viernes, 30 de julio de 2021

Mil y un fantasmas: Adiós, amiga mía

 


Me senté en el Café des Arts, en la plaza del gran teatro de Bayona, frente al espolón amurallado donde el río Nive se encuentra con el Adur, a hojear un libro que acababa de comprar en un mercadillo a pocos pasos de allí. No conocía a su autor, Pierre Daguerre, pero me atraía el título, Croquis au Pied des Monts, y el que estuviera impreso en 1944, lo que convertía a Daguerre en un probable colaboracionista. Esos montes eran, claro, los Pirineos y las primeras líneas que leí hablaban de este mismo lugar en que me encuentro, una noche oscura en las que solo se oía el rugir de las aguas del Adur, cuando un comerciante, Jean Porterau, que reside en la calle de la Tour-du-Sault, se dirige al barrio de Saint.Esprit, al otro lado del río, donde viven los judíos. El libro, que no parece muy apreciado por los bibliófilos –me costó dos euros-- incluye una sorpresa: un amarillento papel en el que está escrito, arriba a la izquierda, con tinta negra “Autographe de l’écrivain” y luego con tinta azul y letra distinta: “Claude Farrèrre, St-Jean-de-Luz, 1938/9”. A tamaño mayor, y en diagonal, la firma del escritor, del que yo no había oído hablar, autor del prólogo al libro que acabo de adquirir.

            Alzo un momento la vista y de pronto veo que cruza la plaza una figura que me resulta familiar, aunque pocas veces nos hayamos encontrado, Miguel Sánchez-Ostiz. Acabo de leer un libro suyo sobre Baroja y guardo muy buenos recuerdos de su primer diario, La negra provincia de Flaubert, y de la revista Pasajes, que él dirigía, y en la que colaboré. Luego fue tendiendo cada vez más al improperio y al desahogo y dejó de interesarme. Dudo un momento antes de saludarle. Recuerdo vagamente haber dedicado una reseña poco favorable a algún libro suyo y sé de sobra lo rencorosos que son los escritores. Pero de pronto me viene a la memoria el título de una de sus novelas, En Bayona, bajo los porches y encontrarlo aquí me parece un regalo del azar.

            ----Buenos días, Miguel.

            ----Muy buenos días, pero no soy Miguel. Supongo que se refiere usted al escritor. No es la primera vez que me confunden con él, incluso en cierta ocasión estuvieron a punto de molerme a palos unas bestias abertzales a las que había sacado en Las pirañas. Menos mal que logré convencerles de que me llamo Jon, Jon Uribe, y no tengo nada que ver con Sánchez-Ostiz, aunque a saber, porque mi padre también era navarro.

            Yo me había levantado para saludarle. Como vi que era locuaz y no parecía tener prisa, le invité a sentarse y a tomar algo conmigo.

            Lo hizo, pidió un vino y enseguida reparó en el libro sobre la mesa. “Lo he leído, no está mal, son estampas de estas tierras”. Le enseñé el recorte con el autógrafo. Se emocionó al verlo.

----En Saint.Jean-de Luz, y más o menos por esas fechas, se conocieron mis padres gracias precisamente a Claude Farrère. Es una historia curiosa que quizá a usted le interese.

 

ENCUENTRO EN PETIT POINT

Claude Farrère es uno de tantos escritores en su tiempo muy famosos y que hoy han pasado de moda. Un tipo curioso, discípulo y amigo de Pierre Loti, a cuyas órdenes estuvo. Como él, era marino y recorrió medio mundo con la Armada francesa. Claude Farrère no era su nombre, como tampoco Loti se llamaba Loti. Bajo su mando navegó en un navío, el Vautour, durante los años 1903 y 1904. Al lado de Lotí defendió al imperio otomano en las guerras balcánicas. Ambos contribuyeron decisivamente a que Adrianápolis, la actual Edirne, que había sido arrebatada por los búlgaros a Turquía en 1912, le fuera devuelta al año siguiente. Por eso, en 1922 Ataturk recibió en Estambul a Farrère con grandes honores. En 1936 encabezó el apoyo de los intelectuales franceses conservadores a Franco, con quien se entrevistó, como cuenta en su libro Visite aux espagnols; en 1938 fue a Manchuria invitado por el gobierno japonés; saludó a Petain como salvador de la Francia verdadera. Siguió publicando tras la liberación como si tal cosa; siguió siendo un autor de éxito hasta que cambiaron las modas. Hoy no es ni siquiera una figura pintoresca, como lo es su maestro. Pero quizá le estoy aburriendo con estas divagaciones. Sin Farrère, sin Loti y sin Baroja yo no estaría hoy aquí hablando.

Claude Farrère, que tenía casa en San Juan de Luz, coincidió allí con Baroja al comienzo de la guerra civil, cuando todos los pueblos de la costa vasca se llenaron de refugiados de uno y otro signo. Pierre Daguerre refiere muy bien ese ambiente en uno de los capítulos, “Basses eaux”, del libro que acaba usted de comprar. Baroja se alojaba en el hotel Petit Pont, que todavía existe, y hasta allí fue Farrère a pedirle cuentas, irritado por unas declaraciones suyas que había leído en un periódico local y en las que arremetía contra este y aquel, según costumbre, y especialmente contra Pierre Loti.

            ----No le permito a usted que calumnie a un gran hombre. Le exijo que rectifique.

            ----Usted a mí no me exige nada, faltaría más. Y yo no hablo con fantoches que no me hayan sido presentados  --dijo Baroja, o dicen que dijo, y se levantó de la mesa, en la que estaba con algunos admiradores y se retiró a su habitación.

            Farrère llegó acompañado de una señora mayor, que era profesora en un Liceo y estaba escribiendo un libro sobre él, y por dos o tres jovencitas que gustaban de soñar vidas trepidantes en lugares remotos con sus libros en la mano.

            ----¡Vaya español maleducado! --dijo la más guapa de todas.

            ----¡Maleducado su padre que se presenta aquí con exigencias!, le respondió uno de los jóvenes que acompañaban a Baroja, un nacionalista vasco que acababa de cruzar la frontera.

            No sé si Baroja escribió alguna vez sobre Farrère. Si es así, debió hacerlo con su malevolencia habitual. Tenían más o menos la misma edad y los dos había sido elegidos académicos, con cierto escándalo, en 1935. Los dos eran novelistas de éxito, pero el de Farrère, algunos de cuyos títulos habían vendido un millón de ejemplares, no tenía comparación con el de Baroja. Además su vida sí que había sido una vida aventurera y heroica, no como la del español, un señor de mesa camilla. Farrère, que había participado en varias guerras, que se había salvado milagrosamente de un naufragio y de un atentado (en el que murió el presidente de la República francesa al que estaba dedicando un libro), que había participado en más de una intriga política, era el aventurero que a Baroja le habría gustado ser, además de un autor famoso.          

