domingo, 25 de agosto de 2019

Colección particular : Enemigos íntimos


  

“Como todos los enemigos mortales, comenzamos siendo los mejores amigos”. Me gusta repetir esa frase que oí al comienzo de no recuerdo qué serie televisiva.
            Llevo más de cuarenta años hablando de los libros de los demás, con mayor o menor acierto, pero sin pelos en la lengua, y tengo el raro honor de que me deteste incluso gente que nunca me ha leído.
            No me importa que no me quieran bien aquellos a los que aprecio poco literaria o humanamente.  Soporto con resignación que me detesten escritores a los que aprecio.
            Como todo el mundo, yo también tengo mi lista de enemigos íntimos sin los cuales mi vida habría sido, no sé si mejor, pero desde luego menos entretenida.


MIGUEL D’ORS Y LA MISERIA MORAL

Miguel d’Ors me escribió a finales de los setenta interesándose por Jugar con fuego. Se presentaba como “profesor por oposición de la Universidad de Granada”.
            Yo había leído sus poemas en Poesía española, la revista que dirigía José García Nieto, e incluso recordaba de memoria alguno: “A este soldado que pasa / tristezas en el cuartel / que no le llamen miguel, / que miguel quedó en su casa / y yo me vine sin él”.             
            Aunque me dijo avergonzarse de esos versos juveniles (los reproduciría más tarde en uno de sus libros), fue el comienzo de una sintonía literaria que dio lugar a una nutrida correspondencia en la que hablamos de todo lo humano (y de casi nada de lo divino: en ese aspecto teníamos poco en común). Tuve la suerte de leer muchos de sus poemas según los iba escribiendo y de darle mi opinión sobre ellos. También fui reseñando sus libros.
            Entre escritores, la admiración es el mejor cimiento de una buena amistad. No importaba que ideológicamente estuviéramos en las antípodas ni que algunas de sus bestias negras fueran buenos amigos míos, como Luis Antonio de Villena (luego dejaría de serlo) o Luis García Montero (que sigue siéndolo).
            ¿Cómo se rompió aquella sintonía? Fue hace veinte años por culpa, como era de esperar, de una indiscreción aparecida en alguno de mis diarios. Miguel d’Ors, homófobo militante, enemigo de la promiscuidad, era el perfecto casado y en sus poemas, de corte autobiográfico, hablaba a menudo de su mujer y de sus hijos. Un día en que vino a Oviedo a participar en no sé qué acto literario, en un aparte, me preguntó cómo me las arreglaba yo en cuestiones de intendencia doméstica porque a partir de entonces él también iba a tener que vivir solo.
            Mi sorpresa, que fue grande, la hice pública en el diario. Y naturalmente se molestó mucho y ahí acabó nuestra amistad. Yo seguí comentando sus libros de poemas y él aludía a mí de vez en cuando, y no precisamente para elogiarme, en sus Virutas de taller.
            La verdad es que había olvidado el motivo del enfado cuando, hace poco, le pedí disculpas. Él no lo había olvidado y me respondió que me perdonaba porque era cristiano y no tenía más remedio, pero que mi comportamiento le parecía “de una miseria moral casi inimaginable”.
            Tampoco me parece que sea para tanto. Muchos de sus poemas –tan novedosamente tradicionales, tan trabajadamente naturales– siguen estando entre los que me acompañarán para siempre.


FERNANDO ORTIZ O DOS TONTOS MUY TONTOS

Fue el primer poeta de mi generación al que conocí personalmente. Junto a Abelardo Linares, estaba preparando un homenaje a Juan Gil-Albert, primer número de la revista Calle del Aire que pronto se convirtió en colección de poesía (aún sigue publicándose).             
            Gil-Albert, que conocía Jugar con fuego, les sugirió mi nombre como posible colaborador. Nos escribimos y cuando poco después pasé por Sevilla acudió a la estación a recibirme.
            Ya había publicado un libro, Primera despedida, muy cercano a poetas –como Brines o Gil de Biedma– que yo admiraba. Fui leyendo luego sus libros, a veces antes de publicarse, y en más de una ocasión tuvo en cuenta alguna de mis observaciones. Aprendí mucho de su pericia métrica y de su buen conocimiento de la tradición barroca andaluza.
            ¿Cómo se rompió aquella relación? Pues la verdad es que, aunque no recuerdo qué, algo hice que no le gustó (o quizá simplemente notó que su poesía iba dejando de interesarme). El caso es que, cuando se enfadó con Andrés Trapiello porque en uno de los tomos de su diario contó algo que no le gustó, el artículo en que arremetió contra él se titulaba “Dos tontos a la moda” y el otro tonto, también autor de un diario indiscreto, era yo.
            En lugar de sentirme halagado (que es mi reacción habitual cuando se meten públicamente conmigo por motivos literarios), contesté con otro artículo que hoy prefiero olvidar.
            Muchos años después me lo volví a encontrar en un homenaje a Luis Cernuda. Algún conocido común hizo de intermediario y nos dimos la mano. Por allí andaba Abelardo Linares, el gran amigo de los comienzos, con el que también se había distanciado, mucho antes que conmigo. Nos hicimos una foto los tres juntos.
            Fernando Ortiz, que tuvo una vida complicada y andaba desde hacía tiempo con graves problemas de salud, no tardaría en morir. Sus palabras sobre Cernuda en el palacio de Pinero, sede de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, fueron su última intervención pública. Yo me alegré de haber llegado a tiempo para la reconciliación.
            Pero mi alegría duró poco. Alguien me habló de una de las últimas entradas de Fernando Ortiz en su blog. Era un romancillo, escrito a raíz del encuentro cernudiano, en el que arremetía contra Abelardo y contra mí, o sea que siguió detestándome hasta el final. Yo sigo volviendo a sus versos, tan personalmente insertos en la mejor tradición de la poesía española, tan primorosamente artesanales, tan llenos de desolación y magia.


