poetastros que admira”. No dije el nombre del poeta, pero sí el título del libro, Mediterráneo, y ahí fue ella: un señor de la primera fila comenzó a protestar airadamente y a arremeter contra mí. Temí que fuera el propio poeta. No es la primera vez que meto la pata de esa manera. Recuerdo que hace años, en el Ateneo de Madrid, empecé a ponerle reparos y más reparos a la poesía de Carlos Bousoño y de pronto me doy cuenta de que, en la primera fila, estaba sentado el propio Bousoño junto a Francisco Brines. Pero esta vez no era el poeta de la dedicatoria quien estaba en la primera fila, sino algún admirador suyo, que tras replicarme airadamente abandonó la sala. Cuando salí a la noche granadina, desapaciblemente siberiana, creía ver la sombra de algún resentido poetilla acechándome en cada esquina.


Miércoles, 23 de noviembre
ALFOMBRA MÁGICA

Tras la escaramuza de ayer —finalmente la tinta no llegó al río—, este raro día en que, como en el romance de Lope, “a mis soledades voy / de mis soledades vengo”, comienza, muy de mañana, subiendo por la Cuesta de Gomérez. Pronto me encuentro con el rumor del agua a uno y otro lado del camino. Todavía no han llegado los turistas, camino solo entre los altos árboles con todos los colores del otoño. Solitario cruzo la Puerta de la Justicia y luego la del Vino, con sus gatos y su inscripción que homenajea a Debussy. Hace sol, pero sopla el viento de Sierra Nevada. A un lado se desparrama el Albaycín; al otro, el sólido palacio de Carlos V. Durante un tiempo —una eternidad—  gozo de tanta hermosura para mí solo. Fue el primero de los regalos del día, inmerecido como todos los verdaderos regalos. Cuando vi aparecer el primer grupo de turistas, decidí abandonar aquella maravilla que, por primera vez, había querido tener conmigo una cita de enamorados, sin testigos incómodos.


            Luego tres horas de tren, con pocos pasajeros, sin teléfonos, sin abrir un libro, con la caricia del paisaje que se desliza tras la ventanilla mientras el rítmico traqueteo se convierte en octosílabos: “Parece que viajo solo / y llevo un buen compañero / que a manos llenas me entrega / el oro de su silencio. / Entre Granada y Sevilla, / soy el viajero más lento / en un tren que a don Antonio / quizá llevó en otro tiempo. / Olivos y más olivos / y montañas a lo lejos / y un cielo sin una nube: / eso es todo cuanto veo”. Eso es todo cuanto veo, eso es todo cuanto tengo. ¿Y qué más necesito?


            La Posada del Lucero está muy cerca de la Plaza de la Encarnación, escándalo de los sevillanos porque en ella se estaba levantando una aparatosa estructura que parecía no se iba a acabar nunca. Pero ya ha terminado y mi primera visita, tras dejar la maleta en la posada donde al parecer se alojó Santa Teresa, es a estas fantásticas setas. A los sevillanos siguen sin gustarles. Pregunto a varias señoras en el mercado cómo se puede subir a la terraza-mirador y ninguna lo sabe ni tiene ninguna curiosidad por averiguarlo. A mí me recuerdan –salvando las distancias— a Verlaine, que cerraba los ojos para no ver la torre Eiffel, esa ofensa a la hermosura de París. Encuentro el ascensor en el sótano, junto al museo, y pronto tengo toda Sevilla a mi alrededor como si caminara en una alfombra mágica por encima de los tejados. Luego visito otra Sevilla, la Sevilla romana, maravillosamente rescatada y ofrecida a nuestra admiración.
            Antes de ofrecerme los lugares de siempre, disfruto de estas dos caricias inéditas que buena parte de los sevillanos desdeñan porque se deben a políticos de ideología distinta de la suya. Todos, en el fondo, somos como aquel personaje de una viñeta de Mingote. “¿Qué le parece a usted la nueva fuente que han puesto en la plaza?”, le pregunta el lugareño al visitante. “Espere usted a que me entere a qué partido político pertenece el alcalde”, responde este.  


Jueves, 24 de noviembre
DOBLE RACIÓN

Hace cuarenta años, en septiembre de 1971, publiqué mi primer poema. Yo vivía entonces en Avilés, no conocía a nadie. La revista Poesía española, la única que se podía comprar en las librerías de Oviedo, daba noticia de otras revistas literarias. Les escribí a todas pidiendo información y, a ser posible, un ejemplar. Luego mandaba mis poemas. El primero apareció en una revista de Málaga, Caracola, por entonces ya en decadencia, pero en la que habían colaborado Juan Ramón Jiménez y Cernuda. Cuarenta años después de aquel primer regalo, vuelvo a Andalucía para presentar dos de los cuatro libros que este año he editado en Sevilla y en Granada.         
En la presentación sevillana, también acabo soliviantando a alguno de los pocos asistentes. Una señora que me pregunta por la diferencia entre realidad y ficción, entre verdad y mentira –nada menos—, pero que cuando voy a responderle me dice: “Déjame hablar a mí, que tú ya has hablado demasiado”. Temo que se marche airada, como el detractor granadino, pero se queda hasta el final, y en la calle todavía tiene tiempo para decirme: “Nunca me he encontrado con nadie más narciso y más ególatra”. La verdad es que yo, si leo poemas o doy alguna conferencia, lo hago solo como pretexto para el coloquio final. Nada me divierte más que polemizar en público.


