domingo, 28 de agosto de 2016

Ciudades de autor: París de Colette y Julien Green

  
En pocos lugares se siente uno tan en el centro del mundo como en la terraza del Café Le Nemours, con su columnata neoclásica que parece especialmente dispuesta para servir de escenario a una tragedia de Racine.
            ––¿Le conoces? –me dijo el amigo de los tiempos de la Facultad con el que acababa de reencontrarme en París.
            Pero no, yo no conocía al anciano de barba blanca al que me señalaba, un anciano que caminaba erguido y solo entre la colorista multitud que iba o venía del cercano Louvre.
            ––Es Bertrand de Jouvenel, el Hipólito de aquella Fedra que se llamó Colette. 
            Yo había leído algunos de sus libros sobre economía y ecología política; los volví a releer tras la crisis reciente y me parecieron que todavía podían seguir siendo útiles. Pero no se me ocurría qué relación podía tener con Colette (la plaza en la que está el café, junto a la Comédie Française, lleva su nombre) y mucho menos con Fedra y con Hipólito.
            ––Es el hijastro de la escritora. Su padre, Henry de Jouvenel, fue el segundo marido de Colette. El primero, ya lo sabes, fue Willy, un vividor que firmaba lo que ella escribía (y lo que escribían otros). Cuando se separaron, no sé si antes, inició una relación con su hijastro que entonces tenía dieciséis años mientras que ella andaba ya cerca de los cincuenta. Nunca fue mujer muy escrupulosa en esos asuntos. Antes se había enamorado de una de las amantes de su primer marido y durante un tiempo formaron un trío feliz. Vivió muy cerca de aquí, al otro lado del Palais-Royal, en la calle Beaujolais. Fue curioso como encontró ese piso que da a los jardines. Ya había residido allí fugazmente. Un día, mientras preparaba una mudanza, la entrevistaron para el Paris-Midi. “Me he enterado –le dijo el periodista– de que va usted a mudarse, parece que nada le encanta tanto como los traslados”. Colette negó que eso fuera cierto: “Solo he cambiado de casa poco más de media docena de veces y siempre por una necesidad ineludible. La prueba es que, cuando vivía en el Palais-Royal, hace diez años, moví cielo y tierra para lograr que me alquilaran el primer piso de la casa; si hubiera podido conseguirlo, aún continuaría allí”. Al día siguiente, recibió una carta: “Señora, he leído que siempre ha deseado ocupar el primer piso del número 9 de la calle Beaujolais. Soy su actual ocupante y estoy dispuesto a cedérselo”.
            La errabunda Colette encontró refugio para lo que le quedaba de vida. Allí pasó la Ocupación y los años finales en que la artrosis la mantuvo varada en una butaca frente a una de las ventanas. Parece un escenario de cuento de hadas, en el corazón de París, pero las cosas no son siempre lo que parecen. La hermosa y simétrica hilera de casas que rodea el jardín fue construida en cuatro años, con material de desecho, y continuamente amenaza ruina. En cualquier otro barrio, solía decir ella, los inquilinos protestarían diariamente, pero no aquí, en este alargado rectángulo de verdor “en cuyo centro un redondo estanque brilla como la piedra de una sortija o eleva al aire un penacho de plata y arco iris”. Cuando llueve, llueve también en el comedor y ha de ir corriendo a la cocina para buscar un recipiente; el goteo a veces se convierte en catarata y ha de recurrir incluso al cubo de la basura. Pero ¿qué importa eso si por esas arcadas dieciochescas se pasearon las víctimas y los verdugos de la Revolución, intrigaron y se amaron los personajes de Balzac? Su vecino favorito, durante los días de la Ocupación, fue Jean Cocteau, que vivía en un sótano. Gracias a él, a quien no le importó demasiado invitar a los alemanes a su perpetua fiesta, aquellos años oscuros fueron menos oscuros. Como Colette, Cocteau conocía las costumbres, los gatos y los perros de todo el mundo. Se paseaba entre sonrisas y comentando las novedades con unos y con otros. Acodado en la ventana, charlaba con Colette, que cruzaba el jardín con su bastón, su foulard anudado al cuello, su sombrero de fieltro, sus hermosos ojos, sus pies descalzos, sus sandalias. Pronto dejaría de hacerlo y tendría que contentarse con contemplar Paris de ma fenêtre, como titula uno de sus libros últimos. No a todo el mundo le agradaba el modo de vivir, desenvuelto y libre, de Colette. Cuando murió, en 1954, convertida ya en una gloria nacional, el arzobispo de París le negó los funerales religiosos. Hubo católicos que protestaron, como Julien Green, pero fueron los menos: aquella mujer, antes de presidir la Academia Francesa, había sido artista de Music hall e incluso había salido desnuda al escenario (en realidad, según su tercer marido, solo había enseñado fugazmente un seno).