 LUIS ANTONIO DE VILLENA O EL ADMIRADOR QUE DEJÓ DE SERLO

“Invité también a Luis Antonio de Villena –me dijo Fernando Sánchez Dragó a propósito de una mesa redonda sobre ‘Literatura y periodismo’ que había organizado en Bruselas–, pero me respondió que, si ibas tú, que no contara con él y como ya había hablado contigo… ¿Qué le has hecho a Luis Antonio?”
            “Un tal Luis Antonio de Villena (no le conozco) nos ha devuelto un número de Clarín que le enviamos por cortesía del Ayuntamiento –me dijo Camilo López, anterior director de la editorial Nobel–, acompañado de una carta en la que afirma que no quiere saber nada con una revista que tenga que ver con José Luis García Martín. ¿Qué le has hecho?”
            La verdad es que comenzamos siendo los mejores amigos. Descubrí su talento, a principios de los setenta, con un ensayo sobre el haiku publicado en la revista Prohemio y con un conjunto de poemas, “Cuerpos, teorías y deseos” que aparecieron en Papeles de Son Armadans.
            Reseñé luego todos sus libros, con admiración creciente, aunque no sin ponerle algunos reparos (mi admiración nunca es ciega). En los poemas que escribí por entonces, sobre todo en el libro Tinta y papel (un libro que detesto, por cierto) se nota muy claramente su influencia. En 1978 presentó Jugar con fuego en Madrid; poco después pasó varios días en Asturias en los que le acompañamos casi a todas horas Víctor Botas y yo.
            ¿Qué pasó para que aquella buena sintonía se rompiera? Ocurrió lo peor que puede ocurrir cuando uno tiene un amigo escritor. Que mi admiración por sus libros comenzó a decrecer hasta desaparecer casi por completo. Y luego aquel tiempo en que los dos parecíamos competir por ser los antólogos de referencia de la joven poesía española…
            Eso es todo. Un delito imperdonable, el peor de todos: dejar de admirar. Y lo más grave es que al parecer no fui el único al que le ocurrió algo semejante. En los años primeros ochenta, de los dos poetas amigos, Luis Antonio de Villena y Luis Alberto de Cuenca, que se habían dado a conocer en la antología Espejo del amor y de la muerte, la estrella era sin duda el primero; el segundo, parecía que iba a quedar reducido a investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas con aficiones poéticas.
            Poco a poco cambiaron las tornas y hoy Luis Alberto de Cuenca es un poeta a la vez popular y muy estudiado por la crítica académica mientras que Luis Antonio de Villena, aunque sigue publicando con profusión, parece quedar cada vez más reducido a una militancia gay un tanto trasnochada.
            Y a mí me pone triste, como si yo tuviera alguna culpa en ello, que el escritor que un tiempo me pareció el paradigma del éxito, y al que quizá quise parecerme, ahora ande lamentándose en público de sus problemas económicos y trate de vender sus manuscritos en Internet.