            Hoy tengo ración doble, así que no me puedo quejar. Tras la presentación, el generoso e inverosímil editor, Javier Sánchez Menéndez, nos invita a cenar en la biblioteca de las Casas del Rey de Baeza. Diez personas, escritores y sin embargo amigos, y entre ellos mi contradictor mejor, Abelardo Linares, que nos cuenta mil y una anécdotas de sus andanzas como editor (yo le animo a escribirlas, pero sé que nunca lo hará) y de su relación con Borges (comieron juntos varias veces, compusieron algunos haikus en colaboración). Yo, que soy experto en sacar a la gente de sus casillas, esta vez me contengo y solo hago alguna observación amable. Él intenta picarme: “Bueno, ahora tienes aquí dos editores, danos una de tus habituales lecciones sobre cómo debe ser un editor”. Ganas me entran, pero me contengo. Y luego, exultante con el reciente triunfo: “Estoy deseando saber si todavía piensas que Zapatero es un gran estadista, como afirmaste alguna vez”. José Luna Borge apostilla: “¡Nos ha llevado a la ruina!”. Yo sonrío y no entro al trapo: “Todavía lo sigo pensando. Pero no voy a convencer a nadie. La historia, más pronto que tarde, le pondrá en su sitio. Yo creo que tuvimos suerte de contar, en los peores momentos, con un buen capitán. A ver si el que llega ahora sabe estar a la altura. Me alegraría. Soy ajeno a cualquier pasión partidista”, digo tratando de practicar esa cualidad tan necesaria para triunfar en la vida que es la hipocresía (y que cada vez se me da mejor, para qué negarlo).

Viernes, 25 de noviembre
OTRO HOMENAJE


Con Juan Lamillar, mi guía favorito, deambulo por Sevilla esta dorada mañana de otoño. El compás de un convento becqueriano, un Zurbarán escondido, la ventana de un palacio, un jardín entrevisto, un poco de historia en cada rincón, y, como fin de fiesta, la feria del libro antiguo en la Plaza Nueva. El paseo real se prolonga con el  “Paseo por las librerías de viejo”, de Juan Bonilla, que me regalan en uno de los puestos.
Recuerdo que en una reunión con poetas jóvenes le dije, en broma, a Luis Antonio de Villena: “Ya vamos siendo viejas glorias”. Él me miró por encima de hombro y apostilló: “Viejas somos todas; glorias, solo algunas”. Pues yo, altivo Luis Antonio, no cambiaría por ninguna otra gloria este homenaje que el que el azar ha querido hacerme a los cuarenta años de la publicación de mi primer poema.


domingo, 20 de noviembre de 2011

Razón de más: En aire, en humo, en nada

Domingo, 13 de noviembre
ANÓNIMO

Los anónimos ya no son lo que eran. Hasta yo, que no disimulo mi desprecio por quienes se esconden para dar su opinión en Internet, generalmente desinformada y desagradable, he acabado aceptándolos e incluso he entrado en debate con alguno de ellos. Cosas del aburrimiento y de mi pasión por la polémica (para mí discutir es como para otros jugar a la pelota o a las cartas). Pero hoy me he encontrado con un anónimo de los de antes. Y he sentido un poco de miedo. En el buzón había un sobre con mi nombre y sin dirección; dentro, algunos juicios sobre lo que escribo no precisamente elogiosos. Los juicios negativos no me molestan especialmente. No soy nada susceptible. Todavía recuerdo, y lo repito con frecuencia, lo que se dijo hace años, cuando publiqué mi Poesía reunida, en un suplemento andaluz: “Las opiniones sobre García Martín como poeta están divididas: unos piensas que es un mal poeta; otros, la mayoría, que no es un poeta”. Siempre creí que lo había escrito Juan Bonilla, pero él me asegura que no. A mí me hizo gracia. Nunca me ha molestado demasiado que los demás no me crean tan genial como yo me creo (en realidad, ni yo mismo me creo tan genial como me creo). Y como todos tendemos a pensar que los demás son como nosotros, pues nunca he tenido inconveniente en decir públicamente lo que me parece menos acertado de cualquier obra literaria, sin importarme si la firma o no un amigo. Pero lo de hoy es distinto. Esta mañana –ayer no estaba— alguien que no me quiere bien se ha tomado la  molestia de llegar hasta mi casa, de hacer que le abran el portal, de dejarme un escrito pretendidamente ofensivo y vagamente amenazante en el buzón.
            Tengo que tener más cuidado, pienso. Cualquier día un poetastro pierde la paciencia y contrata a unos matones para que me den un escarmiento. Pero si en cuarenta años que llevo haciendo lo mismo no han perdido la paciencia, no creo que vayan a hacerlo ahora. Y en el fondo debo de estarle agradecido: pasan en mi vida tan pocas cosas que gracias a ese anónimo tengo algo que contar este domingo en el que, si no fuera por él, no pasaría nada, salvo el tiempo.

