Sábado, 20 de abril
ANOCHECER EN PAU
¿Qué se
puede hacer en una pequeña ciudad francesa a partir de las siete de la tarde?
Cierran los establecimientos comerciales, cierran las cafeterías, las calles
del centro se quedan desiertas y solo permanecen abiertos los restaurantes.
Si
viajo solo, busco un rincón apacible donde entretenerme con un libro hasta la
hora de acostarme; si con amigos, un lugar donde charlar. En Pau, después de
dar vueltas con lluvia y frío, solo lo encontramos, cerca de la plaza
Clemenceau, en un KFC espacioso y confortable sin más clientes que dos o tres
grupos de adolescentes que cenaban temprano.
Allí
estuvimos –José María, Julia, Eva y yo--
casi dos horas, tan ricamente, divagando sobre todo lo humano y lo
divino, como buenos españoles. Luego la charla continuó en el hotel, un hotel
de hombres solos, como los viajantes de algún poema de Philip Larkin, según
pudimos comprobar luego en el desayuno. A la ventana de la habitación
abuhardillada (allí debía de vivir los sirvientes cuando se construyó el
edificio, del siglo XVIII como la plaza en que se encuentra), se asoma la alta
torre de San Martín.
Supongo
que a estas horas en que ni siquiera ha oscurecido del todo, habrá lugares
luminosos y tranquilos en que tomar algo y leer o conversar, me imagino que no
todo el mundo estará recogido en casa o cenando fuera. Con buen tiempo, se
puede pasear por el bulevar de los Pirineos y contemplar la alta luna con su
corte de estrellas, pero con este frío y estas ráfagas de lluvia… Qué gran
invento los denostados centros comerciales, donde se puede estar solo y se
puede estar en compañía a resguardo de la intemperie.
Domingo, 21 de abril
MI RIVAL FAVORITO
Comienzo
a leer el último libro de Enrique García-Máiquez, Ejecutoria. Una hidalguía
del espíritu, y a las pocas páginas me froto las manos. El autor tiene talento,
tiene el don de la alegría y una casi infinita capacidad de trabajo.
Contrincantes como él son los que a mí me gustan: no te lo ponen fácil.
Voy
leyendo este alegato contrarrevolucionario, lápiz en mano, preparándome para la
batalla. Trato de encontrar los puntos débiles de su argumentación, los que
camufla con chispeantes sofismas, para con un buen golpe derribarle y luego, mi
espada dialéctica sobre su garganta, obligarle a rendirse. Y si no lo consigo,
pues será él que me ayude a levantarme y, después de darnos caballerosamente la
mano, quedaremos tan amigos hasta el próximo combate.
Lunes, 22 de abril
VOLVER
Me
llamó el viernes Julio César Iglesias para decirme que Los Porches, la
cafetería de la que fui expulsado tras cuarenta años de frecuentación diaria,
ha cambiado de dueño, pero sigue con los mismos camareros. Le han dicho que les
gustaría que yo volviera. Vuelvo hoy, me siento en la mesa de siempre (la gran
mesa redonda en la que parezco el rey Arturo a la espera de sus caballeros) y
abro un libro recién llegado, el santo grial de cada día.
No
me esperaba este regalo del azar. Ya había encontrado mi confortable rincón en
el exilio, y siento un poco abandonarlo, pero qué alegría volver a mi rincón
matinal desde que abrieron Las Salesas, allá por 1982.
Miércoles, 24 de abril
CASI UN CUENTO DE
HADAS
Fui a
Madrid a conocer a un príncipe y a comer con un rey. Podría ser el comienzo de
un cuento de hadas, pero solo lo es de una crónica costumbrista porque la
realidad –si bien se mira-- está hecha del mismo mimbre que los cuentos tradicionales.
El príncipe se llama Bruno. Vive en
un ático lleno de libros, al comienzo del Paseo del Prado y enfrente mismo del
Museo. No tiene demasiada experiencia del mundo, acaba de cumplir doce días,
pero creo que ya sabe que le gusta y está deseoso de vivir todas las aventuras.
Cuando
duerme, su rostro es el de Buda, el de quien está en el secreto del universo.
Cuando abre los ojos, lo mira todo con curiosidad y sonríe, si le mira su
madre, o bosteza si yo comienzo a susurrarle un haiku (menos mal que no me dio
por recitarle las soledades de Góngora, que también me las sé: “Era del año la
estación florida…”)
Al
acabar la audiencia, como gran señor magnánimo, quiso hacerme un regalo y me
nombró abuelo suyo “honoris causa”.
---Qué gran honor. Pero ese decreto,
para que tenga validez legal, han de firmarlo todavía vuestros progenitores,
señor, que sois menor de edad.
---Firmo, dijo la reina doña Nicole.
---Firmo, dijo el rey don Martín.
Y yo me fui de un palacio a otro más
contento que unas castañuelas.