ANDRÉS TRAPIELLO  O EL PROFESIONAL

De todos los amigos que he ido dejando por el camino, el que más echo de menos es Andrés Trapiello. Todavía, cuando leo alguno de esos artículos suyos que le salen redondos, me dan ganas de mandarle un mensaje felicitándole y tengo que contenerme porque sé lo que pensaría al recibirlo: “Pero este tío ¿de qué va?”
            Con Andrés Trapiello, antes de la última ruptura (que tuvo su escenificación en la librería Alberti, con una ilustre concurrencia como testigos y entre ella el entonces presidente del Tribunal Constitucional), hubo otras y siempre acabamos reconciliándonos. Era mi mejor esparring. Con nadie me gustaba más practicar el vapuleo dialéctico que con él. Siempre sin hacer sangre, claro.
            Hay muchas cosas que admiraré siempre en Andrés Trapiello: sus poemas, por ejemplo, que como en el caso de Miguel d’Ors se van haciendo más precisos y emocionados con los años, esa prosa suya que pone una gota de gracia incluso en los asuntos más nimios, la pluralidad inagotable de sus intereses, la pasión que muestra al rescatar viejos autores, su devoción por Gaya o por Azorín o por Juan Ramón Jiménez.
            Pero la nuestra era una amistad imposible, como quedó claro en aquella explosión de viejos rencores que tuvo lugar en la librería Alberti.
            Y la razón no es su deriva política. El tema de Cataluña, por ejemplo, nos ha llevado a los extremos más distantes. Pero uno está acostumbrado a convivir (en la familia y fuera de ella) con personas que piensan de distinta manera: con no tocar el tema, asunto arreglado.
            Andrés Trapiello y yo no podemos ser amigos por razones que tienen que ver con la economía. Él es un trabajador autónomo, un profesional de la literatura; yo sigo siendo un aficionado.
            Andrés Trapiello publica un nuevo libro como una empresa lanza un nuevo producto, con la promoción adecuada. Las reseñas forman parte de esa campaña y se las trabaja minuciosamente. Pero las reseñas que espera son del estilo Mainer y otras estrellas de Babelia, un poco como el “científicamente demostrado” de los sabios que aparecen con bata blanca en los anuncios de detergentes en televisión.
            Y yo sigo haciendo reseñas a la vieja escuela de mi maestro Clarín: elogio lo que hay que elogiar y discrepo de lo que hay que discrepar (e incluso me río de alguna sonora metedura de pata). Y eso un empresario no lo perdona, aunque sepa de sobra que mi opinión –a la hora de vender o dejar de vender libros– importa bien poco.







domingo, 18 de agosto de 2019

Colección particular: Poemas situados



NIETZSCHE EN ÈZE

Èze se encarama a un risco entre Niza y Montecarlo y es uno de los rincones más hermosos del mundo. Nos sentamos en la terraza del Castillo de la Cabra de Oro cualquier atardecer de verano y, antes de probar ningún cóctel, ya nos sentimos mareados ante tanta belleza.
            Solo se puede subir a pie, y el equipaje en burro. Un sendero en abrupta pendiente lleva hasta la playa. Nietzsche lo recorría mientras escuchaba en su cabeza los exaltados párrafos de Así habló Zaratustra, ese “evangelio para matones”, en palabras de Borges.
            En el hotel tenían una edición francesa de la poesía de Nietzsche y a mí se ha quedado en la memoria uno sus poemas. En el recuerdo lo acompaña, como en una edición ilustrada, la maravilla de Èze.

Del mar a la alta roca,
solo con mis pensamientos;
de la cumbre a la orilla,
solo con mis pensamientos.
Mediodía de la vida,
melodía del mundo
que escucho en un susurro,
mientras dentro del pecho
late un ajeno corazón
que solo anhela
hundirse para siempre
en el abismo o el silencio.


 MACHADO EN LA GRAN MURALLA

Estuve en el Cervantes de Beijing, cuya biblioteca lleva el nombre de Antonio Machado, cuando se celebraba el centenario de Campos de Castilla. Visité, como todo el mundo, Badaling, la parte más cercana de la Gran Muralla.
            Me pareció la muralla más extraña del mundo y no por su extensión, sino porque, más que una muralla, parecía un paseo construido inverosímilmente sobre una cordillera.
            Se asciende a la Gran Muralla en teleférico. ¿Cómo lo hacían en la época de su construcción?
            Muy concurrida, como el paseo dominical de una capital de provincias, incluso me encontré con una pareja de recién casados que se hacían allí las fotos de rigor.
            Miré, desde una de sus torres, hacia un lado y otro: la cordillera era la mejor muralla, solo había que proteger los lugares que permitían el paso a las fuerzas invasoras. Militarmente, aquello era un absurdo; como caprichosa manifestación de poder, un acierto.
            Uno de mis acompañantes recitó entonces un poema de Machado en chino y me lo retradujo luego al español.

¿De qué sirve el alto muro
que protege el corazón
si dentro queda encerrado
mi enemigo más feroz?


 ANÓNIMO EN UNA GASOLINERA

Paramos en ella camino de Bucarest. Pequeños carteles, colocados entre las estanterías, contenían frasecitas en inglés como de libro de autoayuda.
            Me llamó la atención uno de ellos y de inmediato lo traduje (en lugar de “amo” dibujaba un corazón). Ningún poeta podía expresar mejor lo que yo sentía en aquel momento, lo que sigo sintiendo todavía.

Amo mis ojos
cuando tú estás en ellos.

Amo mi nombre
cuando tú lo pronuncias.

Amo mi corazón
cuando tú lo aceleras.

Amo mi vida
cuando tú estás en ella.


 SOPHIA EN EL MIRADOR DE GRACIA

Sophia de Mello Breyner Andresen –largo nombre para una poeta a la que críticos y lectores conocen con el familiar Sofía– está para siempre en el Mirador de Gracia, que ahora lleva su nombre y en el que un busto suyo contempla día y noche el esplendor de Lisboa.
            La elegancia helénica de sus versos ya es para mí inseparable de la colina de San Jorge, sobre la geometría de la Baixa, y del manso cabrillear de un río que aquí cumple su sueño de convertirse en mar sin dejar de ser río.

