Domingo, 19 de abril
¿REPÚBLICA? CUANDO ESPAÑA QUIERA
Una y otra vez he de responder al mismo reproche
de mis amigos. “¿No te parece indigno de un republicano ese ir a hacer el
paripé ante los reyes?”. Y yo, que tengo vocación de maestro de escuela,
siempre aprovecho para dar una pequeña clase. “Solo hay dos formas de que
España, o cualquier otro país, cambie de régimen, y ninguna tiene que ver con
que los republicanos saluden o no a los reyes. Una de esas formas es la
violencia y no parece (afortunadamente) que hoy eso sea posible: ya están lejos
los tiempos en que el ejército se pronunciaba para propiciar un cambio de
régimen, liberal en el siglo de Rafael Riego; todo lo contrario, en el de
Francisco Franco. Y las circunstancias no parecen las más adecuadas para tomar
el Palacio de Invierno sacando las masas a la calle.
La otra forma, la única aceptable en una democracia, son unas
elecciones. Hay quien
dice que esa posibilidad, la de elegir entre monarquía o república, nos está
negada constitucionalmente. Pero
eso es solo en apariencia. Si los partidos republicanos tienen mayoría en el
parlamento, la monarquía queda sentenciada. Y para que Alfonso XIII aceptara
que tenía que irse bastaron unas elecciones municipales. Una monarquía hoy es un régimen dependiente
de la ciudadanía. En cuanto esta
les es contraria, tiene los días contados. Felipe de Borbón me parece a mí muy
consciente de ello. Sabe
que su puesto ha de ganárselo día a día, que su contrato de trabajo no es
vitalicio, sino solo indefinido y que puede ser revocado por la voluntad
popular con solo unos pocos meses de preaviso. De momento, no parece que eso vaya a ocurrir.
Martes,
21 de abril
TERESA, ANDRÉS Y OTRAS
INDISCRECIONES
A
las puertas de la Biblioteca Nacional, me espera Andrés Trapiello para visitar
la exposición sobre Santa Teresa que con tanto mimo y conocimiento ha preparado
Rosa Navarro Durán. A él le interesan sobre todo los libros y manuscritos
expuestos, especialmente las hermosas ediciones de los libros de caballería y
los versos de puño y letra de San Juan. “Mira –me dice señalando la portada de
los diálogos de Luciano editados por Sebastián Grypho en 1550--, yo creo que en
el arte de la tipografía no hemos ido más allá”. Con el arte, en su opinión, la
santa no tuvo suerte. “Todos sus retratos son unos pestiños”, afirma. Yo no
estaría tan seguro. En cualquier caso, es difícil no dejarse fascinar por el
rojo y el azul de “Jesús y la samaritana en el pozo”, de El Guercino, llegado
hasta aquí desde el cercano Thyssen.
Al lado hay otra exposición, que a Trapiello le interesa
más, dedicada a las colecciones cervantinas que guardan en la Biblioteca Nacional.
La verdad es que yo, que carezco de cualquier fetichismo,
nunca he valorado demasiado a quienes se dedican a coleccionar ediciones del Quijote. Me emociona, sin embargo, entre
tantas pintorescas muestra de la locura cervantina, dos ejemplares de la
primera edición, tan sobria y descuidada. Y mientras paseo entre los anaqueles
voy recordando el soneto de Rubén: “Horas de pesadumbres y de tristeza / paso
en mi soledad .
Pero Cervantes / es buen amigo, endulza mis instantes / ásperos y reposa mi
cabeza...”
Tomamos luego, con mi amigo Lino,
unas cervezas en la terraza del Gijón y Trapiello nos habla de la última
manifestación en él de la susodicha locura, una traducción del Quijote a la única lengua a la que no
estaba traducido: el español.
Al principio le escucho con cierto
mal disimulado escepticismo: su hazaña me parece tan benemérita como copiar la
novela en un grano de arroz. Y tan inútil. Pero luego me va poco a poco
convenciendo y tras leerme algunos párrafos de su versión estoy deseando leerla
entera.
