sábado, 25 de enero de 2020

Sin propósito de enmienda: Juguete roto



Sábado, 18 de enero
ENSEÑANZAS DE LA EDAD

No perder de vista las estrellas mientras se camina al borde del abismo. No dejar de amar cuando se deja de estar enamorado. Que la meta final de todo viaje sea siempre la misma: el punto de partida.


Domingo, 19 de enero
OTROS TIEMPOS

De vez en cuando me gusta agitar la charca en que pululan los malos poetas, sacarles de sus casillas. Pero ya casi nadie entra al trapo. Echo de menos los años ochenta, en que lanzaban andanadas contra mí una semana sí y otra también desde sus suplementos provinciales. ¿Dónde está aquel maravilloso panfleto de La fiera literaria, que no dejaba libre de insulto a nadie que tuviera talento o éxito? ¿Dónde  los enemigos feroces de la poesía de la experiencia, los García Pérez y los Rodríguez? Desaparecieron como verdura de las eras. Resultaban más divertidas las guerras poéticas de antes que las escaramuzas políticas de ahora.


Lunes, 20 de enero
EN LOS COMIENZOS

El próximo lunes, en el Ateneo Jovellanos de Gijón, he de dar una conferencia sobre medio siglo de vida literaria.
            Hace exactamente cincuenta años, en 1970, me dirigía yo a clase cuando en el escaparate de una librería, me llamó la atención un libro titulado Nueve novísimos y con una faja publicitaria (no la he vuelto a ver) en la que se leía: “¿La futura poesía española?”
            Lo compré y lo devoré de inmediato. Me interesaron más las poéticas que la mayoría de los poemas –se salvó Gimferrer, de quien pocos días después compré Poemas 1963-1969– y fue como encontrar de pronto a mis contemporáneos. Seguí de cerca el revuelo que causó una antología denostada por todos, por los poetas sociales y por los oficiales.
            Alguna influencia de esa lectura hay en los poemas de Marineros perdidos en los puertos, un libro que a finales de diciembre de ese mismo año envié a un concurso en Burgos. Recogí el premio el verano del año siguiente --en un acto en el que la estrella invitada era Félix Grande--, pero no se publicó hasta 1972, cuando ya mis intereses comenzaban a ir por otro camino.
            Mejor o peor, nunca tuve vocación de poeta local. Nadie había leído mi primer libro cuando se publicó. El primer lector –aparte de los miembros del jurado– fue Vicente Aleixandre o al menos el primero que me escribió comentándomelo. Y el primer poema que publiqué apareció en septiembre de 1971 en la malagueña Caracola, una revista en la que habían colaborado Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda.
            ¿Cómo entraba entonces un joven aprendiz de poeta, poco sociable y aislado en  Avilés, con la literatura de su tiempo? No existía Internet, no era tan fácil como ahora estar en contacto con lo que se publicaba en cualquier lugar del mundo.
En la librería Santa Teresa recibían Poesía española, que dirigía José García Nieto, y una de sus secciones consistía en dar cuenta de las otras revistas poéticas que se publicaban en España. Por ella me enteré yo de la existencia de Caracola, de la existencia en Salamanca de Álamo, que dirigía Juan Ruiz Peña, el autor del manual de literatura que yo había estudiado en el bachillerato, o de la existencia de Artesa en Burgos y del premio que convocaba para autores nuevos.
            Ahora, y supongo que entonces, hay poetas que envían sus versos a cualquier revista de la que tienen noticia, sin haberla hojeado siquiera, pidiendo que los publiquen. A Clarín me llegan muchas vaguedades poéticas por “si publicamos versos”. Yo, antes de mandar ninguna colaboración, pedía contra reembolso el último número de la revista que me interesaba. Luego, si me gustaba, me suscribía. Y solo más tarde, si me parecía que encajaba, enviaba una posible colaboración.
            En 1975 creé mi propia revista, Jugar con fuego, que llené de heterónimos antes de conocer a Pessoa. Como no tenía con quien hablar de literatura, me inventé un grupo literario. Siempre he sido un hombre de recursos. Les envié un ejemplar de muestra a los escritores que admiraba. ¿Cómo sabía su dirección? Muy fácil, leía en la biblioteca Bances Candamo Cuadernos Hispanoamericanos, que tenía la costumbre de poner, junto a la firma de los colaboradores, su dirección postal, como hoy en algunos casos se informa del correo electrónico.
            Uno de mis heterónimos le gustó a Juan Gil-Albert, un escritor que entonces se había puesto de moda, y cuando dos jóvenes poetas de Sevilla, Fernando Ortiz y Abelardo Linares, proyectaron dedicarle un volumen de homenaje como primer número de la revista Calle del Aire, les pidió que se pusieran en contacto con Alfonso Sanz Echevarría y le pidieran colaboración. Y ese fue el origen de mi relación con dos poetas que pronto incluiría en Las voces y los ecos, ya en reacción contra la estética novísima, y de mi relación editorial con Renacimiento, que todavía dura.
            ¡Cuántas cosas han pasado en este medio siglo! Pero yo tengo la impresión de que sigo siendo el mismo de entonces, alguien antipáticamente seguro, no tanto de lo que le interesaba en literatura y de lo que no, sino de lo que valía y de lo que no.
            Siempre tuve claro de lo que era en literatura la primera, la segunda y la tercera división, que nada tenía que ver con la mayor o menor fama, con vender mucho o poco. Yo siempre aspiré a jugar en primera y en la selección nacional. Y siempre supe quiénes no pasaban ni pasarían de la tercera, aunque coleccionaran premios (o por eso mismo). Si el poeta es amigo mío, procuro disimularlo. Pero siempre se me nota y no tarda en dejar de ser amigo.


