Los caminos que yo prefiero son los que llevan de la vida a
los libros y de los libros otra vez a la vida. ¿Quién me iba a decir a mí que
hojeando un libro publicado en 1945 y firmado por la princesa Pilar de Baviera
me iba encontrar con una etapa de mi vida neoyorquina que había olvidado por
completo?
“Frente a la gran verja de Palacio –cuenta
refiriéndose a la tarde del 14 de abril--, en la calle de Bailén, un diminuto
centinela, con la bayoneta calada, se pavoneaba de arriba abajo. La muchedumbre
le hacía cosquillas y él replicaba riendo, sin interrumpir la marcha.”
Más de
medio siglo después, a ese centinela le conocí yo en una iglesia de Manhattan.
Había viajado solo a Nueva York, sin una razón concreta, un poco a la aventura.
Soy la persona más rutinaria del mundo, pero romper de pronto con todas mis
confortables rutinas también forma parte de mi rutina.
No conocía a nadie en aquella
ciudad y no me resulta fácil entrar en contacto con desconocidos; a poco de
llegar comencé a arrepentirme de haber ido. Viajando en el metro, me llamó la
atención uno de los viajeros. Inmóvil, con los ojos cerrados, llevaba un cartel
en el que se leía: “Este cuerpo ha sido alquilado para permanecer en este lugar
tres horas. Por favor, no hable con el cuerpo ni lo moleste. Si tiene alguna
sugerencia, puede escribirla en la hoja de papel disponible. Gracias”.
RENT A BODY
Yo sabía de qué iba la aventura del alquile un cuerpo como
se alquila un coche. Asombraba en Nueva York, donde no asombra nada, pero había
comenzado en Oviedo y allí lo habían alquilado para que hiciera desnudo de
árbol de Navidad en el Apolo, el café en el que se reunía la tertulia por
entonces. Conocía además al protagonista de aquella performance, Paco Cao, que
me había llevado en su coche alguna vez hasta Lugones para asistir a los
ensayos de la adaptación teatral de Medea que preparé para Etelvino
Vázquez y su Teatro del Norte.
Me acerqué
y escribí en el papel mi nombre y el número de teléfono de mi hotel. Por si
acaso no me recordaba, mostré mi interés por el proyecto. Me hacía gracia
aquella ocurrencia del siempre genial Paco Cao. Había un paquete Basic, otro Premium
y un tercero de Deluxe. Uno podía alquilar el cuerpo del artista para cualquier
cosa, salvo para actividades sexuales. En el paquete Basic lo alquilas como
juguete o animal de compañía. Puedes alterar su aspecto físico, peinarlo,
maquillarlo, y llevarlo contigo donde quieras. En el Premium ya puedes
encargarle trabajos físicos o entablar conversación con él; en Deluxe, servicios
intelectuales (Paco Cao es doctor en Historia del Arte), como que te ayude a
redactar, o te redacte por completo, una ponencia para algún congreso.
Me llamó
aquella noche, se acordaba de mí, y me dijo que sus servicios eran caros, que
no necesitaba contratarle, que podíamos quedar simplemente como amigos. Quizá
me interesara acompañarle en su siguiente trabajo. Una congregación cristiana
que tenía su sede en Brooklyn quería celebrar la Semana Santa de la manera más
fiel posible y le había contratado para que hiciera de Cristo crucificado.
Alquilaron
la neogótica Riverside Church, frente al Hudson, para dar mayor realce a la
ceremonia. Fue allí donde conocí a Atilano González, a quien tantos años después
me volví a encontrar en un libro dedicado nada menos que “a la inmarcesible y
graciosa memoria de doña Isabel Francisca de Borbón, Infanta de España,
princesa de las dos Sicilias”. Atilano González, según me dijeron, había sido
durante muchos años chófer de Louise Crane por recomendación de Victoria Kent. Estaba
allí como asesor. No solo iban a representar a lo vivo la crucifixión de
Cristo, con Paco Cao en el papel estelar, sino también la última cena y el
lavatorio de pies a los apóstoles. Y ahí es donde entraba Atilano, que había
sido testigo presencial del último lavatorio de pies en la historia de España.
La historia la supe, poco después, por boca del propio Atilano, que tenía una
memoria admirable a pesar de su edad.
