Domingo, 27 de enero
YO, GUIONISTA
Como a los niños, me gusta que me cuenten historias y
siempre me identifico con uno de los personajes. Con el doctor King Schultz,
por ejemplo, el ayudante del héroe en Django
desencadenado, la película de Tarantino que recrea la historia de Sigfrido
y Brunilda de la más impactante y sorpresiva manera.
Me gusta que me cuenten historias
y siento que algo tengo en común con la rebuscada labia, la interesada inteligencia
y la peculiar relación de maestro-discípulo que el cazador de recompensas y
presunto dentista King Schultz establece con Django, el esclavo al que libera.
Aunque
tampoco estaría mal ser el dragón que mantiene encerrada a la princesa, ese
fascinante, refinado, incestuoso Calvin Candie, por otro nombre Leonardo
DiCaprio.
Pero, si he
de ser sincero, en cualquier historia, lo que de verdad me gustaría ser no es
el héroe ni el ayudante del héroe, no el dragón ni tampoco la princesa, sino el
narrador, el que cuenta la historia.
En la
película de la realidad, yo quiero ser el guionista. Escribir mi papel y el de
los que actúan conmigo en el gran teatro del mundo.
Pero al resto del reparto no le
agrada demasiado ni que yo escriba su papel ni que me empeñe en ser siempre el
protagonista.
Lunes, 28 de enero
POR QUÉ VIVO SOLO
Me he pasado la vida buscando el amor verdadero, alguien
capaz de darlo todo a cambio de nada. Y solo encontré egoístas que a cambio de
nada lo querían todo.
Martes, 29 de enero
MÁS ALLÁ
Estar en otra parte, por ejemplo en el corazón de Asia: “Dos
mil millas al Este yacía esplendorosa la ciudad de Pekín; dos mil millas al Oeste
se erguían las rocas del Cáucaso”.
Estar lejos, muy lejos, inconmensurablemente
lejos, en la vastedad del desierto, en una de esas tribus “para las que las
millas eran solo cuentas de una interminable sarta y para las que el tiempo
formaba una unidad tan continua como la bóveda azul del cielo; para las que el
tiempo pasado se trababa o escalonaba armónicamente con el venidero y los años
eran solo notas triviales de la melodía en semitono triste de su eternidad”.
El azar de
la librería de viejo pone en mis manos una novela de Frederic Prokosch, Los siete que huyeron, en edición de los
años cuarenta, y como los lectores de la miserable España de entonces yo
también me escapo por unas horas a los espacios inmensos donde todo es posible:
“Distante muchas millas, al norte, yacía Sinkiang, fijada a la tierra por las
Montañas del Cielo, cuyos picachos surgían del horizonte coronados de nubes;
más allá, hacia el Oeste, se extendían las Estepas del Hambre, el Turquestán,
con sus perdidos ríos y sus misteriosas ciudades, y al Norte, más allá de las
cumbres de los Altai, extendidos a través de Mongolia, las llanuras interminables
e inhóspitas de Siberia. Y más allá aún, hacia el Nordeste, las onduladas
inmensidades de los Gobi, y por la parte de Oriente los incontables ríos,
colinas y arboledas de la China ,
y hacia el Sur los legendarios desiertos aún rojos de la sangre de Gengis
Khan”.
Magia de
los nombres y de la geografía. Mientras leo, mientras vago por aquellas remotas
regiones, me olvido de la cárcel gris de la costumbre.
Más allá,
más allá de esas tierras, las mesetas del Tíbet, blancas y llenas de secretos,
y más allá, más allá, el techo mismo del mundo, el Himalaya, y luego las
cálidas planicies de la India
y la bahía de Bengala…
Y más allá,
más allá todavía, un lugar más allá de todo, el país fuera del mundo en el que
a mí ahora me gustaría estar.
Miércoles, 30 de enero
EL FONDO DEL POZO
Una palabra, un gesto desabrido, cualquier incidente trivial
puede ser la fórmula mágica que abre la compuerta de las aguas turbias. Nada
cambia, pero todo deja de tener sentido. Los antiguos hablaban de melancolía,
de humor saturnino, de bilis negra. La basura escondida debajo de la alfombra
sale de pronto a la superficie y las alimañas brotan de todos los rincones.
Cómo cuesta respirar, qué pesada
carga dar un paso, otro paso, soportar el peso del mundo. Me siento responsable
de todo el mal que he hecho y de todo el que me han hecho. El sueño no llega.
Sudo. Duele respirar. Las cicatrices del más remoto pasado se ponen a sangrar
junto a las más recientes.
Amanece.
Salgo a la calle como quien va al matadero, arrastro los pies, soy Sísifo
subiendo una montaña con una gran roca sobre los hombros.
Y súbitamente, sin razón ninguna,
la roca se convierte en un grano de arena y yo avanzo ligero y respiro feliz y
vuelvo a creerme más listo que nadie y a estar encantado de haberme conocido.
