sábado, 23 de febrero de 2013

Nada personal: Abrir una ventana




Domingo, 17 de febrero
ÚNICO AMOR

Mientras tomo un café antes de entrar en el cine, no puedo evitar escuchar lo que alguien cuenta en la mesa de al lado: “Cuando yo tenía nueve o diez años, vine con mis padres a Oviedo a no sé qué asuntos. Al pasar por una calle del casco antiguo, una niña más o menos de mi edad se asomó al balcón. Yo me quedé mirándola asombrado: era la cosa más bonita que había visto nunca. Ella también me miró y, sin duda, notó lo mucho que me gustaba y sonrió complacida. De pronto alguien la llamó: ¡Lupe! Ese nombre lo recuerdo bien, no lo olvidaré nunca.  Y ella entonces entró en casa y no la volví a ver más”. (Una pausa, y luego una apostilla en voz algo más baja). “Fue el único amor con final feliz que he tenido en mi vida”.


Lunes, 18 de febrero
PERSONAJES

De vez en cuando tengo días negros, me imagino que como cualquiera. Hoy fue uno de ellos. Me desperté cansado, malhumorado, harto de todo sin razón ninguna. Cumplí con esfuerzo mis obligaciones del día, siempre temeroso de algo, no sabía qué, como si se hubieran abierto grietas en el suelo firme de la realidad y yo en cualquier momento pudiera precipitarme por una de ellas.
            Y acabé precipitándome, por supuesto. Basta que temamos mucho algo para que ocurra. En la librería Personajes, de la calle Río San Pedro, por la que no paso casi nunca, mientras hojeaba un libro de Alfonso Reyes, Tertulia de Madrid, publicado en la colección Austral, me tropecé con el diablo.
            Dicho así suena ridículo, incluso a mí me suena ridículo ahora que lo escribo. No era un diablo de opereta, con olor a azufre, cuernos y rabo, por supuesto. Era un caballero elegante, aunque de elegancia un tanto anticuada, de unos cincuenta años, con el pelo blanco. Le pedí disculpas y él sonrió. Dejó sobre una de las mesas el libro que estaba hojeando y me dijo: “Me conoce usted, ¿verdad? No hace falta que me presente”. No, no hacía falta. Pagué el libro de Alfonso Reyes, que ya había leído, pero me gustaba tener, y salimos juntos. Fuimos hasta la estación de tren y subimos a la Losa. En todo ese trayecto no me dijo una palabra. Yo iba lleno de curiosidad, disipada la nube de plomo que ese día pesaba sobre mí.
Dos o tres veces me he encontrado con el diablo y nunca me ha defraudado. Esta no iba a ser la primera vez. “Si pudiera pedir tres deseos, y estuviera seguro de que se iban a cumplir, ¿qué tres deseos pediría?”. Sonreí, siguiéndole la broma, que yo sabía que no era una broma: “¿Y a cambio tengo que darte mi alma?”. Sonrió él también: “No me vas a dar tu cuerpo… Demasiado viejo para que tenga algún interés”. Tres deseos. “El primero, estar siempre enamorado, y no ser nunca correspondido, o no ser demasiado correspondido. El segundo…”. Cerré los ojos un momento. “Que nunca pueda decir, como Mallarmé, que la carne es triste y he leído todos los libros”. Mi acompañante sonreía cada vez más: “Qué fácil me lo pones. Para concederte esas cosas ni siquiera hace falta ser el diablo. ¿Cuál es el tercer deseo?”. No se me ocurría nada. “La tercera República”, dije por decir algo. “Ese es el más fácil de todos”, respondió.
            Fuimos luego a tomar algo. Aquel desconocido, por supuesto, era el diablo. Pero se portó como si no lo fuera, como si solo fuera alguien a quien le gustara hacer diabluras. Me dormí tarde, relajado y feliz.


Martes, 19 de febrero
UN TITULAR Y TRES COMENTARIOS

Titular: “El juez no ve argumentos para llamar a declarar a la infanta Cristina”. El primer comentario es de Echegaray: “Todo el mundo los veía, / todo el mundo menos él”. El segundo, de Calderón de la Barca: “¿Por no molestar al rey / dejar de cumplir la ley?”. El tercero, un desahogo personal: “¡Qué falta nos haces, Garzón! ¡Qué falta nos haces!”


Miércoles, 20 de febrero
NO ODAS

Nada detesto más que la lectura obligatoria, ese oxímoron. La gozosa lectura literaria, quiero decir. Otra cosa son las lecturas de trabajo: los ejercicios de los alumnos, los libros presentados a un concurso del que eres jurado.
            Particular alergia tengo a los textos inéditos que me envían conocidos o desconocidos para que dé mi “sincera” opinión. Ahora, con el correo electrónico, te pueden mandar un “poemario” (detestable neologismo) de dos mil versos o una novela de quinientas páginas sin más esfuerzo que apretar una tecla. Y quien lo hace, por lo general, son personas que jamás han leído ni leerán un libro tuyo; solo les suena tu nombre.
            No leo, pero hojeo todo lo que me llega impreso. Los amorfos disparates se detectan al instante. ¿Una opinión sincera a los autores? Es un error en el que caí alguna vez cuando era más joven, pero del que ya hace tiempo que me he librado.
            Los correos que algunos mandan a todos sus contactos con el artículo que acaban de publicar o la entrevista que les han hecho ni los abro. Los borro como “spam”, como correo basura. Los correos institucionales pueden ser colectivos (para avisar de una reunión, por ejemplo). Los personales, nunca. A los conocidos se les escribe de uno en uno.
            Una de las cosas más divertidas de Facebook, al menos para mí, son esos avisos en los que alguien te invita a poner “me gusta” en su página. Eso es lo que te piden quienes te envían sus versos y sus prosas no solicitados. Una opinión sincera a un poeta, joven o viejo, si no es elogiosa, mejor que te la calles.
            Y yo me la callo casi siempre. Salvo que el libro esté publicado y a mí me apetezca, con las mejores razones de que soy capaz, elogiarlo o destrozarlo por escrito.
            En público todavía no he  aprendido a mentir por amabilidad. Me parecería una descortesía para con los lectores.