LO QUE CUENTA ATILANO
Mi familia estaba muy orgullosa de que yo formara parte de
la guardia del Rey. Me pidieron que hiciera todo lo posible para que los
invitaran a la ceremonias de la semana santa en Palacio y allí estuvo mi madre,
muy orgullosa, con mis dos hermanos pequeños, en la gran galería del Salón de Columnas.
Asistieron, con los ojos muy abiertos, como a un cuento de hadas. Y no es para
menos. A mí también me sorprendió, aunque no era la primera vez. Ahora quieren
reproducirla estas buenas gentes, pero aquello es irrepetible. Imagínese usted un altar con un tapiz detrás
que representa a la última cena, dos largas mesas con manteles blancos y en
cada una de ellas doce jarros y doce platos con pan recién horneado (todavía me
llega el olor). A un lado del altar, hay tres tribunas, en la del centro se
sienta la familia real, a su derecha el cuerpo diplomático y a su izquierda el
gobierno (aún me parece que estoy viendo la nariz ganchuda del conde de
Romanones); en el lado opuesto, está el público y entre ellos mi madre, que no
acababa de creérselo, fue el gran momento de su vida, y mis dos hermanos
pequeños. Uno a uno, conducidos por sirvientes de vistoso uniforme, van
entrando los doce ancianos y las doce ancianas. Se levantan el rey y la reina,
atendidos por un duque y una duquesa, se despojan de parte de sus regias
vestiduras y les ciñen unas toallas blancas que traen en bandejas de oro. Grandes
de España se arrodillan ante los ancianos, les quitan un zapato y un calcetín y
colocan debajo del pie una palangana. Un obispo vierte agua en ella, el rey,
arrodillado, toma el pie del anciano, lo seca y lo besa. Esta operación se
repite doce veces. El rey se desplaza arrodillado sobre el pavimento hasta
acabar el lavatorio. La reina, que hace lo mismo con las ancianas, tiene que
levantarse cada vez debido al engorro de su vestimenta. La emoción era inmensa,
muchos lloraban ante aquel gesto de humildad. Luego los ancianos se sientan a
la larga mesa para que les sirvan la comida. A los hombres los sirve el rey, a
las mujeres la reina. Un chambelán les va pasando los platos a los reyes. ¿Qué
se sirvió en aquella cena, que fue verdaderamente la última cena? Todavía se me
hace la boca agua al recordarlo: una suculenta tortilla española de cebolla y
patata, tres platos de pescado (era vigilia), un queso de bola entero, un
pequeño barril de aceitunas, ciruelas, melocotones confitados y una torta de
arroz. Con uno de los quesos de bola ocurrió cierto incidente que rompió el
protocolo. Cuando uno de los grandes de España le pasaba el plato al rey dio un
traspiés y el queso de bola cayó al suelo. Antes de que nadie pudiera recogerlo,
rodó como con vida propia hasta el centro del salón. Todo el mundo se quedó
unos instantes inmóvil, sin saber que hacer. Y entonces el embajador de Italia,
que acabada de ser nombrado, se levantó de su asiento, se dirigió con paso
solemne hasta el centro de la majestuosa estancia y alzó el queso en su mano y
lo hizo girar unos momentos antes de entregárselo a uno de los chambelanes para
que continuara la ceremonia. Mi madre, que era muy devota, me dijo después: “Parecía
el Niño de la bola”. Yo, años más tarde, cuando vi al gran dictador de Chaplin
jugando con la bola del mundo me acordé de aquella escena.
FIN DE FIESTA
¿Quién podía pensar aquel 2 de abril de 1931, Jueves Santo, lo
que iba a ocurrir poco más de una semana después? El rey tuvo un gesto, uno de
esos gestos que le hicieron tan popular, de besar el queso de bola antes de entregárselo
al pobre al que le correspondía, como hace la gente del pueblo cuando recoge un
trozo de pan que se cae al suelo, y al Grande de España al que se le había
caído le hizo un juguetón gesto de amenaza con la mano como cuando se riñe a un
niño tras una travesura.