Una vez más
me he asomado al abismo, una vez más he sido capaz de escapar de un salto. El
mundo vuelve a ser hermoso y yo me dejo acariciar por él. Las malas noches
hacen posibles los mejores días.
Estos días
en los que no pasa nada, pero en los que estoy a gusto conmigo mismo y no dejo
de disfrutar, y de agradecer, cada milésima de segundo.
Jueves, 31 de enero
Decía Torrente Ballester que él se sintió por primera vez
viejo, viejo de verdad, cuando se le acercó a saludarle un antiguo alumno y le
dijo que era almirante. Yo me he sentido viejo, divertidamente viejo, cuando
esta tarde, en una mesa redonda en la Facultad de Derecho sobre la transición, todos
los ponentes, incluido el Decano, hablaban de ello como de historia antigua,
como de algo leído en los libros, mientras que para mí se trataba de recuerdos
ni siquiera demasiado juveniles.
Fueron
tiempos apasionantes aquellos, pero estos no lo son menos. Recuerdo que, hace
unos años, se puso de moda una teoría que profetizaba el fin de la Historia y que dio mucho
juego a los articulistas sin ideas. Era una estupidez, claro, supongo que
estaría disimulada con la abstrusa terminología y las adecuadas gotas de Hegel
o de Benjamín que en las llamadas ciencias humanas a menudo suelen sustituir al
razonamiento. No, la Historia
no se acaba ni deja que nos aburramos un momento. ¡Menudo novelón!
Los tiempos
de la transición fueron apasionantes; estos no lo son menos. “La República ha venido, /
nadie sabe cómo ha sido” se cantaba en 1931 parafraseando a Machado. Entonces
la trajeron, cuando pocos la esperaban, unas elecciones municipales. Ahora, más
sorprendentemente, es posible que la traiga un juez. Un juez que hace todo lo
posible para no imputar a la hija de un rey porque sabe que, si cae, lo
siguiente es una pieza de caza mayor. ¡Y qué pieza!
En esas, y
en Bárcenas, estamos. Qué apasionante historia la que cada día nos cuentan las
páginas de los periódicos. El mundo podrá ser tan cruel, violento y sin piedad
como una película de Tarantino, pero lo que no es jamás, como tampoco lo son
ellas, es aburrido.
Viernes, 1 de febrero
EL AMOR Y TRES NARANJAS
Me gusta que me cuenten historias, como cuando era niño y en
las noches de invierno me sentaba junto al fuego y abría los ojos asombrados y
escuchaba una voz que nunca he dejado de escuchar.
Érase una vez una madre que tenía
un hijo ya mozo. La madre quería que el hijo se casara, pero él no encontraba
ninguna de su gusto entre las muchachas del pueblo. Un día oyó hablar de una
vieja hechicera y fue a verla y le dijo: “Mi madre quiere que me case y yo
quiero casarme con la mujer más hermosa del mundo; vengo a ver si usted sabe
cómo puedo encontrarla”.
A la vieja se le alegraron los
ojos al ver a aquel joven tan guapo: “Yo sé dónde está esa mujer que tú buscas,
pero para encontrarla tienes que hacer lo que te diga. Tienes que ir por el camino
del bosque hasta encontrar un palacio y en el palacio un patio y en el patio un
naranjo y en el naranjo tres naranjas. Has de cogerlas de un salto y luego traérmelas
y en cuanto me las traigas te diré dónde está la mujer que buscas. Has de
cogerlas del árbol, no de las muchas tiradas por el suelo”.
Caminé,
caminé, noches y días caminé, en invierno y verano caminé, y el palacio del
cuento que me contaba mi abuela no aparecía nunca. Una noche, de mucho viento y
lluvia, me quedé a dormir en una cabaña. El viento se llevó parte del techo y
me desperté empapado, pero al abrir los ojos vi, en el huerto de atrás, un
naranjo con tres naranjas muy brillantes, que parecían de oro. “Esto no es un
palacio –pensé–, pero seguro que esas son las naranjas que quiere la
hechicera”. Las cogí de un salto y se las llevé. Ella le dio un mordisco a la
primera, como si fuera una manzana, otro a la segunda y otro a la tercera. Al
instante se transformó en una muchacha muy hermosa: “Soy la princesa que
andabas buscando, cásate conmigo”.
Y el joven fue con ella al pueblo
y todos ponían cara de asombro. La madre se echó a llorar. “No te gustaba
ninguna de las muchachas del pueblo, y has ido a buscar a una vieja más vieja
que yo”. El joven miraba a su compañera, que le sonreía fresca y rozagante, y
pensó que su madre se había vuelto loca, que todos se habían vuelto locos.
Renegando de aquel pueblo se marchó con la vieja, que él creía joven, hasta una
cabaña llena de huesos humanos (porque la vieja se alimentaba de viajeros perdidos),
que él creía palacio, y allí vivió cautivo muchos, muchos años (porque la vieja
era eterna), que él creyó los más felices de su vida.