Jueves, 21 de febrero
FALSO PROFETA

“¿Y qué crees tú que va a pasar? ¿Cómo va a acabar todo esto?”, me pregunta muy preocupada una amiga de cierta edad, o sea, casi de mi edad.
            Y le respondo que no lo sé, que nadie lo sabe. Pero de lo que no hay duda es de que estamos en el fin de una época, que nada va ser como antes. Dicen que el siglo XX no empezó hasta 1914, con el estallido de la gran guerra. Pues es posible que el siglo XXI, en España, comience cien años después, con una asamblea constituyente que dé paso a un nuevo régimen, probablemente republicano.
            “¿Tú crees?”, exclama asustada.
            “Ni creo ni dejo de creer, pero el reinado de Juan Carlos de hecho ya ha terminado, y en el mayor de los desprestigios. Muchos españoles tienen la sensación de que han sido engañados y que todos, derechas e izquierdas, periódicos serios y no serios, colaboraron en el engaño. El rey de España no era la figura que nos hicieron creer que era. Era otra cosa bien distinta, que muchos sospechaban pero nadie se atrevía a decir en voz alta. Ahora comienzan a atreverse y eso es muy difícil de parar”.
            “¿Abdicar en el príncipe sería la solución?”
            “Puede, pero quizá ya sea demasiado tarde. Lo más probable es que las próximas elecciones, que quizá no tarden tres años, las ganará el partido que lleve en su programa una profunda reforma constitucional, un cambio de todo el sistema político, y esa reforma incluirá un referéndum sobre la monarquía, el que se nos hurtó cuando murió Franco. Y hoy por hoy los partidarios de la monarquía no pasarían del veinte por ciento.
            “¡Una república! ¿Y quién podría ser el presidente?”
            “No sé, pero desde luego alguien que eligieran directamente los españoles y no el parlamento; alguien que tuviera un poder moderador y que no pudiera ser reelegido más de una vez. Alguien que no pudiera pasar más de treinta años protegido por un pacto de silencio y acumulando lucrativa basura debajo de la alfombra”.
            “¿De verdad crees que estamos tan mal?”
            “Tan mal o tan bien, según se mire. Esta es una buena ocasión para empezar de nuevo, para reformatear el disco duro, para librarnos de tantas malas mañas a las que nos fuimos acostumbrando en tiempos de bonanza. Pero no me hagas mucho caso. Me he equivocado muchas veces. ¿Por qué no me había de equivocar también en esta?”


Viernes, 22 de febrero
TEOLOGÍA Y MORAL

Del mal que he hecho, casi siempre involuntariamente, he salido bastante bien librado. No puedo decir lo mismo de las veces en que me dio por hacer de buen samaritano.
Sospecho que no soy el único caso. De Dios lo ignoramos casi todo. Ni siquiera sabemos si existe o no. Pero una de las pocas que sabemos con certeza es que, si existe, disfruta haciendo diabluras.


Sábado, 23 de febrero
SIN SALIR DE CASA

Me conozco tan bien que rara vez me sorprendo, aunque alguna vez ocurre. Como si de pronto, en esta casa en que vivo desde siempre encontrara, oculta tras las estanterías llenas de libros, una puerta en la que no había reparado antes. La empujo y se abre sin dificultad, chirriando desagradablemente los goznes. Un pasillo oscuro, que huele a humedad y a cerrado. Busco una linterna y me adentro por él. Es muy largo, más de lo que yo pensaba. Una especie de estrecho túnel interminable. Por fin veo la luz. Salgo a un huerto con naranjos, cerca de un río (se oye el rumor de las aguas), muy parecido a aquel en que jugaba cuando niño. En un banco está sentada una mujer con un libro en las manos. Deja de leer al oír mis pasos, alza los ojos y sonríe. Su rostro me resulta familiar, muy familiar, pero no recuerdo su nombre. Recuerdo de pronto la historia que escuché el domingo y digo “Lupe”. Ella sonríe más abiertamente y luego comienza a leer en voz alta: “Todo estaba tranquilo y silencioso; todo era gris. El cielo parecía un manto oscuro. Bandadas de pájaros grises, inquietos, semejantes a las bandadas de nubes con las que se mezclaban, volaban bajo, rozando caprichosamente el agua, como vuelan las golondrinas sobre los prados antes del temporal. Sombras presentes, que presagiaban otras más tenebrosas”.
He cerrado los ojos al escuchar sus palabras y al abrirlos la mujer ha envejecido, el jardín se ha secado y yo tengo la sensación de que me he perdido sin salir de mi habitación. Oigo el rumor del río, el rumor del mar, mientras asciende la niebla y lo va borrando todo.


sábado, 16 de febrero de 2013

Nada personal: Ver, leer, oír y callar


Sábado, 9 de febrero
LO CUENTO TODO

“Pero tú ¿nunca te callas nada? ¿Siempre lo cuentas todo?”, me pregunta un amigo.
            Sí, siempre lo cuento todo, salvo lo que de verdad me importa.

