martes, 6 de agosto de 2019

Colección particular: Torres


  
TORRE DE GÁLATA

No soy un Quijote, aunque me guste parecerlo. No salto de inmediato ante la injusticia, aunque a cambio de ello solo reciba una tanda de palos. Soy como todo el mundo: agacho la cabeza, miro para otro lado, me lavo las manos cuando me conviene
            Mientras, por imperativo laboral (soy profesor universitario), participo en un aceptado y reiterado fraude de ley, busco refugio en uno de esos lugares en los que siempre me encuentro a gusto y a salvo.
            Coleccionista obsesivo, como me gusta mirar el mundo desde lo alto, las torres panorámicas están entre las piezas preferidas de mi colección.
            Mientras puntuamos, según la Aneca y el ranking de Shangay, el currículum de los aspirantes a una plaza de profesor asociado, yo vuelvo a cruzar el puente de Gálata, sobre el Cuerno de Oro, a caminar por fatigosas callejuelas, a veces escalonadas, a subir hasta lo alto de la torre.
            Qué deslumbramiento. El viejo Estambul por entero ante mí. A la izquierda, el Bósforo y, asomando tras los jardines del palacio Topkapy, el aliterativo mar de Mármara; frente a mí, entre docenas de alminares, distingo los de Santa Sofía y  la Mezquita Azul. Miro hacia abajo y veo el ajetreo del puente y de los muelles del Cuerno de Oro, donde todavía parecen cargar y descargar tesoros los mercaderes de la ruta de la seda. Y todo, como sacado de un grabado antiguo.
            Doy vueltas al mirador, contemplo la parte asiática de la ciudad (siempre me ha fascinado el encuentro entre dos continentes) y la parte europea, el elegante barrio de Pera.
            Cuando desciendo, suelo aprovechar para darme una vuelta por Istiklal Cadessi y tomar algo –conviene no abusar– en la pastelería Haci Bekir.
            La última vez que anduve por allí me detuve ante el Consulado de Arabia Saudí. Por un momento temí que fueran a aparecer sicarios del Príncipe Asesino para secuestrarme y descuartizarme, como al periodista.
            Sé hacer dos cosas al mismo tiempo. Puedo seguir las sumas y las restas y los tantos por ciento –aplicamos sin pensar, como resulta obligado, los mecánicos procedimientos de la Aneca– a la vez que, en lo alto de la Torre de Gálata, me siento seguro, fuera de los ultrajes de la realidad. Por eso sonrío. Por eso no digo lo que pienso de lo que hacemos a mis esforzados colegas.
            Pero de pronto, otra vez acariciando con los ojos el perfil de la ciudad desde lo alto de mi torre favorita, yo mismo me pongo los puntos sobre las íes a mí mismo: “Qué valiente eres denunciando al Príncipe Asesino, que no tiene la costumbre de leerte ni le importa lo que digas. Seguro que si tu sueldo dependiera de él, como el de los trabajadores de los astilleros gaditanos, serías el primero en salir a la calle para que el gobierno no tomara ninguna medida, ni simbólica, contra el gobierno de Arabia Saudí”.
            Seguro, pienso. Y sigo participando, como uno más, en el tinglado de la antigua farsa, pero aunque me distraiga subiendo a la Torre de Gálata no puedo evitar que mi autoestima quede a ras del suelo.