Como una flor incierta entre tus dedos,
la ciudad se deshace si la miras
y en el centro de ella hay un jardín
inundado de lunas y secretos.


ÄLVARO DE CAMPOS EN SINAIA

Señoreando Siania, hay un castillo fantasioso, a la manera de los de Luis de Baviera, construido por el primer rey de Rumanía para pasar el verano.
            Es un pastiche historicista, con armaduras y toda la guardarropía de un castillo que se precie, pero también con ocultos ascensores y calefacción central. Eran los tiempos, finales del XIX, en que la modernidad se avergonzaba de sí misma y gustaba de disfrazarse con galas de otro tiempo.
            Algo tenía de norteña Sintra y a la memoria me vinieron unos versos de Álvaro de Campos, el heterónimo pessoano. Cuando los releo, vuelvo a aquellas calles arboladas y en cuesta, llenas de las lujosas mansiones –ahora hoteles en su mayoría– construidas por los cortesanos para acompañar al rey en los interminables veraneos de entonces.

El palacio del rey allá en lo alto
con sus almenas y sus lejanías
y la carretera borracha entre los pinos
y los faros del coche entre la niebla
y un hombre solo, enamorado y solo,
que persigue un Oriente del Oriente
que está en ninguna parte y en su corazón.


BASHO EN BROOKLYN

Siempre que pienso en el jardín botánico de Brooklyn pienso también en el poeta Hilario Barrero, mi gentil guía habitual. En una de mis varias visitas, nos sentamos a descansar en un banco del jardín japonés.
            Yo llevaba conmigo una antología de Basho que había comprado en una librería de viejo, ya cerrada, de la Séptima Avenida. Como no puedo estar mucho tiempo sin hacer nada, como la contemplación me cansa pronto, saqué el bolígrafo y garabateé unos versos en las páginas de respeto.

Salta una rana
y el coche de bomberos
frena de golpe.

La primavera
se sienta en la terraza,
pide un café.

Lector curioso,
la brisa en el jardín
pasa las hojas.

La flor de loto
añora aún tu mirada,
emperador.

Son de colores
las palabras que dices
en el verano.

Hace girar
su sombrilla la niña
y danza el cielo.

Como una piedra
en el zapato viaja
ese recuerdo.

En la vejez,
hasta las flores pierden
todo su olor.

Niño que ríes,
¿sabes acaso que
Dios ríe contigo?

Cae la noche
y yo caigo con ella
lejos de ti.

Atardecer.
Chillan los estorninos,
yo callo solo.

También vosotras,
cometas de papel,
volvéis a tierra.

En el silencio
de la nieve se posa
tranquilo un cuervo.

Vuelves a casa,
sigue el fuego encendido,
nadie te espera.

Este milagro
de que no pase nada
y pase el tiempo

Dos o tres flores
que juegan a esconderse
en los escombros.

Mar de noviembre
y ese perro que nada
en el agua gris.

Duda el camino
si seguir o quedarse
junto al arroyo

Recién nacido,
un gatito que tiembla
leve en mi mano.

Vuelves la cara
y se hace de noche
a mediodía.

¿Aún me esperas
sentada junto al fuego,
allá en la aldea?

La noche sabe
que ha de llegar el día,
yo no lo sé.

¿Para qué fiesta
has enjoyado el jardín,
fresco rocío?


 QUASIMODO EN AGRIGENTO

Hubo un tiempo en que leí mucho al poeta Salvatore Quasimodo. Tanto o más que sus poemas me interesaron sus traducciones de poesía griega. Luego se me fue alejando. Buscaba la intensidad de la poesía clásica, pero a mí comenzó a parecerme pretenciosamente enfático, aunque para siempre se nos quedara en la memoria que estamos solos sobre el corazón de la tierra, sostenidos por un rayo de sol, “ed è subito sera”, y de pronto añochece..
            ¿Cómo no recordar, sin embargo, un verso suyo –“entre el murmullo de olivos sarracenos”– al visitar por primera vez el Valle de los Templos, en Agrigento, muy cerca del Porto Empedocle de Pirandello y Camilleri?

Entre el murmullo de olivos sarracenos
y el silencio humillado de las gentes,
resisten las columnas de los templos
alzadas de una vez y para siempre
Los dioses han huido a su alto cielo,
en el mar ya no cantan las sirenas,
solo los hombres siguen allá abajo
tejiendo y destejiendo
el mismo desconsuelo.


 LI PO EN EL PALACIO DE VERANO

En los jardines del Palacio de Verano, en las afueras de Pekín, un anciano pintaba abanicos a la manera tradicional, para vender a los turistas. A mí me vinieron a la cabeza unos versos de Li Po.