Domingo, 10 de febrero
VOCES EN LA NOCHE

Nunca pienso en ello, y cuando pienso es de manera impersonal, como si se tratara de una historia que le ha ocurrido a otro o de algo leído en un libro. Pero esta noche soñé que estaba otra vez allí, entre aquellas cuatro paredes, y la angustia y la falta de aire era la misma de entonces.
Corrían los chirriantes cerrojos de las celdas y se hacía el silencio. Todo el mundo trataba de dormir, a solas con sus fantasmas. Y de pronto una voz se ponía a cantar, una voz fuerte, poderosa, desafiante, y era como si estuviéramos en campo abierto, en lo alto de la montaña, en medio de los bosques.
Se oían luego los pasos del funcionario y un estrépito de oxidadas cerraduras, pero antes de que se abriera la puerta de la celda aquella voz callaba y comenzaba otra, en el extremo más distante de la galería. Y se repetía el juego y volvía repetirse. No todas las voces eran como la primera, la más desafiante. Las había débiles, alguna casi inaudible, pero ninguna dejaba de cantar hasta que los pasos del funcionario se acercaban a su puerta. Y la angustia de mi sueño fue, como entonces, poco a poco calmándose.
Era en los meses finales de 1974 y en la séptima galería de Carabanchel. Los que cantaban y jugaban al gato y al ratón con los carceleros eran presos vascos que habían comenzado una huelga de hambre y estaban incomunicados en celdas de la planta baja.
            Aquellas voces eran en la noche del franquismo un símbolo de libertad. Pero esas cosas ya no se pueden decir. Por eso yo no las digo.
Pero todo lo vivido sigue ahí, escondido en el sótano, y a veces vuelve en sueños. Como esta noche.


Lunes, 11 de febrero
AHÍ QUEDA ESO

Ya sé que no debería decirlo, pero el único cargo que, si me lo ofrecieran, aceptaría con gusto es el de Papa.
            En ese caso, No tendría inconveniente en creer todo lo que hubiera que creer. El Vaticano bien vale una misa.
            Claro que, si yo fuera Papa, sin duda acabaría dimitiendo. Ni siquiera sé si aguantaría tanto como el último. Qué placer dejarlo todo y retirarse a un caserón con biblioteca y huerto y buen servicio y en el centro de Roma.
            Qué curioso. A mí me habría gustado ser poderoso, como el Papa, y al Papa lo que le gusta es llevar una vida como la mía, sin mayores preocupaciones, dedicado solo a sus libros, a la charla con amigos y a elucubrar sobre los misterios del alma y del universo.
            Tengo la sospecha de que, si yo fuera Papa, diría pronto, como el sabio Benedicto XVI, “ahí queda eso”, para dedicarme a llevar una vida lo más semejante posible a la que llevo.


Martes, 12 de febrero
NI LO UNO NI LO OTRO

No solo me callo las cosas importantes que tienen que ver conmigo. También otras que podrían perjudicarme. Una curiosa red de relaciones y casualidades me ha hecho enterarme de quien ha sido la persona que filtró a El País los papeles de Bárcenas, esas famosas fotocopias de fotocopias, como repiten los damnificados.
            Y no voy a decir quién fue, por supuesto. Pero no puedo resistirme a la tentación de dar una pista. O dos. Ha sido diputado del PP. Ha sido muy amigo de Bárcenas.
            Si yo me dedicara al periodismo de investigación, qué libro podría escribir con esa historia. Si me dedicara al periodismo de investigación y si fuera valiente. Pero ni lo uno ni lo otro.   Lo mío ver, leer, oír y callar.


Miércoles, 13 de febrero
FUNERAL EN IBIAS

Se habla en clase de las incestuosas relaciones entre literatura y periodismo, de las novelas que fingen ser una investigación periodista y de las noticias que solo son un cuento mejor o peor contado.
Hablo de Soldados de Salamina y luego de las leyendas urbanas, la última de las cuales habla de no sé qué sustancia que, disuelta en tinta, y solo con acercártela a los ojos (para leer una dirección en letra pequeña a un desconocido que se te acerca en la calle) basta para que pierdas memoria y voluntad y hagas todo lo que se te pida –el amor o vaciar tus cuentas corrientes–  sin que luego recuerdes nada.
Un alumno, a la salida, se me acerca: “¿Puedo contarle algo? No quería hacerlo en clase como si fuera una leyenda más, porque no es una leyenda, hay testigos. Mi compañero de piso tuvo que acompañar a su novia al funeral de su abuelo, en una aldea cercana a San Antolín, en Ibias. Ella apenas había tenido trato con el abuelo porque su madre se marchó de casa, o la echaron, cuando quedó embarazada sin estar casada. No sentía demasiada pena. El viaje hasta allí es largo, el autobús tuvo una avería, cuando llegaron ya había cerrado el tanatorio. Fueron a la casa del difunto y allí se alojaron en una especie de buhardilla. El entierro sería al día siguiente a primera hora. Por la noche mi amigo se levantó para ir al baño. No lo encontraba en aquel viejo caserón laberíntico; bajó y subió la escalera y de pronto entró en un salón que tenía la luz encendida. Había una especie de catafalco en el centro y, sobre él, un ataúd con la tapa abierta y vacío. Se quedó asustado, sin saber qué decir, cuando de pronto vio aparecer a un hombre viejo, vestido con un anticuado traje negro y con corbata, que se metió dentro y, antes de cerrar la tapa, se limpió con el dorso de la mano las manchas de sangre que tenía alrededor de la boca. Mi amigo volvió aterrado a contárselo a su novia, pero la encontró profundamente dormida. Él no fue capaz de dormir. Al día siguiente no se atrevió a contarle nada. Fueron hasta el tanatorio en el coche de unos parientes, enterraron al difunto y regresaron a Oviedo. Mi amigo se levanta cada vez más cansado, ha ido al médico, dicen que tiene anemia. Una vez que nos quedamos solos, su novia intentó besarme y vi, o creí ver, cómo le crecían los colmillos. No lo consiguió. Esto no es una leyenda urbana, profesor, es algo que está pasando”.