           
Lunes, 14 de noviembre
UN PERSONAJE DE LA BRUYÈRE

Mi autoestima debería de estar por los suelos. Ayer un anónimo de alguien que no me quiere bien. Hoy, un amigo que me quiere bien, después de discutir largo rato, me dice: “Eres imposible. A ti no se te puede hacer cambiar de opinión, por buenas razones que se te den. Eres como aquel personaje de La Bruyère, Arrias creo que se llamaba, que siempre presume de haberlo leído todo, que moriría antes de aceptar que ignora algo. Una vez se hablaba en la mesa de la situación en no sé qué remoto país. Él en seguida le quita la palabra a un recién llegado de allí y se pone a hablar de aquella región lejana como si fuera originaria de ella; discurre de las costumbres de aquella corte, de las mujeres del país, de sus leyes y de sus usos; recita historias que allí le han sucedido, las encuentra graciosas y él es el primero que se ríe hasta reventar. Alguien trata de probarle que algunas de la cosas que dice no son ciertas. No se turba, todo lo contrario, se enfrenta a su interlocutor: ‘Yo no cuento nada que no haya vivido o no sepa de buena tinta; lo que digo se lo he oído a Sethon, el embajador de Francia en aquella corte, a quien conozco bien, y que ha vuelto a París hace algunos días. Hemos hablado hace poco’. Y trata de seguir perorando sobre esto y aquello.  Entonces quien había tratado de replicarle dice: “Perdone usted, señor, pero es que yo soy precisamente Sethon, el embajador del que usted habla”.


Miércoles, 16 de noviembre
EN LA LIBRERÍA

Llega uno a una edad en que entrar en una librería de viejo ya no es lo que era. Al pasar por Gulliver, digo a los amigos que me acompañan. “Un momento, que voy a buscar provisiones para esta noche”. Nunca viajo con libros. Me gusta encontrarlos sobre el terreno. Pero repaso las estanterías y todo lo que me interesa, o me apetecería leer, ya lo he leído. Hay alguna primera edición de autores que admiro, pero yo no soy coleccionista. Acabo quedándome con un libro de Manuel Cardenal de Iracheta, alguien de quien ni siquiera he oído hablar, porque al abrirlo al azar me encuentro con que fue amigo de un viejo amigo: “Con qué infantil alegría le vi una tarde montar en su vagón de tercera, en la estación de Segovia, camino de Palencia, durante unas vacaciones. ïbamos con él Adellac, el matemático, y yo. Don Antonio se apoyaba, como de costumbre, en su bastón-cayado. Cuello de pajarita, puños almidonados, ancho sombrero negro, dibujaban su figura de caballero de veinte años atrás. Traqueteaba el tren y el maletín de don Antonio amenazó salirse de la red. Me levanté y lo cogí para colocarlo mejor y evitar su caída; ¡oh sorpresa!, no pesaba nada. Lo agité y sin poderme dominar lo abrí: solo contenía un cepillo de ropa. Las camisas se le habían olvidado al buen don Antonio como otrora al buen manchego. En Palencia, Adellac le equipó como a un escolar a quien su madre lleva al internado”.
            No encontré nada más que estos Comentarios y recuerdos de quien parece, sobre todo, un hombre bueno. Claro que solo estuve diez minutos ojeando los repletos plúteos; no suelo estar más tiempo. Recuerdo que una vez acompañé a Francisco Brines a uno de los pisos en que guarda sus libros José Manuel Valdés. Llegamos a las cuatro de la tarde; me aburrí con él hasta las cinco; volví a buscarle a las nueve, y aún seguía explorando minuciosamente una de las esquinas. “Lástima que no pueda volver mañana, porque marcho temprano”, dijo. No sé si llegó a comprar algo. Seguro que es de esas personas, a las que yo envidio tanto, que nunca se aburren.


Jueves, 17 de noviembre
EPISODIOS NACIONALES

Mis amigos bibliófilos desdeñan la Cuesta de Moyano. “Hace tiempo que no hay en ella más que novedades y morralla”, me dicen. Pero para Cristian David López, que ha venido a leer sus versos al Centro Hispano Paraguayo, es toda una novedad y para mí es una rutina madrileña de la que no me gusta prescindir. Y siempre acaba recompensándome. Hemos estado en el Prado, Cristian y su novia por primera vez, y a mí, aparte de las maravillas habituales (y las inagotables sorpresas del Hermitage), me han conmovido sobre todo Torrijos y sus compañeros aguardando la muerte en las playas de Málaga. Aquí el tamaño sí que importa. Me siento frente al inmenso cuadro y escucho el llanto, los rezos, las olas del mar de Málaga. Y también una voz que canta: “Oh qué día tan triste en Granada, / que a las piedras hacía llorar, / al ver que Mariana Pineda / en cadalso se muere por no declarar”. El bravo general se junta en mi memoria con la viudita granadina. Y luego la Cuesta de Moyano, que deslumbró mi adolescencia, me agradece la fidelidad con un tomo de los Decretos del Rey Nuestro Señor don Fernando VII, “y reales órdenes, resoluciones y reglamentos generales expedidos por las secretaría del despacho universal y consejos de S. M. desde el 1º de enero hasta fin de diciembre de 1827”. Está impreso en la imprenta real el año 1828. Una máquina para viajar a la época que padecieron Torrijos y Mariana Pineda. Cuántos pequeños detalles exactos en estos decretos en que se regulan pensiones de viudedad, exenciones de quintas, nombramientos de arquitectos o maestros mayores, a la vez que se arremete de continuo contra “el ominoso orden constitucional”. A mí me interesa especialmente la real cédula que ordena “guardar y cumplir la Bula íntegra de nuestro Santísimo Padre León XII, en que prohíbe y condena de nuevo toda Secta o Sociedad clandestina, cualquiera que sea su denominación”.


