Me senté en el Café des Arts, en la plaza del
gran teatro de Bayona, frente al espolón amurallado donde el río Nive se
encuentra con el Adur, a hojear un libro que acababa de comprar en un
mercadillo a pocos pasos de allí. No conocía a su autor, Pierre Daguerre, pero
me atraía el título, Croquis au Pied des Monts, y el que estuviera
impreso en 1944, lo que convertía a Daguerre en un probable colaboracionista.
Esos montes eran, claro, los Pirineos y las primeras líneas que leí hablaban de
este mismo lugar en que me encuentro, una noche oscura en las que solo se oía
el rugir de las aguas del Adur, cuando un comerciante, Jean Porterau, que
reside en la calle de la Tour-du-Sault, se dirige al barrio de Saint.Esprit, al
otro lado del río, donde viven los judíos. El libro, que no parece muy
apreciado por los bibliófilos –me costó dos euros-- incluye una sorpresa: un
amarillento papel en el que está escrito, arriba a la izquierda, con tinta
negra “Autographe de l’écrivain” y luego con tinta azul y letra distinta:
“Claude Farrèrre, St-Jean-de-Luz, 1938/9”. A tamaño mayor, y en diagonal, la
firma del escritor, del que yo no había oído hablar, autor del prólogo al libro
que acabo de adquirir.
Alzo
un momento la vista y de pronto veo que cruza la plaza una figura que me
resulta familiar, aunque pocas veces nos hayamos encontrado, Miguel Sánchez-Ostiz.
Acabo de leer un libro suyo sobre Baroja y guardo muy buenos recuerdos de su
primer diario, La negra provincia de Flaubert, y de la revista Pasajes,
que él dirigía, y en la que colaboré. Luego fue tendiendo cada vez más al
improperio y al desahogo y dejó de interesarme. Dudo un momento antes de
saludarle. Recuerdo vagamente haber dedicado una reseña poco favorable a algún
libro suyo y sé de sobra lo rencorosos que son los escritores. Pero de pronto
me viene a la memoria el título de una de sus novelas, En Bayona, bajo los
porches y encontrarlo aquí me parece un regalo del azar.
----Buenos
días, Miguel.
----Muy
buenos días, pero no soy Miguel. Supongo que se refiere usted al escritor. No
es la primera vez que me confunden con él, incluso en cierta ocasión estuvieron
a punto de molerme a palos unas bestias abertzales a las que había sacado en Las
pirañas. Menos mal que logré convencerles de que me llamo Jon, Jon Uribe, y
no tengo nada que ver con Sánchez-Ostiz, aunque a saber, porque mi padre
también era navarro.
Yo
me había levantado para saludarle. Como vi que era locuaz y no parecía tener
prisa, le invité a sentarse y a tomar algo conmigo.
Lo
hizo, pidió un vino y enseguida reparó en el libro sobre la mesa. “Lo he leído,
no está mal, son estampas de estas tierras”. Le enseñé el recorte con el
autógrafo. Se emocionó al verlo.
----En
Saint.Jean-de Luz, y más o menos por esas fechas, se conocieron mis padres
gracias precisamente a Claude Farrère. Es una historia curiosa que quizá a
usted le interese.
ENCUENTRO EN PETIT POINT
Claude Farrère es uno de tantos escritores en
su tiempo muy famosos y que hoy han pasado de moda. Un tipo curioso, discípulo
y amigo de Pierre Loti, a cuyas órdenes estuvo. Como él, era marino y recorrió
medio mundo con la Armada francesa. Claude Farrère no era su nombre, como tampoco
Loti se llamaba Loti. Bajo su mando navegó en un navío, el Vautour, durante los
años 1903 y 1904. Al lado de Lotí defendió al imperio otomano en las guerras
balcánicas. Ambos contribuyeron decisivamente a que Adrianápolis, la actual Edirne,
que había sido arrebatada por los búlgaros a Turquía en 1912, le fuera devuelta
al año siguiente. Por eso, en 1922 Ataturk recibió en Estambul a Farrère con
grandes honores. En 1936 encabezó el apoyo de los intelectuales franceses conservadores
a Franco, con quien se entrevistó, como cuenta en su libro Visite aux
espagnols; en 1938 fue a Manchuria invitado por el gobierno japonés; saludó
a Petain como salvador de la Francia verdadera. Siguió publicando tras la
liberación como si tal cosa; siguió siendo un autor de éxito hasta que
cambiaron las modas. Hoy no es ni siquiera una figura pintoresca, como lo es su
maestro. Pero quizá le estoy aburriendo con estas divagaciones. Sin Farrère,
sin Loti y sin Baroja yo no estaría hoy aquí hablando.