No habían
pasado dos semanas cuando aquel rey al que todos creíamos tan querido escapaba
a escondidas de Palacio. Aquel día me tocaba hacer guardia ante la puerta del
Príncipe. No sé lo que me pasó, pero me fui poco a poco contagiando por el
entusiasmo de la multitud y acabé arrojando mi fusil y uniéndome a ellos. Mi
madre lloró mucho ante aquella súbita transformación de monárquico en
republicano. No fue el único caso.
A Paco Cao
le vi convertido en Cristo crucificado con mucha sangre y mucho éxito entre los
feligreses; al anciano que asesoraba sobre la última cena y el lavatorio no le
volví a ver. Hoy me lo encuentro de pronto paseando con creciente entusiasmo
juvenil frente a la entrada al palacio de Oriente. Y pienso en las vueltas que
da el mundo y en las pocas vueltas que ha dado mi vida.
Antológica entrada. Mil gracias.
ResponderEliminarPaco Cao se ha convertido en muchas cosas a lo largo de su trayectoria. Su obra (que es en buena parte él mismo) es una invitación a pensar, pensar, pensar, pensar.
ResponderEliminarParece que el Tribunal Constitucional ha dado la razón a algún blogero y comentarista, sobre el abuso del primer confinamiento. Lástima que coincida con Vox.
ResponderEliminarEl Dcho. español es de carácter prescriptivo, nos dice lo que debemos hacer ante situaciones conocidas. Cuando surge un imprevisto, la pandemia lo fue, se convierte en un trasto obstaculizante.
¿Se debía haber aplicado el estado de excepción?
El gobierno salió con una chapuza, confinamiento en un estado de alarma, pero ¿podía hacer otra cosa?.
Víctor Menéndez
Podía y debía hacer otra cosa. El confinamiento fue ilegal (Pedro Sánchez podría estar ahora con Puigdemont en Bruselas) y además, en muchos de sus puntos, contraproducente. No servía para contener la pandemia, sino para hacerla más dañina, permitirnos ir al supermercado (un lugar cerrado, con público, y sin mascarillas, que entonces se decía que no eran recomendables) e impedirnos pasear solos por el campo. Del trato a los niños, ya ni hablo. La verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero y la frase más atinada durante esos meses de aplaudida estupidez la pronunció Santiago Abascal: "El gobierno trata a los españoles como a niños y a los niños peor que a los perros".
ResponderEliminarCon lo de que Sánchez podría estar con Puigdemont a causa de la resolución de ayer del TC te has coronado como el rey del pensamiento irracional, trapacero y manipulador. Del resto de tu comentario no digo nada porque ya no vale la pena. Lo siento, pero como analista político y social ya no tienes ningún crédito. Lo has agotado. Sólo te haré caso cuando hables de literatura. Parece mentira...
EliminarNo tendré crédito para ti, amigo Piquero, pero parece que algo más tengo para el tribunal constitucional.
ResponderEliminarMás pronto o más tarde, otro tribunal dirá que no dejarnos salir ni siquiera solos y en el monte si no íbamos acompañados de perro, no solo era ilegal, no solo no contribuía en nada a contener la pandemia, sino que además dañaba gravemente nuestra salud (al menos la mía: yo en esto ni olvido ni perdono).
Un presidente del Gobern catalán cometió actos inconstitucionales que consistían en dejar que los ciudadanos votaran lo que él les había prometido que votarían en su programa electoral. La consecuencia: ese presidente tuvo que marcharse al exilio en un país democrático (no en los Emiratos Árabes) y su vicepresidente fue condenado a largos años de cárcel (cumplió más de tres)
Un presidente del gobierno de España encerró a los españoles en sus casas (a los niños ni les permitía el alivio --en las cárceles son más misericordiosos-- de ir a comprar o salir con perro) incumpliendo la constitución y a él y a su vicepresidente (un tal Pablo Iglesias)no solo no les pasa nada, sino que ni siquiera piden disculpas a los ciudadanos.
La barbarie de ese encierro (que en buena parte, en la peor parte, no tenía justificación sanitaria, era contrario a la salud física y mental de los españoles) yo la fui contando semana a semana en el periódico y pronto aparecerá en un libro.
Quien quiera entender que entienda. El tiempo acabará poniendo a cada uno en su sitio.
¿En serio? ¿Pero tú te lees?
ResponderEliminarEn serio. Y pienso bien todo lo que digo antes de decirlo.
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