Jueves, 14 de febrero
SI ESTOY CONTIGO

El amor no se cuenta, se canta. O se calla.
Cada día un sorbo, o dos, de felicidad.
En sueños he sido el rey del mundo; despierto, si estoy contigo, lo soy.


Viernes, 15 de febrero
PERIODISTA, HISTORIADOR

El grato azar de las librerías de viejo trae a mis manos una curiosa obra de Juan Ignacio Luca de Tena, A Madrid: 682. Se subtitula “Escenas de amor y de guerra” y es la obra de un periodista y de un autor dramático: “Periodista, traigo a estas páginas la información directa y vivida de la España trágica, vergonzosa y anárquica, anterior a la guerra y de once meses de guerra en los frentes de Madrid”.


            Veamos cómo cuenta, con su información directa y vivida, el asesinato del teniente Castillo. En el despacho del ministro, con la gorra de plato en la mano izquierda, un oficial de la Guardia de Asalto. “Estoy a sus órdenes”. “He pensado en usted porque conozco sus ideas extremistas. Para bien de la República es preciso suprimir a un pez gordo del campo contrario”. “Si es una orden, estoy dispuesto a cumplirla. Solo pido que se me dé por escrito”. “¿Por escrito…? ¿Por qué?”. “Porque me acuerdo de Casas Viejas”. “Retírese inmediatamente”.
            En cuanto el teniente deja el despacho, el ministro abre una puerta secreta y entra un hombre muy malencarado. El ministro le hace una seña significativa y el hombre sale detrás del teniente. Se ve al teniente caminar por las calles, cruzarse con una camioneta llena de obreros que gritan “U. H. P.”, saludar con el puño cerrado, siempre seguido por el hombre mal encarado. Dobla una esquina, suenan dos tiros y cae muerto. Pronto se arremolina gente. “Han sido los fascistas”, dice un golfo. “¿Lo has visto tú?”, pregunta un guardia. “No, pero me lo imagino”. Llega un capitán. “¡Han sido los fascistas!”, grita el golfo. “¡Los monárquicos!”, una mujerzuela. Y el capitán: “Las ideas que el pobre tenía lo hacen suponer así. Pero yo juro, y que me muera ahora mismo si no cumplo mi juramento, que antes de que amanezca el día de mañana será vengado. ¡Lo juro!”
            Se ve luego –A Madrid: 682 es el guión de una película– cómo sacan a Calvo Sotelo de su casa, le pegan cuatro tiros y arrojan su cadáver a un descampado. Suena una marcha fúnebre y con voz de ultratumba se escuchan sus palabras en el Congreso: “Yo tengo anchas espaldas”, “Me doy por notificado de la amenaza de Su Señoría”, “La vida podéis quitarme, pero más no podéis”, “Es preferible morir con gloria a vivir con vilipendio”.
            Es curioso cómo, tras las mentiras de la propaganda, todavía se transparenta la verdad: que el asesinato de Calvo Sotelo no fue ordenado por el gobierno, sino una venganza de los compañeros de un teniente de Asalto muerto en atentado poco antes. Para Luca de Tena, asesinado por una de los sicarios que Casares Quiroga tenía escondidos tras una puerta de su despacho para acabar de inmediato con quien se negara a cumplir sus órdenes.
            Junto al libro del director de Abc, encuentro otro de Jesús Pabón, prestigioso historiador. Es de 1939, se titula 10 figuras y retrata a los políticos europeos de entonces. “Un judío” se titula el capítulo dedicado a Leon Blum. Con su gobierno, Francia se convierte en “una colonia judía”. Eso pensaba él y eso pensaban muchos franceses. Por eso aplaudieron la llegada de los nazis que venía a regenerar el país y a hacer el trabajo sucio.
            Detrás de los mayores crímenes siempre hay mucha buena gente dispuesta a creerse cualquier cosa si confirma sus prejuicios.

           
Sábado, 16 de febrero
CONTRA EL DESÁNIMO

¿Sálvese quien pueda? No. Salva a quien puedas.
Qué cerca está lo peor de lo mejor, y qué lejos de lo mediocre.
Repetirse siempre, pero nunca de la misma manera.



sábado, 9 de febrero de 2013

Nada personal: Departir, compartir, partir

Sábado, 2 de febrero
¿SABÉIS DE QUIÉN HABLO?

Acertaba siempre. Primero lanzaba el dardo, luego dibujaba la diana.
Es de esas personas que nunca olvidan un favor, pero solo si se lo niegan.
Sabes que puedes contar con él siempre que te necesite.