            Creo que no volvieron a verse, La discusión continuó durante largo rato entre aquella jovencita, que había nacido aquí en Bayona, y el nacionalista navarro; él pasaba en poco de los veinte años y ella aún no los había cumplido. Se marcharon furiosos, cada uno por su lado, pero al día siguiente, casualmente se encontraron en el paseo de la playa y la jovencita se acercó súbitamente a Jon. Cuando él, asustado, pensaba que le iba a abofetear, le abrazó y le dio un beso. Un beso fugaz, pero en la boca, algo bastante insólito en aquellos tiempos y en tiempos posteriores. Desde aquel beso, no volvieron a separarse en más de cincuenta años. Se fueron a vivir juntos antes de casarse, sin importarles el escándalo. Buena era mi madre, capaz de ponerse al mundo por montera. “Me acosté llena de furia contra aquel joven impertinente que había insultado al gran escritor y me desperté furiosamente enamorada de él”, me confesó. Pero usted quiere conocer cosas de Farrère, no de mi familia. Un escritor de extrema derecha, cierto. Pero en 1933 creó un comité de ayuda a los judíos que escapaban de Alemania. Y si fue partidario del mariscal Petain, al igual que la mayoría de los franceses en 1940,  no lo ocultó después, como Mitterrand y tantos otros, y se esforzó en defender al héroe apaleado tras la guerra. Hoy nadie lee sus libros, que andan por ahí en las librerías de viejo, pero tiene una calle a su nombre en Estambul. En mi casa estaban todos sus libros, que compraba mi madre, y todos los de Baroja, que compraba mi padre, que nunca le perdió la devoción a pesar de las concesiones del escritor al franquismo.

 

BAROJA ENAMORADO

Pero esta historia tiene un epílogo. A mi madre, Baroja solo la entrevió un momento, pero su imagen se le quedó grabada. Más de una vez se hizo el encontradizo y se la quedaba mirando, no con ojos de viejo verde, sino de tímido adolescente, que es lo que siempre fue. Alguna vez mi madre se acercó a él e intercambiaron algunas palabras amables. Ya muy mayor, mi madre me leyó unos versos de Canciones del suburbio: “Adiós, amiga mía, / no nos veremos más, / el sino nos arrastra / a cambios sin cesar. / No hay quien pueda oponerse / al destino fatal. / Yo tengo que ausentarme, /usted se casará. / Para siempre la vida / nos ha de separar”.

.           “Los escribió pensando en mí”, me dijo. Y añadió: “Es una suerte que tu padre nunca supiera nada de esta historia, porque admiraba tanto al novelista que le creo capaz de hacerse a un lado para dejarle el campo libre, y entonces tú no habrías nacido”.




 

sábado, 24 de julio de 2021

Mil y un fantasmas: Virgen con Niño

 


Javier Marías y Juan Manuel de Prada tuvieron buena parte de la culpa de que yo durante un tiempo estuviera a punto de convertirme en contrabandista de arte. Residía por entonces en Nápoles, muy cerca de la aguja de San Gennaro y la iglesia del Pio Monte de la Misericordia, con su cinematográfico Caravaggio, y tenía la costumbre de dar una vuelta por el mercado de Porta Capuana, donde escaseaban los puestos de libros, pero abundaban los de pintorescos cachivaches que yo me entretenía en fotografiar. Un día, en uno de ellos vi unas cuantas copias al óleo de obras famosas: una gioconda, una última cena y cosas así. Había también una Virgen con Niño que me resultaba vagamente familiar. De pronto, me vino a la cabeza la polémica entre un irascible Javier Marías y mi entonces amigo Juan Manuel de Prada acerca de una Virgen de Giovanni Bellini que estaba en la veneciana Madonna dell’Orto y que fue robada en 1993. Lo que tenía ante mí parecía ser una copia de ese cuadro. Marías hablaba del niño como “una especie de energúmeno que no se sabe si está a punto de ahogarse o de saltar al cuello de su increíble Madre”. Ese cuadro de pequeño tamaño, ahora sustituido por una reproducción en una de las capillas laterales de la iglesia, desempeña un cierto papel en la novela La tempestad, con la que Prada ganó el Planeta, y al describirlo se refiere a “la postura un tanto quejicosa del Niño, que parecía a punto de ahogarse y de saltar al cuello de su Madre, quizá para estrangularla”. En las líneas de Prada hay un claro homenaje a Marías, cuyo “Venecia, un interior”, incluido en Pasiones pasadas es una de las mejores interpretaciones de esa ciudad siempre a punto de desaparecer en las aguas de la mala literatura. Marías, ya dije, se lo tomó como la peor de las ofensas. Ahora yo tenía ante mi la imagen de ese niño que mira boquiabierto a su madre, de rostro hermosamente apacible, y me apetecía llevarme a casa la imagen de la discordia.

            ---¿Cuánto quiere por ese cuadro?

            ----Mil euros.

            Hice ademán de marcharme.

            ----Se lo dejo en cuatrocientos. Es una copia antigua.

            Acababa de sacar cuatrocientos euros del cajero, que debían durarme hasta el fin de semana, pero sin pensarlo dije “de acuerdo, me lo quedo” y volví al hotel con la Virgen y el Niño bajo el brazo, un poco arrepentido ya de aquel capricho. Pero luego, ya en mi habitación, volví a contemplarlo y me sedujo el rostro sereno de aquella mujer. Lo pondría sobre mi mesa de trabajo y seguro que me ayudaría a concentrarme cada día a la hora de escribir. Lo miré atentamente y en efecto parecía una copia antigua de verdad, no una chapucera copia actual.

Tengo un amigo, Jaime García-Máiquez, que trabaja en el Prado y se me ocurrió enviarle una fotografía del anverso y otra del reverso. Le dije lo que me había costado. Me respondió de inmediato: “Has hecho una buena compra”.

            Mi sorpresa fue encontrármelo en Barajas a la llegada de mi vuelo.

            ----¿Has venido a esperar a alguien?

            ----A ti. ¿Has traído contigo el cuadro de la Virgen y el Niño?

            ----Por supuesto. Aquí lo tengo. ¿Quieres verlo?