Viernes, 18 de noviembre
CUÁNTO, CUÁNTO NOVIEMBRE

En el viaje en tren, mientras desfilaba sigilosamente el paisaje al otro lado de la ventanilla, me acordé de que el encargo que teníamos esta semana para la tertulia era escribir un romance y en el cuaderno garabateé unos versos que luego me cuesta leer (yo los poemas, los poemas de verdad, los escribo siempre directamente en el ordenador; a mano solo puedo escribir ejercicios y tonterías). En el Oriental, tras las discusiones habituales, leo el poemilla del tren: “Cuánta melancolía, / cuánto, cuánto noviembre / en estos días lentos / que nunca se detienen / y hacia la noche avanzan / entre la niebla siempre. / Pero llegas de pronto, / no sé de dónde vienes. / Me sonríes tranquila / y una fruta me ofreces / y una flor y una copa / de un licor transparente. / ¿Quién eres?, te pregunto. / No temas. Soy la muerte”.
            “No está mal”, dice Felipe Prieto. El resto de los contertulios se muestran menos benévolos. Como yo no soy nada complaciente, me pagan con la misma moneda. La verdad es que a mí me gusta pinchar, irritar; especialmente a los más listos. Aunque sean más inteligentes que yo, como soy más viejo y me las sé todas, siempre acabo ganando en las discusiones. O eso creo. Me gusta pensar que soy un buen entrenador. De sobra sé que acabarán superándome, pero yo no se lo pienso poner fácil.
            Asusta un poco pensar en la edad de las más recientes incorporaciones a la tertulia. Hago cálculos (yo siempre estoy contando, sumando, multiplicando, como un niño aplicado que se aburre) y resulta que el más joven tendrá mi edad en el 2054. Vamos que soy para él como Azorín, de la generación del 98. Me divierte imaginar lo que dirá entonces de mí, si es que dice algo: “La primera tertulia a la que fui la coordinaba un escritor, ¿cómo se llamaba?, que creo que había publicado algunos libros. Él se creía un genio y se metía mucho con todo el mundo. Era divertido. Ahora no recuerdo su nombre, pero seguro que si rebusco en el desván encuentro algún libro suyo”.


Sábado, 19 de noviembre
PALINODIA

Hoy, cuando salía de casa para ir a Avilés, casi tropecé con un tipo que me miró un poco atravesado. Le veo a veces escribiendo, o haciendo que escribe, en alguna cafetería. Si al volver me encuentro con otro anónimo, no tendré muchas dudas de quién es su autor: un pobre hombre, como me imaginaba. ¿Seré yo así cuando tenga su edad? La verdad es que me veo perfectamente escribiendo panfletos contra este y aquel, como Ruiz Contreras arremetía contra los escritores a los que ayudó de jóvenes –Baroja, Valle, Azorín— y que luego triunfaron mientras él era olvidado. Puedo imaginarme perfectamente viejo, fracasado y resentido, pero lo que no me veo –si he de ser sincero— es escribiendo anónimos. Yo arremeteré contra todo y contra todos con nombre y apellidos.
Para congraciarme con la tertulia, intento otro romance en el que juego a mi deporte favorito, la falsa modestia: “Soy de esos ignorantes / que creen saberlo todo / y se equivocan siempre / en lo que importa un poco.  / Cuando estoy con amigos, / preferiría estar solo / y me gusta el verano / pero solo en otoño. / En asuntos banales / llego siempre hasta el fondo; / en las grandes cuestiones / me gana cualquier topo. / Porque me quieran muero, / que me amen no soporto. / En aire, en humo, en nada / convierto lo que toco.”


domingo, 13 de noviembre de 2011

Razón de más: De bosques y pantanos

Sábado, 5 noviembre
EL ANILLO

Aprovecho para cenar un poco entre el segundo y el tercer acto de Sigfrido. A las heroicas fantasías de Wagner le sienta bien el doméstico barullo del centro comercial. Entre bocado y bocado de la pizza, picoteo alguno de los aforismos de El viajero y su sombra: “El hombre que ha dominado sus pasiones ha entrado en posesión del territorio más fecundo, igual que un colono que se ha adueñado de bosques y pantanos”.
Distraído, a gusto conmigo mismo, no me doy cuenta de que alguien se ha detenido a saludarme. Lo hace con tanta familiaridad que finjo reconocerle. “¿Puedo sentarme un momento? Le voy a enseñar una cosa que le sorprenderá”. Y saca un pequeño sobre con un anillo. Yo le miro extrañado, temiendo que quiera vendérmelo. Él sonríe. “¿Qué le parece?”, me dice alzando el anillo con dos dedos. No me parece gran cosa, un vulgar aro que ni siquiera es de oro. “Con este anillo puede conseguir lo que quiera. Por ejemplo, volverse invisible. No tiene más que colocárselo en el dedo anular, como hago yo ahora, darle tres vueltas y desearlo”. En ese momento se acerca mi amiga Caterina con su novio. Cuando vuelvo la cabeza para presentarles a mi acompañante, éste ha desaparecido. Miro extrañado a un lado y a otro. “¿A quién buscas?”. “A un chiflado que quería venderme un anillo”. “Pues nosotros no vimos a nadie”. “Bueno, se habrá marchado sin despedirse”.
            No pensé más en aquel raro encuentro hasta la hora de dormirme. La música de Wagner y los aforismos de Nietzsche me habían quitado el sueño y el buen humor del día se había retirado, como la marea se retira a ciertas horas, dejando al descubierto no limpia arena, sino barro, suciedad y podredumbre. Si fueran verdad las propiedades de aquel anillo, lo primero que le pediría sería un buen sueño sin sueños.
            Pero no tenía el anillo y, para espantar las alimañas que comenzaban a asomar el hocico amenazador desde todas las esquinas, se me ocurrió pensar en lo que haría si me lo hubiera quedado. ¿Volverme invisible? No, ¿para qué? Ya lo soy. ¿Conseguir que siempre que me enamore sea correspondido? Qué fatiga. Ya me he acostumbrado a la indiferencia o al desdén. Un amor para toda la vida me resulta tan poco atractivo como que me obliguen a leer toda la vida el mismo libro. ¿Qué pediría entonces? ¿Ser más joven? ¿Guapo? ¿Rico? En estas tonterías me entretengo. La verdad es que me gusta contarme cuentos. Y fingir que soy feliz. Finjo tan bien que a veces hasta me olvido de que estoy fingiendo. Salvo en las noches de insomnio. Entonces no puedo dejar de pensar en los versos de Brines: “A debida distancia, / cualquier vida es de pena”.