Martes, 21 de enero
VIVIR SIN ESTAR VIVIENDO

¿Qué es de Antonio Gala? ¿Vive todavía?, me preguntan. Y yo pienso con tristeza en esos casos en que, cuando el telón desciende, ya hace mucho tiempo que la función ha terminado.


Miércoles, 22 de enero
UN ENCUENTRO

De pronto, ordenando papeles en mi despacho del Milán, aparece un número de Plural, la revista cultural del diario mexicano Excelsior que fue dirigida un tiempo por Octavio Paz (la abandonó para fundar Vuelta). Es un monográfico de noviembre de 1987, “70 años de cultura”, dedicado a la Unión Soviética: “70 años cumple la revolución que cambió, no solo un país, sino el mundo entero. 70 años con errores y aciertos, en los que son los aciertos los que han ido quedando, a veces penosa, pero siempre progresivamente. 70 años también de críticas justas y calumnias torrenciales, y 70 años de cambios que además han determinado una nueva cultura, nuevas maneras de interpretar la vida, diferentes lenguajes, hasta llegar a una nueva efervescencia en nuestros días”.
            ¿Quién iba a decir entonces que, dos años después, toda aquella fortaleza se desmoronaría como un castillo de arena? Ni los partidarios ni los detractores podían imaginárselo.
            Buena parte del número está dedicado “a los más grandes poetas del país soviético, desde Alexander Blok hasta Evgeni Evtushenko”. A ellos se les añade “la traducción de algunos poemas de una sorprendente niña que, por la profunda conciencia humana y la calidad de su palabra, es claro que no se trata de un precoz fuego de artificio”.
            Esa niña es Nika Turbiná, que tenía trece años en 1987 y que ya había publicado un libro y participado en multitudinarios recitales. Leo un poema suyo, escrito a los seis años: “La lluvia, la noche, la ventana rota. / Los trozos de vidrio / se ciernen en el aire / como hojas / que no se lleva el viento. / De pronto, un crujido. / De la misma forma / se quiebra la vida del hombre”. Otro poema, que no acabo de creerme que fuera escrito a los ocho: “Tú y yo hablamos / en idiomas distintos  / con las mismas palabras. / Tú y yo vivimos / en diferentes islas, / aunque en la misma casa”.
            En 1983, ya famosa, declaró: “Comencé a hacer versos de palabra, cuando tenía tres años… Golpeaba con los puños las teclas del piano y los componía… Los versos vinieron a mí como algo increíble que le sucede a la gente y luego se va… Pero mientras no se ha ido es como un sueño que no desaparece. Mientras escribo, siento que lo puedo todo, solo con que lo desee mucho, mucho… Hay tantas palabras dentro que hasta me pierdo en ellas”.
            ¿Qué habrá sido de esta niña prodigio, que ahora tendrá cuarenta y seis años?, me pregunto. Por unos momentos, mientras tomo un café, fantaseo sobre su vida. De pronto, me doy cuenta de que la respuesta la tengo en el teléfono. No fue larga esa vida: murió a los 27 años. De una caída, dicen en la Wikipedia. Otras páginas lo aclaran: tras una fiesta con unos amigos, en un quinto piso, estos la dejaron sola para ir a comprar más bebida y comida; ella se sentó en la ventana, con las piernas hacia fuera, y se cayó o se tiró o simplemente se dejó caer. No era la primera vez: ya había quedado malherida al caerse de un balcón, necesitó doce intervenciones quirúrgicas.
            Fue breve la vida de esta poeta precoz, pero inmensamente desdichada. Conoció en su infancia una fama prodigiosa: fue traducida a más de una docena de lenguas, Evtushenko la llevó de gira por Estados Unidos y la protegió hasta que temió que le hiciera demasiada sombra.
A los trece años comenzó a ser olvidada, como un juguete roto, nunca mejor dicho. A los dieciséis se casó en Suiza con el director de un hospital psiquiátrico sesenta años mayor. Le abandonó para volver a Moscú. Alcohólica, de precaria salud mental, la muerte fue para ella una liberación.
            Hace una hora yo no sabía siquiera de su existencia y ya he podido leer muchos poemas suyos en distintas páginas de Internet y encargado su libro La infancia huyó de mí, traducido por Natalia Litvinova y publicado en 2018 en Buenos Aires.
            También la he visto, con el cigarrillo en la mano y el vaso sobre la mesa, y la he escuchado recitar sus poemas. Ya forma para siempre parte de mi colección de fantasmas.