Jueves, 25 de abril
BESAMANOS
“¿Qué
tal el besamanos de ayer, Martín? Cuenta, cuenta”, me dice Enrique Bueres en la
tertulia virtual, que empezó tarde porque, al cambiar de día, me olvidé de ella.
---Hay poco que contar. Estuve a
punto de meter la pata, como de costumbre. Me senté cerca de un extremo de la
gran mesa. En el mismo extremo se sentó un desconocido que, nada más sentarse,
comenzó a hablar con voz sonora y no dejó de hablar durante toda la comida. Se
dirigía a quienes le acompañaban a derecha e izquierda, Ana Iris Simón y
Sonsoles Onega, pero no podíamos dejar de oírle los diez o veinte invitados más
próximos. Comenzó diciendo que él tenía el privilegio de escoger a sus vecinos
de mesa porque, salvo los pocos que protocolariamente se colocaban al lado de
los reyes, se distribuían al azar, y que él las había escogido a ellas porque
admiraba mucho los artículos de la primera, le recordaban el mundo de su
infancia, y las novelas de la segunda. Ellas correspondieron a esa deferencia
escuchándole atentas durante toda la comida y corroborando sus afirmaciones
sobre la decadencia de la lectura y de la escritura a mano. Yo intercambié unas
palabras con Nuria Ortega y Juan Pedro Aparicio, que tenía a mi derecha, pero me
era imposible no escuchar la voz bien timbrada del desconocido tan seguro de sí
mismo y de sus opiniones. Podría dar una conferencia sobre su vida –hijo de
notario que pasó la infancia en varios pueblos por traslado del padre-- y
aficiones. Con Nuria, hablé de poesía y parapoesía. Resulta que, tras el Adonáis,
ha ganado el premio Espasa, el más detestado por los autoproclamados poetas
serios. Y no dejé de darme cuenta, ventajas de estar en una esquina, de que a
uno de los guardias reales que custodiaban la entrada le pasaba algo. Cerraba
los ojos, le temblaba una pierna. Estuve todo el tiempo temiendo que se fuera a
desmayar. “Menudo escándalo que se armaría”, le dije a Nuria. Pero resistió
hasta el final. Un valiente. Me dieron ganas de, al levantarnos para ir a tomar
café, acercarme a preguntarle si estaba bien.
En
el salón chino, estuve con los poetas jóvenes, los recientes premios Hiperión,
Adonáis y Loewe joven. Este último lo ha ganado Ernesto Delgado, cubano que no
había salido de la isla hasta que vino a recibir el premio. “Todavía vivo como
en un sueño”, dijo. Y me imagino que le parecería cosa de encantamiento, nuevo
Segismundo, pasar de aquella miseria a los salones del Ritz y del Palacio Real.
Vencidos por la edad, en un sofá estaban
sentados Luis María Anson y Víctor de la Concha. Recordé los tiempos en que fui
miembro del jurado del Príncipe de Asturias y ellos llevaban la voz cantante. Si
estaban de acuerdo en un candidato, ya sabíamos quién iba a ganar, las
deliberaciones solo servían para que algunos pavos reales lucieran su bien
ensayada oratoria. “Sic transit gloria mundo”, pensé. Cuando charlaba con
ellos, pasó por allí Javier Solana. “Lleva puesto el toisón de oro”, le dijo
Anson a Víctor de la Concha. Solana, muy envejecido, se acercó a darles la mano
y de paso me la dio a mí también. Era la primera vez que yo le daba la mano a
alguien que había ordenado bombardear una ciudad europea.
Luego
me encontré con Luis García Montero, que venía de Shanghái y marchaba de
inmediato a Salamanca a promocionar su último libro. Se cruzó con nosotros quien
desde una esquina pareció presidir el almuerzo. “¿Sabes quién es?”, “Es Camilo
Villarino, el nuevo jefe de la Casa del Rey que acaba de sustituir a Alfonsín”.
“Eso lo explica todo”, pensé.
Y
no le faltan maneras de jefe, incluso de Gran Jefe, diría yo, pero creo que
como anfitrión todavía tiene mucho que aprender del rey.
---No
se te ocurra contar esas cosas en tu diario, Martín, que no te vuelven a
invitar. Y, por cierto, ¿por qué lo hacen si no has ganado ningún premio ni
eres amigo de nadie?
---Yo
tampoco me lo explico, pero tengo mi sospecha. Al entrar en el salón para
darles la mano a los reyes antes de pasar al comedor, un edecán nos anuncia con
el nombre y el cargo: “José Luis García Martín, director de Clarin”. Y
yo pensé que no tenían información actualizada, pero al saludar a la reina me
dijo: “¡Excelente revista!”. Ella sí sabe lo que hace y a quien invita. Y, por
cierto, el nombre tradicional del jefe de la Casa del Rey era el de mayordomo
mayor.