TORRE DE LA LIBERTAD

La he visto crecer sobre las ruinas. En una ciudad donde los edificios son demolidos en unas pocas horas y reconstruidos en semanas, sorprendía la tardanza con que cicatrizaba aquella inmensa herida sobre el sur de Manhattan.
            Estuve en lo alto de las Torres Gemelas, con Javier Almuzara y Marcos Tramón, pocos días antes de que desaparecieran para siempre (abajo se quedaron a esperarnos, paseando entre las tumbas de Trinity Church, Martín López-Vega, Xuan Bello y Silvia Ugidos).
            No voy a hablar de aquello. Solo de la impaciencia con que veía, de año en año, la reconstrucción de la Zona Cero. Me parecía que iba demasiado despacio. Y así era: chocaban los sentimientos de unos, que querían sobre todo preservar la memoria, y las ganas de hacer buenos negocios de otros.
            Yo pensaba que la mejor idea habría sido reconstruir las Torres, no permitir que unos malnacidos alteraran para siempre el perfil de Nueva York.
            Pero se construyó solo una torre y el lugar exacto que ocuparon las otras se convirtió en un memorial, con todos los nombres de las víctimas y el murmullo interminable del agua.
            Cuando por fin subí por primera vez a lo alto de la Torre de la Libertad, el One World Trade Center, y contemplé la ciudad entera delante de mí, se me llenaron los ojos de lágrimas. Luego fui reconociendo los lugares, como en un inmenso plano, y evocando los recuerdos ligados a ellos.
            ––Ahí está el Flatiron, junto al Madison Square Garden; más allá, inconfundible, el Empire State, y más cerca, Union Square, con su gran mástil y su librería Barnes & Noble, otra de mis casas dispersas por el mundo, y Strand, el laberinto en el que me gustaría perderme para siempre.
            Voy luego siguiendo la orilla de los ríos, el East River, con sus muchos puentes (el más cercano, a mis pies, es también el más famoso, el de Brooklyn, majestuoso como una catedral tumbada), y el Hudson que solo tiene uno, allá a lo lejos, el Washington Bridge, el más elegante de todos. Y el rectángulo verde de Central Park y la uña luminosa del Citycorp Center, en cuyo atrio melancólico tuvimos la primera sede trasatlántica de la tertulia.
            No se vive donde transcurre la mayor parte de nuestra vida, sino la de nuestros sueños. Por eso yo soy de Nueva York tanto como de Aldeanueva del Camino. Y por eso la Torre de la Libertad, que me permite abrazar la ciudad de un vistazo, es una de mis torres preferidas. En ella me siento el rey del mundo, aunque de sobra sé que ni siquiera soy rey de mí mismo. No olvido del todo las injurias de la realidad y siento el pinchazo de la melancolía cuando compruebo que el tiempo se va poniendo amarillo sobre el recuerdo de las Torres Gemelas como sobre las viejas fotos de familia.


CAMPANILE DE SAN GIORGIO

Cuando subí por primera vez, un fraile silencioso manejaba el ascensor. Al ver los claustros del monasterio, sentí envidia. ¡Pasar la vida en medio de aquella geométrica maravilla!
            Pero pronto recordé que dos ciudades hay en Venecia, como en toda ciudad del mundo: una para los que viven en ella y otra para los que pasan por ella.
            La Venecia que amamos es la que está en los ojos del viajero, no en la rutinaria mirada de los venecianos (salvo que vivan lejos y solo vuelvan de tarde en tarde).
            Desde lo alto del campanile de San Giorgio Maggiore, la isla que hace de telón de fondo en tantas postales, todo es asombro y maravilla: el azul de la laguna, sembrado de pequeñas islas cuyo nombre ignoro; el estirado verdor del Lido; el apretujado caserío con sus cúpulas y sus torres; el canal de la Giudecca, deslumbrante en torno a la silueta del arcángel.
            Yo no tenía ojos para tanta belleza, pero el frailecico que manejaba el ascensor ni siquiera le dirigió una distraída mirada.
            Lo que vemos todos los días pronto lo borra la rutina. Carlos Fuentes cuenta que, tras vivir una temporada en Venecia, decidió que era hora de marcharse cuando, tras cruzar la plaza de San Marco, se percató de que lo había hecho pensando en sus cosas, sin darse cuenta.
            Si se mira con buenos ojos, no hay rincón del mundo que no sea, al menos por unos instantes (quizá mientras lo ilumina ese último rayo de sol), tan hermoso como Venecia. Ni hay Venecia o gran amor que resista una convivencia prolongada.
            Por eso yo en Venecia, como en cualquier amor eterno, estoy siempre de paso.