Jueves, 23 de enero
FRUSTRADO Y PERDIDO

Respiro aliviado: desde México, el adalid de los vates no clónicos responde a mis alusiones. Poeta frustrado y perdido en mi Vetusta mugrienta, me llama. Y lacayo del poder y limpiabotas de García Montero y unas cuantas lindezas más.
            Mientras se metan con uno, uno es alguien. Pero la edad nos vuelve tan insignificantes que cada vez resulta más difícil conseguirlo.




sábado, 18 de enero de 2020

Sin propósito de enmienda: Matizar y atizar


Sábado, 11 de enero
POR ALUSIONES

Mentiría si dijera que me molesta que hablen de mí. Encontrarme con mi nombre donde menos me lo espero es uno de mis placeres favoritos.
            Reseña Anna Caballé, en el Babelia de hoy, una novela de Carlos Pardo “que evoca los años dedicados a ser poeta y a vivir confusamente entre poetas a la búsqueda de un espacio propio”. No pienso leerla: yo creo que tres folios le habrían bastado para contar lo que cuenta en cerca de quinientas páginas. Continúa la reseñista: “Poetas con sus escisiones y hostilidades. Luis García Montero y la escuela granadina contra José Luis García Martín y los poetas ovetenses”.
            No sé si cuenta eso la novela, más bien me parecen deducciones de quien ha oído campanas y no sabe dónde. Luis García Montero y yo nunca militamos en bandos contrarios. A los dos (más a él que a mí) nos atacaba una hueste encabezada por Antonio Jiménez Rodríguez (hoy desaparecido en México) y autodenominada “poetas no clónicos”. Luego cambiarían el nombre por el de “poetas de la diferencia”, que hizo cierta fortuna entre periodistas y estudiosos desinformados. Bajo ese banderín de enganche se agrupó, en antologías y recitales, toda la mediocridad poética habida y por haber. A García Montero le odiaban, aparte de por tener talento, y no solo poético, por encabezar jurados que solían premiar a poetas amigos, muy a menudo buenos poetas; a mí, por ser un crítico de los que llaman al pan pan y al memo memo.
            No pienso leer la novela de Carlos Pardo, pero sí he leído –mea culpa, mea culpa– el último tomo de las memorias de Luis Antonio de Villena. Me pudo el morbo. Supuse que estaría escrito a vuela pluma, como todo lo suyo desde hace años, y que no tendría mayor interés literario, pero que abundaría en nombres y chismes, a menudo eróticos, sobre este y aquel. Me pudo el morbo, ya dije. Y me divertí con muchos detalles, como ver a Antonio Gamoneda aprovechar la colección Provincia, que dirigía, para promocionarse: le pide a Colinas y Villena que le devuelvan el favor de haberles publicado un libro intercediendo para que Lápidas aparezca en Visor.
            Cuando empiezan a aparecer amigos y conocidos comunes, cuando se habla de algún congreso en el que coincidimos, temo que Villena se acuerde del santo de mi nombre y refiera anécdotas que yo prefiero olvidar, como aquella vez en que hizo de Virgilio para Víctor Botas y yo y nos mostró los locales que frecuentaba en Madrid. Entonces, recién salidos del franquismo, las discotecas y los bares de ambiente, como se decía púdicamente, nos parecían un símbolo de libertad. A saber cómo contaría él esa visita. Pero, afortunadamente, me odia tanto que no cuenta nada. Ni menciona mi nombre, pero no por explicable olvido –hace siglos que hemos perdido el contacto–, sino para tratar de maltratarme mejor. Habla de Juan Bonilla, al que conoció en un congreso literario en Valencia, y comenta que “entonces iba de la mano –espero que la haya soltado– de un bilioso y renegrido soi disant crítico, por las brumas del septentrión. Tan nada interesante que ni lo nombra”.
            Me divierte que no me nombre (¡de buena me he librado!), pero me entristece que no se ría de viejas polémicas a propósito de esta o aquella antología de jóvenes poetas (yo siempre pensé que las suyas carecían de cualquier rigor porque lo que más le interesaba de los jóvenes poetas no era la poesía: estas memorias me lo confirman)) y siga resentido y dolido. Siento de veras haberle hecho tanto daño. En mi caso, las peleas literarias tienen siempre algo de juego para mantenerse en forma. Nunca pretenden herir a la persona. Pero no todos tienen la misma suerte que yo, que siendo más vanidoso que nadie –cualquiera que me conozca puede certificarlo– tengo tan buen sistema inmunológico que las heridas en mi vanidad –todos los días recibo algún rasguño– cicatrizan a las veinticuatro horas, como mucho.