Domingo, 6 de noviembre
ELOGIO DE LA VEROSIMILITUD

Vuelvo a Los Prados. Al ir hacia las taquillas del cine, me llama la camarera de la pizzería donde cené ayer. “Encontraron esto en la mesa en que estaba usted, me imagino que será suyo”, y me alarga el anillo. “No es mío, es de un amigo”, digo sorprendido. “Ya pasará él a recogerlo”. “Aquí se va a perder, mejor que se lo lleve usted”. Y vi Habemus Papam, de Nanni Moretti, con el anillo apretado fuertemente en la mano, sin atreverme a guardarlo ni a tirarlo ni, por supuesto, a ponérmelo en el dedo.
La película me pareció agradable, pero con fallos de verosimilitud. Por supuesto, nunca he estado en un cónclave, pero sí en otros órganos colectivos que tenían que tomar una decisión y sé que a nadie se le concede un cargo importante o un premio sin previamente haberle preguntado –de manera directa o indirecta— si lo aceptaría. El pobre cardenal al que eligen Papa en la película de Moretti —se asusta cuando tiene que salir al balcón a saludar a los fieles y se esconde y se escapa— jamás habría sido elegido. ¡Buenos son los cardenales! Nadie que no quiera ser Papa será nunca Papa, como nadie que no quiera ser presidente de gobierno será nunca presidente de gobierno (Rajoy no sabe lo que le espera). Soy uno de esos fanáticos de la verosimilitud de los que se burlaba Hitchcock. Me divierte encontrarle descosidos al guión de cualquier película, incluso a la amable fábula de Moretti, y sin embargo aprieto en la mano un anillo que concede todos los deseos. Y sé que no es verdad, pero me temo que sea verdad.
            Cuando vuelvo a casa, resulta que lo he perdido. Tendré que conformarme con no ser ni joven ni guapo ni millonario, con seguir fracasando en el amor y  envejeciendo lentamente y creyéndome más listo que nadie y riéndome de mi propia vanidad y lleno de infantil curiosidad y sin más ambición que la moderada felicidad de cada día, a pesar de alguna que otra noche de insomnio.


Miércoles, 9 de noviembre
EN SILOS

“¿Puedo sentarme un momento?”. Al escuchar aquella frase levanté asustado la cabeza del libro que estaba leyendo, releyendo más bien, Misericordia de Galdós, con su locura y su pobretería. “¿Vendrán otra vez a ofrecerme el anillo?”, pensé.
----Le veo casi todas las tardes, con su café y sus papeles, al pasar por el Rosal, y hoy por fin me he decidido a saludarle. Quería decirle que me gustó mucho lo que escribió sobre Silos. Yo estuve allí hace tiempo,  cuando me encargaron una biografía del más famoso de sus monjes. Llegué solo, una fría mañana, con todo nevado. El portero, risueño y chiquito, parecía un gnomo. Me pidió que me acercara al brasero y se fue a avisar a los monjes. En seguida apareció uno que venía tocando una campanilla. Era la hora de la comida. Me invitaron a acompañarles. Los monjes, de dos en dos, con las capuchas puestas, llegaron cantando salmos y entraron sin mirarme en el refectorio. Primero los padres, luego los legos, finalmente los novicios. A mi lado se colocó un fraile con una jarra de metal, un aguamanil y, colgado del antebrazo, un paño blanco. Cuando entró el Abad, que cerraba el cortejo, el fraile que tenía a mi lado vertió un poco de agua sobre mis dedos y después, con un gesto, me invitó a pasar. El refectorio era inmenso, con el techo sostenido por tres grandes pilares. En la cabecera, bajo un gran cuadro de Cristo crucificado, estaba el Abad presidiendo. En los laterales, los monjes con sus hábitos negros; tras ellos los legos, de color pardo, y en las mesas centrales los novicios. Durante la comida, un novicio va leyendo de un libro con monótonas y largas pausas. Frente a cada cubierto hay una botella de vino. La puerta del refectorio está abierta al claustro románico. Comemos, ellos impasibles, yo aterido de frío, mientras vemos –mientras veo yo, los otros no levantan la vista— caer la nieve en torno al ciprés famoso. Al terminar, nuevos cantos y luego, en fila, vamos hasta la capilla de Santo Domingo, donde se guardan los restos del fundador. Al final, cuando cada uno se retira a sus ocupaciones y yo quería quedarme contemplando el claustro, se me acerca el Abad y me invita a acompañarle a una estancia cercana; allí nos sirven café y unos sorbos de un maravilloso licor. Me trata con tanta cordialidad que al momento me siento como ante un viejo amigo; le hablo de mis estudios, de mi novia, hoy mi mujer, pero no me atrevo a hablarle de lo que me había llevado a aquel lugar, que no solo era el amor al arte, sino buscar datos sobre el famoso monje de Silos, entonces abad del Valle de los Caídos, Fray Justo Pérez de Úrbel. El periodista Cándido había escrito uno de sus libros, Los mártires de la iglesia. Testigos de su fe, un conjunto de veinte biografías de supuestas víctimas de la barbarie roja durante la guerra civil. Eran biografías inventadas o plagiadas, y el periodista se había esmerado en la descripción de los sádicos, y a ratos voluptuosos, martirios. Cándido tenía la impresión de que no era el único caso, de que las docenas y docenas de libros que había publicado el buen fraile tras la guerra civil, así como los centenares de artículos, no eran obra suya. Por entonces ejercía una incesante actividad: Pilar Primo de Rivera le había encargado la dirección espiritual de las mujeres y los niños españoles; ni unas ni otros podía leer nada que no pasara por sus manos, incluso dirigía un tebeo, Flechas y Pelayos. Era procurador en Cortes. En dos meses lo hicieron licenciado, en tres doctor y en cuatro catedrático de Historia Medieval de la Universidad Complutense. El nombramiento de Abad del Valle de los Caídos tuvo lugar en el salón del trono del Palacio Real, en presencia de Franco. Todo un ejemplo de humildad monástica. Aquella noche, a pesar del frío, decidí levantarme y salir a dar una vuelta por el claustro nevado, iluminado por la luna. Paseaba solo, sintiéndome muy cerca del Paraíso, cuando me asustó una figura oscura que parecía haberse materializado de pronto delante de mí. Era uno de los frailes. Le reconocí porque era el único que me había mirado, a hurtadillas, cuando estábamos en el refectorio. “Sé a ha venido usted aquí. Soy el mejor amigo de Fray Justo. Con él hice correr las mulas montado en el trillo, busqué nidos, salté tapias, sufrí los tirones de orejas de nuestro primer maestro de latín, el cura del pueblo, don Victoriano. Ingresamos juntos, a los doce años, en la escuela de esta abadía. A los dos nos gustaba estudiar, pero solo a él le gustaba brillar. Yo le convencí, en los días turbulentos de la guerra, para que aceptara los cantos de sirena de los políticos. Desde este retiro seguí colaborando con su obra. Me imaginaba un nuevo Martín Sarmiento ayudando a otro Feijoo; ahora sé que el diablo se aprovechó de mi vanidad para ofuscarme”.