            ––No sé si te gusta Julien Green, me imagino que sí. A mí sus novelas me aburren, como la mayoría de las novelas. Pero sigo hojeando con gusto los muchos tomos de su diario. Y también recuerdo la sorpresa y una cierta incomodidad con que leí Partir antes del alba y las otras entregas de sus memorias. Colette hablaba de sus amores con total naturalidad. A la vez que se enredaba con su hijastro, mandaba a su única hija, la hermana del muchacho, a un internado. La quiso mucho cuando era pequeña, pero en cuanto tuvo cierta edad se desentendió de ella, lo mismo que hace la gata con sus crías. Julien Green hablaba como quien confiesa sus pecados y nos hacía sentirnos un tanto incómodos, al menos a mí, que soy de los que piensan que un caballero nunca cuenta con quien se acuesta y menos todavía si se acuesta con otro caballero. En la adolescencia, tenía relaciones sexuales con un amigo, pero nunca hablaban de ello. Jugaban al ajedrez y de pronto interrumpían la partida, se desahogaban con prisa, y luego, ya tranquilos, se sentaban uno frente al otro como si no hubiera pasado nada. También nos cuenta sus merodeos, a ciertas horas de la noche, por determinados lugares de París en busca de encuentros con tipos anónimos a los que no volvería a ver. Lo confiesa como quien hace penitencia y eso resulta poco elegante. De lo que es pura fisiología no habla un caballero, me parece a mí. Julien Green le dedicó a esta ciudad, en la que nació, en la que vivió la mayor parte de su vida (aunque nunca quiso nacionalizarse francés), un folleto de ochenta páginas que es el resumen de una obra imposible: “He soñado a menudo con escribir sobre París un libro que fuera como un largo paseo a la deriva, un paseo en el que no se encuentra nada de lo que se busca, pero sí muchas cosas que a uno no se le había ocurrido buscar”. Descubrió que París tenía la forma de un cerebro humano, como los que pintaban los frenólogos. Y lo mismo que en ellos podía verse dónde se situaba la memoria, dónde la inventiva, dónde el lenguaje, también Julien Green, en los años de la guerra, cuando estaba fuera de París, se entretenía en ir buscando en su plano el lugar de la imaginación (el barrio de Passy, el de su infancia) y el de la memoria, en el Marais, y el de los razonamientos aritméticos, en el de la Bolsa. Soñaba entonces con abarcar la ciudad de una mirada como hacía con Nueva York desde lo algo del Empire State. Cuando volvió, lo primero que hizo fue subir a la cúpula de Sacré Coeur, donde nunca había estado: “Llegué al cielo, cerré los ojos con un vuelvo del corazón; luego abrí a la fuerza los párpados y miré. Me pareció que recibía a la ciudad entera en el pecho. El invierno tocaba a su fin. La deslumbrante luminosidad de marzo lo devoraba todo. Hasta el límite de mi mirada se extendía París. Llevaba, como un abrigo que le resbalase por los hombros, la sombra de las grandes nubes que el viento perseguía de un lugar a otro del cielo”.