Domingo, 12 de enero
ESPAÑOL, ESPAÑOL

Está uno tan obsesionado con su país que cada vez que aparece Alfred Dreyfus en la impactante película de Roman Polanski J’accuse, aquí titulada El oficial y el espía, yo no veo al militar francés injustamente condenado, sino a Oriol Junqueras. Y cuando aparece el tribunal que le condenó y que recurrió a todas las triquiñuelas posibles para seguir manteniéndolo en la Isla del Diablo, aun siendo conscientes de su inocencia, no diré a quien veo, aunque resulta fácil de imaginar.
            Como a Unamuno, me duele España; y como José Antonio, amo a España porque no me gusta (aclaro: a pesar de que hay en ellas muchas cosas que no me gustan).
            Soy un nacionalista español, ya lo sé. Y, por supuesto, no me avergüenzo de ello. Me avergüenzo de los que creen incompatible el amor a España con el amor a la verdad, a la justicia (que no hay que confundir con torticeros legalismos) y a la democracia. Me avergüenzo de los que utilizan a España y sus símbolos para arremeter contra los que no piensan o sienten de la misma manera.
            Yo también soy español, español, pero de la mejor España, no de la de Fernando VII y Queipo de Llano.


Lunes, 13 de enero
COSAS QUE NO HARÍA NUNCA

Tres o cuatro cosas que no haría nunca, salvo por razones de fuerza mayor: trasnochar, opinar de política, enamorarme, envejecer.



Martes, 14 de enero
EN CONTRA Y A FAVOR

Hablar de política es como hablar de fútbol. Todos tenemos una opinión formada y somos capaces de defenderla apasionadamente, pero sin convencer jamás a nadie salvo a los ya convencidos.
            Por eso yo no hablo nunca de política, sino de historia. Nunca comentaría, por ejemplo, que Manuel Marraco Ramón fue ministro de Hacienda en los años de la República y que le sucedió, si la memoria no me falla, Alfredo de Zavala y Lafora. Hablaría del estallido y de las consecuencias de la revolución de Octubre. O de los preparativos del golpe del 36.
            Ahora tampoco hablo de política, sino de las páginas de la historia que se están escribiendo delante de mí: la ruptura catalana con el Estado español, que ya parece haberse producido de hecho, aunque no de derecho; la operación a la brasileña de ciertos sectores de la judicatura que siguen viendo la democracia como algo peligroso y ajeno.
            No me gusta el fútbol, tampoco la política, pero me apasiona la historia. Especialmente esa parte que se desarrolla ante mis ojos y en la que me hago ingenuamente la ilusión de que puedo intervenir porque voto y doy gritos desde el patio de butacas de mi diario a favor de unos y en contra de otros.


Miércoles, 15 de enero
EL ARTE DE PONTIFICAR

“Ser padre es criar cuervos disfrazados de angelicales criaturas a las que preparamos, renunciando a tantas cosas, para que sean capaces de enfrentarse con el mundo y que siempre, siempre, comienzan probando su fuerza con quien más los quiere”.
            Parece la frase de un padre experimentado y desengañado, pero al parecer la he escrito yo, que no he tenido hijos. Encuentro la cita en un libro, Estaciones de paso, de Ricardo Álamo, profesor de filosofía y escritor tímido y muy dado a la admiración de sus contemporáneos, cosa poco frecuente.
            No recuerdo haber escrito esa frase, podía ser una cita apócrifa, pero me parece muy mía: yo soy de esas personas capaces de darle lecciones de albañilería a un albañil, de arquitectura a un arquitecto, de justicia a un juez y de cómo educar a los hijos a cualquier padre.
            Menos mal que ni mis amigos ni yo nos tomamos muy en serio esta manía mía de estar siempre pontificando, como buen español y como buen contertulio.


Jueves, 16 de enero
MINISTRABLE

Álvaro Sánchez León, periodista de investigación, colaborador de El confidencial y de otros medios, me envía el siguiente mensaje: “Muy buenas. Estoy preparando un reportaje sobre la intrahistoria de los nombramientos ministeriales. Tengo entendido que a usted le ofrecieron ser ministro de Cultura en esta última hornada y dijo que no. Me gustaría contrastar esa información y saber, si es posible, sus motivos. Muchas gracias”.
            La noticia no tiene ningún fundamento, por supuesto (quizá confundieron mi nombre con el de Luis García Montero), pero a mí me alegra el día.
            Soy un hombre tan modesto que con nada disfruta más que rechazando premios, cargos y honores. Lo malo es que hasta la fecha no había tenido ocasión de hacerlo. Según Álvaro Sánchez León, mejor informado que yo, he rechazado nada menos que un ministerio. Ahora solo me faltaría rechazar el Nobel para que mi felicidad fuera completa.