Un sendero borracho entre altos riscos,
un viajero con su cabalgadura,
una luna temprana y un puñado de nubes.
¿Soy yo, camino del destierro
otra vez, desgarrado el corazón
al dejar atrás tantos amigos?
Es solo una pintura, un abanico
que se cierra de golpe y me devuelve
a esta noche de luna
en que alzo mi copa
y brindo por ella y por mi amada
soledad
que nunca me traiciona.



domingo, 11 de agosto de 2019

Colección particular: Un viaje de trabajo



            Todos mis viajes son de trabajo, ninguno de placer. O viceversa, porque mi mayor placer es el trabajo.
            Cuando quiero descansar, me quedo en casa. Y nunca he tenido tanta necesidad de descanso que no se me quite con una o dos horas de reposo, y a veces me basta con media hora.
            Viajo casi siempre para aumentar mi colección particular de maravillas o de curiosidades o de rutinas con encanto.
            De una semana en Rumanía, me he traído un buen botín: tres plazas, cuatro librerías, dos Starbucks, una estación, un monasterio, dos cumbres y el susto de los osos que aparecieron de repente junto a Breaza y Cartier Nistoresti.


TRES PLAZAS

La primera se encuentra en Piatra Neamt. Está en lo alto, en el centro tiene la torre del reloj y junto a ella la iglesia rectangular de San Juan. Son fundación de Esteban el Grande, rey de Moldavia en el siglo XV. La rodean edificios de los años treinta, que ahora son museos. La ciudad, sin mayor gracia, se extiende a los pies, entre el río Bistrita y los cercanos montes.
            Me levanté muy temprano, como acostumbro, y paseando, por ella, recién amanecido, bajo una fina lluvia, recordé unos versos de Mihail Eminescu: “De nuevo me caen encima / el cielo y mi mala estrella. / Al menos, tú no me olvides, / alma y vida de mi vida”.
            También ahora la carcoma roe lo que creí más firme en mi vida, un amor que soñé para siempre.
            A solas en la plaza de Stefan cel Mare, en una ciudad en que no tengo ni amigos ni fantasmas, a la que he llegado por casualidad y me voy por la noche, de pronto me sentí reconfortado, arropado.
            Si la torre del reloj, señera en su centro, ha resistido siglos y borrascas, ¿cómo no voy a resistir yo, tan acostumbrado al fracaso, otro más, aunque este me parezca el más doloridamente inmerecido?
            Soy fácil de seducir, lo reconozco (basta una mirada o una sonrisa para hacerme perder la cabeza), pero ninguna ciudad me ha enamorado nunca tan rápidamente como Brasov. Me bastó llegar hasta la Piata Stafului, la plaza del Consejo, con el antiguo ayuntamiento en medio, sus casas bajas y coloridas, el inmenso telón verde del monte Tampa dominando uno de sus lados.
            A la plaza mayor de Brasov solo le hace sombra la Piata Mare de Sibius, que se llama Mare, grande, porque a su lado, rodeando la catedral católica y el ayuntamiento, hay otra más pequeña.
            Sibiu, con su triple muralla y su legendario Puente de los Mentirosos, conserva el aire, como de rigodón apacible, de una pequeña ciudad del imperio austrohúngaro. Se entra en su corazón por varias calles, pero yo prefiero verlo aparecer, deslumbrante, tras el arco frente a la catedral católica. Hay que cerrar los ojos un momento y volverlos a abrir para cerciorarse de que no es un sueño.
           

CUATRO LIBRERÍAS

Dos están en Bucarest y otras dos en Brasov. No sé si son las mejores, no se trata de eso. Son lugares a los que apetece volver. Tres son de la misma cadena, Carturesti, que parece especializada en librerías que invitan a entrar en ellas aunque no tengas intención de comprar nada.
            La primera se llama Carusel y está en Bucarest, muy cerca de la zona más turística, y es como un blanco y fresco oasis en medio de aquellas calles en que se apretujan terrazas de restaurantes y anuncios de masajes eróticos. Busco la sección de poesía y lo primero que me encuentro, junto a una antología de Pessoa, es un libro de Ioana Gruia que se llama como la librería. Lo abro y lo primero que encuentro es mi nombre. Se trata de la traducción al rumano del libro premiado en el Emilio Alarcos e indica quiénes formaron parte del jurado. Sonrío ante este regalo del azar.
            Pero no había falta que lo primero que leyera fuera mi nombre para sentirme a gusto en una librería que puede incluirse entre las más hermosas del mundo.
            En lo alto, dominando el gran patio central rodeado de estanterías, hay un café donde descansar y leer y charlar y ser feliz.
            La otra librería de la misma cadena se encuentra muy cerca del edificio histórico de la Universidad (un mamotreto sin gracia), en la facultad de arquitectura. Se llama Modul y tiene el encanto añadido de un arbolado patio interior. Allí charlé largo y sin prisas con mi primo Pedro García Martín, que me acompaña en el viaje. Como él es un historiador al que le apasiona la literatura y yo un escritor fascinado con la historia, teníamos mucho de qué hablar, desde la caída de Bizancio a los entresijos galdosianos de las revueltas del 48, que tuvieron su repercusión en estas tierras como en toda Europa.
            También han enriquecido mi colección dos librerías de Brasov, las dos en la plaza Sfatului, una frente a la otra. No tienen cafetería, pero muy cerca de Humanitas, la segunda de ellas, se encuentra la Casina Romana, el casino rumano, fundado en 1835. En principio, no era más que el lugar de encuentro de los comerciantes del país. En él se leían libros y periódicos, a veces en voz alta (había quien no sabía leer), y se hablaba de todo. No se entiende Rumanía sin la Casina Rumana. Ahora el local lo ocupa un Starbucks.