            ––A Julien Green le he conocido personalmente. Tenía entonces ya más de ochenta años. Yo acababa de comprar uno de sus diarios en uno de los puestos junto al Sena. Era Ce qui reste de jour, y todavía no me había decidido a quitarle su envoltorio transparente cuando me lo encontré sentado en una terraza, solo. Miraba con curiosidad el ir y venir de la gente, especialmente de los más jóvenes. Sorprendido por la casualidad, con el libro en la mano, me acerqué a saludarle. Elogié su obra, le pregunté si podría firmarme el libro que acababa de comprar. Aceptó sonriente. Quité el envoltorio del libro y se lo tendí. Sacó una estilográfica y buscó la página de respeto. Pero inmediatamente, con un gesto de malhumor, cerró el volumen y me lo devolvió. Yo no supe qué decir, le pedí disculpas y me alejé de allí sin explicarme qué podía haber pasado. Me senté en un banco y abrí el libro. Ya estaba dedicado a un tal Monsieur Jacques Douel. Luego supe que era un crítico que había publicado un libro sobre los diarios.
            Nadie puede pretender conocer bien una ciudad sin haber perdido mucho tiempo en ella. Y al Julien Green, ya viejo, le gustaba perderlo observando a los jóvenes, que le parecían representantes de otro mundo mejor: “En una calle de Rambouillet, dos muchachos de una belleza espléndida, marchan uno al lado del otro con la gravedad de los dioses. Goethe les habría admirado y descrito admirablemente. Eran grandes y sólidos, con el rostro de una gravedad que los elevaba por encima de la multitud”.
            Colette hacía el amor con quien le apetecía, pero quizá solo amó de verdad a sí misma y a su gata, La Chatte, a la que dedicó un libro y a la que no quiso sustituir. Julien Green únicamente amó París y a los dioses que paseaban sus calles “tan cerca de sus ojos, / tan lejos de su vida”.
            ––O quizá solo estoy hablando de mí, como siempre hago –terminó mi amigo.



domingo, 21 de agosto de 2016

Ciudades de autor: Praga de Clara y de Marina

 