Viernes, 17 de enero
DE LA QUE ME LIBRADO

Cuento en la tertulia los rumores sobre mi rechazo de un ministerio y nos reímos mucho.
            ––¿Te imaginas lo que ocurriría si fuera verdad y hubieras aceptado? Ya sé que tú no dejarías tus clases por nada del mundo, pero no te preocupes que no durarías ni un día en el cargo. En seguida se pondrían a rebuscar en lo que has escrito –mira lo que pasó con los artículos de Quim Torra– y aparecerían tus opiniones sobre esto y aquello en los medios digitales y hasta en el portada de El Mundo: el ministro de Cultura votó a Puigdemont en las últimas elecciones europeas, el ministro de Cultura piensa que se ha intentado un golpe a la brasileña contra el gobierno de Sánchez… No sigo, te quemarían en la plaza pública, aunque por lo menos tendrías el consuelo de que todo el mundo te leyera.
            ––Prefiero que no me lean y no reparen en mí. Solo así podré seguir hablando en libertad sin que de inmediato me llame al orden, como a Pablo Iglesias, el caducado Consejo General del Poder Judicial.



sábado, 11 de enero de 2020

Sin propósito de enmienda: De Praga a Viena





Jueves, 2 de enero
MI TERROR FAVORITO

Nada me aterra más que llegar de noche a una ciudad desconocida en la que no conozco a nadie, pero ha ocurrido con  frecuencia. Solo anduve por Ciudad de México, por Buenos Aires, por Tánger, por Nápoles, por Catania. Solo llegué por primera vez a Palermo, a Roma, a Turín, a tantas otras ciudades. Y muchas veces de noche. Y nunca por obligación.
            No soporto las alteraciones en la rutina. Para ser feliz necesito que los días se repitan, mi paraíso se llama monotonía.
            Y sin embargo… Debe de ser que me gusta ponerme a prueba. Porque de vez en cuando, me echo la mochila al hombro, me subo al tren o al avión y a ver qué pasa.
            Claro que me hago trampas. Voy a ciudades desconocidas, pero muy leídas. El primer día estoy perdido en la jungla, me dan ganas de volverme de inmediato. Al segundo, ya he comenzado a establecer mis rutinas: un café donde sentarme a leer, una librería en la que aprovisionarme (en Italia muchas veces coinciden y se llaman Feltrineli), un lugar donde comer (me gustan las franquicias que los exquisitos detestan porque puedo encontrarlas en cualquier barrio en que me encuentre), un lugar donde... (pero según uno va cumpliendo años necesita cada vez menos ese donde).
            En Praga solo estuve una vez, y muy poco días, pero tras dejar las cosas en el alojamiento, me pongo a caminar por la orilla de río en la fría noche, cruzo un puente y de inmediato encuentro refugio: el café Slavia, frente al historiado Teatro Nacional.
            Ni siquiera pensé a dónde iba, mis pasos pensaron por mí. Hay muchos cafés hermosos en Praga –como en cualquier capital de Centroeuropa–, pero a mí me escogió el Slavia, con sus ventanales sobre el Moldava y el Castillo, por un lado, y sobre el Teatro, por otro; con su guardarropa a la entrada para dejar abrigo, paraguas y sombrero (me imagino a aquellos caballeros de finales del XIX), con sus varios ambientes, unos para ver, otros para ser vistos, con su servicio eficaz. Puede parecer lleno, pero siempre hay sitio.
            En el Slavia me encuentro en casa. Si estoy en Oviedo, a las doce que me busquen en Las Salesas; si en Praga, que me busquen en el Slavia.
            Me traen mi café con el vaso de agua y antes de probarlo, antes de ponerme a debatir con mis amigos, Pablo Núñez y José Cereijo, como si estuviera en la tertulia, abro el cuaderno rojo editado por la Biblioteca Jaime Gil de Biedma, de Alejandría, y escribo: “Soy un conformista. La edad que me gustaría tener es siempre la edad que tengo”.
            Y el lugar en el que estoy –en Oviedo o en Praga–, el lugar en el que me gustaría estar.
           

Viernes, 3 de enero
SI DIOS EXISTE

En la plaza de la Ciudad Vieja, el aparatoso monumento a Jan Hus –el hereje achicharrado por los piadosos católicos– rodeado de puestos de Navidad. A la memoria me viene un aforismo de Arthur Schitzler: “Si Dios existe, vuestra manera de celebrarlo es blasfema”.
            Y no se trata solo de que no haya creencia religiosa que no esté manchada de sangre inocente –el cristianismo, el islam, el hinduismo–, sino que la mayoría de sus ritos y de las obligaciones que imponen a sus fieles resultan ridículas y a menudo ofensivas a los ojos de un Dios que, si existiera, sería todo inteligencia y misericordia.


Sábado, 4 de enero
CUIDADO CON LOS HÉROES

Desde lo alto de la Casa Danzante, ese edificio espectáculo de Frank Gehry, busco la iglesia en la que se refugiaron los paracaidistas que atentaron contra Reinhard Heydrich, el jerarca nazi “protector” de Bohemia y Moldavia (mi hermano Florentino les dedicó una novela, Praga 1942, la verdadera historia).
            Poco antes estuve en la cripta donde pasaron agónicos días mientras los alemanes trataban de dar con ellos y ejecutaban como represalia a cientos de personas.
            ¿Sirvió para algo su heroica acción? Solo para traer más dolor y muerte.