Eran los últimos años del franquismo. En Ruedo ibérico esperaban la biografía escandalosa de uno de los sostenes espirituales del régimen. Pero decidí no escribirla, y eso que podía haber hecho bastante ruido. ¿Sabe por qué? Por la hospitalidad de los monjes, por el café y el licor que me tomé con el Abad, por la nieve que caía en el claustro… No me sentí capaz de turbar su paz. Vi que a usted también le había impresionado, por eso quise contarle esto que no había contado a nadie.


Jueves, 10 de noviembre
UN LECTOR MENOS

“Yo le tenía por un buen crítico; tras leer hoy su reseña en el periódico, le he perdido el respeto. Habla de un libro que conozco, el diario de Juan Malpartida, y tiene la desfachatez de no mencionar siquiera que en él se le desenmascara. Como los jueces, también los críticos deberían a veces abstenerse. Cuenta que la última vez que habló con Octavio Paz, tras el incendio de su casa, cuando se quemaron libros y cuadros y él escapó por poco, enfermo y con la sonda puesta, le preguntó por la antología que usted acababa de publicar, Treinta años de poesía española. Y le animó a que, junto a Sánchez Robayna,  preparara otra para contrarrestarla, otra que colocara en su lugar a los poetas que usted había querido dejar fuera de la historia de la literatura: José Miguel Ullán, César Antonio Molina, el propio Juan Malpartida. Entre enfermedades y catástrofes, poco antes de morir, con gran generosidad, Octavio Paz se esfuerza en reparar el mal que usted ha hecho. Pero eso no lo cuenta en su reseña, eso se lo calla. ¿Cómo cree que voy a seguir leyéndole?”


Viernes, 11 de noviembre
SPLEEN

“Pero ¿no te aburres?”, le digo a un amigo que se pasa el día sin hacer nada. “Soy demasiado perezoso para aburrirme; el aburrimiento es propio de gente como tú que siempre necesita estar haciendo algo”.
            Tiene toda la razón. Yo siempre ando inventándome cosas que hacer para no aburrirme, y  luego resulta que todo lo hago de prisa y corriendo porque me aburro en seguida de hacerlo.


