QUÉ BIEN VIVES
Parezco una persona ecuánime y tranquila, o me esfuerzo en parecerlo, pero no hay nadie de más cambiante humor: estoy tan feliz, contemplando el tranquilo transcurrir del paisaje al otro lado de la ventanilla, y de pronto, sin avisar, el tren entra en el negro túnel de la angustia. Y ahí sigue durante una eternidad, que a veces llega hasta una hora. Luego, también si avisar, me deslumbra la luz y vuelvo a estar en el mejor de los mundos.
Tengo la suerte de no haber crecido demasiado, de no ser un adulto, sino un niño disfrazado de adulto. Cualquier cosa me entretiene, encuentro asombro y maravilla donde otros ven trivialidad y rutina.
Este domingo debería estar triste, particularmente triste, y lo he estado, y lo volveré a estar, pero cuando me dirigía despacio hacia el Fontán, dejándome acariciar por el sol, cuando paseaba sin prisa entre los puestos de libros, cuando hojeaba luego los hallazgos y el periódico en el café de siempre, cuando charlaba o callaba con un buen amigo, he sido feliz. Y he sonreído al recordar aquella vez, hace poco más de un mes, en que leía sentado junto al lecho de la enferma, que llevaba largo tiempo dormida, y de pronto, al levantar un momento la vista de la absorbente página, me la encontré mirándome con sus grandes ojos benévolos: “Qué bien vives”, me dijo. Y los volvió a cerrar.
Sigo viviendo bien, no te preocupes.
Lunes, 21 de marzo
UN MARAVILLOSO DESASTRE
Como el guión de mi vida lo traza un dios benévolo, después de un tiempo sin apenas clases, a partir de esta semana se me acumula el trabajo. Por primera vez me toca poner en práctica el denostado plan Bolonia. Mi rutina diaria queda alterada. Hasta ahora daba clases en el Milán, al lado mismo de donde vivo (tardaba más en ir del despacho al aula que a casa), ahora las doy en el otro extremo de la ciudad, media hora de caminata cuesta arriba; hasta ahora tenía clases de diez o quince alumnos, los nuevos grupos pasan de los ochenta; antes las clases eran de una hora, ahora son de una hora, de hora y media o de dos; antes venía a clase el alumno que quería, ahora hay que pasar lista y no sé qué otras burocráticas pejigueras… En fin, un desastre.
Un maravilloso desastre, como una ducha fría que me espabila y me impide caer en la autocompasión. Y luego la primera clase en la que, porque me apetece y porque hoy es el día de la poesía, nos dedicamos a leer poemas de amor y yo escucho el maravilloso silencio con que acogen unos versos de Neruda (“Puedo escribir los versos más tristes estas noches”) que muchos de ellos oyen por primera vez y que a mí me emocionan como si los oyera por primera vez.
Tengo que inventar nuevas rutinas y eso me rejuvenece. Pero hay una rutina a la que sigo fiel desde pronto hará cuarenta años: cuando entro en el aula, los problemas personales los dejo siempre fuera. Dentro solo estamos los alumnos, la literatura y yo, que no siempre tengo una buena tarde, pero que todavía no he aprendido –y ojalá no aprenda nunca— a torear con desgana y por cumplir.
Martes, 22 de marzo
ANTIDEPRESIVOS
Uno de mis antidepresivos favoritos, ya lo he dicho, es dar clases. El otro, me parece que no hace falta que lo diga, es discutir. Y discutir sin guardar las formas, como en un programa basura de televisión, gritando “¡Eso es una tontería!” cada vez que escucho una tontería. Sin importarme de que quien la diga sea un buen amigo mío. En Las olas muertas, uno de esos libros en los que Javier Sánchez Menéndez lleva a la letra impresa algunos de los mejores blogs que circulan por Internet, Enrique Baltanás quiere mostrarse ingenioso a propósito de la primera ley sobre el tabaco: “Si el tabaco es verdaderamente tan malo y tan dañino como dicen –como dicen sus detractores—, en vez de la farragosa ley que nos preparan, bastaría con una que contuviera un solo artículo: Queda terminantemente prohibida en territorio nacional la producción, distribución y venta de tabaco, habiendo sido demostrado su carácter de droga nociva para la salud”. Tras una disposición adicional (“En ningún caso la Hacienda pública podrá beneficiarse de impuestos derivados de las labores del tabaco”) añade: “Lo demás son ganas de incordiar”.
Amigo Enrique, perdona, pero no te has enterado de nada. El tabaco es perjudicial para la salud, pero este estado presuntamente intervencionista contra el que tú te metes tanto no es nada intervencionista: advierte de ello y deja que cada adulto decida por su cuenta. Lo que las leyes sobre el uso del tabaco en los lugares públicos pretenden es proteger la salud de los no fumadores, que somos la mayoría.