Claude
Farrère, que tenía casa en San Juan de Luz, coincidió allí con Baroja al
comienzo de la guerra civil, cuando todos los pueblos de la costa vasca se
llenaron de refugiados de uno y otro signo. Pierre Daguerre refiere muy bien
ese ambiente en uno de los capítulos, “Basses eaux”, del libro que acaba usted
de comprar. Baroja se alojaba en el hotel Petit Pont, que todavía existe, y
hasta allí fue Farrère a pedirle cuentas, irritado por unas declaraciones suyas
que había leído en un periódico local y en las que arremetía contra este y
aquel, según costumbre, y especialmente contra Pierre Loti.
----No
le permito a usted que calumnie a un gran hombre. Le exijo que rectifique.
----Usted
a mí no me exige nada, faltaría más. Y yo no hablo con fantoches que no me
hayan sido presentados --dijo Baroja, o
dicen que dijo, y se levantó de la mesa, en la que estaba con algunos
admiradores y se retiró a su habitación.
Farrère
llegó acompañado de una señora mayor, que era profesora en un Liceo y estaba
escribiendo un libro sobre él, y por dos o tres jovencitas que gustaban de
soñar vidas trepidantes en lugares remotos con sus libros en la mano.
----¡Vaya
español maleducado! --dijo la más guapa de todas.
----¡Maleducado
su padre que se presenta aquí con exigencias!, le respondió uno de los jóvenes
que acompañaban a Baroja, un nacionalista vasco que acababa de cruzar la
frontera.
No
sé si Baroja escribió alguna vez sobre Farrère. Si es así, debió hacerlo con su
malevolencia habitual. Tenían más o menos la misma edad y los dos había sido
elegidos académicos, con cierto escándalo, en 1935. Los dos eran novelistas de
éxito, pero el de Farrère, algunos de cuyos títulos habían vendido un millón de
ejemplares, no tenía comparación con el de Baroja. Además su vida sí que había
sido una vida aventurera y heroica, no como la del español, un señor de mesa
camilla. Farrère, que había participado en varias guerras, que se había salvado
milagrosamente de un naufragio y de un atentado (en el que murió el presidente
de la República francesa al que estaba dedicando un libro), que había
participado en más de una intriga política, era el aventurero que a Baroja le
habría gustado ser, además de un autor famoso.
Creo
que no volvieron a verse, La discusión continuó durante largo rato entre
aquella jovencita, que había nacido aquí en Bayona, y el nacionalista navarro;
él pasaba en poco de los veinte años y ella aún no los había cumplido. Se
marcharon furiosos, cada uno por su lado, pero al día siguiente, casualmente se
encontraron en el paseo de la playa y la jovencita se acercó súbitamente a Jon.
Cuando él, asustado, pensaba que le iba a abofetear, le abrazó y le dio un beso.
Un beso fugaz, pero en la boca, algo bastante insólito en aquellos tiempos y en
tiempos posteriores. Desde aquel beso, no volvieron a separarse en más de
cincuenta años. Se fueron a vivir juntos antes de casarse, sin importarles el
escándalo. Buena era mi madre, capaz de ponerse al mundo por montera. “Me
acosté llena de furia contra aquel joven impertinente que había insultado al
gran escritor y me desperté furiosamente enamorada de él”, me confesó. Pero
usted quiere conocer cosas de Farrère, no de mi familia. Un escritor de extrema
derecha, cierto. Pero en 1933 creó un comité de ayuda a los judíos que
escapaban de Alemania. Y si fue partidario del mariscal Petain, al igual que la
mayoría de los franceses en 1940, no lo
ocultó después, como Mitterrand y tantos otros, y se esforzó en defender al
héroe apaleado tras la guerra. Hoy nadie lee sus libros, que andan por ahí en
las librerías de viejo, pero tiene una calle a su nombre en Estambul. En mi
casa estaban todos sus libros, que compraba mi madre, y todos los de Baroja,
que compraba mi padre, que nunca le perdió la devoción a pesar de las
concesiones del escritor al franquismo.
BAROJA ENAMORADO
Pero esta historia tiene un epílogo. A mi
madre, Baroja solo la entrevió un momento, pero su imagen se le quedó grabada.
Más de una vez se hizo el encontradizo y se la quedaba mirando, no con ojos de
viejo verde, sino de tímido adolescente, que es lo que siempre fue. Alguna vez
mi madre se acercó a él e intercambiaron algunas palabras amables. Ya muy mayor,
mi madre me leyó unos versos de Canciones del suburbio: “Adiós, amiga
mía, / no nos veremos más, / el sino nos arrastra / a cambios sin cesar. / No
hay quien pueda oponerse / al destino fatal. / Yo tengo que ausentarme, /usted
se casará. / Para siempre la vida / nos ha de separar”.
. “Los
escribió pensando en mí”, me dijo. Y añadió: “Es una suerte que tu padre nunca
supiera nada de esta historia, porque admiraba tanto al novelista que le creo
capaz de hacerse a un lado para dejarle el campo libre, y entonces tú no
habrías nacido”.