Mi estancia en Jerusalén coincidió con el cincuentenario de
la fundación del Yad Vashem, el museo del Holocausto, y fui invitado a los
actos conmemorativos, entre ellos un discurso de Ariel Sharon, por entonces
jefe del Gobierno. Recuerdo que en uno de los varios controles que tuve que
pasar me preguntaron si llevaba armas. Mi acompañante me dijo que se podían
llevar, pero que había que declararlas.
A mi lado, en la explanada al aire libre, se sentó un anciano que me
saludó en un arcaizante español. Pude entrever el número tatuado en su muñeca.
Me habría gustado hablar con él, preguntarle por su historia, pero enseguida
comenzó el acto y al final nos dispersamos rápidamente y no hubo ocasión.
La hubo, no
mucho tiempo después, y lo que más me interesó de la historia de Benjamín
Gomes, no fueron sus días en Estambul ni sus andanzas en el París ocupado ni siquiera
cómo había sobrevivido en Buchenwald, sino lo que sabía de primera mano de un
acontecimiento todavía no del todo aclarado por la historia.
En París,
me alojaba en un piso compartido de la Rue de Vaugirard y paseaba todas las
mañanas por el jardín del Luxemburgo, tan verleniano y barojiano, pero del
Baroja de Los últimos románticos y Las tragedias grotescas, no el
del exilio, que prefería otro parque más cercano a la Ciudad Universitaria en
la que residía. A don Benjamín, que es como yo acabé llamándole, le vi varias
mañanas antes de decidirme a saludarle. Él no me veía a mí, estaba ya medio
ciego, iba siempre del brazo de una joven cuidadora. Un día caminaba yo
distraído, según costumbre, y casi chocamos en una de las sendas.
----Perdone.
Usted no se acordará de mí. Pero coincidimos una vez en Jerusalén escuchando a
Ariel Sharon.
----¿Es
usted judío?
----No, no,
aunque quién sabe. Soy español.
----Yo
también, español de Esmirna. En mi familia siempre soñaron con recuperar su casa
en Hervás, de donde los expulsó la reina Isabela.
----Pues yo
soy del pueblo de al lado, Aldeanueva del Camino. De niño, cuando nos
peleábamos, siempre les decíamos aquello de “en Hervás, judíos los más”, y
ellos nos respondían con “y en Aldeanueva, la judiá entera”.
A partir de
entonces, todas las mañanas paseábamos juntos por el parque y yo escuchaba
fascinado las mil y una historias de don Benjamín. Un día se decidió a
contarme lo que nunca había contado a nadie, según me aseguró.
----Al general Primo de Rivera,
al dictador de España, lo asesinaron. Y yo sé quién fue el asesino.
LA MUERTE DEL GENERAL
No soy el primero en señalar a Alberto Bandelac como
implicado en la muerte del dictador a los dos meses de dejar de serlo. Alberto
Bandelac fue todo un personaje. Había nacido en Tetuán un 13 de julio de 1875,
aunque su familia se trasladó pronto a Tánger. Su segundo apellido, Pariente, le
ligaba a una ilustre familia oriunda de Llanes. Eso decía él, pero todos sus
antepasados eran judíos, residentes en el norte de África desde que fueron
expulsados de España, como los míos. Le conocí poco antes de la ocupación de
París. Yo era un adolescente que quería estudiar medicina y él era uno de los
médicos más famosos de su tiempo. Me invitó a visitarle en su casa y me contó
muchas cosas de su vida. Hasta que un día cambió de domicilio sin avisarme y no
volví a verle. Luego supe que también había cambiado de nombre para disimular
sus orígenes judíos. Murió en París en 1943 sin ser molestado por las nuevas
autoridades. Bandelac fue nombrado médico honorario del consulado de España en
París en 1903, luego médico honorario, sin sueldo, de la Embajada. La fama le
vino gracias a la fórmula 606, aquel descubrimiento casi milagroso del doctor
Paul Ehrlich, a quien pronto le darían el Nobel de Medicina. Fue el propio
Alfonso XIII quien envió a Bandelac a Francfort para que estudiara el nuevo
medicamento. ¿Cómo entraron en contacto Bandelac y el rey? Bandelac conocía
como nadie todos los recovecos de la vida frívola de París y cuando algún
ilustre español recalaba en aquellas tierras él era el más eficaz guía. El
descubrimiento del doctor Ehrlich se comercializó con el nombre de Salvarsan.
Curaba la más vergonzante y temible enfermedad de la época, la sífilis. De esa
dolencia atendió Bandelac al rey de España, al rey Alejandro de Serbia, también
al general Primo de Rivera, quien quiso que fuera su médico personal cuando
marchó a París tras su defenestración. Ya sabe usted que la muerte del general
sorprendió a todos. Cierto que tenía diabetes, pero con esa enfermedad podía
sobrevivir muchos años. Tras un resfriado, que le tuvo deprimido una semana,
había recuperado la moral. Murió un domingo; el jueves había asistido a una
representación del Cyrano de Bergerac y luego participado en una
suculenta cena. El sábado asistió a un almuerzo ofrecido por el embajador de
España, Quiñones de León, y el secretario de la embajada dejó constancia por
escrito de su buen humor y de su mejor apetito. Le dijo que añoraba la comida
casera, que estaba cansado de la del hotel; se relamía cuando le evocaron el
cocido madrileño. Ya sabe usted que murió el 16 de febrero de 1930.
