Sábado, 21 de marzo
PÉRDIDA
“Dimidium animae meae”
llamó Horacio a su amigo Virgilio. Así me siento yo hoy, como si hubiera
perdido la mitad del alma mía.
Domingo, 22 de marzo
ME SIGUE SONRIENDO TODAVÍA
Pasa el tiempo y se
entremezclan lo leído, lo vivido y lo soñado. Hace bastantes años viví una
historia de amor, o algo similar, que me atormentó lo suyo y me hizo hacer
bastante el ridículo. El dolor de entonces está bastante olvidado, pero las
estupideces todavía me hacen ruborizarme. En vano me repito el poema de Álvaro
de Campos que afirma que todas las cartas de amor son ridículas, pero al final
solo son ridículos los que nunca han escrito cartas de amor ridículas. Yo hice
algo más que escribirlas.
Mientras veo la incómoda, desasosegante película El año más violento, de J. C. Chandor,
no puedo dejar de pensar en aquella historia, y no porque lo que se nos cuenta
en la pantalla tenga que ver con ella, aunque ambas transcurran en Nueva York,
un Nueva York helado y sucio que en nada se parece al que encontraría más
tarde, cambiada la ciudad, cambiado sobre todo mi estado de ánimo.
Un anochecer de invierno, del más gélido invierno,
encontré cerrada una puerta que siempre había estado abierta para mí. Recuerdo
el vagabundeo posterior, el callejón oscuro, los mendigos, el golpe en la cabeza
al doblar una esquina.
Cuando abrí los ojos, alguien me sonreía. O eso quiero
creer. A veces uno confunde lo leído, lo vivido y lo soñado.
Lunes, 23 de marzo
EL ESPÍRITU FEMENINO
Leo el almanaque
literario que en 1935 publicaron Guillermo de Torre, Pérez Ferrero y Salazar
Chapela (lo acaba de reeditar Renacimiento) y siento como si subiera a una
máquina del tiempo y aterrizara en otro tiempo de esplendor, pero lleno de
presagios.
María Zambrano caracteriza el año universitario “por un
considerable aumento de la violencia estudiantil”. Otro capítulo reseña el
congreso celebrado en Wiesbaden por los médicos de lengua alemana. En la
inauguración, uno de los mayores prestigios de la medicina aconseja “orientar
las actividades y las investigaciones de los médicos en armonía con los ideales
del nuevo Estado”. De herencia y raza se habla a continuación, de los
Tribunales Eugenistas. Quizá eran aquellos tiempos buenos para la lírica (se
incluyen varios poemas entonces inéditos de Lorca), pero solo para la lírica. A
mí me llama la atención, entre tantos negros nubarrones de la tormenta que se
avecinaba, las citas del diario de Amiel que hace Domenchina en su semblanza de
Emilia Pardo Bazán. ¿Está a la altura de Leopoldo Alas, de Menéndez Pelayo, de
Valera? No, su condición de mujer se lo impedía. Domenchina se basa en la
autoridad de Amiel: “La mujer propende a la asimilación rápida y usurpadora.
Convierte sin vacilaciones las reminiscencias en hallazgos personales. La
necesidad crítica de indicar fuentes y reconocer deudas, citar a los
prestadores y conceder a los otros su derecho no es propiamente femenina. El
espíritu femenino absorbe las ideas del hombre, suponiendo haberlas extraído de
la naturaleza”.
Esto es lo que se pensaba de la mujer en una de las
épocas más gloriosas de la cultura española. Esto es lo que pensaban, no solo
Domenchina, también Ortega y Marañón. ¿Qué hirientes, ofensivas tonterías
pensaremos ahora nosotros confundiendo una vez más razones con prejuicios?
Martes, 24 de marzo
MUERTE EN LOS ALPES
“Morir parece fácil”
afirma Cernuda en un poema. Y lo es. De un instante para otro, cuando menos lo
esperamos, se acaba la función. Pero nadie sabe dónde está el final de la suya.
¿En una región inhóspita de la alta montaña, entre las nieves que se funden al
contacto con los restos del avión? Uno piensa en el dolor de tantas familias,
dolor abstracto porque no conoce a ninguna, y de pronto ese dolor se hace más
intenso porque me llama un amigo periodista para informarme que una de las
víctimas del Airbus de la compañía Germanwings era de Avilés. Yo no la conocía,
pero siento la tragedia mucho más cercana. Así de irracionales somos los
humanos.
Miércoles, 25 de marzo
LO QUE CABE EN UN MINUTO
¿Cómo llenar un minuto
de silencio? Para no pensar en la madre que iba a visitar a sus hijos a Alemania
(eran descendientes de Luis Lumen, el poeta avilesino al que asesinaron en 1937
por fundar una biblioteca circulante, por poner los libros al alcance de
todos); en los adolescentes que volvían junto con sus profesores de una feliz
estancia en España (uno de ellos se olvidó sus documentos y hubo que traérselos
a toda prisa, saltándose lo semáforos); en la cantante María Radner que,
después de actuar en el Liceo, volvía a casa con su marido y su bebé; en el
otro bebé, de siete meses, que había acompañado a su madre al funeral de un
tío; en ese turista solitario, como yo las más de las veces; en tantos hombres
de negocio que se levantaron temprano, dieron un beso a su esposa que preparaba
ya el desayuno de los hijos y salieron de casa para un viaje rutinario más...