           
Domingo, 3 de febrero
ANTIGUA SABIDURÍA

Hojeo distraído en el Fontán un libro de título poco prometedor, Sobre la índole del hombre, firmado por un ignoto E. Sylvester. Lo primero que encuentro es el siguiente fragmento: “Tres cosas sabe el niño que el adulto a menudo olvida. Primera, estar alegre sin motivo; segunda, no permanecer ocioso ni un instante; y tercera, reclamar con energía lo que le hace falta”. Lo firma el Gran Maggid, un judío del siglo XVIII. El subtítulo aclara: “La sabiduría de los pueblos antiguos: chinos, hindúes, egipcios, babilonios, judíos, persas, griegos”. Tiene todo el aspecto de una de esas recopilaciones que tanto le gustaban a Borges. Y no me extrañaría que, como en ellas, hubiera algunos textos apócrifos. Quizá el propio autor sea un apócrifo. De él no conozco más que otra obra, Yo, tú y el mundo, del mismo estilo. El traductor de ambas es Alfredo Cahn, un judío argentino, nacido en Zurich. Fue traductor y corresponsal de Stefan Zweig. En marzo de 1933, recién llegado Hitler al poder, este le escribe: “Ah, querido señor Cahn, si usted supiera qué tiempos estamos viviendo ahora. Probablemente muchas de las tensiones se resolverán a la larga, pero por el momento para autores ‘de una raza extranjera’ como yo todo está muy mal en Alemania; y la situación en Austria, en el filo de la navaja”.
            Sigo leyendo: “Cinco cosas oscuras socavan la vida del hombre. La primera, el báculo de mendigo en la vejez; la segunda, el errar por el extranjero; la tercera, la enfermedad constante. Las otras dos son las más oscuras, tanto que no tienen ni siquiera nombre”.


Lunes, 4 de febrero
INVITACIÓN

Al salir por la mañana de casa, me encontré con un amigo al que hacía tiempo que no veía, casi desde que estudiamos juntos en el antiguo convento de San Vicente, frente a la celda de Feijoo. Yo no le reconocí, pero él me reconoció de inmediato. “No has cambiado nada”, me dijo. Hablamos un rato de los compañeros y los profesores de entonces –“algunos todavía siguen dando guerra, como Gustavo Bueno”– y luego, súbitamente, cambió de tono: “No ha sido casualidad que te encontrara. Quería verte. Tengo un problema”. Me sorprendí un poco. ¿Un problema? ¿Y se acordaba de mí después de casi cuarenta años? Le miré. No parecía de los que se dedican a pedir dinero a los antiguos conocidos. “¿Tienes algo que hacer? Te invito a comer. En mi casa”. Me negué todo lo que pude, pero al final acepté. No tenía nada que hacer y, aunque no soy de esas personas que necesiten que les ayuden a llenar su tiempo, sentía curiosidad. “Te gustará mi casa, ya lo verás”. Vivía en una casona junto al mar, entre Candás y Gijón; delante del porche, que miraba hacia el sur, había dos esbeltas palmeras. “¿Hace mucho que vives aquí?”, “Desde que murió mi abuela. La vi poco mientras vivía; había reñido con mi madre y no se hablaban”. En cuanto bajamos del coche, aparecieron dos ancianos que se acercaron a saludarnos. “Son Luis y María, llevan aquí toda la vida”. Yo estaba lleno de curiosidad. ¿Qué querría contarme? En realidad, tampoco habíamos sido muy amigos. Me pasó algunos apuntes –yo estudiaba y trabajaba y había clases a las que no podía asistir– y a cambió le ayudé en algún trabajo para la asignatura de Martínez Cachero (recuerdo un comentario de Las semanas del jardín, de Ferlosio). En seguida pasamos al comedor. “Ya sé que es un poco tarde para ti. Comes siempre a las dos. Como ves, estoy al tanto de tus costumbres”. Sonreí. Eran las dos y cinco. Soy maniático, pero no tanto. La mesa del comedor estaba puesta como para una comida de gala, con flores en el centro, cubertería de plata, vajilla que parecía antigua y de calidad. “¿Sabías ya que ibas a tener invitados? No me di cuenta de que telefonearas para avisar”. Sonrió sin decir nada. Había tres cubiertos. “¿Tu mujer come con nosotros? No me has hablado de ella”. “No estoy casado. Lo estuve hace tiempo, pero ya no”. Le había cambiado la expresión, se había puesto más serio. Comencé a arrepentirme de haber aceptado la invitación. Me gusta repetir que soy el hombre más rutinario del mundo, pero en realidad aprovecho cualquier pretexto para alterar mi rutina. Durante la comida –excelente– apenas habló. Todos los temas que yo tocaba fueron contestados con monosílabos. Como las anécdotas de los tiempos de estudiantes se me agotaron pronto, y no teníamos nada más en común, acabé callando y bebiendo más de lo que acostumbro. El tercer cubierto había quedado sin utilizar, pero no fue retirado. A tomar café salimos a una gran terraza que daba sobre el mar, algo amenazador bajo un cielo de negros nubarrones. “Te estarás preguntando para qué te he hecho venir hasta aquí, aparte de para conocer mi casa, que pongo a tu disposición. Arriba, bajo cubierta, hay un estudio abuhardillado, con dormitorio y baño, en el que puedes quedarte a escribir siempre que necesites tranquilidad”. La verdad es que yo tranquilidad no necesito mucha. Vivo solo y tengo conmigo toda la tranquilidad del mundo, tengo para dar y regalar. Quizá por eso me gusta leer en el barullo de los centros comerciales. Le agradecí la generosa invitación y quedé a la espera de que me contara el motivo por que el que me había llevado hasta allí. “Te estarás preguntando…”, empezó. Y sí, me lo estaba preguntando, llevaba un buen rato preguntándomelo. Entonces, imprevistamente, comenzó a oírse una voz de mujer que cantaba en algún cuarto cercano. Mi amigo se quedó callado, escuchando, parecía a punto de llorar. Se levantó bruscamente. “Me parece que ya te he entretenido demasiado; lo mejor será que te lleve de vuelta a Oviedo”. “Pero ¿y lo que tenías que contarme?”. “Otro día, otro día”. De pronto parecía haberle entrado mucha prisa. Los guardeses estaban ya junto al coche esperando para despedirse. Al dar la vuelta el vehículo para salir, creí vislumbrar un rostro triste que nos miraba tras uno de los ventanales del primer piso. Volví luego la cabeza, pero ya no estaba. Durante el trayecto de regreso, mi antiguo compañero se volvió tan locuaz como antes de la comida, pero hablaba de cosas de actualidad, nada personal. Al dejarme frente al portal de mi casa, en la calle Murillo, le invité a subir. “Otro día; ahora tengo un poco de prisa. No te olvides de mi invitación”. ¿Su invitación? ¡Qué extraña invitación aquella! Pero hace tiempo que he renunciado a explicarme las cosas que me pasan. Me limito a aceptarlas y a contarlas, las entienda o no.