Cuando Marina Tsvietáieva llegó a Praga, ya había conocido el infierno. En febrero de 1920 les escribe a unos amigos para contarles que su hija menor, Irina, de solo dos años, había  muerto de hambre en el albergue en que se alojaba. “De ser posible, no le cuenten de momento nada a nadie –concluye la carta–, como un lobo en su madriguera oculto mi dolor. Me hace daño la gente”.
            Praga fue uno de los pocos lugares, tras la catástrofe del 17, en que volvería a sentirse feliz. En 1939, después de la ocupación por los nazis, escribió a una amiga: “Para mí es ahora Bohemia, entre todos los países, el único humano. Todos los demás son lobos y zorros, y el oso (Rusia) está desgraciadamente lejos… Amo a Bohemia infinitamente, pero no quiero llorarla (a los sanos no se les llora), la quiero cantar”.
            A Checoslovaquia le dedicó su último ciclo de poemas, antes de regresar a la URSS y de ser devorada por el oso estalinista. En agosto de 1922, se dirigió a Praga para encontrarse con su marido Serguéi Efrón, más joven que ella y a la vez ancla y lastre en su vida. Se habían casado casi adolescentes, en contra de la opinión de todos. Llevaban ocho años separados, Serguéi luchando con el ejército antibolchevique, Marina en el calvario revolucionario de Moscú. Le creía muerto cuando se enteró de que estaba en Praga, becado por el gobierno, estudiando arte bizantino en la universidad.
            Los exiliados rusos –en su mayoría no eran nostálgicos del zarismo, sino representantes de la oposición democrática– se habían esparcido por Europa, especialmente París y Berlín, pero en ninguna parte fueron tratados como en la recién nacida Checoslovaquia de Masaryk.
            Marina siempre quiso a su marido, que acabaría empujándola por el precipicio, pero siempre estuvo enamorada de otro, o de otra. Amores muchas veces epistolares, sin contacto físico, como los que mantuvo con Rilke y Pasternak en el verano de 1926, o antes con Alexandr Bajraj, a quien comenzó a escribir para agradecer una reseña y pronto lo hizo en un tono tan apasionado que asustó al joven: “Quiero de usted el milagro. El milagro de la fe, el milagro de la comprensión, el milagro de la renuncia”. No tardó en darse cuenta de que se había enamorado de un ser que solo existía en su imaginación. Y se justifica: “No estoy hecha para la vida. ¡En mí todo es incendio! Puedo tener diez relaciones a la vez y a cada uno asegurarle, desde la más profunda profundidad, que es el único. Pero no tolero que me vuelvan la espalda ni mínimamente. Yo soy una persona desollada en vida, mientras que el resto lleva armadura”.
            Desollada en vida Marina Tsvietáieva, pero en Praga fue feliz, más feliz que en ninguna otra parte, aunque esa felicidad tuviera el final acostumbrado. Aquí escribió dos de sus textos mayores, “Poema de la montaña” y “Poema del fin”. Los dos estaban inspirados por la misma persona, Konstantin Boleslávovich Rodzévich, un joven de 28 años que había sido compañero de su esposo en el Ejército Blanco y ahora lo era en la universidad.
            Se lo contó de inmediato, no a su marido, sino a Bajraj, su corresponsal y amante imaginario: “Estoy enamorada de otro, no hay forma más simple, cruel y honrada de decirlo. ¿Cómo ocurrió? Oh, amigo mío, ¿cómo ocurren estas cosas? Me volví hacia alguien, él me miró, escuché unas palabras, las más simples del mundo, que ahora he escuchado acaso por primera vez”.
            Marina vivía entonces en una casita, que aún subsiste milagrosamente, en la colina de Smichov, muy cerca de la villa Bertramka donde Mozart escribió su Don Giovanni. Como “un Casanova de segunda” describió Serguéi Efrón a su compañero Konstantin cuando se enteró de aquella relación adúltera, que al principio los amantes trataron de mantener en secreto. Él estaba internado entonces en un sanatorio antituberculoso. No faltaron amigos oficiosos que le comunicaron la nueva pasión de Marina, menos mental que otras. Le comunicó su intención de separarse, pero no fue capaz de hacerlo: “Durante dos semanas estuvo fuera de sí. Iba y venía constantemente de uno a otro, no lograba dormir, adelgazó. Nunca la había visto en tal estado de desesperación. Finalmente me dijo que no podía separarse de mí porque la conciencia de mi soledad no la habría dejado un momento no solo de felicidad, de tranquilidad siquiera. Yo habría podido ser fuerte si Marina hubiera encontrado a un hombre en quien pudiera confiar. Pero estaba seguro de que el otro (un Casanova de segunda) la abandonaría después de una semana, lo que significaría su muerte”.
            La ruptura con Konstantin Boleslávovich la cuenta Marina en “El poema del fin”, que yo leo, releo, en una de las cafeterías del centro comercial Novi Smichov, muy cerca del edificio del Ángel Dorado, de Jean Nouvel, con versos de Rilke en el cristal de su curva fachada. El poema nos cuenta el ir y venir de los amantes durante la última cita. Bajan a la ciudad, pasean junto al río. “Eres la primera mujer que se ha anticipado a dejarme”, le dice aquel Casanova que luego sería un héroe en la guerra civil española y en la lucha en Francia contra los nazis.
            Cierro el libro, trato de seguir el itinerario de los amantes. “Amor que no devasta no es amor”, me digo. Y mientras desciendo lentamente hasta el centro de la ciudad voy pensando en viejas devastaciones, en olvidos que no cicatrizan nunca. Paso junto al puente de la Legión (enfrente. la mole ocre y oro del Teatro Nacional), llego hasta la isla de Kampa y allí me sale al encuentro la sombra de otra poeta, Clara Janés, que vivó en Praga su más extraño y decisivo amor.