            ----Aquí no. En mi casa. Esta noche duermes aquí, ya regresarás mañana a Oviedo.

            Le miré extrañado, sin saber lo que estaba pasando.

            ----Me encontré con Javier Barón y le enseñé tus fotografías, que eran de buena calidad y se podían ampliar. Él me dijo que debíamos analizar el cuadro porque parecía una copia de época, quizá del propio taller de Bellini.

            ----¿Y por qué no el propio cuadro robado?

            ----Es una hipótesis. En cualquier caso, podrías haber cometido un delito al sacarlo de Italia sin declararlo ante las autoridades.

            Por casa de Jaime, pasaron Barón –a quien yo conocía de su tiempo de profesor en la Universidad de Oviedo-- y un experto en pintura italiana renacentista. “Habría que llevarlo al Prado y analizarlo adecuadamente para estar seguros, pero yo me inclino por pensar que es el original”.

            ----Y si es así, ¿cuánto puede valer?

            ----No se puede vender. Pero seguro que el que lo encuentre recibirá una buena recompensa.

Al día siguiente, a primera hora, subí al Alsa para Oviedo con el supuesto Bellini en la maleta. Soñé con subastarlo en la Internet profunda y que me daban por él medio millón de euros, pero en bitcoins y yo no sabía qué hacer con ellos. Soñé que la Interpol me detenía por venta ilegal de obras robadas. Hablé con el director del Museo de Bellas Artes de Asturias. Me dijo que, si se les entregaba un cuadro así para analizarlo, ellos deberían informar de inmediato a la policía.

            Tuve miedo y se me ocurrió la absurda idea de volver a Italia y entregar el cuadro allí. Entre unos y otros, me había metido en la cabeza la absurda idea de que era el cuadro original ¿Un Bellini robado, buscado por la policía de todo el mundo, en el mercadillo de Porta Capuana a la espera de cualquiera que quisiera llevárselo por cuatro perras? Seguro que era una falsificación, bien hecha, pero una falsificación. Volví a Italia con el cuadro en la maleta, me alojé en el mismo hotel y a la mañana siguiente fui al mercado y busqué el puesto. Allí estaba. El vendedor pareció alegrarse mucho de verme.

            ---He hecho todo lo posible por encontrarle. Le vendí un cuadro por error. Era un recuerdo de familia. Lo conserva usted todavía, ¿verdad? Se lo vuelvo a comprar por cuatro mil euros.

            ----Lo tengo en el hotel, luego voy a buscarlo, pero antes, si no le molesta, me gustaría hacerle algunas preguntas.

            ----¿En qué hotel se aloja usted? No hace falta que se moleste, díganos la dirección e iremos a recogerlo.

            No sé por qué supuse que, si le decía la dirección, iba a tener menos ganas de contestar a mis preguntas.

            ----¿Cómo se hizo usted con ese cuadro? ¿Por qué es tan valioso?

            ----No es valioso, pero hay unos clientes que quieren recuperarlo por razones sentimentales. Me tocó vaciar un piso. Antes, los familiares del dueño, que vivía solo, se llevaron todo lo que tenía algún valor. Por descuido quedó esa Virgen con Niño, a la que tenían mucha devoción, entre un montón de trastos viejos. Menudo disgusto me llevé yo cuando vinieron a buscarlo  al día siguiente de que usted lo hubiera adquirido.

            En ese momento, dos individuos se acercaron a mí, colocándose uno a cada lado, como los policías cuando detienen a un sospechoso. Pero no eran policías.

            ----Basta de cháchara. Llévenos a su hotel, devuélvanos el cuadro y olvídese del asunto.

            ---Vuelva luego por aquí, yo le devolveré su dinero --dijo el vendedor.

            Me pareció que iban armados, no puedo asegurarlo. En cualquier caso, ni se me pasó por la cabeza tratar de escapar.

            Cuando llegamos al hotel, acababan de limpiar la habitación y el cuadro no estaba donde yo lo había dejado. Al ver la cara que pusieron, me asusté.

            ---No traté de engañarnos. Somos expertos en conseguir que la gente nos diga todo lo que sabe.

            Respiré tranquilo cuando lo encontré, vuelto contra la pared, al otro lado de la cama. Sin duda la limpiadora lo había colocado allí y luego se había olvidado de volver a ponerlo donde yo lo dejé.

            ----Ni se le ocurra hablar de esto a la policía.

            Volví junto al vendedor de Porta Capuana. Sabía del asunto tanto como yo y había pasado tanto miedo como yo.

            ---Amenazaron con ir matando uno a uno a los miembros de mi familia si no les decía dónde estaba el cuadro. Yo insistía en que lo había vendido y no conocía al comprador. Recé mucho. Verle aparecer fue como si San Gennaro se hubiera acordado de mí.

            Me vio interesado en los libros que había amontonados en un rincón del puesto.

            ----En casa tengo más. ¿Por quë no pasa por allí y los mira? A lo mejor hay alguno que le interesa.

            Quedamos en que me llevaría por la tarde, cuando cerrara el mercado. Fui en su furgoneta hasta uno de esos barrios desahuciados que aparecen en Gomorra.

            ---No tenga miedo. Aquí hay mala gente y buena gente, como en cualquier parte.

            Encontré un libro que me interesaba, las Poesías de don Alberto Lista, editadas en Madrid, en la imprenta de don León Amarita, plazuela de Santiago, en 1822. Sin duda las había llevado a Nápoles un exiliado del trienio liberal. De Alberto Lista –y no de Martínez de la Rosa, como yo creía--, son unos versos que me vienen con frecuencia a la memoria: “Feliz el que nunca ha visto / más río que el de su patria / y duerme anciano a la sombra / do pequeñuelo jugaba”.

            Nos hicimos amigos el vendedor y yo, intercambiamos de vez en cuando algún whatsapp y siempre que vuelvo a Nápoles paso por el mercado para saludarle. De aquel cuadro que tan inexplicablemente pasó por sus manos y las mías no hemos vuelto a saber. La policía tampoco ha tenido la menor noticia del Giovanni Bellini desaparecido de la Madonna dell' Orto en 1993 y sobre el que Juan Manuel de Prada fantaseó en La tempestad.