Martes, 5 de febrero
BAJAR LA FIEBRE

También enferman las ideas. Esa es la tesis central de Umberto Galimberti en Los mitos de nuestro tiempo, un libro que acabo de recibir. Las ideas se adormecen, se anquilosan, a veces se apagan como las estrellas. Algunas están tan arraigadas en nuestra mente que actúan “como preceptos hipnóticos que no admiten crítica ni objeción”.
Conviene poner de vez en cuando en cuestión a aquellas ideas en las que creemos más firmemente. No tener ninguna duda de algo es suficiente razón para comenzar a dudar de ello.
Yo no sé cómo bajarles la fiebre a mis ideas. Lo he intentado todo, sin éxito. 


Miércoles, 6 de febrero
EL HOMBRE ACECHA

Las peores ofensas son las que hemos hecho sin darnos cuenta. Esas son las que jamás nos perdonan. El mayor enemigo está siempre cerca, muy cerca, en la familia, entre los más amigos, afilando el puñal, aguardando el momento.


Jueves, 7 de febrero
LOS JUGADORES

No podía dormir. Daba vueltas inquieto en la cama. Fuera soplaba el viento y se oía el golpear de la lluvia en el tejado. Debería estar a gusto allí, entre las sábanas, calentito. Pero no lo estaba. Me levanté de un salto, me vestí, me abrigué bien, cogí el paraguas y salí a la calle. Debían de ser las cuatro o las cinco de la madrugada. ¿Qué buscaba? Quizá solo pretendía alejarme de mí mismo, sin darme cuenta de que llevaba conmigo todo aquello de lo que huía. Subí hasta el centro, no había ni coches ni peatones, solo de vez en cuando me cruzaba con algún taxi, sin duda llamado para alguna urgencia. Cerca de la plaza de la catedral, noté que una sombra me seguía. Tuve miedo, me di cuenta de lo absurdo de mi comportamiento. “Seguro que van a atracarme”, pensé. Quería caminar más rápido para perderle de vista, pero como en los sueños hice todo lo contrario: me puse a andar más despacio, dejé que se acercara. “Mal momento para dar un paseo”, dijo. “No podía dormir”, me disculpé. “A mí me pasa lo mismo, no puedo dormir, nunca duermo. Conozco un sitio agradable abierto a estas horas, ¿le apetecería acompañarme?”. Había comenzado a granizar con fuerza, nos habíamos refugiado en un portal. “Hasta el infierno será más agradable que esto”. Sonrió: “Le puedo asegurar por experiencia que no es así”. Me llevó hasta un garito de la calle Mon, lleno de humo, en el que se jugaba al póquer. “Yo no juego, nunca he jugado”. “Yo tampoco, pero me gusta ver jugar y a veces presto dinero a algún jugador en apuros. He hecho así muy buenos negocios”. Uno de los jugadores me reconoció e hizo un gesto de extrañeza. “Nunca me habría imaginado verle a usted por aquí”. Pero en seguida se olvidó de mí, absorto en el juego. Le envidié, envidié a todos los que estaban en aquel lugar. Eso es lo que yo necesitaba: una pasión más fuerte que yo, que me impidiera pensar en otra cosa, que me impidiera pensar en mí mismo. De pronto me entró el sueño, comencé a quedarme dormido. El hombre que me había llevado hasta allí me sacudió del brazo. “Mejor que vuelva a casa”, dijo. No sonreía, su gesto me parecía amenazador. Instintivamente me tanteé los bolsillos: “Me han robado la cartera, no encuentro las llaves”. “Pues las habrá perdido. Aquí nadie roba nada”. Uno de los jugadores se levantó de un salto, apartando hacia atrás bruscamente la silla. “Yo ya he terminado, le acompaño a casa”. Le conocía, estaba seguro, pero no recordaba dónde le había visto antes. De pronto un nombre me vino a la memoria. Lo repetí en voz muy baja, como otras veces antes. “No es posible que seas tú. Estás muerto”. Sí, estoy muerto y tú has venido a visitarme al infierno”.
            Luego por la mañana, al recordarlo todo después de un breve sueño, pensé: “Al infierno o al paraíso, ¿quién puede saberlo?”