Ese día, cuando sus hijos fueron a visitarle al hotel antes de ir a misa, le
hallaron especialmente animado e ilusionado; les insinuó que tenía un plan
infalible que le devolvería al poder. Cuando regresaron a medio día, parecía
dormido en su sillón favorito; había dejado caer unos papeles al suelo, las
gafas las tenía colocada sobre la frente. Llamado de inmediato, su médico solo
pudo certificar la defunción, al parecer a causa de una embolia.
LO QUE NUNCA SE HA CONTADO
Los rumores sobre un posible envenenamiento circularon muy
pronto, pero el rápido embalsamamiento a que Bandelac sometió al cadáver impidió
que pudieran ser confirmados. Se habló de un complot masónico. La masonería,
sin embargo, no fue especialmente perseguida durante la dictadura. El Grande
Oriente Español contaba en 1922 con 33 “talleres”, entre logias y triángulos;
en 1927, eran ya 85 para llegar a 105 a comienzos de los años treinta. No, los
masones no tenían ninguna cuenta que saldar. Creo que soy la única persona que
sabe cómo ocurrieron lo hechos. Esto que le voy a contar no lo he contado nunca
y yo lo sé por boca de quien podía saberlo mejor que nadie, el doctor Bandelac. Poco después de que se fueran sus hijos a misa, el general recibió una visita
femenina. No eran raros esos encuentros, en el hotel y fuera de él. Primo de
Rivera, viudo desde muy pronto, gustaba de la vida alegre e incluso no dudó en
intervenir para que una de sus amantes, conocida como la Caoba, prostituta y
cocainómana, que recurrió a él tras ser detenida, fuera puesta en libertad.
Aquella
última visita, muy joven, traía con ella un regalo real: un frasquito con un
poderoso afrodisíaco, el mismo que utilizaba don Alfonso para sus habituales correrías.
Bandelac me dijo que todavía lo conservaba, se lo guardó en el bolsillo nada
más entrar en la estancia, antes de que nadie se percatara. Cuando lo analizó,
encontró rastros de un fulminante veneno.
Primo de Rivera sabía secretos
del rey que podían hacer tambalear el trono, un trono que por entonces ya no
era muy firme. Quizá Primo de Rivera, vuelto al poder, quizá hubiera evitado lo
que vino más tarde. Todo esto me lo contó Bandelac una de las últimas veces que
nos vimos.
De mi historia, mejor no hablar.
Fue como la de tantos, pero yo tuve más suerte. Una suerte que llegó a
avergonzarme, como si en ella hubiera algo de colaboración con los verdugos.
Para no pensar en mi historia, me dediqué a la de Bandelac, que estaba llena de
puntos oscuros. Parece que durante un
tiempo una de sus fuentes de ingreso era declarar inútiles para el servicio
militar a los hijos de los españoles residentes en París a cambio de
determinadas cantidades. También fue
confidente policial toda su vida y espía para los alemanes durante la Gran
Guerra (a punto estuvo de ser fusilado cuando Mata Hari). Condecorado con la
Legión de Honor, no hay sin embargo asunto turbio de su tiempo en el que no
esté involucrado.
¿Por qué no conté nunca lo que sabía sobre la implicación del rey de España, que se hacía llamar duque de Madrid durante sus escapadas para desahogarse en los antros parisinos, en la muerte del dictador? Porque no tenía más pruebas que las palabras de Bandelac, nunca fui capaz de encontrar otras. Ahora se lo cuento a usted porque no quiero irme a la tumba con este secreto.
Fascinante..
ResponderEliminarGracias sr garcia martin
Mayor Thompson
Vamos, que las cloacas del Estado no son de ayer por la tarde y que el borboneo tiene ya una edad.
ResponderEliminarHallaría JLGM tema más interesante y más edificante, y lo contaría muy bien, en la propia biografía de Paul Ehrlich desde que empezó con los colorantes y las tinciones, con su colega japonés Kiyoshi Shiga (hablaban entonces de "Farbentherapie") hasta que, en el ensayo número 606, acertó con el compuesto de arsénico que liquidaba al Treponema pallidum sin liquidar al paciente. Un hito médico.
Ese anciano judío que encontraste en Jerusalén, y que decía conocer al doctor Bandelac, sí que era un fantasma, creo yo, y embaucador.
ResponderEliminarNo me imagino a Alfonso XIII envenenando a Primo de Rivera, mediante una joven también fantasmal, y con cianuro.
Digo yo que la muerte por envenenamiento, cualquier veneno, no debe ser inmediata ni plácida, como encontraron al dictador.
Víctor Menéndez