            Hacía tiempo que no escribía cuando, durante una temporada en el hospital, alguien le regaló un libro de Vladimir Holan, Una noche con Hamlet y otros poemas. Fue una revelación. Comenzó a escribir de nuevo y esos versos se los envió a Holan con una carta en la que le expresaba toda su gratitud y admiración. El poeta, que vivía encerrado en casa, que no veía a nadie, que no escribía a nadie, le envió un libro suyo dedicado “con amor”. Lo recibió un 7 de junio, en Barcelona; el día 13, ya estaba en Praga. Lleva al poeta rosas rojas, vino y los poemas que ha escrito pensando en él. Holan, como no podía se de otra manera, se asustó al verla: “Deja la botella a un lado, coge el ramo que le ofrezco, lo pone en un jarro y se oculta tras él”, me contó la propia poeta. Comienza luego a hablar en checo con quienes han acompañado a la visitante, el traductor Forbelsky y el editor Justl, ignorándola. Ella no se amilana: aparta el jarrón y se queda mirándolo fijamente.
            Al final, durante la despedida, cuando los amigos piensan que ha sido un error presentarle a aquella enloquecida admiradora, ocurre lo inesperado. Holan pide que le traigan ejemplares de sus libros, se los entrega a Clara, le coge las manos, se las besa, primero una, luego otra, le pide que vuelva.
            Volverá varias veces, ya habiendo aprendido checo, una vez vestida de blanco, como una novia, otra de azul, llevándole como regalo “pechinas, veneras y conchas” del Mediterráneo. Y fue en esa ocasión cuando supo la causa de la conmoción del poeta en su primera visita. Holan tenía en su casa una copia de la cabeza de la Virgen Blanca, que estuvo sobre una columna de la Plaza Vieja y su perfil era muy semejante al de la admiradora barcelonesa. Pero no era esa la única razón: en 1972, por las mismas fechas en que Clara descubría su poesía, había escrito “La voz de Ofelia”, un poema en el que una joven barcelonesa, que frecuentaba el Orfeón catalán, visitaba al poeta y le traía como regalo “pechinas, veneras y conchas”. El poema profético se había hecho realidad.
            La Praga de Marina Svietáieva, la Praga de Clara Janés, la mía recién descubierta y en la que me parece haber estado desde siempre. Hago recuento de lo que me llevo conmigo. La casita de la isla de Kampa en que vivió veinte años encerrado Vladimir Holan, con su ventana al canal del Diablo, casi tapada por un árbol y en la que brillaba la luz toda la noche; el otro piso, muy cerca, en U Luzickeho Seminare, a donde le obligaron a trasladarse las molestias de un vecino. El Puente de Carlos, recorrido al amanecer, sin más compañía que la aparatosidad barroca de sus esculturas. La plaza de la Ciudad Vieja, donde arde todavía el espíritu de Jan Hus. Las escaleras que llevan al Castillo. La callejuela del Nuevo Mundo, con las redomas de los alquimistas todavía humeantes. Y el cementerio de Olsany, todo sosiego y verdor, donde busqué en vano la tumba de la familia Holan. Lo que sí encontré, al otro lado de la calle, fueron las ordenadas sepulturas de los héroes soviéticos a los que Holan dedicó un libro: Soldados del ejército rojo (1947). El desengaño vendría pronto junto al remordimiento: él mismo había contribuido a crear al Saturno estalinista que devoraba a sus propios hijos.
            Marina Tsvietáieva no podía ignorar lo que la esperaba al volver a Rusia en junio de 1939, en un barco cargado de exiliados españoles. La arrastraban su marido, que de luchar en el Ejército Blanco había pasado a convertirse en agente del KGB, su hija Ariadna, que se había convertido en ferviente comunista (lo pagaría pasando años en el Gulag), su querido hijo Mur, un caprichoso adolescente que se entretenía atormentándola.
            Volvió a su país en el peor momento. No podía publicar, un amigo de los viejos tiempos, Pasternak, le consiguió alguna traducción. Lo último que escribió fue una solicitud de trabajo como lavaplatos en una residencia de escritores que estaba a punto de abrirse. La tarde del 31 de agosto de 1941 encontraron a Marina colgada de un gancho a la entrada de la choza en que vivía. La enterraron en una fosa común.
            Pero en los días de Praga, cuando el amor y la literatura son todo su ejercicio, esas negruras quedan lejos. Cansado de callejear, me siento en una terraza de la plaza Venceslao (en lo alto la estatua del santo a caballo y tras ella la cúpula, ahora envuelta en andamios, del Museo Nacional). Junto a mí, unos paneles recuerdan los hechos de agosto de 1968, el enfrentamiento con los tanques rusos, el fin de la primavera: historia antigua ya, afortunadamente. Y de pronto una música alegre me saca de mis pensamientos. Plaza abajo avanza una festiva y colorista manifestación. Se celebra el día del orgullo gay. Pienso que a Marina Tsvietáieva, que amó a hombres y mujeres, que amó el amor sobre todas las cosas, le habría gustado estar aquí. Y está. En una de las pancartas, en inglés, un verso suyo: “Bebe mi sed. Es todo lo que tengo”. 