 

sábado, 17 de julio de 2021

Mil y un fantasmas: Diagnóstico, asesinato

 

Mi estancia en Jerusalén coincidió con el cincuentenario de la fundación del Yad Vashem, el museo del Holocausto, y fui invitado a los actos conmemorativos, entre ellos un discurso de Ariel Sharon, por entonces jefe del Gobierno. Recuerdo que en uno de los varios controles que tuve que pasar me preguntaron si llevaba armas. Mi acompañante me dijo que se podían llevar, pero que había que declararlas.  A mi lado, en la explanada al aire libre, se sentó un anciano que me saludó en un arcaizante español. Pude entrever el número tatuado en su muñeca. Me habría gustado hablar con él, preguntarle por su historia, pero enseguida comenzó el acto y al final nos dispersamos rápidamente y no hubo ocasión.

            La hubo, no mucho tiempo después, y lo que más me interesó de la historia de Benjamín Gomes, no fueron sus días en Estambul ni sus andanzas en el París ocupado ni siquiera cómo había sobrevivido en Buchenwald, sino lo que sabía de primera mano de un acontecimiento todavía no del todo aclarado por la historia.

            En París, me alojaba en un piso compartido de la Rue de Vaugirard y paseaba todas las mañanas por el jardín del Luxemburgo, tan verleniano y barojiano, pero del Baroja de Los últimos románticos y Las tragedias grotescas, no el del exilio, que prefería otro parque más cercano a la Ciudad Universitaria en la que residía. A don Benjamín, que es como yo acabé llamándole, le vi varias mañanas antes de decidirme a saludarle. Él no me veía a mí, estaba ya medio ciego, iba siempre del brazo de una joven cuidadora. Un día caminaba yo distraído, según costumbre, y casi chocamos en una de las sendas.

            ----Perdone. Usted no se acordará de mí. Pero coincidimos una vez en Jerusalén escuchando a Ariel Sharon.

            ----¿Es usted judío?

            ----No, no, aunque quién sabe. Soy español.

            ----Yo también, español de Esmirna. En mi familia siempre soñaron con recuperar su casa en Hervás, de donde los expulsó la reina Isabela.

            ----Pues yo soy del pueblo de al lado, Aldeanueva del Camino. De niño, cuando nos peleábamos, siempre les decíamos aquello de “en Hervás, judíos los más”, y ellos nos respondían con “y en Aldeanueva, la judiá entera”.

            A partir de entonces, todas las mañanas paseábamos juntos por el parque y yo escuchaba fascinado las mil y una historias de don Benjamín. Un día se decidió a contarme lo que nunca había contado a nadie, según me aseguró.

----Al general Primo de Rivera, al dictador de España, lo asesinaron. Y yo sé quién fue el asesino.

 

LA MUERTE DEL GENERAL

No soy el primero en señalar a Alberto Bandelac como implicado en la muerte del dictador a los dos meses de dejar de serlo. Alberto Bandelac fue todo un personaje. Había nacido en Tetuán un 13 de julio de 1875, aunque su familia se trasladó pronto a Tánger. Su segundo apellido, Pariente, le ligaba a una ilustre familia oriunda de Llanes. Eso decía él, pero todos sus antepasados eran judíos, residentes en el norte de África desde que fueron expulsados de España, como los míos. Le conocí poco antes de la ocupación de París. Yo era un adolescente que quería estudiar medicina y él era uno de los médicos más famosos de su tiempo. Me invitó a visitarle en su casa y me contó muchas cosas de su vida. Hasta que un día cambió de domicilio sin avisarme y no volví a verle. Luego supe que también había cambiado de nombre para disimular sus orígenes judíos. Murió en París en 1943 sin ser molestado por las nuevas autoridades. Bandelac fue nombrado médico honorario del consulado de España en París en 1903, luego médico honorario, sin sueldo, de la Embajada. La fama le vino gracias a la fórmula 606, aquel descubrimiento casi milagroso del doctor Paul Ehrlich, a quien pronto le darían el Nobel de Medicina. Fue el propio Alfonso XIII quien envió a Bandelac a Francfort para que estudiara el nuevo medicamento. ¿Cómo entraron en contacto Bandelac y el rey? Bandelac conocía como nadie todos los recovecos de la vida frívola de París y cuando algún ilustre español recalaba en aquellas tierras él era el más eficaz guía. El descubrimiento del doctor Ehrlich se comercializó con el nombre de Salvarsan. Curaba la más vergonzante y temible enfermedad de la época, la sífilis. De esa dolencia atendió Bandelac al rey de España, al rey Alejandro de Serbia, también al general Primo de Rivera, quien quiso que fuera su médico personal cuando marchó a París tras su defenestración. Ya sabe usted que la muerte del general sorprendió a todos. Cierto que tenía diabetes, pero con esa enfermedad podía sobrevivir muchos años. Tras un resfriado, que le tuvo deprimido una semana, había recuperado la moral. Murió un domingo; el jueves había asistido a una representación del Cyrano de Bergerac y luego participado en una suculenta cena. El sábado asistió a un almuerzo ofrecido por el embajador de España, Quiñones de León, y el secretario de la embajada dejó constancia por escrito de su buen humor y de su mejor apetito. Le dijo que añoraba la comida casera, que estaba cansado de la del hotel; se relamía cuando le evocaron el cocido madrileño. Ya sabe usted que murió el 16 de febrero de 1930. Ese día, cuando sus hijos fueron a visitarle al hotel antes de ir a misa, le hallaron especialmente animado e ilusionado; les insinuó que tenía un plan infalible que le devolvería al poder. Cuando regresaron a medio día, parecía dormido en su sillón favorito; había dejado caer unos papeles al suelo, las gafas las tenía colocada sobre la frente. Llamado de inmediato, su médico solo pudo certificar la defunción, al parecer a causa de una embolia.

 

LO QUE NUNCA SE HA CONTADO

Los rumores sobre un posible envenenamiento circularon muy pronto, pero el rápido embalsamamiento a que Bandelac sometió al cadáver impidió que pudieran ser confirmados. Se habló de un complot masónico. La masonería, sin embargo, no fue especialmente perseguida durante la dictadura. El Grande Oriente Español contaba en 1922 con 33 “talleres”, entre logias y triángulos; en 1927, eran ya 85 para llegar a 105 a comienzos de los años treinta. No, los masones no tenían ninguna cuenta que saldar. Creo que soy la única persona que sabe cómo ocurrieron lo hechos. Esto que le voy a contar no lo he contado nunca y yo lo sé por boca de quien podía saberlo mejor que nadie, el doctor Bandelac. Poco después de que se fueran sus hijos a misa, el general recibió una visita femenina. No eran raros esos encuentros, en el hotel y fuera de él. Primo de Rivera, viudo desde muy pronto, gustaba de la vida alegre e incluso no dudó en intervenir para que una de sus amantes, conocida como la Caoba, prostituta y cocainómana, que recurrió a él tras ser detenida, fuera puesta en libertad.