TORRE DOS CLÉRIGOS

Cuando la librería Lello aún no se había convertido en una atracción turística, solía visitarla antes o después que a la cercana Torre dos Clérigos. En ella encontré, allá por los primeros ochenta, un libro de versos de Luis Veiga y en él un poema que desde que siempre me viene a la memoria cada vez que subo, todavía sin demasiada fatiga (¿por cuánto tiempo?), los 240 escalones de la torre.
            Se titula “Porto” y dice así en la traducción de mi memoria: “La ciudad ecuestre / en el río sumerge / sus cascos de granito / y asciende / al galope / cuesta arriba. / Da un salto / por encima del caserío / y se convierte / en una torre. / Torre de piedra y nube / de pájaros y fuego / de cuerpo de mujer. / Torre de todo cuanto / el sueño, la palabra, el canto / pueden y quieren ser”.
            No es Oporto una ciudad fácil, no tiene la gracia inmediata de Lisboa. No tiene o no tenía, porque ahora se ha repintado y convertido sus barrios más pintorescos en un parque temático. Ya no es aquella “ciudad negra que crece para dentro” de la que habló José Bento, el poeta y traductor –amigo de Ángel Crespo, de Brines, de Aleixandre– con que el que tuve una relación de amistad que acabó en todo lo contrario.
            Yo solo soy fiel a las ciudades y a los lugares. Oporto sigue en mi memoria envuelto en niebla y estupor y en algún recodo de sus calles retorcidas está la entrada a un jardín entre altos muros en el que una vez fui feliz y que no he vuelto a encontrar.
            Desde la Torre dos Clérigos creo divisarlo entre la catedral y el río. Al cerrar los ojos, me llega el aroma de aquel rosal que crecía junto al pozo y una voz que canta: “Si la noche se hace oscura / y tan corto es el camino, / ¿cómo no venís, amigo?”
            A veces he desplegado el plano de la ciudad allá en la cima y señalado su lugar exacto. Pero nunca he sido capaz de volverlo a encontrar.



1 comentario:

  1. A diferencia de Martín, disto mucho de decir que en Gálata me siento como en casa. La primera vez que escalé las rampas -que ya empiezan a encresparse a orillas del Cuerno- que conducen por entre una trama caótica de calles genovesas hasta la misma base de la torre, tuve la desgracia de pisarle la cola a un gigantesco gato de Angora -uno de tantos como infestan las calles de aquel barrio- que se revolvió como una pantera y me hincó los colmillos en la pantorrilla izquierda. En un acto reflejo muy poco animalista (facción destacada podemita), le solmené una patada que dio con el felino contra el escaparate de un café-librería muy concurrido a aquella hora. Lo peor, la reacción de unos vecinos que me increparon airadamente por el maltrato animal.
    Y ya que cito el café-librería (cuya amable rectora no solo no protestó por el golpe en la luna del establecimiento, sino que me acercó un frasco de povidona y unas compresas de gasa con que restañar la pequeña hemorragia que me corría gemelos abajo, porque era verano y llevaba shorts de blue jeans deshilachados en los bordes de las perneras), diré que fue en aquella ocasión en la que tomé mi primer café a la turca. Por ignorancia (no había leído aún ningún libro de viajes de Martín), revolví con la cucharilla el oloroso brebaje, con lo que los posos del fondo del pocillo se difundieron por toda la infusión y fui incapaz de beberme aquella papilla de polvo de café. Martín seguro que pecó de paleto como yo, que hubo su primera vez. Ahora, no, que hasta hojeará libros en turco como quien lava. O como en Manhattan los escritos en inglés.

    PS.- Cuando viajo a Mongolia -si toca Ulán Bator- me hospedo en el Blue Sky Tower que, por su gran parecido al hotel W de Barcelona, hace que me sienta como en casa. En Mongolia y como en casa, quién me lo iba a decir.

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