Para no pensar en todas esas vidas, para que los ojos no
se me llenen de lágrimas en este interminable minuto en el campus del Milán,
recurro, como siempre, a la literatura y me acuerdo de un libro de Eugenio
d’Ors, Cinco minutos de silencio, en
el que nos cuenta cómo un grupo de escritores decidieron homenajear a Mallarmé
sin discursos, con un acto sin acto, reuniéndose a las once en punto de la
mañana en la puerta del Botánico que da sobre los puestos de libros. Allí
estuvieron Alfonso Reyes y Ortega y Gasset, Díez-Canedo y Moreno Villa, José
Bergamín y Mauricio Bacarisse, entre otros. Alguien gastó la broma de que
Azorín, también invitado, no había acudido porque le habría sido imposible
permanecer cinco minutos en silencio. Sonrío yo también al recordar al silente
Azorín.
Aquellos cinco minutos dieron para un libro. ¿Para cuántos
daría este minuto que parece eterno? Recuerdo la novela de Thorton Wilder El puente de San Luis Rey. Pero en ella
son solo cinco desconocidos los que reúne la muerte cuando cruzan a la vez un
puente que súbitamente se derrumba. Aquí los personajes se multiplican exactamente
por treinta. ¿Una novela o una sucesión de relatos todos con el mismo final?
Habría vidas cruzadas y otras que solo coincidieron al subir al mismo avión.
Recuerdo que Alonso Guerrero, el primer marido de la actual reina, publicó hace
poco Un día sin comienzo, donde
recrea las últimas horas de las víctimas del once de marzo.
El libro más terrible no contaría todas esas vidas,
llenas de trivialidad y maravilla, como todas las vidas, sino solo los ocho
minutos finales, los que tardó el avión en abandonar su ruta y lentamente, muy
lentamente, pero a toda velocidad, ir perdiendo altura hasta chocar con la
montaña. ¿Qué pensó cada uno en esos minutos eternos? ¿Por qué los pilotos no
hicieron ni dijeron nada, no respondieron a los avisos de los controladores? ¿Eran
conscientes de que estaba cayendo el telón sobre sus vidas o solo pensaron que
era un susto, un descenso demasiado abrupto antes de la remontada o del
imprevisto aterrizaje? Me angustia pensar en esos minutos.
Recuerdo unos versos de la “Epístola moral a Fabio”: “Oh
muerte, ven callada / como sueles venir en la saeta, / no en la tonante máquina
preñada / de fuego y de rumor...”
Y de la epístola moral, por esas asociaciones de la
memoria, paso a un soneto de Góngora: “Ayer naciste y morirás mañana. / ¿Para
tan breve ser quién te dio vida?”
Habla de la rosa, habla de cualquiera de nosotros.
Nuestra vida es breve, pero un minuto puede durar toda una eternidad. Me
concentro, para que los ojos no se me llenen de lágrimas, en tratar de imaginar
lo que pasó en esos minutos, como si fuera el enigma de una novela de misterio,
no una novela real. ¿Se despresurizó súbitamente la cabina y piloto y copiloto
se desvanecieron a poco de inicial un descenso de emergencia, se volví loco uno
de ellos, golpeó al otro y decidió voluntariamente estrellar el avión con todos
sus pasajeros? Descabellada hipótesis, propia de la mala literatura.
La decana anuncia por fin que el minuto ha terminado y
cada uno vuelve, como en el poema de Miguel Hernández, de su corazón a sus
asuntos.
Jueves, 26 de marzo
OTRO ENIGMA MAYOR
Parece que la más descabellada
de las hipótesis, la que yo rechacé como propia de una mala novela, es la que
más se acerca a la realidad. Pero todo fue más trivial, no hubo ataque de un tripulante
a otro en la cabina del Airbus. Simplemente, el piloto salió un momento para ir
al servicio. Eran las diez y media de la mañana, acaban de alcanzar la altura
de crucero y de recibir la autorización del centro de control para seguir la
ruta hasta el siguiente punto de control. Todo estaba en orden. El vuelo había
partido con algo de retraso, pero ya había recuperado la rutina.
El piloto va al baño, un bebé llora, una de las azafatas
se acerca y le sonríe, los adolescentes alborotan en sus asientos o escuchan
música... Bueno, estas son cosas que yo me imagino. Lo que parece cierto, lo
que se deduce de la caja negra recuperada, es que el comandante sale de la
cabina y, en ese mismo instante, el copiloto se levanta de un salto, echa el
cerrojo de seguridad, toma los mandos del avión e inicia el descenso. Vuelve el
piloto uno o dos minutos después, encuentra la puerta cerrada, llama, intenta
abrir con su clave, no lo consigue, se da cuenta de que algo va mal, golpea una
y otra vez la puerta, las azafatas se alarman, no saben qué hacer, el avión
desciende más y más, los pasajeros, los últimos en enterarse, comienzan a
gritar e inmediatamente el tremendo impacto contra la montaña pone fin a la
historia.
El copiloto, Andreas Lubitz, de 27 años, era un joven
ejemplar, buen estudiante, enamorado de los aviones desde niño, vivía con sus
padres, parece que nunca les había dado ningún motivo de preocupación.
Al contrario que en las novelas de misterio que a mí me
gusta leer, en la vida, cuando se aclara un enigma, aparece otro enigma mayor.