domingo, 6 de noviembre de 2011

Razón de más: El editor, el amigo, el héroe

Sábado, 29 de octubre
MALA MEMORIA


Comida en el Germán, frente al Niemeyer, con amigos de hace más de treinta años, de los tiempos de Ana de Valle. Regreso luego a casa por la calle de la Cámara rodeado de fantasmas. Al llegar al Parche, se me acerca un desconocido: “¿José Luis García Martín? ¿Tiene un momento? Querría mostrarle algo”. “Espero que no sean poemas”, pienso mientras trato de librarme de él con más o menos cortesía. “Tengo un poco de prisa”. “Es solo un momento”. Y me lleva hasta una casona con escudo de la calle de la Ferrería. Ascendemos por una húmeda y desvencijada escalera hasta una especie de desván. No enciende la luz. Mientras yo espero en la puerta, abre un ventanuco. Los oblicuos rayos del sol iluminan el polvo que flota en el aire y los montones de libros que hay por todas partes. “¿Ve como valía la pena acompañarme?”, me dice sonriendo. Yo ya no le atiendo, de inmediato me puesto a escarbar, como un hurón feliz, en el montón más cercano. Hay de todo. Muchas cosas sin interés (literatura más o menos marxista de la época de la Transición, clásicos en malas ediciones de bolsillo), pero también bastantes primeras ediciones de Galdós, Clarín, Palacio Valdés y un montón de tomos del Teatro crítico, de Feijoo, en ediciones del XVIII. “¿De dónde ha salido todo esto?”, pregunto levantando un momento la cabeza. Y entonces me doy cuenta de que estoy solo. Me asusto, no sé por qué y voy hacia la puerta, temiendo encontrarla cerrada. Al poco reaparece mi anfitrión. “Estoy preparando café. ¿Querrías tomar una taza?”. Le acompaño a una pequeña salita que da a un oscuro patio interior. “Tengo que desalojar esta casa, que van a reformar, y antes de llamar a un librero de viejo para que vacíe el desván se me ocurrió que podría hacerte ilusión quedarte con algún volumen. ¿Te interesa algo?”. Quise saber la historia de aquellos libros.  “Unos, seguramente los menos interesantes para ti, era míos. No quise llevarme ninguno cuando me fui a Madrid. Los otros, de un tío abuelo amigo de Clarín y al que Palacio Valdés menciona en algún artículo”.
            “¿Puedo volver otro día?”, pregunté. “¿Cuándo vas a llamar al librero?”. Tenía que regresar pronto a Oviedo porque desde Nueva York retransmitían Don Giovanni.
            “Lo antes posible”, dijo. “También quería pedirte el teléfono de algún librero”.
            Volví a subir. “¿Cuánto quieres por Feijoo?”, le dije. “Me gustaría que lo aceptaras como regalo”. Y fue entonces cuando la cubierta amarilla de un delgado volumen que asomaba bajo unos tomos de la Gran Enciclopedia Asturiana me llamó la atención. Y era efectivamente lo que me parecía: nada menos que  Marineros perdidos en los puertos, mi primer libro, publicado a comienzos de 1972. Y estaba dedicado. Me ruborizó un poco leer la dedicatoria, y más mirar luego la cara de mi anfitrión. “Sí, soy yo. ¿De veras no me habías reconocido? Creí que estabas disimulando”.
            No, no le había reconocido. En una vida caben muchas vidas. También los recuerdos caducan. De pronto tuve prisa por salir de allí. “No quiero llegar tarde a la ópera —dije—. Si te parece, vuelvo mañana”. Pero llegué tarde a la ópera. Y de sobra sé que mañana no voy a volver.
            ¡Cuántas vidas caben en una vida! Y qué poco orgulloso me siento de alguna de ellas. Afortunadamente, tengo mala memoria.


Domingo, 30 de octubre
CASI TAN BUENO COMO YO

De los amigos que te llaman de vez en cuando y te tienen horas al teléfono, el único del que no me cansa nunca es Abelardo Linares. Discutir con él de literatura o de cualquier cosa es como jugar una partida de tenis con un buen jugador, casi tan bueno como yo. Acepta además bastante bien el que yo nunca me dé por vencido.
Pero yo soy capaz de acabar con la paciencia del más santo, y a veces se harta de mí y desaparece un tiempo. El viernes me tuvo a teléfono durante media tertulia y yo aproveché para arremeter contra lo último que ha publicado, El caracol dorado, de Dionisia García, incluido en la colección de aforismos que dirige Manuel Neila. Le leo dos o tres blandas banalidades escogidas al azar: “Admirable la estudiosa A. Cárceles, cuyo talante y talento van a la par, sin hacer ruido…”, “Preocupantes las agresiones que sufre el lenguaje”, “El tiempo no pasa por los escritores altos”.


“Un libro así no beneficia ni a la editorial ni a la autora”, le digo. “Neila es poco exigente, acepta cualquier cosa. ¿Qué pinta ese cuaderno de notas en una colección que pretende reunir a los mejores aforistas de todos los tiempos?”
            Hoy me encuentro con Manuel Neila y le comento mi opinión sobre El caracol dorado. “Estoy completamente de acuerdo. Pero yo no tengo que ver nada con ello, no estaba previsto para la colección, fue una imposición de Abelardo, por simpatía hacia la autora, o porque paga la edición, no sé”.
             O sea que he metido una vez más la pata. Y volveré a quedarme por una buena temporada sin mi contrincante favorito para jugar al tenis dialéctico. Debería haberme callado, pero sigo pensando que a Dionisia García –buena amiga, una de las mejores personas que he tenido ocasión de conocer— le beneficia tan poco publicar sus ocurrencias sin una exigente criba como a cualquier editor publicar un libro solo porque lo financia su autor, o peor aún, cualquier institución.