Cenamos en un grato restaurante
siciliano. Y seguimos hablando de Cervantes. Yo había decidido no mencionar ni
a UPyD ni a Podemos, dos temas sobre los que Trapiello se muestra especialmente
sensible. Ni por supuesto la cuestión catalana, en la que estamos enfrentados.
Me siento muy orgulloso de mi habilidad para soslayar los temás polémicos
cuando, de pronto, no sé cómo, la conversación se tuerce, arrean a sus
cabalgaduras don Quijote y Sancho y nos dejan solos con Monedero, Errejón, Mas
y Díez. Se acaloran los ánimos, como yo me temía, y acaban apareciendo antiguas
magulladuras. Me reprocha Trapiello que no respeto la intimidad de nadie, que
todo lo cuento en mi diario ("Mirá quién va a hablar", pienso), que
por mis indiscreciones han roto varios matrimonios (lo ignoraba, la verdad). Me
siento abrumado por la culpa.
Pero luego la noche se serena y
acabamos paseando por los alrededores de la plaza de París, yendo y viniendo
hasta altas horas de la noche, hablando de Gaya, de Cervantes y hasta de Muñoz
Molina, de quien yo le confieso --"pero no se te ocurra contarlo en tu
diario", le digo, devolviéndole el reproche de indiscreto-- que no me
pierdo ninguno de sus artículos, pero que no puedo con sus últimas novelas.
"No te preocupes --me responde magnánimo--, te guardaré el secreto; yo no
soy como tú”.
Miércoles,
22 de abril
LA ESPAÑA REAL
Le
hago una foto a la reina Letizia con Carlos Loreiro y Constantino Molina, los
jóvenes poetas invitados al almuerzo en el Palacio Real que homenajea a Juan
Goytisolo. En cuanto termino, me pide impaciente el teléfono: "A ver, a
ver". Amplia su imagen en la pantalla, la contempla un rato con el gesto
serio y luego dice: "Ellos están muy bien; yo, como soy".
Charla la reina, complacida, con los más
jóvenes. “Es muy agradable ver a gente nueva por aquí”, dice. Carlos Loreiro,
premio Miguel Hernández, es profesor de español en San Petersburgo y ella le
agradece que se haya tomado la molestia de venir desde tan lejos. Constantino,
el último premio Adonais, es menos afortunado. “He tenido varios trabajos
ocasionales, todos a cual peor, pero ahora estoy en paro”. “¿Vives entonces con
tus padres?”, “Sí, en un pueblecito cerca de Albacete”. Yo los miro a los dos
frente a frente y no puedo por menos de decir, señalando a uno y a otra: “La
España real, en la doble acepción de la palabra”. La reina asiente con
semblante preocupado: “Cierto, cierto”.
Casi llego tarde a la cita con los
reyes porque antes he quedado con Trapiello para visitar la exposición de Van
der Weiden en el Prado acompañados del poeta Jaime García-Máiquez, que trabaja
allí como restaurador. Nos sirve de guía por las entrañas del Museo y de ese
modo podemos contemplar antes que nadie un fabuloso cartón de Goya que acaba de
recuperar sus colores originales, un Velázquez casi desconocido, un Morales
dispuesto para ser fotografiado con rayos infrarrojos, como el enfermo al que
se radiografía antes de pasar por el quirófano. Me dan ganar de seguir en aquel
mágico laberinto y darles un plantón a los reyes, pero he de abandonarlo antes
siquiera de,comenzar con Van del Weyden.
Jueves,
23 de abril
LOS POETAS NO TIENEN
BIOGRAFÍA
Mientras
camino por la calle del Arenal, se me ocurre el comienzo de un artículo más o
menos autobiográfico: "He dormido en los calabozos de la Puerta del Sol y
he comido con los Reyes en el Palacio de Oriente". En realidad, no
recuerdo haber dormido mucho en aquellos días --no sé si siete u ocho, en
cualquier caso más de lo que la legislación de entonces permitía-- en que
estuve incomunicado en una celda estrecha, sin más abertura que una ventanuca
en la puerta, oyendo los gritos de otros detenidos, saliendo solo para no
demasiado amables interrogatorios.