Qué pereza repetir estas cosas. Pero todavía hoy parece haber gente que no se ha enterado. En el caso de mi admirado y machadiano Baltanás ello se debe a su conversión a la extrema derecha liberal, que en ciertos puntos le nubla la mente. Me recuerda a aquella buena señora, recién salida de la peluquería, a la que le preguntaron qué opinaba sobre la ley del tabaco, recién aprobada, y dijo: “Me parece mal. Yo creo que habría que aconsejar, pero no prohibir”. O sea que habría que eliminar el código de la circulación y el código penal. Si alguien mata a alguien, pues le decimos: “No lo hagas más, ¿eh?, no lo hagas más, que está muy feo”. Es fácil reírse de esa buena señora recién salida de la peluquería, pero Francisco Rico, Fernando Savater y otras fumadoras eminencias no han razonado de mejor manera.
Miércoles, 23 de marzo
UNA HORA EN SANT’ERASMO
Siempre que leo una novela de Donna Leon lo hago con un plano de Venecia delante por si no me resulta suficiente el que guardo en la memoria. En Testamento mortal la mujer que encuentra muerta a su vecina del piso de abajo vive en el campo de San Giacomo dell’Orio, frente a la iglesia: “si su ábside redondeado hubiera sido la proa de un barco navegando, habría apuntado a sus ventanas y no habría tardado en echársele encima”. Esta vez alterno las andanzas sin prisa de Brunetti con El sabor de Venecia, un libro con sus recetas favoritas. No soy precisamente un gastrónomo; de una comida agradable nunca recuerdo el menú, sino la compañía y el lugar. Por eso de este libro me interesan menos las recetas, sencillas y apetitosas en su mayoría, que las divagaciones que Donna Leon intercala entre ellas. Comienza por un melancólico paseo por la Strada Nuova lamentando todos los viejos comercios que han desaparecido. Venecia, viene a decir, antes era una ciudad con vida propia y ahora es poco más que un parque temático para turistas. Pero sigue siendo una ciudad con vida propia: los turistas, como la marea, tienen sus flujos y reflujos y basta conocer y esquivar sus horarios para encontrarse solo incluso en el lugar más turístico, como la Piazza de San Marcos.
De pronto, hojeando distraído el volumen, tras la sopa de lentejas con panceta y antes de los rollitos de berenjenas con jamón, me encuentro de nuevo en Sant’Erasmo: “Hasta no hace mucho, la mayor parte de la fruta y la verdura que se vendía en Venecia era transportada en barco desde la isla de Sant’Erasmo, a unos cuatro kilómetros al noreste de la isla mayor”. Explorando la laguna, una ociosa mañana, yo llegué a esa isla, en el vaporetto número 13, sin saber nada de ella. Qué sorpresa al poner el pie en el embarcadero y encontrarme en pleno campo, con casas aisladas, con cultivos de vides y praderas arboladas, con canales de regadío. Me parecía estar de pronto en las afueras de mi pueblo, cuando niño. Me puse a caminar: el canto intermitente de los pájaros, el ladrido de algún perro, solo servían para acentuar el silencio. Olía maravillosamente bien allí, lejos de todo. ¿Lejos de todo? Por encima del verdor, hacia el oeste, asomaban los campaniles y las doradas cúpulas de Venecia.
Creo que he cambiado mucho desde entonces. Ahora podría estar perfectamente una hora en Sant’Erasmo, en pleno campo, sin sentirme angustiado ni desamparado. Ahora podría muy bien estar allí, solo y tranquilo, mucho más tiempo. Incluso hora y media (tampoco conviene abusar de los encantos de la naturaleza).
Viernes, 25 de marzo
NOCHE DE ESTRENO
Mientras trato de contener, sin conseguirlo del todo, mis ganas de bailar, pienso en lo extraña que es la vida, cualquier vida. Hace diez días, la última vez que estuve en Avilés, no podía contener las lágrimas. Creí que no sería capaz de volver en mucho tiempo. Y hoy vuelvo, rodeado de amigos, a estrenar el nuevo y prodigioso espacio del Centro Niemeyer, que fui viendo crecer aceleradamente en los meses en que tuve que venir cada día. Vuelvo y me siento como un niño la noche de Reyes. Ha comenzado a llover, pero no importa.
Hacen una extraña estampa la continua fila de figuras con paraguas que cruza el puente que zigzaguea y se detiene sobre el agua negra; los niños y los adultos que son como niños al jugar con las sombras chinescas que se proyectan sobre la cúpula; las redondeadas formas blancas. Veo la ría, con las luces del largo paseo reflejadas en ella, como no la había visto nunca. Y de pronto aparece Woody Allen en el escenario y yo me siento en Nueva York y en casa y lejos, muy lejos, de mis humillaciones y fracasos. Y me pongo a bailar. A bailar yo, que antes solo era capaz de bailar en sueños. Seguro que sonreirías, si imprevistamente abrieras los ojos como entonces, y que volverías a decirme: “Qué bien vives”.