Viernes, 8 de febrero
MALA PERSONA

Un antiguo contertulio, que nos abandonó pronto para buscar mejores valedores en otra parte, publica, tras doce años de espera, su segundo libro. En este tiempo ha sido incluido en todas las antologías de poesía joven. El libro, tan largamente gestado, no vale nada. “¡El parto de los montes!”, digo yo en la tertulia con recochineo. “Parece que te alegras, como si te quisieras vengar”. Y yo: “No, no. ¿Cómo me voy a alegrar del fracaso ajeno? Me parece peor que el primero, tan prometedor, pero me gustaría mucho estar equivocado”.
            La verdad es que no me gustaría nada. En el fondo soy bastante mala persona, aunque me esfuerce en disimularlo.


sábado, 2 de febrero de 2013

Nada personal: La historia interminable


Domingo, 27 de enero
YO, GUIONISTA

Como a los niños, me gusta que me cuenten historias y siempre me identifico con uno de los personajes. Con el doctor King Schultz, por ejemplo, el ayudante del héroe en Django desencadenado, la película de Tarantino que recrea la historia de Sigfrido y Brunilda de la más impactante y sorpresiva manera.
Me gusta que me cuenten historias y siento que algo tengo en común con la rebuscada labia, la interesada inteligencia y la peculiar relación de maestro-discípulo que el cazador de recompensas y presunto dentista King Schultz establece con Django, el esclavo al que libera.
            Aunque tampoco estaría mal ser el dragón que mantiene encerrada a la princesa, ese fascinante, refinado, incestuoso Calvin Candie, por otro nombre Leonardo DiCaprio.
            Pero, si he de ser sincero, en cualquier historia, lo que de verdad me gustaría ser no es el héroe ni el ayudante del héroe, no el dragón ni tampoco la princesa, sino el narrador, el que cuenta la historia.
            En la película de la realidad, yo quiero ser el guionista. Escribir mi papel y el de los que actúan conmigo en el gran teatro del mundo.
Pero al resto del reparto no le agrada demasiado ni que yo escriba su papel ni que me empeñe en ser siempre el protagonista.

           
Lunes, 28 de enero
POR QUÉ VIVO SOLO

Me he pasado la vida buscando el amor verdadero, alguien capaz de darlo todo a cambio de nada. Y solo encontré egoístas que a cambio de nada lo querían todo.


Martes, 29 de enero
MÁS ALLÁ

Estar en otra parte, por ejemplo en el corazón de Asia: “Dos mil millas al Este yacía esplendorosa la ciudad de Pekín; dos mil millas al Oeste se erguían las rocas del Cáucaso”.
Estar lejos, muy lejos, inconmensurablemente lejos, en la vastedad del desierto, en una de esas tribus “para las que las millas eran solo cuentas de una interminable sarta y para las que el tiempo formaba una unidad tan continua como la bóveda azul del cielo; para las que el tiempo pasado se trababa o escalonaba armónicamente con el venidero y los años eran solo notas triviales de la melodía en semitono triste de su eternidad”.
            El azar de la librería de viejo pone en mis manos una novela de Frederic Prokosch, Los siete que huyeron, en edición de los años cuarenta, y como los lectores de la miserable España de entonces yo también me escapo por unas horas a los espacios inmensos donde todo es posible: “Distante muchas millas, al norte, yacía Sinkiang, fijada a la tierra por las Montañas del Cielo, cuyos picachos surgían del horizonte coronados de nubes; más allá, hacia el Oeste, se extendían las Estepas del Hambre, el Turquestán, con sus perdidos ríos y sus misteriosas ciudades, y al Norte, más allá de las cumbres de los Altai, extendidos a través de Mongolia, las llanuras interminables e inhóspitas de Siberia. Y más allá aún, hacia el Nordeste, las onduladas inmensidades de los Gobi, y por la parte de Oriente los incontables ríos, colinas y arboledas de la China, y hacia el Sur los legendarios desiertos aún rojos de la sangre de Gengis Khan”.
            Magia de los nombres y de la geografía. Mientras leo, mientras vago por aquellas remotas regiones, me olvido de la cárcel gris de la costumbre.
            Más allá, más allá de esas tierras, las mesetas del Tíbet, blancas y llenas de secretos, y más allá, más allá, el techo mismo del mundo, el Himalaya, y luego las cálidas planicies de la India y la bahía de Bengala…
            Y más allá, más allá todavía, un lugar más allá de todo, el país fuera del mundo en el que a mí ahora me gustaría estar.


Miércoles, 30 de enero
EL FONDO DEL POZO

Una palabra, un gesto desabrido, cualquier incidente trivial puede ser la fórmula mágica que abre la compuerta de las aguas turbias. Nada cambia, pero todo deja de tener sentido. Los antiguos hablaban de melancolía, de humor saturnino, de bilis negra. La basura escondida debajo de la alfombra sale de pronto a la superficie y las alimañas brotan de todos los rincones.
Cómo cuesta respirar, qué pesada carga dar un paso, otro paso, soportar el peso del mundo. Me siento responsable de todo el mal que he hecho y de todo el que me han hecho. El sueño no llega. Sudo. Duele respirar. Las cicatrices del más remoto pasado se ponen a sangrar junto a las más recientes.
            Amanece. Salgo a la calle como quien va al matadero, arrastro los pies, soy Sísifo subiendo una montaña con una gran roca sobre los hombros.
Y súbitamente, sin razón ninguna, la roca se convierte en un grano de arena y yo avanzo ligero y respiro feliz y vuelvo a creerme más listo que nadie y a estar encantado de haberme conocido.
            Una vez más me he asomado al abismo, una vez más he sido capaz de escapar de un salto. El mundo vuelve a ser hermoso y yo me dejo acariciar por él. Las malas noches hacen posibles los mejores días.
            Estos días en los que no pasa nada, pero en los que estoy a gusto conmigo mismo y no dejo de disfrutar, y de agradecer, cada milésima de segundo.


