Sábado, 18 de enero
ENSEÑANZAS DE LA EDAD
No perder de vista las estrellas mientras se camina al borde
del abismo. No dejar de amar cuando se deja de estar enamorado. Que la meta
final de todo viaje sea siempre la misma: el punto de partida.
Domingo, 19 de enero
OTROS TIEMPOS
De vez en cuando me gusta agitar la charca en que pululan
los malos poetas, sacarles de sus casillas. Pero ya casi nadie entra al trapo.
Echo de menos los años ochenta, en que lanzaban andanadas contra mí una semana
sí y otra también desde sus suplementos provinciales. ¿Dónde está aquel
maravilloso panfleto de La fiera
literaria, que no dejaba libre de insulto a nadie que tuviera talento o
éxito? ¿Dónde los enemigos feroces de la
poesía de la experiencia, los García Pérez y los Rodríguez? Desaparecieron como
verdura de las eras. Resultaban más divertidas las guerras poéticas de antes que
las escaramuzas políticas de ahora.
Lunes, 20 de enero
EN LOS COMIENZOS
El próximo lunes, en el Ateneo Jovellanos de Gijón, he de
dar una conferencia sobre medio siglo de vida literaria.
Hace
exactamente cincuenta años, en 1970, me dirigía yo a clase cuando en el
escaparate de una librería, me llamó la atención un libro titulado Nueve novísimos y con una faja
publicitaria (no la he vuelto a ver) en la que se leía: “¿La futura poesía
española?”
Lo compré y
lo devoré de inmediato. Me interesaron más las poéticas que la mayoría de los
poemas –se salvó Gimferrer, de quien pocos días después compré Poemas 1963-1969– y fue como encontrar
de pronto a mis contemporáneos. Seguí de cerca el revuelo que causó una antología denostada por todos, por los poetas sociales y por los oficiales.
Alguna
influencia de esa lectura hay en los poemas de Marineros perdidos en los puertos, un libro que a finales de
diciembre de ese mismo año envié a un concurso en Burgos. Recogí el premio el
verano del año siguiente --en un acto en el que la estrella invitada era Félix
Grande--, pero no se publicó hasta 1972, cuando ya mis intereses comenzaban a
ir por otro camino.
Mejor o
peor, nunca tuve vocación de poeta local. Nadie había leído mi primer libro
cuando se publicó. El primer lector –aparte de los miembros del jurado– fue
Vicente Aleixandre o al menos el primero que me escribió comentándomelo. Y el
primer poema que publiqué apareció en septiembre de 1971 en la malagueña Caracola, una revista en la que habían
colaborado Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda.
¿Cómo
entraba entonces un joven aprendiz de poeta, poco sociable y aislado en Avilés, con la literatura de su tiempo? No
existía Internet, no era tan fácil como ahora estar en contacto con lo que se
publicaba en cualquier lugar del mundo.
En la librería Santa Teresa
recibían Poesía española, que dirigía
José García Nieto, y una de sus secciones consistía en dar cuenta de las otras
revistas poéticas que se publicaban en España. Por ella me enteré yo de la
existencia de Caracola, de la
existencia en Salamanca de Álamo, que
dirigía Juan Ruiz Peña, el autor del manual de literatura que yo había
estudiado en el bachillerato, o de la existencia de Artesa en Burgos y del premio que convocaba para autores nuevos.
Ahora, y
supongo que entonces, hay poetas que envían sus versos a cualquier revista de
la que tienen noticia, sin haberla hojeado siquiera, pidiendo que los
publiquen. A Clarín me llegan muchas
vaguedades poéticas por “si publicamos versos”. Yo, antes de mandar ninguna
colaboración, pedía contra reembolso el último número de la revista que me
interesaba. Luego, si me gustaba, me suscribía. Y solo más tarde, si me parecía
que encajaba, enviaba una posible colaboración.
En 1975
creé mi propia revista, Jugar con fuego, que
llené de heterónimos antes de conocer a Pessoa. Como no tenía con quien hablar
de literatura, me inventé un grupo literario. Siempre he sido un hombre de
recursos. Les envié un ejemplar de muestra a los escritores que admiraba. ¿Cómo
sabía su dirección? Muy fácil, leía en la biblioteca Bances Candamo Cuadernos Hispanoamericanos, que tenía
la costumbre de poner, junto a la firma de los colaboradores, su dirección
postal, como hoy en algunos casos se informa del correo electrónico.
Uno de mis
heterónimos le gustó a Juan Gil-Albert, un escritor que entonces se había
puesto de moda, y cuando dos jóvenes poetas de Sevilla, Fernando Ortiz y
Abelardo Linares, proyectaron dedicarle un volumen de homenaje como primer
número de la revista Calle del Aire,
les pidió que se pusieran en contacto con Alfonso Sanz Echevarría y le pidieran
colaboración. Y ese fue el origen de mi relación con dos poetas que pronto
incluiría en Las voces y los ecos, ya
en reacción contra la estética novísima, y de mi relación editorial con
Renacimiento, que todavía dura.
¡Cuántas
cosas han pasado en este medio siglo! Pero yo tengo la impresión de que sigo
siendo el mismo de entonces, alguien antipáticamente seguro, no tanto de lo que
le interesaba en literatura y de lo que no, sino de lo que valía y de lo que
no.