domingo, 14 de agosto de 2016

Ciudades de autor: Nueva York de Camba y Juan Ramón



Hace cien años, en abril de 1916, un nuevo corresponsal del diario ABC llega a Nueva York. Se llama Julio Camba, aún no ha cumplido cuarenta años, y es el cronista de moda. En breves artículos –que ese mismo año comienzan a reunirse en libro– nos ha contado sus andanzas por la Europa anterior a la Gran Guerra, entonces en pleno macabro esplendor. Son artículos sin grasa retórica ni floritura verbal, que buscan darle la vuelta al tópico y hablar de lo que todos ven, pero en lo que nadie se fija.
            Poco antes, en el mismo barco, el Antonio López, de la Compañía Trasatlántica, ha viajado a Nueva York otro escritor español de su misma edad, ya poeta prestigioso, Juan Ramón Jiménez. No viene en viaje de trabajo como Camba, sino por razones particulares: a casarse. Pero la nueva realidad lleva al ensimismado analista de sus estados de alma a convertirse también en minucioso cronista de la nueva realidad, del otro mundo con que se encuentra al cruzar el océano.
            Un año en el otro mundo tituló precisamente Camba el libro en que reunió sus artículos, aparecido al año siguiente, lo mismo que las anotaciones en prosa y verso de Juan Ramón Jiménez, el Diario de un poeta recién casado que cambiaría la poesía española.
            El Nueva York que vieron era y no era el mismo. Coincidieron solo una vez, en el Museo de Brooklyn, y no se saludaron. Se celebraba allí una exposición de Zuloaga y al entrar en la sala Juan Ramón Jiménez, acompañado de Zenobia y de una pareja amiga, escuchó perorar en español sobre aquella España, la España eterna, de curas y toreros, de chulos y de santos, de mendigos y de bailarinas, de gitanas y de inquisidores. Exactamente lo que él más detestaba. Discretamente, pidió que se marcharan antes de que el periodista español le reconociera y se acercara a saludarlo. Detestaba todo lo castizo y especialmente la Castilla de cartón piedra que Zuloaga llevaba a sus lienzos. Él prefería al luminoso Sorolla, cuyos cuadros había tenido ocasión de contemplar en la Hispanic Society del alto Manhattan.
            Leemos hoy los dos libros sobre el Nueva York de hace cien años y nos sorprende comprobar que la mirada del poeta fue mucho más aguda que la del periodista. Cierto que ninguno de los dos sabía inglés (entonces se podía ser corresponsal en cualquier país sin más que unas nociones de francés), pero a Juan Ramón su ya esposa y siempre servicial secretaria, casi norteamericana, le permitió entrar más en contacto con la nueva realidad.
            En una primera mirada, los dos captaron lo mismo: velocidad, suciedad y estrépito. Pronto el poeta comenzó a descubrir algo más. El periodista solo fue sensible a la belleza de la noche: “Dijérase que el mundo entero estuviese de fiesta. En las fachadas enormes resplandecen millares de alegres ventanas. Las perspectivas luminosas se suceden y se superponen y la ciudad parece infinita. Es una orgía de luz que le embriaga a uno. Hay anuncios luminosos que son enormes serpientes, aspas girando sin cesar, bailarines escoceses que mueven brazos y piernas, gatos atrapando ratones, salamandras, relojes que van marcando las horas y los minutos…”
            Son los “anuncios mareantes de colorines sobre el cielo” que Juan Ramón descubrió en Broadway y que le llevaron a preguntarse si la luna que apareció de pronto “entre dos casas altas, sobre el río, sobre la Octava, baja, roja”, era la luna o un anuncio de la luna.
            “De vez en cuando –continúa Camba–, un tren aéreo pasa al ras de los terceros pisos, rápido y deslumbrador como una exhalación”. Es el elevado, aquel rasgo futurista de Nueva York que pronto se convertiría en arqueología. También le fascinó a Juan Ramón: “De pronto, el tren comienza a seccionar casas. Sí, no es una calle, es que el tren corta una manzana… A derecha e izquierda, en las viviendas sin fachada  –como en aquellas secciones de un barco o de una fábrica que tanto me intrigaban de niño–-, el peluquero, la modista, el florista, el impresor, el sombrero, el sastre, el carpintero, trabajan, cada uno en su piso, tras su cristal sin puerta, bajo sus lucecitas de colores”.
            Pero la fiesta de la noche termina con el amanecer, cuando los edificios vuelven a mostrársenos en toda su fealdad “como si fuesen el armazón de enormes castillos pirotécnicos ya quemados”.
            Solo el poeta fue capaz de encontrar los remansos de tranquilidad y belleza de aquel “marimacho de las uñas sucias”, como llamó en un momento de irritación a Nueva York. En primer lugar, los cementerios urbanos, “que atan con su paz amena y cantada de pájaros, en medio de la vida, más que los jardines públicos, que los puertos, que los museos”.  Al de Trinity Church se refirió en varias ocasiones: “Está tapiado este breve camposanto abierto de la ciudad comercial por las cuatro rápidas y constantes concurrencias del elevado, el tranvía, el taxi y el subterráneo, que jamás le faltan a su silencio obstinado y pequeño”.
            Los cementerios, las plazas arboladas, como Washington Square, los paseos para los enamorados, como Riverside Drive, las avenidas desiertas de la noche en las que resuenan los pasos de un único caminante, una casa colonial, “blanca y amarilla como humilde margarita”, que surgen de pronto entre los rascacielos; también las escaleras de incendios que se llenan de pájaros para saludar a la primavera…
            A la llegada de la primavera dedicó muchas de sus anotaciones Juan Ramón Jiménez. En una de ellas nos la presenta como a la heroína de una película por fin triunfante en su lucha contra el feroz invierno: “El oro leve de las nueve le basta ya para ser reina. Los brotes sucios de los árboles de los muelles se sonríen con una gracia rubia; cantan cosas de oro los gorriones, negros aún del recuerdo de la nieve, en las escaleras de incendio; los cementerios de las orillas estallan con leves ascuas el hollín; una banda rosa de Oriente encanta los anuncios de las torres; repican, confundidas, las campanas de fuego, las campanas de todas las iglesias…”
            Pronto, desnuda y fuerte, la primavera comenzará a desfilar por la Quinta hasta el Central Park.
            El Nueva York de Juan Ramón es el de ayer y, en su mejor parte, es también el de hoy. Cierto que el Woolworth Building (“una calle puesta en pie”, como lo definió Camba) hace tiempo que no es el rascacielos más alto del mundo, pero ahí sigue, cerca del puente de Brooklyn, con su elegancia historicista que no nublan los geométricos mastodontes cercanos ni tampoco la reciente torre de Frank Gehry.