            Aquella última visita, muy joven, traía con ella un regalo real: un frasquito con un poderoso afrodisíaco, el mismo que utilizaba don Alfonso para sus habituales correrías. Bandelac me dijo que todavía lo conservaba, se lo guardó en el bolsillo nada más entrar en la estancia, antes de que nadie se percatara. Cuando lo analizó, encontró rastros de un fulminante veneno.

Primo de Rivera sabía secretos del rey que podían hacer tambalear el trono, un trono que por entonces ya no era muy firme. Quizá Primo de Rivera, vuelto al poder, quizá hubiera evitado lo que vino más tarde. Todo esto me lo contó Bandelac una de las últimas veces que nos vimos.

De mi historia, mejor no hablar. Fue como la de tantos, pero yo tuve más suerte. Una suerte que llegó a avergonzarme, como si en ella hubiera algo de colaboración con los verdugos. Para no pensar en mi historia, me dediqué a la de Bandelac, que estaba llena de puntos oscuros.  Parece que durante un tiempo una de sus fuentes de ingreso era declarar inútiles para el servicio militar a los hijos de los españoles residentes en París a cambio de determinadas cantidades.  También fue confidente policial toda su vida y espía para los alemanes durante la Gran Guerra (a punto estuvo de ser fusilado cuando Mata Hari). Condecorado con la Legión de Honor, no hay sin embargo asunto turbio de su tiempo en el que no esté involucrado.

¿Por qué no conté nunca lo que sabía sobre la implicación del rey de España, que se hacía llamar duque de Madrid durante sus escapadas para desahogarse en los antros parisinos, en la muerte del dictador? Porque no tenía más pruebas que las palabras de Bandelac, nunca fui capaz de encontrar otras. Ahora se lo cuento a usted porque no quiero irme a la tumba con este secreto.


sábado, 10 de julio de 2021

Mil y un fantasmas: Un queso de bola

 

Los caminos que yo prefiero son los que llevan de la vida a los libros y de los libros otra vez a la vida. ¿Quién me iba a decir a mí que hojeando un libro publicado en 1945 y firmado por la princesa Pilar de Baviera me iba encontrar con una etapa de mi vida neoyorquina que había olvidado por completo?

 “Frente a la gran verja de Palacio –cuenta refiriéndose a la tarde del 14 de abril--, en la calle de Bailén, un diminuto centinela, con la bayoneta calada, se pavoneaba de arriba abajo. La muchedumbre le hacía cosquillas y él replicaba riendo, sin interrumpir la marcha.”

            Más de medio siglo después, a ese centinela le conocí yo en una iglesia de Manhattan. Había viajado solo a Nueva York, sin una razón concreta, un poco a la aventura. Soy la persona más rutinaria del mundo, pero romper de pronto con todas mis confortables rutinas también forma parte de mi rutina.

No conocía a nadie en aquella ciudad y no me resulta fácil entrar en contacto con desconocidos; a poco de llegar comencé a arrepentirme de haber ido. Viajando en el metro, me llamó la atención uno de los viajeros. Inmóvil, con los ojos cerrados, llevaba un cartel en el que se leía: “Este cuerpo ha sido alquilado para permanecer en este lugar tres horas. Por favor, no hable con el cuerpo ni lo moleste. Si tiene alguna sugerencia, puede escribirla en la hoja de papel disponible. Gracias”.

 

RENT A BODY

Yo sabía de qué iba la aventura del alquile un cuerpo como se alquila un coche. Asombraba en Nueva York, donde no asombra nada, pero había comenzado en Oviedo y allí lo habían alquilado para que hiciera desnudo de árbol de Navidad en el Apolo, el café en el que se reunía la tertulia por entonces. Conocía además al protagonista de aquella performance, Paco Cao, que me había llevado en su coche alguna vez hasta Lugones para asistir a los ensayos de la adaptación teatral de Medea que preparé para Etelvino Vázquez y su Teatro del Norte.

            Me acerqué y escribí en el papel mi nombre y el número de teléfono de mi hotel. Por si acaso no me recordaba, mostré mi interés por el proyecto. Me hacía gracia aquella ocurrencia del siempre genial Paco Cao. Había un paquete Basic, otro Premium y un tercero de Deluxe. Uno podía alquilar el cuerpo del artista para cualquier cosa, salvo para actividades sexuales. En el paquete Basic lo alquilas como juguete o animal de compañía. Puedes alterar su aspecto físico, peinarlo, maquillarlo, y llevarlo contigo donde quieras. En el Premium ya puedes encargarle trabajos físicos o entablar conversación con él; en Deluxe, servicios intelectuales (Paco Cao es doctor en Historia del Arte), como que te ayude a redactar, o te redacte por completo, una ponencia para algún congreso.

            Me llamó aquella noche, se acordaba de mí, y me dijo que sus servicios eran caros, que no necesitaba contratarle, que podíamos quedar simplemente como amigos. Quizá me interesara acompañarle en su siguiente trabajo. Una congregación cristiana que tenía su sede en Brooklyn quería celebrar la Semana Santa de la manera más fiel posible y le había contratado para que hiciera de Cristo crucificado.

            Alquilaron la neogótica Riverside Church, frente al Hudson, para dar mayor realce a la ceremonia. Fue allí donde conocí a Atilano González, a quien tantos años después me volví a encontrar en un libro dedicado nada menos que “a la inmarcesible y graciosa memoria de doña Isabel Francisca de Borbón, Infanta de España, princesa de las dos Sicilias”. Atilano González, según me dijeron, había sido durante muchos años chófer de Louise Crane por recomendación de Victoria Kent. Estaba allí como asesor. No solo iban a representar a lo vivo la crucifixión de Cristo, con Paco Cao en el papel estelar, sino también la última cena y el lavatorio de pies a los apóstoles. Y ahí es donde entraba Atilano, que había sido testigo presencial del último lavatorio de pies en la historia de España. La historia la supe, poco después, por boca del propio Atilano, que tenía una memoria admirable a pesar de su edad.