DOS STARBUCKS

Uno está, ya lo he mencionado, en la plaza Sfatului; el otro, en Piata Mare, en Sibiu, frente al Ayuntamiento y el arco que comunica con la Plaza Chica. Tomo un café en ellos, hojeo un libro, hago algunas anotaciones en mi cuaderno y los añado a mi colección, junto a los del Barnes & Noble de Union Square, el de la Séptima Avenida en Brooklyn y el de la plaza de San Francisco, en Lausanne.
            Hay a quien le molestan las franquicias que igualan las ciudades. A mi no, todo lo contrario. Son como embajadas de la cotidianidad, mi placer preferido. Y no es que no me gusten los cafés tradicionales, el Corona, por ejemplo, al comienzo de la calle República, también en Brasov. Pero para estar a gusto en ellos necesito tiempo.
            Al Starbucks de la Casina Romana no me hace falta acostumbrarme. Pido un café americano, abro mi cuaderno, me entretengo un rato mirando por la ventana a la plaza y comienzo a escribir:

Esta ciudad,
un puñado de sueños
que ya comparto.

Fieles fantasmas.
Hoy han venido todos
a atormentarme.

Déjame solo.
No te sientes conmigo,
melancolía.


UN MONASTERIO

Tras admirar los muros pintados de Voronet, en la Bucovina, con su prodigioso azul y sus fascinantes viñetas (quizá el primer tebeo de ciencia ficción de la historia), tuve la suerte de quedarme solo, entre un grupo de turistas y otro, en el interior de la iglesia. Y pude escuchar el silencio, el famoso silencio de Dios. Estaba lleno de músicas, o eso me pareció. Como los místicos, no sabría explicar lo que sentí. Un tiempo al margen del tiempo. Luego al salir la sonrisa feliz de quien está en el secreto, aunque lo haya olvidado.


UNA ESTACIÓN

Mi hotel se encuentra al lado de la Gara de Nord y aprovecho para darme una vuelta por ella ya entrada la noche. La rodea el mundo turbio que rodea a cualquier gran estación. De aquí parten trenes que llevan a Belgrado, a Berlín, a Budapest, a Kiev, a Sofía, a Viena, a Venecia, a Estambul. Por un momento, me figuro que soy un personaje de alguna novela de Paul Morand.
            La estación principal de Bucarest se inauguró en 1872. Jugó su papel cuando la operación Barbarroja. Fue minuciosamente destruida por los aliados en 1944 y reconstruida en un estilo entre racionalista y neoclásico.
            Mis viajes favoritos son los que se sueñan desde un libro o desde el andén de una estación sin necesidad de subirse a ningún tren. Recuerdo ahora lo que anota Agustín de Foxá en su diario cuando vuelve a España, en noviembre de 1937, tras servir durante unos meses a Franco, camuflado como diplomático republicano: "Hago el cálculo desde que salí de España: Madrid, Valencia, Barcelona, Cerbere, Narbona, Toulouse, Ghetary, San Juan de Luz, Dancharinea, Bayona, París, Lausane, Milano, Venecia, Triestre, Zagreb, Bucarest, Bucovina, Bucarest, Zagreb, Trieste, Venecia, Milano, Lausane, París, Bayona, Dancharinea, Pamplona, Burgos. Total, 216 horas. Nueve noches de sleeping. Díez días y dieciséis horas".
            Y de pronto, ya casi todos los locales cerrados, me sorprende una máquina expendedora de libros.
            Tiene impresas, como publicidad, frases que elogian la lectura firmadas por Puskin, Balzac, Cicerón, Susan Sontag, Confucio o Savater. Me entretengo tratando de traducirlas. “La lectura es la última forma de la felicidad a la que me gustaría renunciar”, escribe Savater.
            El lema es “Ai carte, ai parte”, algo así como “Saber es poder”.