La misma razón había para ser
retenido en aquella celda que para me invitaran a comer ayer en el palacio con
algunos buenos amigos: ninguna. Ni entonces ni ahora me meto en política, salvo
que por política se entienda cierto irresistible prurito de pensar por cuenta
propia y de decir lo que se piensa en el momento más inoportuno.
Viernes,
24 de abril
ELOGIO DEL PROTOCOLO
“¿Qué
tal dan de comer en la casa del Rey?”, me preguntan en la tertulia. “Pues una
comida sencilla y un trato familiar, sin mucho protocolo”, respondo.
¿Sin mucho protocolo? Hay una idea
muy rara del protocolo, como la había del diseño en los años ochenta. En un
libro bien editado, la labor del editor resulta invisible; lo mismo ocurre con
el protocolo.
Media hora de aperitivos y charla en
uno de los salones de palacio mientras van llegando los invitados. Uno de los
primeros es Luis María Anson, que se ocupa de ir saludando a todos y de evitarme
a mí. Tiene razón para estar molesto. Después de haberme llevado a colaborar al
ABC y a El Cultural, fui el que más le echó en
cara que adelantara el ganador de uno de los premios Príncipe de Asturias antes
de la votación final. Me pareció ofensivo para la Institución y un ejemplo del
peor periodismo, y así se lo dije. Me temo que no me lo perdonará nunca.
Un brevísimo discurso, un brindis
por el homenajeado, que se sienta a la derecha de la reina, y en seguida
comienza la comida: verduras estofadas con almejas y rape, de primer plato; merluza
braseada con puré y tallarines de judías verdes, de segundo, y mousse de yogur
como postre. Los vinos: Erebo Godello 2014, Quercus, cosecha 2008 y Segura
Viudas Reserva Heredad. El servicio rápido y casi invisible. Yo tenía a un lado
a mi amiga Berta Piñán y al otro a Sergio Vila-San Juan, director del
suplemento cultural de La Vanguardia,
que, como suele ser habitual, guardaba algún reproche contra mí.
Afortunadamente, la sangre no llegó al río y nos reconciliamos enseguida.
Pasamos luego a tomar café a otro de los salones. El rey, como buen anfitrión,
se fijó en que Juan Goytisolo, tras algunos saludos, se había sentado solo en un
tresillo. Se apresuró a sentarse a su lado. Antonio Gamoneda se acercó y le
invió a sentarse al otro. Y era curiosa la estampa del joven rey entre los dos
ancianos. Sobre todo porque, al poco rato, Goytisolo, cansado de hablar, miraba
al vacío y Gamoneda tenía la cabeza baja como si echara una cabezadita. El rey
seguía con la cara afable como de cuidador que se gana la vida acompañando
ancianos y está contento con su trabajo.
Yo, que como todo niño curioso no
sería mal periodista, me dedicaba a observar a unos y a otros. Con Víctor de la
Concha hablé del libelo de Morán (“Desde el primer momento, preferí no replicar
nada”) y luego me preguntó por su amigo José Manuel Feito, al que elogió
reiteradamente (“Es la persona que más sabe de cerámica y un poeta finísimo”).
Quisieron los más jóvenes saludar a
Gamoneda. Yo me hice a un lado. “Me detesta --les dije-- porque hace veinte años publiqué
una reseña poco elogiosa de su Libro del
frío. No quiero ponerle en el brete de tener que mostrarse descortés”. Creyeron
que exageraba, pero entonces les conté la anécdota de otro 23 de abril. Desayunaba
yo solo en el comedor del hotel, cuando apareció Gamoneda y fue a sentarse
frente a mí, a pesar de que había varias mesas vacías. Como me miró varias
veces, me creí en la obligación de saludarle: “No sé si me recuerda usted,
soy...”. Me interrumpió con cara de pocos amigos: “Sé perfectamente quién es,
pero no tengo ningún interés en hablar con usted”. Como no había nadie cerca, y
por lo tanto no tenía la obligación de ser ingenioso, me limité a responder “encantado,
lo mismo digo” y a seguir disfrutando tranquilamente de mi desayuno.