Domingo, 5 de enero
VIENA SHOPPING

Si la primera impresión es la que vale, la que me deja Viena este anochecer –tras la despedida de Praga con un paseo solitario por Malá Strana– no puede ser más deprimente.
            Me sentí como en el aeropuerto de Lisboa. Luego me he ido acostumbrando, pero qué sorpresa la mía cuando al ir hacia la salida, me encontré en un laberinto de tiendas comerciales sin indicación ninguna de hacia dónde ir. Tuve que preguntar, aunque, escondidos entre los carteles publicitarios (y a mucho menor tamaño) había indicaciones de por dónde había que dar vueltas y revueltas para lograr escapar de aquella trampa. Ahora ya casi todos los aeropuertos son así y  nadie protesta. Es el capitalismo descerebrado que ocupa los espacios públicos tras sobornar, de una manera u otra, a las autoridades. Descerebrado, porque no creo que sean un buen negocio los locales de Gucci o de Prada, las joyerías de lujo en esos lugares, más propios para cafeterías y tiendas de recuerdos.
            Qué difícil orientarse en las calles del centro de Viena, entre la catedral y los museos palaciegos. Todas son iguales, todos los bajos están ocupados por franquicias –Zara, Emidio Tucci, Humanic, etc, etc– que se repetían y repetían, impidiendo orientarse. Aquello no era una ciudad, era un centro comercial al aire libre, una versión corregida y aumentada de Las Rozas Village.
            Habrá otra Viena, me imagino –la de los cafés o la casa Hundertwasser, que parece dibujada por un niño–, pero sospecho que la Viena que fue cabeza intelectual de Europa hace tiempo que ha dejado de existir. Muy poca cabeza hay que tener para convertir las calles del centro en un despersonalizado centro comercial a la intemperie.



Lunes, 6 de enero
CON GARCILASO

“Con un manso ruido / de agua corriente y clara / cerca el Danubio una isla que pudiera / ser lugar escogido / para que descansara / quien como yo ahora no estuviera” .
            A la memoria me vienen los versos de Garcilaso –su Canción III– mientras paseo por esta isla alargada y desolada, en el centro del río. No es aquella en la que estuvo el poeta “preso y forzado y solo en tierra ajena”, pero se le parece bastante.
            Y yo, desterrado también, como tú, como todos, me siento en un banco y escribo: “Nunca está lejos la patria / para el que carece de ella. / Todo el mundo es esta isla, / todo el mundo es tierra ajena”.


Martes, 7 de enero
GAUDEAMUS IGITUR

En estos días primeros de año, a la felicidad de volver a una de las ciudades más hermosas del mundo y a la de descubrir otra que tantas veces he paseado en letra impresa, se le añade un suspense como de película de Hitchcock: ¿Conseguirá la Triple Alianza –el Constitucional, el Supremo, la Junta Electoral– evitar que Pedro Sánchez sea investido Presidente? Cada mañana, en los titulares de los periódicos, una nueva zancadilla. Esta noche soñé que los tres guardianes de la ley se reunían de urgencia para ver si lograban encontrar algún fallo en la inscripción de Teruel como provincia y declaraban triunfalmente que  no podía ser considerada provincia y que por tanto su diputado dejaba de serlo.
            Una pesadilla, lo sé. Pero en la España en que la Junta Electoral Central puede tratar de dejar sin efecto los votos de millones de ciudadanos por un lazo amarillo colgado en un balcón –proporcionalidad se llama esa figura–, todo es posible.
            Me encontraba en la Prunksaal de la Biblioteca Nacional de Austria, en la biblioteca más hermosa del mundo, cuando leo en el teléfono que la conjura ha fallado, que ya ha sido investido el presidente. Casi doy un grito de alegría en aquel silencio majestuoso. Miré en torno mío y pensé que no podía haberse encontrado un lugar más hermoso para la celebración.
            España todavía no es Brasil, aquí los jueces aún no quitan y ponen presidentes. Lo seguirán intentando, ya lo sé. Pero hoy es un día para la celebración.


Miércoles, 8 de enero
SOLO UN DECORADO

Desayuno en el café Jelinek, muy cerca de dónde me alojo. Lo he convertido en mi café vienés favorito. La ciudad me mostró su cara peor en el momento de la llegada, pero poco a poco se fue volviendo más amable. Los barrios de emigrantes, la zona que va desde el Prater (la noria estaba en revisión) hasta el Danubio resulta menos deshumanizada que el centro, que a veces da la impresión de un decorado para el turismo. En buena medida, eso es lo que son los cafés más afamados, con largas colas a la entrada. En el Sacher, un portero uniformado salía de vez en cuando para ofrecer una bebida caliente a los que esperaban en la heladora intemperie.
            Los cafés famosos poco tienen que ver con aquellos de que habla Stefan Zweig, en los que podía pasarte la mañana o la tarde leyendo  todos los periódicos del mundo, charlando o escribiendo versos. Ahora entras, consumes tu trozo de tarta y si te entretienes conversando en seguida los camareros te miran mal.
            Mejor que esos cafés ilustres, ya solo un decorado, conservan el espíritu de los viejos cafés los nuevos Starbucks. En uno de la larga y comercial Mariahilfer Strasse, donde paraba a veces, siempre había alguien leyendo el periódico –allí los periódicos estaban sobre una repisa, no sujeto a incómodas perchas de madera–, trabajando en el ordenador, conversando en voz baja. El piso superior, amplio, con las mesas muy separadas, tenía algo de claustral y del club Diógenes de las historias de Sherlock.
            También algún McDonald’s puede guardar mejor el espíritu de los viejos cafés que el Central o el Mozart. A partir de las diez, no había ningún local abierto cerca del piso en que nos alojábamos. Pero el McDonald’s de un hermoso edificio cercano brillaba acogedor. Allí nos quedábamos charlando hasta las once. Había pocos clientes, pero no resultada desolador ni hopperiano. Varios eran habituales. En una mesa redonda, un grupo jugaba a las cartas todas las noches. Acabamos conociendo a los empleados. Uno era sordomudo y a veces venían a visitarle otros sordomudos. Yo me entretenía observando a unos y a otros mientras José Cereijo le contaba a Pablo Núñez, muy parsimoniosamente, pasajes de su vida literaria, como una visita a Jaime Gil de Biedma que duró toda la noche. Yo, que me sabía aquellas historias de memoria, miraba y fantaseaba. Si alguien quisiera escribir una novela como La colmena que reflejara la Viena de hoy, mejor que en el Café Central la situaría en un McDonald’s.  