            Juan Ramón vio lo que el periodista no supo ver. Para Camba, los neoyorquinos son seres elementales carentes de psicología y de literatura, son como niños grandes que se pasan el día mascando chicle y tratando de hacer dinero.
            ¿Carentes de literatura? La Biblioteca Pública, recién inaugurada en la calle 42, ponía al alcance de los lectores más libros que ninguna biblioteca española, y en Nueva York no solo había poetas, sino más malos poetas que en ninguna otra parte, más incluso que en el Ateneo madrileño, según descubre Juan Ramón cuando visita el “Author’s Club”, lleno de poetastros de décima clase “que cultivan parecidos físicos a Poe, a Walt Whitman, a Stevenson, a Mark Twain”.
            El escritor con fama de melifluo nada tiene que envidiar a Camba en el uso de la ironía. Amable unas veces, como en su visión de las innumerables iglesias de New York: “En la baraúnda de las calles enormes, las iglesias, teatrales, livianas, acechan echadas –la puerta abierta de par en par y encendidos los ojos–, como pequeños y mansos monstruos medioevales caricaturizados mal por un arquitecto catalanista”. En otras ocasiones, de muy precisa crueldad, como con “La viejas coquetas” que encuentra en las reuniones sociales: “están todas, con dientes de oro, afeitadas, arrugadas, pecosas, pañosas, cegatas, depilado el vello perdurable, que, como es sabido, le crece, con las uñas, a los muertos; descotadas hasta la última costilla o la más prístina grasa, llenos hombros y espaldas milenarios de islas rojas y blancas, como un mapa de los polos”.
            La situación de la mujer llama la atención del periodista y del poeta. “Echarle un piropo a una mujer puede costarle a uno en los Estados Unidos, o la ruina o la cárcel”, escribe Camba. Para él, entre hombres y mujeres existe en España una relación de justicia que no se da en Estados Unidos: “El marido es tirano en su casa; pero es esclavo en la fábrica, en la oficina o en el taller. Marido y mujer tienen cada uno sus ventajas y sus desventajas”. En Estados Unido, en cambio, “la mujer es libre a expensas del hombre y eso no está bien más que para las mujeres”. Y luego aclara: “Que juegue al póker, que discuta la política, que baile fox-trots en los cabarets mientras el marido adormece a los chicos; pero que cuando la pisen en el tranvía se defienda con sus propias fuerzas y no se haga al marido entablar un match de boxeo con el autor del pisotón”.
            Juan Ramón supo ver que las mujeres norteamericanas no necesitaban pedir ayuda al marido. Una escena en el metro lo confirma: “La sufragista, de una fealdad alardeada, con su postre mustio por sombrero, se levanta hacia un ancianito rojo que entra, y le ofrece, con dignidad imperativa, su sitio”. Como él se resiste, ella le coge por el brazo y le sienta “sin hablar, de una vez”.
            En 1916 las mujeres de Nueva York  ya habían comenzado a hacerse dueñas de su destino y eso asustaba al anarquista converso Julio Camba, pero no a Juan Ramón, que se había casado precisamente aquellos días con una de esas mujeres nuevas e imperativas (a la que ya se encargaría él, a fuerza de talento, victimismo e hipocondría, en irla convirtiendo en otra fierecilla domada.)