Martes, 1 de noviembre
OTRA HISTORIA DE LOBOS


Entretengo en Los Prados las melancolías de esta tarde festiva con un café y tres o cuatro libros. El bullicio del centro comercial no me molesta. Todo lo contrario. Me concentro aquí como en la más apacible biblioteca y cuando dejo de leer y alzo un momento los ojos, para que lo leído sedimente, me siento muy bien acompañado por tantos desconocidos. Me gusta traer conmigo libros que se pueden picotear. Abro el Diario íntimo, de los Goncourt, y me encuentro con la siguiente anotación: “Esta luz implacablemente blanca de la luna en las primeras noches de noviembre, en esta noche del día de los muertos, es verdaderamente espectral. Me parece ver en ella reflejos de sudario”. A través de las cristaleras de la cafetería, trato de distinguir la luna. ¿Tendrá también reflejos de sudario? Y recuerdo de pronto una remota historia que me contó mi abuelo una noche de invierno. Estábamos sentados en la cocina de su casa, en torno a la chimenea; mi abuelo a un lado, mi abuela al otro, y yo frente a las llamas. “Cuando tenía tu edad –comenzó mi abuelo—, una noche de luna llena como esta, en que guardaba ovejas en el monte, me encontré con el lobo”. Yo debía tener entonces seis años, los mismos que cumplió Ernesto el otro día, y seguramente abrí mucho los ojos admirados, como hacía siempre que me contaba alguna historia que le tenía a él por protagonista (las únicas que le gustaba contar, los cuentos de hadas quedaban para mi abuela). “Estaba en el monte, una noche muy fría de luna llena, las ovejas se apretujaban en el redil y yo me acercaba todo lo que podía a la hoguera para tratar de calentarme. A lo lejos creí oír aullidos de lobos, pero no tenía miedo porque me acompañaba Sansón, un perro grande capaz de enfrentarse a cualquier bestia. El sueño me hacía dar cabezadas, y como era un niño tan niño como tú eres ahora acabé quedándome dormido. Me desperté de pronto medio muerto de frío; la hoguera se había apagado y en el silencio se oía una respiración feroz y una ruidosa masticación. Sansón, Sansón, grité. Y de pronto lo vi en el suelo, un gran manchón en la oscuridad, con el cuello lleno de sangre. En medio del rebaño una gran bestia alzó la cabeza y clavó en mí un momento los ojos. Entre las mandíbulas tenía sujeto un sanguinolento corderito. Era el lobo, el lobo más grande que yo hubiera visto nunca (y había visto muchos, aunque todos muertos, arrastrados por las calles del pueblo). Me miró solo un instante y luego siguió con su banquete. Pero yo sabía lo que significaba su mirada: En cuanto acabe con esto, iré por ti. Sabía que debía echar a correr, pero el miedo me tenía inmovilizado. Si estuviera aquí mi padre, pensé; con una sola mano podría acabar con cien lobos como este. Pero mi padre, tu bisabuelo, había muerto un año antes, y por eso yo, en lugar de estar en la escuela, estaba en el monte guardando el rebaño. Me acordé de lo que decía el cura, que si era bueno Dios me concedería todo lo que pidiera. Y yo era obediente y bueno y le pedí a Dios que viniera mi padre a sacarme de aquel apuro, como hacía siempre cuando estaba con vida. Y Dios me oyó, como no podía ser de otra manera, porque yo era un niño pequeño como tú y estaba solo y a punto de ser devorado por el lobo. Una figura apareció de pronto caminando en la oscuridad. Era mi padre. Le reconocí por la ropa que llevaba cuando le enterramos. El lobo huyó espantado al verle, como un perrito faldero, con el rabo entre las piernas. Luego se acercó hacia mí. Era mi padre, de eso no había duda. Aquel era el traje, el mismo del día de la boda, que llevaba cuando yo le había besado por última vez. Pero ahora estaba hecho andrajos, medio podrido. Y cuando alargó los huesos de su mano para acariciarme y cuando la desdentada calavera abrió la boca para decirme algo, yo di un grito, aterrado. Me encontraron a la mañana siguiente, medio muerto de frío, el rebaño destrozado por el lobo y a mi lado (te la voy a enseñar, todavía la llevo conmigo) una estampita de San Blas que yo le había puesto a mi padre en el bolsillo el día que lo enterramos”.


Miércoles, 2 de noviembre
SOÑÉ

Soñé que Dionisia García, siempre tan generosa, me regalaba un libro: Pensar, de Vergílio Ferreira. Al despertar, no lo tenía a mi lado en la mesita de noche, como Coleridge la flor que cortó en el jardín del sueño, pero recordé que ese libro lo había leído hace tiempo y que estaba en un rincón de mi biblioteca. Lo busqué, y al abrirlo al azar lo primero que me encontré fue la siguiente frase: “¿De qué te sirve la inteligencia si no tienes inteligencia para usarla con inteligencia?”. Y luego, en la misma página, unas líneas más arriba: “Es posible que una obra de primera sea considerada de cuarta por un cretino de quinta”.
            Interpreté entonces la sonrisa de Dionisia en el sueño: “¿Ves como yo también puedo ser mala? ¡Es tan fácil! Pero no quiero serlo”.

Viernes, 4 de noviembre
HÉROES


Soy un hombre prevenido. No hay lectura de poemas o conferencia a la que no me lleve un libro. ¡He tenido que aguantar cada cosa! A la lectura de Cristian David López, en Gijón, llevo Los héroes del trabajo, publicado en 1884, una maravillosa colección de mínimas biografías de grandes hombres –escritores e inventores, artistas y militares—  que tuvieron que superar una infancia difícil y que gracias a su esfuerzo llegaron a lo más alto. “A la verdad, maravillan los grandes resultados del trabajo”, nos dije Joaquín Olmedilla, traductor y prologuista. “Solo así se explica el descubrimiento del telégrafo, teléfono, fonógrafo, la locomoción por vapor, fotografía, radiofonía, etc., todo lo cual forma el más brillante diploma que puede ostentar la laboriosa centuria en que vivimos, con cuyos inmarcesibles laureles pasará ciertamente a la historia”. Sonrío ante el estilo del prologuista, pero luego me emocionan hasta las lágrimas algunas de estas historias de superación. Que leo ya en casa; durante el recital no tuve necesidad de abrir el libro.