 

LO QUE CUENTA ATILANO

Mi familia estaba muy orgullosa de que yo formara parte de la guardia del Rey. Me pidieron que hiciera todo lo posible para que los invitaran a la ceremonias de la semana santa en Palacio y allí estuvo mi madre, muy orgullosa, con mis dos hermanos pequeños, en la gran galería del Salón de Columnas. Asistieron, con los ojos muy abiertos, como a un cuento de hadas. Y no es para menos. A mí también me sorprendió, aunque no era la primera vez. Ahora quieren reproducirla estas buenas gentes, pero aquello es irrepetible. Imagínese usted un altar con un tapiz detrás que representa a la última cena, dos largas mesas con manteles blancos y en cada una de ellas doce jarros y doce platos con pan recién horneado (todavía me llega el olor). A un lado del altar, hay tres tribunas, en la del centro se sienta la familia real, a su derecha el cuerpo diplomático y a su izquierda el gobierno (aún me parece que estoy viendo la nariz ganchuda del conde de Romanones); en el lado opuesto, está el público y entre ellos mi madre, que no acababa de creérselo, fue el gran momento de su vida, y mis dos hermanos pequeños. Uno a uno, conducidos por sirvientes de vistoso uniforme, van entrando los doce ancianos y las doce ancianas. Se levantan el rey y la reina, atendidos por un duque y una duquesa, se despojan de parte de sus regias vestiduras y les ciñen unas toallas blancas que traen en bandejas de oro. Grandes de España se arrodillan ante los ancianos, les quitan un zapato y un calcetín y colocan debajo del pie una palangana. Un obispo vierte agua en ella, el rey, arrodillado, toma el pie del anciano, lo seca y lo besa. Esta operación se repite doce veces. El rey se desplaza arrodillado sobre el pavimento hasta acabar el lavatorio. La reina, que hace lo mismo con las ancianas, tiene que levantarse cada vez debido al engorro de su vestimenta. La emoción era inmensa, muchos lloraban ante aquel gesto de humildad. Luego los ancianos se sientan a la larga mesa para que les sirvan la comida. A los hombres los sirve el rey, a las mujeres la reina. Un chambelán les va pasando los platos a los reyes. ¿Qué se sirvió en aquella cena, que fue verdaderamente la última cena? Todavía se me hace la boca agua al recordarlo: una suculenta tortilla española de cebolla y patata, tres platos de pescado (era vigilia), un queso de bola entero, un pequeño barril de aceitunas, ciruelas, melocotones confitados y una torta de arroz. Con uno de los quesos de bola ocurrió cierto incidente que rompió el protocolo. Cuando uno de los grandes de España le pasaba el plato al rey dio un traspiés y el queso de bola cayó al suelo. Antes de que nadie pudiera recogerlo, rodó como con vida propia hasta el centro del salón. Todo el mundo se quedó unos instantes inmóvil, sin saber que hacer. Y entonces el embajador de Italia, que acabada de ser nombrado, se levantó de su asiento, se dirigió con paso solemne hasta el centro de la majestuosa estancia y alzó el queso en su mano y lo hizo girar unos momentos antes de entregárselo a uno de los chambelanes para que continuara la ceremonia. Mi madre, que era muy devota, me dijo después: “Parecía el Niño de la bola”. Yo, años más tarde, cuando vi al gran dictador de Chaplin jugando con la bola del mundo me acordé de aquella escena.

 

FIN DE FIESTA

¿Quién podía pensar aquel 2 de abril de 1931, Jueves Santo, lo que iba a ocurrir poco más de una semana después? El rey tuvo un gesto, uno de esos gestos que le hicieron tan popular, de besar el queso de bola antes de entregárselo al pobre al que le correspondía, como hace la gente del pueblo cuando recoge un trozo de pan que se cae al suelo, y al Grande de España al que se le había caído le hizo un juguetón gesto de amenaza con la mano como cuando se riñe a un niño tras una travesura.

            No habían pasado dos semanas cuando aquel rey al que todos creíamos tan querido escapaba a escondidas de Palacio. Aquel día me tocaba hacer guardia ante la puerta del Príncipe. No sé lo que me pasó, pero me fui poco a poco contagiando por el entusiasmo de la multitud y acabé arrojando mi fusil y uniéndome a ellos. Mi madre lloró mucho ante aquella súbita transformación de monárquico en republicano. No fue el único caso.

            A Paco Cao le vi convertido en Cristo crucificado con mucha sangre y mucho éxito entre los feligreses; al anciano que asesoraba sobre la última cena y el lavatorio no le volví a ver. Hoy me lo encuentro de pronto paseando con creciente entusiasmo juvenil frente a la entrada al palacio de Oriente. Y pienso en las vueltas que da el mundo y en las pocas vueltas que ha dado mi vida.



 

sábado, 3 de julio de 2021

Mil y un fantasmas: Mussolini, D'Annunzio y Lázaro de Tormes

 

Nada tiene que ver el café Florían de las gélidas noches de invierno con el del resto del año, cuando toca la orquesta y se llena de turistas. Ningún veneciano se asoma entonces por allí, a no ser que acompañe a algún amigo de fuera, como ningún veneciano se subiría jamás a una góndola, a no ser, claro, que sea amigo del gondolero y le lleve gratis a dar una vuelta.

            En invierno, el café parece otro. Siempre medio vacío, le anima alguna anciana tertulia o algún solitario que deja pasar el tiempo en un rincón. Uno de esos solitarios, aquel invierno de hace más de veinte años, era yo. Cuando conocí a la marquesa --siempre que vuelvo a pensar en ella la llamo así porque no me dijo su nombre y vivía en una caserón palaciego--, estaba yo leyendo Mil y un fantasmas de Alejandro Dumas, una serie de historias enlazadas que me devolvían a la adolescencia fascinada por Los tres mosqueteros. Ella también solía beber sola. Una noche salió tras de mí y me alcanzó cuando abandonaba la piazza por la Torre del Reloj. Me sorprendió su saludo. Si buscaba un cliente, no había dado con la persona adecuada. En realidad lo buscaba, pero de un tipo distinto del que en un principio podía uno pensar. Me gustaba leer, eso era claro. Y ella tenía libros que podían interesarme. Sentía tener que desprenderse de ellos, pero a veces la necesidad… Y ya se había desprendido de tantas otras cosas.

            “¿Dónde se aloja usted?”, me preguntó. Yo paraba en un hotel frente a Santi Apostoli. “¿Quiere pasar ahora por mi casa? Le queda de camino”. Podía haberlo dejado para el día siguiente, pero si se trata de libros nunca he sabido esperar.

            Aunque no era muy tarde, ya no había nadie en las calles, estrechas y oscuras. No me pierdo en Venecia, pero solo si voy de un lugar a otro por el camino al que estoy acostumbrado. En cuanto me desvío un poco, ya estoy en un laberinto del que tardo en encontrar la salida.

