Sábado, 13 de abril
ENCUENTRO CASA
Soy tan
poco aventurero que solo salgo de casa para buscar sitios en que me encuentre
como en casa. Si no pudiera vivir en España, viviría lo más cerca posible de
España. Por ejemplo, en Bayona, esa pequeña ciudad con tres barrios separados
por dos ríos. Me he alojado una vez en la Gran Bayona, otra en la Pequeña
Bayona y ahora le toca el turno al barrio del Santo Espíritu, al otro lado del
poderoso Adour. Antes de que hicieran al ancho puente y la elegante estación de
ferrocarril, era una especie de gueto. Allí se alojaron los judíos expulsados
de la península, y como recuerdo queda una sinagoga neoclásica (bien protegida
ahora que las antiguas víctimas desempeñan a la perfección el papel de
verdugos); junto a ellos, emigrantes y gentes de mal vivir. A los buenos
ciudadanos, los protegía la fortaleza del Reduit, de la que apenas si queda una
garita vigilante en el encuentro de los ríos.
En el Santo Espíritu, alzándose junto
al puente, he encontrado mi casa. La construyó un hombre hecho a sí mismo y
mira por encima del hombro a los hidalgos del otro lado. Así, “por encima del
hombro”, me dicen mis amigos que me gusta mirar a la gente. No es cierto. O sí,
pero solo a cierta gente: al ignorante soberbio, al que aprovecha su poder para
humillar a la buena gente o maltratarla estúpidamente con el pretexto de
proteger su alma, como en tiempos de Felipe II, o su cuerpo, como en tiempos de
Felipe VI.
No tengo ni una casa que pueda decir
que es mía, pero tengo casas dispersas por todos los lugares que me gustan.
Ventajas de no ser rico (que no es lo mismo que ser pobre). Mi casa en Bayona
me sale mucho más barata que si fuera mía. Siempre está lista y disponible para
cuando me apetezca llegar, con su salón para tomar café frente al río y un
tranquilo rincón en que encender el ordenador y ponerme a escribir.
Al pasear por el nuevo barrio,
llegué a una plazoleta que ni nombre tenía, o yo no se lo encontré. En el
centro, un trozo de verdor asilvestrado (allí las plantas crecían a su aire,
sin la profana mano del jardinero) y a ambos lados dos medias glorietas
coronadas por glicinias. Había también una fuente, un rincón de juegos
infantiles y una “boîte à livres”, para dejar y llevarse libros. Yo encontré un
manual escolar, y en él un poema de un autor para mí desconocido, que me
entretuve en traducir mientras escuchaba un silencio interrumpido por leves
trinos: “Todo lo que me basta para ser feliz / es una mujer que me quiera, /
hijos a los que ver crecer felices, / una huerta que cultive con mis manos / y
una oración con la que agradecer a Dios / en cada amanecer tanta ventura”.
Yo no tengo ninguna de esas cosas y
sin embargo creo que la mayor parte de mis días, aunque sea por un pequeño
rato, he sido todo lo feliz que se permite a los humanos.
No tengo ninguna de esas cosas o quizá sí las tengo. El mundo es ancho y ajeno, pero también a veces intimo y acariciador como esta pequeña plaza.
Domingo, 14 de abril
LA CRUZ DE AZAÑA
Tras
dar vueltas por el cementerio de Montauban y perderme en el laberinto de las
tumbas, localicé por fin la de Azaña. Ya estuve allí una vez, pero me apetecía
volver en este día en que se conmemora una ilusión que, como diría Garcilaso,
fue “antes de tiempo y casi en flor cortada”. Llevé conmigo el libro de
Cipriano Rivas Cherif, que termina con la larga carta que le escribió su
hermana, casada con el presidente, contándole los últimos días de Azaña. Le
dice que, antes de abandonar Montauban, dejó indicado a algunos amigos cómo
quería que fuera la tumba: “Simplemente una lápida de piedra con dos cipreses a
su cabecera y en la piedra una cruz de bronce sobre la inscripción: MANUEL AZAÑA / 1880-1940”. Y añade: “Dime que no
he hecho mal”. Y Rivas Cherif, el gran amigo y confidente de Azaña, la persona
que mejor le conocía, le responde: “Has hecho bien”.
Pero ha habido un entrometido que
parece que no piensa lo mismo. Esa cruz de bronce la he visto yo en alguna
fotografía. En otras, parecía tapada por algún adorno floral o una bandera
republicana. Esta vez, me decidí a retirar esos adornos que yo creía que la
ocultaban por escrúpulo anticlerical de algún republicano. Y lo que ocultaban
era otra cosa: su ausencia. Alguien la había arrancado.
¿Quién? ¿Cuándo? Espero que alguien
se decida a investigarlo. Y que se la encuentre y se la restituya a su lugar.