Siempre
tuve claro de lo que era en literatura la primera, la segunda y la tercera
división, que nada tenía que ver con la mayor o menor fama, con vender mucho o
poco. Yo siempre aspiré a jugar en primera y en la selección nacional. Y
siempre supe quiénes no pasaban ni pasarían de la tercera, aunque coleccionaran
premios (o por eso mismo). Si el poeta es amigo mío, procuro disimularlo. Pero
siempre se me nota y no tarda en dejar de ser amigo.
Martes, 21 de enero
VIVIR SIN ESTAR VIVIENDO
¿Qué es de Antonio Gala? ¿Vive todavía?, me preguntan. Y yo
pienso con tristeza en esos casos en que, cuando el telón desciende, ya hace
mucho tiempo que la función ha terminado.
Miércoles, 22 de enero
UN ENCUENTRO
De pronto, ordenando papeles en mi despacho del Milán,
aparece un número de Plural, la
revista cultural del diario mexicano Excelsior
que fue dirigida un tiempo por Octavio Paz (la abandonó para fundar Vuelta). Es un monográfico de noviembre
de 1987, “70 años de cultura”, dedicado a la Unión Soviética: “70 años cumple
la revolución que cambió, no solo un país, sino el mundo entero. 70 años con
errores y aciertos, en los que son los aciertos los que han ido quedando, a
veces penosa, pero siempre progresivamente. 70 años también de críticas justas
y calumnias torrenciales, y 70 años de cambios que además han determinado una
nueva cultura, nuevas maneras de interpretar la vida, diferentes lenguajes,
hasta llegar a una nueva efervescencia en nuestros días”.
¿Quién iba
a decir entonces que, dos años después, toda aquella fortaleza se desmoronaría
como un castillo de arena? Ni los partidarios ni los detractores podían
imaginárselo.
Buena parte
del número está dedicado “a los más grandes poetas del país soviético, desde
Alexander Blok hasta Evgeni Evtushenko”. A ellos se les añade “la traducción de
algunos poemas de una sorprendente niña que, por la profunda conciencia humana
y la calidad de su palabra, es claro que no se trata de un precoz fuego de
artificio”.
Esa niña es
Nika Turbiná, que tenía trece años en 1987 y que ya había publicado un libro y
participado en multitudinarios recitales. Leo un poema suyo, escrito a los seis
años: “La lluvia, la noche, la ventana rota. / Los trozos de vidrio / se
ciernen en el aire / como hojas / que no se lleva el viento. / De pronto, un
crujido. / De la misma forma / se quiebra la vida del hombre”. Otro poema, que no
acabo de creerme que fuera escrito a los ocho: “Tú y yo hablamos / en idiomas
distintos / con las mismas palabras. /
Tú y yo vivimos / en diferentes islas, / aunque en la misma casa”.
En 1983, ya
famosa, declaró: “Comencé a hacer versos de palabra, cuando tenía tres años…
Golpeaba con los puños las teclas del piano y los componía… Los versos vinieron
a mí como algo increíble que le sucede a la gente y luego se va… Pero mientras
no se ha ido es como un sueño que no desaparece. Mientras escribo, siento que
lo puedo todo, solo con que lo desee mucho, mucho… Hay tantas palabras dentro
que hasta me pierdo en ellas”.
¿Qué habrá
sido de esta niña prodigio, que ahora tendrá cuarenta y seis años?, me
pregunto. Por unos momentos, mientras tomo un café, fantaseo sobre su vida. De
pronto, me doy cuenta de que la respuesta la tengo en el teléfono. No fue larga
esa vida: murió a los 27 años. De una caída, dicen en la Wikipedia. Otras
páginas lo aclaran: tras una fiesta con unos amigos, en un quinto piso, estos
la dejaron sola para ir a comprar más bebida y comida; ella se sentó en la
ventana, con las piernas hacia fuera, y se cayó o se tiró o simplemente se dejó
caer. No era la primera vez: ya había quedado malherida al caerse de un balcón,
necesitó doce intervenciones quirúrgicas.
Fue breve
la vida de esta poeta precoz, pero inmensamente desdichada. Conoció en su
infancia una fama prodigiosa: fue traducida a más de una docena de lenguas,
Evtushenko la llevó de gira por Estados Unidos y la protegió hasta que temió
que le hiciera demasiada sombra.
A los trece años comenzó a ser
olvidada, como un juguete roto, nunca mejor dicho. A los dieciséis se casó en
Suiza con el director de un hospital psiquiátrico sesenta años mayor. Le
abandonó para volver a Moscú. Alcohólica, de precaria salud mental, la muerte
fue para ella una liberación.
Hace una
hora yo no sabía siquiera de su existencia y ya he podido leer muchos poemas
suyos en distintas páginas de Internet y encargado su libro La infancia huyó de mí, traducido por
Natalia Litvinova y publicado en 2018 en Buenos Aires.
También la
he visto, con el cigarrillo en la mano y el vaso sobre la mesa, y la he
escuchado recitar sus poemas. Ya forma para siempre parte de mi colección de
fantasmas.
Jueves, 23 de enero
FRUSTRADO Y PERDIDO
Respiro aliviado: desde México, el adalid de los vates no
clónicos responde a mis alusiones. Poeta frustrado y perdido en mi Vetusta
mugrienta, me llama. Y lacayo del poder y limpiabotas de García Montero y unas
cuantas lindezas más.
Mientras se
metan con uno, uno es alguien. Pero la edad nos vuelve tan insignificantes que
cada vez resulta más difícil conseguirlo.