domingo, 5 de enero de 2020

Sin propósito de enmienda: El arte de disentir



Viernes, 27 de diciembre
EL RUEDO IBÉRICO

Hay quienes están hartos y no quieren ni oír hablar de política. Yo no soy uno de ellos. Veo el ir y decir de los políticos por el Ruedo Ibérico como un interminable culebrón, lleno de golpes de efectos, de tragedias para reír y comedias para llorar.
            Antes de las once o las doce, según haya ido la mañana, no quiero enterarme de nada de lo que pasa. A esa hora, me siento ante un café y hojeo la prensa.
            Mis personajes favoritos son, por este orden, Isabel Díaz Ayuso, los barones socialistas más o menos baturros y Cayetana Álvarez de Toledo. Esta última me fascina. Si es el malo el que hace inolvidable una buena película, Álvarez de Toledo (no tengo tanta confianza para llamarla en público por su nombre de pila, como en mis fantasías) lo tíene todo, salvo cualquier escrúpulo. Es la espía perfecta, la otra que apuñala a la santa esposa, la que lanza el misil nuclear contra Gotam sin un parpadeo.
            La gracia de Díaz Ayuso es diferente, más entrañable, más todo corazón y pizpireta. Con ella no tenemos que añorar aquel guiñol de Canal Plus que tantos buenos ratos nos hizo pasar. Es su propia y enternecedora caricatura.
            La figura del gracioso, tan esencial en nuestro teatro clásico, queda para los llamados “barones socialistas”. Con qué seriedad hacen su papel, lanzan su rebuzno, defienden a su casposa Españeta en cuanto alguien en su partido insinúa una medida medianamente progresista.
            Lo paso bien con la política, ya digo. La prosa de sus dramatis personae no suele estar a la altura de la de Valle-Inclán, pero la gracia del enredo no le anda a la zaga.
            Lo que me amarga el día, al hojear los diarios, es otra cosa. No hay fecha sin su correspondiente tragedia: mujeres asesinadas, accidentes, espantos varios.
            El único consuelo, pobre consuelo, es que no hayan ocurrido demasiado cerca. Ya se sabe que trescientos muertos en Birmania nos afectan bastante menos que tres en el barrio de al lado. Así somos. Así necesitados ser –corazones endurecidos, flaca memoria, mucha inconsciencia– para poder sobrevivir en este mundo que nos ha tocado en suerte –el único que hay– y que, según los creyentes (que Santa Lucía les conserve la vista) es obra de un Ser Supremo omnipotente y misericordioso.


Sábado, 28 de diciembre
MI PRIMER ADMIRADOR

En la casa de Avilés, me encuentro un recorte de periódico de la que quizá fue la primera entrevista que me hicieron. No tiene fecha, pero debe tratarse de 1971. Aún era estudiante y aún no había publicado mi primer libro. Acababa de ganar un premio literario, el primero y el único, y recuerdo bien que con su importe me pagué la matrícula en la Universidad y me compré una máquina de escribir (el libro lo había tenido que mecanografiar con una que me había prestado).
            El entrevistador firma JMP. Se trata de Juan Manuel Pendás, algo atrabiliario personaje que después de ser mi admirador durante largos años se enfadó conmigo para siempre, no sé yo bien por qué. Su género literario favorito eran las cartas al director, escribió cientos de ellas en los más variados periódicos.
            Apenas me reconozco en las respuestas, redactadas con el estilo del entrevistador, que quiere demostrar sus conocimientos literarios. “Antonio Machado, el más hondo y arraigado poeta contemporáneo, ¿es en realidad una superación de los suspirillos germánicos de Bécquer?”, me pregunta. Y yo sonrío al leer la respuesta: “Los ‘suspirillos germánicos’ de Bécquer son, literalmente, insuperables. Antonio Machado no supera al poeta de las Rimas, simplemente lo supera por otros caminos”.
            Enternecedora pedantería de los veinte años. Juan Manuel Pendás –al que hoy calificaríamos de freaky–, en su época de obsesión por mí, escribió un artículo en una publicación gratuita avilesina que titulaba simplemente “El genio de Rivero”, la calle en la que yo vivía, y lo terminaba con una pregunta: “¿Cómo un hombre tan inteligente puede ser socialista?”
            Con el tiempo, Juan Manuel Pendás, mi primer admirador, se convirtió en un furibundo detractor. Hoy le recuerdo con melancolía. Esté donde esté, seguro que sigue mandando cartas a los periódicos.