Un día vinieron a pedir posada un
padre y una hija, que se habían extraviado. La hija era muy hermosa y el joven
se enamoró de ella. La bruja, que se dio cuenta, le ordenó de inmediato que
matara a los dos, echara la carne dura del padre a los perros y con la carne
tierna de la joven preparara la cena. El joven, llorando, se dispuso a hacerlo
porque no tenía voluntad y porque el hechizo de las tres naranjas se había
acabado y veía a la vieja, con la que se había acostado todas las noches, tan
repugnante como en realidad era, y porque se acordaba de su madre, en la que no
había pensado en todos aquellos años.
Cuando alzó el cuchillo para
matar a la joven, que dormía confiada, esta de pronto abrió los ojos, le sonrió
y de debajo de la almohada sacó una naranja de oro. Se la ofreció al joven, que
la mordió y de pronto se encontró en su casa, acostado en la cama, con su madre
delante que le ofrecía una cesta de naranjas. “Ya va siendo hora de que te
cases”, le dijo la madre. Y él dijo: “Solo me casaré con la mujer más guapa del
mundo”. “¿Y dónde vas a encontrarla?”, “Ya la he encontrado”, dije antes de
quedarme otra vez profundamente dormido.
Como siempre me gusta mucho la técnica entrópica que utiliza para sus entradas. Aunque esta vez difiero en algunas cosas; a mí también cuando niño se me abrían los ojillos, cuando mi abuelo me contaba una historia o chascarrillo y entonces yo me sentía el protagonista de sus cuentos. De mayor, quise ser cómo mi abuelo y contar historias, pero la verdad es que con todos los queridos fantasmas con los que me he encontrado en esta vida, siempre me ha tocado representar un personaje y eso duele mucho y cansa. No me gusta tampoco la película de Q. Tarantino, es un precio muy alto el que se paga por la libertad, yo prefiero el Quid pro Quo de Hannibal Lécter, aunque para ello se tenga que devorar a los groseros vulgares. Es usted muy inteligente ánimo, esas cuestiones del alma y las calaveras tampoco me gustan todavía. Pensemos mejor en la Intrahistoria de Unamuno y a ver si así se rentabiliza políticamente el tema. Vaya sin gustarme los temas de su entrada al final me ha apasionado todo el conjunto. Si es que siempre me pasa lo mismo entro a comer y acabo devorado. Un placer muchas Gracias por esta entrada.
ResponderEliminarCurioso comentario. Agradezco los elogios y tomo nota de los reparos.
ResponderEliminarJLGM
Cine por cine, el documental de Chávarri "El desencanto", que emitió La 2 de TVE el martes pasado. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto con un film. La terrible historia de los Panero, el horror vivido que se insinúa en las palabras -ciertamente rencorosas- de los hijos del poeta falangista. La belleza marchita de una mujer consumida por los brillos imperiales del pistolón fascista, que la humillaba y la zahería (pese que intuyo en ella un enamoramiento canino, abnegado); la inquina explícita e implacable de Leopoldo María, que le echa en cara su cobardía y su falta de comprensión: "Pero una mujer de mi generación no podía comprender aquello que te pasaba....". Y qué razón tenía la encantadora dama (a Jaime Chávarri se ve que lo había fascinado).
ResponderEliminarY es que Leopoldo María era mucho Leopoldo María..., además Panero.
Ya digo: una gozada, algo inusual, de esas películas que no se olvidan.
¡Ay, la Transición, la Transición...!, cuántas letras tiene de traición, de tradición, de transacción... Y tú la escribes con minúscula: ¿pero no ves que se trata de la sagrada Transición? Esa cortesana que tantos ayudaron a maquillar -ellos mismos cortesanos- y que ahora se nos muestra en su real y esperpéntica naturaleza. Hoy el icono que la representa con justeza es la familia real (aquí hago un inciso para mentar el servil y cortesano comportamiento de Gregorio Peces Barba (q.e.p.d.), en una entrevista que le hizo Jordi Évole, y en la que el tribuno se deshacía en elogios del rey, al punto de defender la opacidad de las cuentas de la casa real. "El rey no tiene por qué dar cuentas".Vergonzoso, que dios se lo haya perdonado. Igual que hacen sus conmilitones de partido, que elogian a la monarquía impúdicamente: parece que se escudan detrás de ella. Ellos sabrán por qué.
Saludos, buen Martín.
¿Es amor dar todo a cambio de nada? Eso es ser imbécil, sencillamente. Y querer algo así de otra persona es ser mucho más que egoísta, mucho más que más imbécil.
ResponderEliminar¿Y a ver si que vivas solo va a ser por otra cosa que no te quisieron ni explicar esas personas que eran tan sumamente egoístas? Me parto.
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