            Por un estrecho pasadizo, cuando yo ya comenzaba asustarme, salimos a un pequeño campo que no reconocí. Tenía el habitual pozo en el centro y una iglesia de fachada semejante a la de tanta otras. Abrió la puerta de un oscuro edificio y nos encontramos en un patrio empedrado con una escalera al fondo. Dejamos atrás los dos primeros pisos y seguimos por otra escalera estrecha y empinada.

----Antes, todo era de mi familia; ahora tengo que conformarme con este palomar.

Por un ventanuco, se asomaba la luna. Encendió una vela. “Me han cortado la luz”, dijo. Los libros estaban en dos baldas; había otros amontonados en el suelo. El primero que hojeé era de D’Annunzio y estaba dedicado. Leí en voz alta el nombre del “caro amico”.

----Es mi padre. Estuvo con él en la hazaña de Fiume.

            Como olvidada de mí, cerró los ojos y estuvo en silencio un largo rato que comenzó a inquietarme. Luego se puso a rememorar aquella historia.

 

LA HAZAÑA DE FIUME

----Apenas conocí a mi padre. Otra habría sido mi vida si él hubiera vivido más tiempo. ¿Sabía usted que estuvo a punto de cambiar la historia de Italia? No. ¿Cómo había de saberlo? Poca gente lo sabe. Mi padre era amigo del príncipe Fritz Hohenlohe, que fue quien hizo construir la Casetta Rossa a orillas del Gran Canal. Allí conoció a D’Annunzio. Mariano Fortuny también la frecuentaba y, como era de gran estatura y muy gesticulante, casi siempre acababa causando algún estropicio, según contaba mi padre entre risas. Aquella casita era como una casa de muñecas y estaba llena de preciosos objetos de anticuario, casi todos del siglo XVIII, que era la época favorita del príncipe. ¿Conoce usted el museo Fortuny? Allí podrá ver un retrato de Donna Zita, la mujer de Fritz. Incluso la utilizó en el anuncio de no sé qué mantequilla, ya sabe usted que Fortuny era una empresario muy inventivo, además de un gran artista. Durante la Gran Guerra, los príncipes tuvieron que abandonar Venecia, ya que eran austriacos. La Cassetta Rossa quedó a disposición del poeta. Quiso ir al frente, a pesar de que ya no estaba en edad de combatir. Sus hazañas como aviador ---llegó a sobrevolar Viena, perdió un ojo durante un amerizaje-- aún siguen asombrando al mundo. Vivía en Francia cuando estalló el conflicto y desde el principio hizo todo lo posible para que Italia participara. Entramos en la guerra en 1915, nos comportamos heroicamente, pero nuestros aliados nos traicionaron. Fue la nuestra una victoria mutilada, como dijo el poeta. No nos devolvieron lo que por historia nos pertenecía, las ciudades venecianas de la costa dálmata. D’Annunzio enardeció al pueblo clamando contra aquella traición, que el gobierno de entonces toleraba sumiso. Un día, el 11 de septiembre de 1919, él solo decidió reconquistar Fiume. Se puso en marcha y en seguida muchos valientes comenzaron a marchar tras él. El primero de todos, mi padre. Las tropas que protegían aquel enclave no se atrevieron con el héroe y al día siguiente proclamaba la incorporación de la ciudad de Fiume al reino de Italia. Pero el gobierno se negó a aceptarla para no molestar a los aliados. Creó entonces la regencia de Carnaro, le dio una constitución ejemplar y leyes igualitarias y justas. Fue la utopía hecha realidad. “El paraíso en la tierra”, decía mi padre. Pero aquello no podía durar. D’Annunzio tuvo que irse y se creó el Estado Libre de Fiume, que duró hasta que Mussolini lo incorporó a Italia.

 

ENEMIGOS ÍNTIMOS

Habrá usted leído que Mussolini y D’Annunzio fueron grandes amigos, que el segundo fue el precursor del primero, el San Juan Bautista del Mesías del fascismo. Nada más erróneo. En 1920 Mussolini no era nadie comparado con el poeta, que reunía multitudes donde quiera que iba. Todavía en 1922, cuando la marcha de Roma, Mussolini no las tenía todas consigo. D’Annunzio podía haberse puesto al frente del movimiento y él no habría pasado de oscuro periodista. Por eso lo quiso asesinar. ¿No lo sabía usted? Hay muchas cosas que no cuenta la historia. El 15 de agosto de 1922 debía encontrarse con Mussolini, pero unos días antes el poeta sufre un extraño accidente y el encuentro no tendrá lugar. Dijeron que se había caído por una ventana de su casa, en realidad había sido asaltado por un par de matones fascistas, que no le dieron muerte gracias a la rápida intervención de mi padre, que por aquellos días no perdía de vista al poeta, en competencia con ese aprovechado de Tom Antongini, que luego se haría de oro contando las intimidades del escritor. D’Annunzio era un vate y por eso tenía cualidades de vidente. Adivinó que Mussolini iba a llevar a Italia a la ruina, aliándola con quienes habían sido sus enemigos en la Gran Guerra, Alemania y Austria, y enfrentándola a Francia, su otra patria. Mussolini no se atrevió a volver a atentar contra el poeta. Prefirió encerrarle en una cárcel de oro, la villa del Vittoriale, que D’Annnuzio pudo ampliar y redecorar a su gusto y le proporcionó en gran abundancia honores, cocaína y mujeres, que era todo lo que el héroe cansado necesitaba para ser feliz.

Pero antes de rendirse, el poeta hizo un último esfuerzo para liberarnos. Mussolini, ya en la plenitud de su poder, anunció su visita al Vittoriale, y el poeta sacó una pistola nacarada que guardaba en una vitrina y que  había pertenecido a Garibaldi, y se la entregó a mi padre: “Aquí está la salvación de Italia”, le dijo. Mi padre, que estaría presente en el encuentro, debía dispararle a quemarropa al dictador y luego pegarse un tiro para no delatar a nadie. No dudó ni un momento en aceptar el encargo.

Nunca logré saber por qué no lo hizo. ¿Le faltó valor en el último instante? A mi padre no le faltó el valor nunca. A quien debió faltarle fue al poeta, ya muy debilitado por los excesos, que cambiaría de idea porque no se vio con fuerza para ponerse al frente del país tras el magnicidio, como era su intención y la esperanza de muchos.

Pero le estoy aburriendo con mis historias. ¿Ha encontrado algún libro de su gusto? Ya solo me quedan los pobres restos de lo que fue una de las mejores bibliotecas de esta ciudad.