España habría dejado de ser oficialmente católica, como declaró Azaña, ya los españoles podían ser protestantes, judíos o ateos con plenitud de derechos. Pero también podían ser cristianos, buenos cristianos a la vez que buenos españoles, como lo fue Galdós, como lo fue el presidente Azaña, de cuya tumba arrancaron, quizá con las mejores intenciones, la amorosa cruz que quiso poner su esposa.
Lunes, 15 de abril
EN PROVINCIA
El azar
es el mejor guía, me gusta repetir con Paul Morand. Y el azar me lleva a
Damazan, una pequeña población de Nueva Aquitania. Tiene una hermosa plaza
soportalada, con una fuente, rosas y el ayuntamiento en el centro. Hay también el
solemne monumento habitual a los muertos de la Gran Guerra, que parece fue la
única verdaderamente grande. Sus dos largas listas de soldados muertos
contrastan con los añadidos que recogen los de las otras guerras. No llegan a
media docena los de la siguiente guerra mundial y hay solo uno en la de Argelia
y otro en la de Indochina
Tomo
un café, leo en periódico local, Le Républicain, y al escuchar las
campanas de la iglesia me vienen a la memoria unos versos de Rodenbach: “En
provincia. En la paz de la hora matutina. / Se escucha la campana que tañe en
la dulzura / de la aurora que mira con ojos fraternales. / Se escucha la
campana y su indolente música / flor a flor se deshoja en los tejados próximos
/ y en negras escaleras de toscos escalones / cual ramo de sonidos mojados que
alza el viento. / ¡Armonía temprana que baja de la torre, / que viene de muy
lejos en pálidas guirnaldas!”
Nada tiene que ver esta mañana luminosa con el frío amanecer que evoca Rodenbach, salvo la tranquilidad provinciana, tan agradable cuando se está de paso, tan insoportable cuando uno tiene veinte años y se asfixia en ella.
Martes, 16 de abril
AQUÍ REPOSA
Salgo
de la estación de Collioure y hago el mismo recorrido que Antonio Machado en su
último viaje. A un empleado, le preguntan si conoce algún hotel económico. Les
recomienda el Bougnol-Quintana, que está cerca. No hay taxis, recorren a pie la
avenida de la estación hasta la Placette. Allí, al otro lado de un pequeño
arroyo, habitualmente sin agua, se encuentra el hotel. A la madre de Machado,
han de llevarla en brazos. En la plaza hay una mercería, cuya dueña está a la
puerta. Se conmueve ante aquel desvalido grupo de españoles y los invita a
pasar. Ahora en lugar de la mercería hay una tienda de licores.
Es
difícil pensar en estos últimos días de Machado sin que a uno se le llenen los
ojos de lágrimas. Al fondo de la plaza, la nueva biblioteca, que lleva el
nombre de Antonio Machado, y delante de ella el busto de un general napoleónico
que combatió en España en 1808 y luego en 1823, cuando los cien mil hijos de
San Luis.
El
hotel Bougnol-Quintana ha sido reformado, pero conserva su hermosa silueta
entre el río y la calle que lleva al cementerio. Ahora se llama Casa Quintana y
se anuncia como “soberbios apartamentos con vistas sobre el mar”. Es posible
dormir en la misma habitación en que murieron Machado y su madre y asomarse a
la ventana desde la que él vio por última vez el mar.
El azar escogió para la muerte de
Machado un hermoso lugar. Es difícil no enamorarse de este pueblo marinero,
como se enamoraron Matisse y tantos otros pintores. Machado se ha convertido en
un atractivo turístico más.
A
mí me emocionan más sus versos, que me vienen continuamente a la memoria, que
su tumba abigarrada y llena de exvotos, como la de un santo laico. Él habría
preferido el sencillo nicho prestado en que se enterró por primera vez y la
inscripción de entonces: “Ici repose / Antonio Machado / mort en exil / le 22
febrier 1939”.
Miércoles, 17 de abril
LA RETIRADA
En el
Castillo Real de Collioure, vigilante sobre el puerto, se encerró a los soldados
republicanos. A algunos de ellos, se los dejó salir para llevar a hombros el
féretro de Machado. Una exposición en el castillo que fue cárcel, con imágenes
que todavía hacen daño, evoca aquellos días. A la salida, en el cuaderno que
recoge la impresión de los visitantes, escribo: “Que nunca se acabe la memoria
/ de tanto dolor, tanta derrota, tanta historia”.
La plaza de Baiona de la que hablas es la dedicada a Jeanne d'Albret, que viviendo desde el 1528 hasta 1572 fue la reina Juana III de Navarra y que según Wikipedia: "[...] forma parte de la historia del euskera, al ordenar al monje Joanes Leizarraga la primera traducción de la biblia en esta lengua, siendo este uno de los primeros documentos escritos en lengua vasca".
ResponderEliminarY tú así, tan agustito, sin saberlo.
Un rincón delicioso.
Muchas gracias por la aclaración, José María. Y yo aclaro que tú estabas allí y que eres el autor de la foto en la estación de Colliure.
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