Domingo, 29 de diciembre
NUESTRO RIMBAUD

Alzo los ojos del periódico y me encuentro frente a mí, en el Dos de Azúcar, a Silvia Ugidos, que ha venido de Colombia para pasar aquí las Navidades y ni siquiera había avisado. Me trae como regalo un libro de Alberto Aguirre, El arte de disentir. “El título parece tuyo. En ese arte eres un maestro”.
            Silvia Ugidos anda ahora por Medellín, ciudad que cada vez le gusta más, y que nos describe con el ingenio, la capacidad de observación y la ironía de costumbre. Yo insisto para que vuelva a la literatura, pero no hay manera.
            Un caso perdido. Silvia Ugidos es nuestro Rimbaud, un Rimbaud que ha cambiado Etiopía por Colombia y que no trafica ni con marfil ni con esclavos ni con otras sustancias más o menos estimulantes.


Lunes, 30 de diciembre
APRENDIZAJE Y GENEROSIDAD

Todos aprendemos, hasta Pablo Iglesias. De dar una rueda de prensa, antes de que el rey encargara a nadie formar gobierno, en la que proclama urbi en orbe “Pedro, te hago presidente si yo soy vicepresidente”, a la discreción con que la que ha negociado estos días un muy sensato programa de gobierno, hay un abismo.
            Tampoco es que se haya dado mucha prisa en aprender. Tres o cuatro años ha necesitado para averiguar que es el parlamento el que elige al presidente del Gobierno y este quien nombra a sus ministros. Y que exigirle a un candidato que me nombre a mí y no a otro vicepresidente no es que sea feo es que es ilegal.
            Respiro casi aliviado al escuchar la rueda de prensa de Sánchez e Iglesias. Ya solo queda que Oriol Junqueras nos dé su bendición.
            Yo no sé si, en su caso, la daría. Nosotros –bueno, no yo: el Tribunal Supremo, y de aquella manera que no voy a calificar, que lo haga Luxemburgo o Estrasburgo– le endosamos unos años de cárcel y él nos facilita una España mejor.


Martes, 31 de diciembre
PACÍFICA Y DEMOCRÁTICA

La situación de España, con ser complicada, me preocupa menos que ciertos fantasmas personales que me impiden dormir.
            Aunque procuro disimularlo para no molestar, en el fondo siempre me he considerado más inteligente que los demás o por lo menos que la media.
            Empiezo a tener mis dudas. Hay muchas formas de inteligencia y la que a mí me ha tocado en suerte, o la que yo creo que me ha tocado en suerte, no es la principal.
            De mis angustias privadas, me distraigo con el entretenido circo de la política. ¡Mira que si, después de todo (y a pesar de esos continuos metepatas que son el Constitucional, el Supremo y Josep Borrell), el “problema catalán”, una de las preocupaciones de nuestro monarca en su discurso de Navidad, tuviera pacífica y democrática solución!
            En eso estamos, con paciencia e inteligencia, mal que les pese a los susodichos.


Lunes, 1 de enero
PARA EMPEZAR EL AÑO

Yo soy tan malo como parezco, pero no peor. No todos pueden decir lo mismo.
            La realidad no tiene imaginación. Por eso, en cuanto nos descuidamos, se dedica a plagiar nuestras peores pesadillas.
            No me gusta la gente que se me parece demasiado. Ya tengo bastante con aguantarme a mí. No soportaría aguantar a alguien como yo.
            A ser feliz se aprende, como a cocinar. Con los mejores ingredientes se puede preparar una comida indigesta.
            Querer es una necesidad; que te quieran, un lujo.
            La soledad solo se soporta en buena compañía.
            Envejecer es ir estando de más y que todos se den cuenta menos uno.
            Eso que tú no quieres que nadie sepa es lo primero que todos saben de ti.
            La vida da muchas vueltas, pero yo tengo la suerte de que acabe dejándome siempre en el mismo sitio.
            Pensar por cuenta propia es tan fácil como aprender a montar el bicicleta, Solo hay que perder el miedo y no temer algún golpe.
            A veces uno tiene la impresión de que el gris es el verdadero color de la vida y que el arco iris no es más que una ilusión óptica.
            Éxito en su dosis justa, que el poco amarga y el mucho entontece.
            Pasa el tiempo y descubrimos que a veces no haber tenido suerte fue realmente una verdadera suerte.
            La vida en ocasiones esconde sus mejores regalos en los rincones más insospechados.
            Era egoísta, caprichoso, quisquilloso, infantil, a menudo insoportable; era, en resumen, un ser humano.