 

EL LAZARILLO PERDIDO

            Había cosas de interés entre bastante morralla. Aparté Contro uno e contro tutti y Notturno, ambos dedicados, de D’Annunzio; varios Pirandellos; una versión española de Quizá sí, quizás no con prólogo de Ramón Gómez de la Serna y un tomito descabalado en el que llamaban la atención el ancla y el delfín de Aldo Manucio.

----¿Tiene más libros antiguos como este?

----Pocos, entre ellos uno que era la lectura favorita de mi padre, un Lazarillo editado aquí en Venecia.

Se me abrieron los ojos.

----¿Puedo verlo?

----No lo tengo a mano, ya se lo busco otro día.

            Quise pagar los libros que había apartado y entonces me di cuenta de que apenas llevaba dinero. “Ya me los pagará mañana”, dijo. Pero no se los pagué nunca. Al día siguiente no apareció por el Florian ni ningún otro de los pocos días que quedaban de mi estancia en la ciudad. Intenté buscar su casa, pero no fui capaz de dar con ella. Y desde entonces no hay día en que no sueñe en que quizá ese Lazarillo que no llegué a ver –y que aún me aguarda en un rincón de Venecia-- fuera la perdida primera edición, esa que algunos darían media vida por encontrar.







jueves, 1 de julio de 2021

Intermedio en el Fontán

 

La acción transcurre la mañana del pasado domingo en una terraza del Fontán. En la mesa de al lado, un conocido –me saluda cuando nos cruzamos, pero no recuerdo su nombre si alguna vez lo supe-- alza la cabeza del periódico y me interpela sin mediar saludo.

----¿Así que esta es la última entrega de su diario? ¿No se va a despedir ni a hacer un resumen del año?

----No tengo esa costumbre. El próximo domingo –si al director de El Comercio le parece bien—comenzaré otra serie. Llevo haciendo ese cambio desde hace algunos años, exactamente desde 2005. Y no creo haber fallado ningún domingo.

----Pero el diario lo comenzó a publicar antes. Yo he leído algún tomito muy anterior.

----Comenzó con Días de 1989 que lleva en el colofón la fecha del 17 de octubre de ese año. Las anotaciones abarcan desde el 30 de abril hasta el 13 de agosto. Me gustaba la idea de publicar unos pocos días que valieran como muestra de un conjunto más amplio. Esos diarios de una vida, con miles de páginas, no se leen, solo se hojean. Yo no quería ser autor de un tocho de esos. Tampoco me hacía gracia escribir borradores para la manipulación póstuma o por mí mismo años después de escritos. Y no tenía intención de continuarlo. Pero luego, un poco azarosamente, fueron apareciendo otras entregas, siempre –complicidad de los editores mediante-- en el mismo año de la escritura. Ahora la inmediatez, al ir apareciendo en la prensa, es absoluta.

----Pero luego aparecen en libro, ¿no?

----Sí, con un cierto retraso. El diario que concluye hoy es la entrega número 24. Llevo publicados 20 tomos y para el otoño estamos preparando otro, el que lleva el título de Sin propósito de enmienda. Pero lo importante es que, aunque no reunidos en volumen, mis diarios ya están publicados en vivo y en directo.

----Y también aparece en su blog, ¿no es cierto? Yo lo leo a veces y me divierte mucho cómo trata a algunos comentaristas.

----Soy un poco impulsivo, lo reconozco. Y cuando alguien escribe alguna tontería, cosa bastante frecuente, no dejo de decirle “eso es una tontería”. La verdad es que por uno o dos comentaristas que diceb alguna cosa interesante, hay un montón de gente que no se entera de nada. Pero eso es lo que hay. Lo que más agradezco es que me señalen erratas, ya que uno es un poco descuidado y a veces no hay tiempo para revisar. Claro que hay algunos que se limitan a decir que hay muchas erratas, sin decir cuáles, y otros que las señalan, pero no indican en qué lugar están, con lo que dan más trabajo que quitan. Y no faltan los que hacen aspavientos como si una errata fuera un grave pecado moral. Y no digamos si tiene que ver con las llamadas faltas de ortografía (un “echo” al que el corrector automático le pone la hache o se la quita cuando no debe), entonces la indignación de algunos supera a la de los buenos alemanes cuando el holocausto.

----¿Y va a seguir publicando diarios? ¿No teme aburrir contando lo mismo año tras año?

-----Mientras haya quien los quiera publicar, yo seguiré escribiendo y publicando.

----Y seguro que guarda para publicar póstumamente las páginas más jugosas.

----En absoluto. Lo que de mí no quiero que se sepa ahora, me gustaría que no se supiera nunca. Pero en realidad hablo menos de mí de lo que parece, hablo más de los alrededores.

----¿Y nunca ha tenido problemas por ser tan indiscreto?

----Bueno, yo creo que soy bastante discreto. A ciertas intimidades, mías o ajenas, no me refiero nunca. Mis indiscreciones, si las hay, son puramente literarias. Si en este concurso o en aquel otro, de los que fui jurado, hubo tales o cuales chanchullos. Cosas así. Si no quieren que cuente yo esas cosas, que no las hagan, o que no me llamen más para participar. No creo que sea una indiscreción cuando un Gimferrer publica un bodrio decir en voz alta lo que todos dicen en voz baja, que es un bodrio. Para decir que es una maravilla ya está Luis María Anson en El Cultural o Prieto de Paula en Babelia.

            ----¿Y de qué va la serie que comienza a publicar el próximo domingo si se puede saber?

            ----Solo puedo decir el título: Mil y un fantasmas.

            ----Pues no sé si me va a interesar, porque esas historias de fantasmas que publicaba antes en el diario, mujeres misteriosas que se presentaban de noche en su casa, es lo que menos me interesaba del diario. Yo prefiero cuando le da sartenazos al anterior jefe del Estado, como usted llama a nuestro entrañable Al Capone.

            ----Una ocasión excelente entonces para dejar de leerme durante el verano. Escribo tanto, o más bien soy tan regular escribiendo, que corro el riesgo de fatigar a mis lectores habituales. Yo les aconsejo que se tomen un descanso de vez en cuando. Y que entre un tomo y otro del diario, si les da por leerlo, dejen pasar un tiempo prudencial. Y que no se les ocurra tratar de leerlos todos. ¡Hay tantas maravillosas lecturas en el mundo!

            ----Una sabia recomendación, aunque sospecho que innecesaria. No se preocupe, que pocos dejarán de seguirla.