DOS CUMBRES

Pietricica domina Piatra Neamt; el inmenso telón de Tampa, Brasov. A las dos se llega cómodamente en góndola (que es como en Rumanía llaman a las cabinas de los teleféricos). A mí me gusta mirar las ciudades desde lo alto (una manera de sentirme el rey del mundo) y también adentrarme en el bosque, sin miedo a los osos ni a las criaturas fabulosas que todavía los habitan.
            Me gusta tanto la rutina que, en cuanto puedo, la abandono para darme luego el placer de recuperarla.


martes, 6 de agosto de 2019

Colección particular: Torres


  
TORRE DE GÁLATA

No soy un Quijote, aunque me guste parecerlo. No salto de inmediato ante la injusticia, aunque a cambio de ello solo reciba una tanda de palos. Soy como todo el mundo: agacho la cabeza, miro para otro lado, me lavo las manos cuando me conviene
            Mientras, por imperativo laboral (soy profesor universitario), participo en un aceptado y reiterado fraude de ley, busco refugio en uno de esos lugares en los que siempre me encuentro a gusto y a salvo.
            Coleccionista obsesivo, como me gusta mirar el mundo desde lo alto, las torres panorámicas están entre las piezas preferidas de mi colección.
            Mientras puntuamos, según la Aneca y el ranking de Shangay, el currículum de los aspirantes a una plaza de profesor asociado, yo vuelvo a cruzar el puente de Gálata, sobre el Cuerno de Oro, a caminar por fatigosas callejuelas, a veces escalonadas, a subir hasta lo alto de la torre.
            Qué deslumbramiento. El viejo Estambul por entero ante mí. A la izquierda, el Bósforo y, asomando tras los jardines del palacio Topkapy, el aliterativo mar de Mármara; frente a mí, entre docenas de alminares, distingo los de Santa Sofía y  la Mezquita Azul. Miro hacia abajo y veo el ajetreo del puente y de los muelles del Cuerno de Oro, donde todavía parecen cargar y descargar tesoros los mercaderes de la ruta de la seda. Y todo, como sacado de un grabado antiguo.
            Doy vueltas al mirador, contemplo la parte asiática de la ciudad (siempre me ha fascinado el encuentro entre dos continentes) y la parte europea, el elegante barrio de Pera.
            Cuando desciendo, suelo aprovechar para darme una vuelta por Istiklal Cadessi y tomar algo –conviene no abusar– en la pastelería Haci Bekir.
            La última vez que anduve por allí me detuve ante el Consulado de Arabia Saudí. Por un momento temí que fueran a aparecer sicarios del Príncipe Asesino para secuestrarme y descuartizarme, como al periodista.
            Sé hacer dos cosas al mismo tiempo. Puedo seguir las sumas y las restas y los tantos por ciento –aplicamos sin pensar, como resulta obligado, los mecánicos procedimientos de la Aneca– a la vez que, en lo alto de la Torre de Gálata, me siento seguro, fuera de los ultrajes de la realidad. Por eso sonrío. Por eso no digo lo que pienso de lo que hacemos a mis esforzados colegas.
            Pero de pronto, otra vez acariciando con los ojos el perfil de la ciudad desde lo alto de mi torre favorita, yo mismo me pongo los puntos sobre las íes a mí mismo: “Qué valiente eres denunciando al Príncipe Asesino, que no tiene la costumbre de leerte ni le importa lo que digas. Seguro que si tu sueldo dependiera de él, como el de los trabajadores de los astilleros gaditanos, serías el primero en salir a la calle para que el gobierno no tomara ninguna medida, ni simbólica, contra el gobierno de Arabia Saudí”.
            Seguro, pienso. Y sigo participando, como uno más, en el tinglado de la antigua farsa, pero aunque me distraiga subiendo a la Torre de Gálata no puedo evitar que mi autoestima quede a ras del suelo.


TORRE DE LA LIBERTAD

La he visto crecer sobre las ruinas. En una ciudad donde los edificios son demolidos en unas pocas horas y reconstruidos en semanas, sorprendía la tardanza con que cicatrizaba aquella inmensa herida sobre el sur de Manhattan.
            Estuve en lo alto de las Torres Gemelas, con Javier Almuzara y Marcos Tramón, pocos días antes de que desaparecieran para siempre (abajo se quedaron a esperarnos, paseando entre las tumbas de Trinity Church, Martín López-Vega, Xuan Bello y Silvia Ugidos).
            No voy a hablar de aquello. Solo de la impaciencia con que veía, de año en año, la reconstrucción de la Zona Cero. Me parecía que iba demasiado despacio. Y así era: chocaban los sentimientos de unos, que querían sobre todo preservar la memoria, y las ganas de hacer buenos negocios de otros.
            Yo pensaba que la mejor idea habría sido reconstruir las Torres, no permitir que unos malnacidos alteraran para siempre el perfil de Nueva York.
            Pero se construyó solo una torre y el lugar exacto que ocuparon las otras se convirtió en un memorial, con todos los nombres de las víctimas y el murmullo interminable del agua.
            Cuando por fin subí por primera vez a lo alto de la Torre de la Libertad, el One World Trade Center, y contemplé la ciudad entera delante de mí, se me llenaron los ojos de lágrimas. Luego fui reconociendo los lugares, como en un inmenso plano, y evocando los recuerdos ligados a ellos.
            ––Ahí está el Flatiron, junto al Madison Square Garden; más allá, inconfundible, el Empire State, y más cerca, Union Square, con su gran mástil y su librería Barnes & Noble, otra de mis casas dispersas por el mundo, y Strand, el laberinto en el que me gustaría perderme para siempre.
            Voy luego siguiendo la orilla de los ríos, el East River, con sus muchos puentes (el más cercano, a mis pies, es también el más famoso, el de Brooklyn, majestuoso como una catedral tumbada), y el Hudson que solo tiene uno, allá a lo lejos, el Washington Bridge, el más elegante de todos. Y el rectángulo verde de Central Park y la uña luminosa del Citycorp Center, en cuyo atrio melancólico tuvimos la primera sede trasatlántica de la tertulia.
            No se vive donde transcurre la mayor parte de nuestra vida, sino la de nuestros sueños. Por eso yo soy de Nueva York tanto como de Aldeanueva del Camino. Y por eso la Torre de la Libertad, que me permite abrazar la ciudad de un vistazo, es una de mis torres preferidas. En ella me siento el rey del mundo, aunque de sobra sé que ni siquiera soy rey de mí mismo. No olvido del todo las injurias de la realidad y siento el pinchazo de la melancolía cuando compruebo que el tiempo se va poniendo amarillo sobre el recuerdo de las Torres Gemelas como sobre las viejas fotos de familia.