Jueves, 31 de enero
LA HISTORIA CONTINÚA

Decía Torrente Ballester que él se sintió por primera vez viejo, viejo de verdad, cuando se le acercó a saludarle un antiguo alumno y le dijo que era almirante. Yo me he sentido viejo, divertidamente viejo, cuando esta tarde, en una mesa redonda en la Facultad de Derecho sobre la transición, todos los ponentes, incluido el Decano, hablaban de ello como de historia antigua, como de algo leído en los libros, mientras que para mí se trataba de recuerdos ni siquiera demasiado juveniles.
            Fueron tiempos apasionantes aquellos, pero estos no lo son menos. Recuerdo que, hace unos años, se puso de moda una teoría que profetizaba el fin de la Historia y que dio mucho juego a los articulistas sin ideas. Era una estupidez, claro, supongo que estaría disimulada con la abstrusa terminología y las adecuadas gotas de Hegel o de Benjamín que en las llamadas ciencias humanas a menudo suelen sustituir al razonamiento. No, la Historia no se acaba ni deja que nos aburramos un momento. ¡Menudo novelón!
            Los tiempos de la transición fueron apasionantes; estos no lo son menos. “La República ha venido, / nadie sabe cómo ha sido” se cantaba en 1931 parafraseando a Machado. Entonces la trajeron, cuando pocos la esperaban, unas elecciones municipales. Ahora, más sorprendentemente, es posible que la traiga un juez. Un juez que hace todo lo posible para no imputar a la hija de un rey porque sabe que, si cae, lo siguiente es una pieza de caza mayor. ¡Y qué pieza!
            En esas, y en Bárcenas, estamos. Qué apasionante historia la que cada día nos cuentan las páginas de los periódicos. El mundo podrá ser tan cruel, violento y sin piedad como una película de Tarantino, pero lo que no es jamás, como tampoco lo son ellas, es aburrido.


Viernes, 1 de febrero
EL AMOR Y TRES NARANJAS

Me gusta que me cuenten historias, como cuando era niño y en las noches de invierno me sentaba junto al fuego y abría los ojos asombrados y escuchaba una voz que nunca he dejado de escuchar.
Érase una vez una madre que tenía un hijo ya mozo. La madre quería que el hijo se casara, pero él no encontraba ninguna de su gusto entre las muchachas del pueblo. Un día oyó hablar de una vieja hechicera y fue a verla y le dijo: “Mi madre quiere que me case y yo quiero casarme con la mujer más hermosa del mundo; vengo a ver si usted sabe cómo puedo encontrarla”.
A la vieja se le alegraron los ojos al ver a aquel joven tan guapo: “Yo sé dónde está esa mujer que tú buscas, pero para encontrarla tienes que hacer lo que te diga. Tienes que ir por el camino del bosque hasta encontrar un palacio y en el palacio un patio y en el patio un naranjo y en el naranjo tres naranjas. Has de cogerlas de un salto y luego traérmelas y en cuanto me las traigas te diré dónde está la mujer que buscas. Has de cogerlas del árbol, no de las muchas tiradas por el suelo”.
            Caminé, caminé, noches y días caminé, en invierno y verano caminé, y el palacio del cuento que me contaba mi abuela no aparecía nunca. Una noche, de mucho viento y lluvia, me quedé a dormir en una cabaña. El viento se llevó parte del techo y me desperté empapado, pero al abrir los ojos vi, en el huerto de atrás, un naranjo con tres naranjas muy brillantes, que parecían de oro. “Esto no es un palacio –pensé–, pero seguro que esas son las naranjas que quiere la hechicera”. Las cogí de un salto y se las llevé. Ella le dio un mordisco a la primera, como si fuera una manzana, otro a la segunda y otro a la tercera. Al instante se transformó en una muchacha muy hermosa: “Soy la princesa que andabas buscando, cásate conmigo”.
Y el joven fue con ella al pueblo y todos ponían cara de asombro. La madre se echó a llorar. “No te gustaba ninguna de las muchachas del pueblo, y has ido a buscar a una vieja más vieja que yo”. El joven miraba a su compañera, que le sonreía fresca y rozagante, y pensó que su madre se había vuelto loca, que todos se habían vuelto locos. Renegando de aquel pueblo se marchó con la vieja, que él creía joven, hasta una cabaña llena de huesos humanos (porque la vieja se alimentaba de viajeros perdidos), que él creía palacio, y allí vivió cautivo muchos, muchos años (porque la vieja era eterna), que él creyó los más felices de su vida.
Un día vinieron a pedir posada un padre y una hija, que se habían extraviado. La hija era muy hermosa y el joven se enamoró de ella. La bruja, que se dio cuenta, le ordenó de inmediato que matara a los dos, echara la carne dura del padre a los perros y con la carne tierna de la joven preparara la cena. El joven, llorando, se dispuso a hacerlo porque no tenía voluntad y porque el hechizo de las tres naranjas se había acabado y veía a la vieja, con la que se había acostado todas las noches, tan repugnante como en realidad era, y porque se acordaba de su madre, en la que no había pensado en todos aquellos años.
Cuando alzó el cuchillo para matar a la joven, que dormía confiada, esta de pronto abrió los ojos, le sonrió y de debajo de la almohada sacó una naranja de oro. Se la ofreció al joven, que la mordió y de pronto se encontró en su casa, acostado en la cama, con su madre delante que le ofrecía una cesta de naranjas. “Ya va siendo hora de que te cases”, le dijo la madre. Y él dijo: “Solo me casaré con la mujer más guapa del mundo”. “¿Y dónde vas a encontrarla?”, “Ya la he encontrado”, dije antes de quedarme otra vez profundamente dormido.