CAMPANILE DE SAN GIORGIO

Cuando subí por primera vez, un fraile silencioso manejaba el ascensor. Al ver los claustros del monasterio, sentí envidia. ¡Pasar la vida en medio de aquella geométrica maravilla!
            Pero pronto recordé que dos ciudades hay en Venecia, como en toda ciudad del mundo: una para los que viven en ella y otra para los que pasan por ella.
            La Venecia que amamos es la que está en los ojos del viajero, no en la rutinaria mirada de los venecianos (salvo que vivan lejos y solo vuelvan de tarde en tarde).
            Desde lo alto del campanile de San Giorgio Maggiore, la isla que hace de telón de fondo en tantas postales, todo es asombro y maravilla: el azul de la laguna, sembrado de pequeñas islas cuyo nombre ignoro; el estirado verdor del Lido; el apretujado caserío con sus cúpulas y sus torres; el canal de la Giudecca, deslumbrante en torno a la silueta del arcángel.
            Yo no tenía ojos para tanta belleza, pero el frailecico que manejaba el ascensor ni siquiera le dirigió una distraída mirada.
            Lo que vemos todos los días pronto lo borra la rutina. Carlos Fuentes cuenta que, tras vivir una temporada en Venecia, decidió que era hora de marcharse cuando, tras cruzar la plaza de San Marco, se percató de que lo había hecho pensando en sus cosas, sin darse cuenta.
            Si se mira con buenos ojos, no hay rincón del mundo que no sea, al menos por unos instantes (quizá mientras lo ilumina ese último rayo de sol), tan hermoso como Venecia. Ni hay Venecia o gran amor que resista una convivencia prolongada.
            Por eso yo en Venecia, como en cualquier amor eterno, estoy siempre de paso.


TORRE DOS CLÉRIGOS

Cuando la librería Lello aún no se había convertido en una atracción turística, solía visitarla antes o después que a la cercana Torre dos Clérigos. En ella encontré, allá por los primeros ochenta, un libro de versos de Luis Veiga y en él un poema que desde que siempre me viene a la memoria cada vez que subo, todavía sin demasiada fatiga (¿por cuánto tiempo?), los 240 escalones de la torre.
            Se titula “Porto” y dice así en la traducción de mi memoria: “La ciudad ecuestre / en el río sumerge / sus cascos de granito / y asciende / al galope / cuesta arriba. / Da un salto / por encima del caserío / y se convierte / en una torre. / Torre de piedra y nube / de pájaros y fuego / de cuerpo de mujer. / Torre de todo cuanto / el sueño, la palabra, el canto / pueden y quieren ser”.
            No es Oporto una ciudad fácil, no tiene la gracia inmediata de Lisboa. No tiene o no tenía, porque ahora se ha repintado y convertido sus barrios más pintorescos en un parque temático. Ya no es aquella “ciudad negra que crece para dentro” de la que habló José Bento, el poeta y traductor –amigo de Ángel Crespo, de Brines, de Aleixandre– con que el que tuve una relación de amistad que acabó en todo lo contrario.
            Yo solo soy fiel a las ciudades y a los lugares. Oporto sigue en mi memoria envuelto en niebla y estupor y en algún recodo de sus calles retorcidas está la entrada a un jardín entre altos muros en el que una vez fui feliz y que no he vuelto a encontrar.
            Desde la Torre dos Clérigos creo divisarlo entre la catedral y el río. Al cerrar los ojos, me llega el aroma de aquel rosal que crecía junto al pozo y una voz que canta: “Si la noche se hace oscura / y tan corto es el camino, / ¿cómo no venís, amigo?”
            A veces he desplegado el plano de la ciudad allá en la cima y señalado su lugar exacto. Pero nunca he sido capaz de volverlo a encontrar.