domingo, 7 de agosto de 2016

Ciudades de autor: La Habana de Valente y de Lezama



Desde la terraza del hotel, aquel atardecer de verano, La Habana mostraba su mejor perfil: una desleída acuarela ajena al tiempo. Enfrente tenía la majestuosa cúpula del Capitolio, más alta que la de Washington, según proclamaba orgullosa la guía que me lo enseñó, y la florituras neobarrocas del antiguo Centro Gallego; a uno de los lados, el isabelino paseo del Prado (y al fondo, entrevisto, el Malecón); al otro, el arbolado del Parque Central, torres y terrazas. Todo parecía hermosamente al margen del tiempo; el hedor de las ilusiones putrefactas no llegaba hasta aquella altura.
            ––¡Las utopías revolucionarias! ¿Dónde han quedado? –el viejo escritor con sobria elegancia, al parecer había sido modelo de Armani–. Parecen tan remotas como el paso de Aníbal por los Alpes, que diría Borges. Y sin embargo todos creímos en ellas. Yo el primero. Seguía creyendo cuando me mandaron como auxiliar a una biblioteca de barrio, que tenía que barrer todas las mañanas. Y tengo mis dudas de que la autocrítica de Heberto Padilla fuera forzada, como se dijo. Hubo un tiempo en que todos creímos en la posibilidad de otro tiempo mejor. No solo fue peor, como usted se habrá dado cuenta, sino mucho peor de lo que podríamos imaginar.
            Ahora La Habana parece una vieja decrépita y pintarrajeada de colorines en los edificios restaurados para seducir a los turistas. ¿Ha entrado en alguna librería? ¿En La Moderna Poesía, por ejemplo? Ahora no hay más que media docena de títulos, casi todos publicaciones oficiales, y está atendida por más de media docena de indolentes funcionarios. En otra época no tenía que envidiar a ninguna librería de París. Mucho antes que a Madrid llegaban aquí las novedades francesas.
            ¿Estuvo también ilusionado con la Revolución Lezama Lima? No sabría decirle. Al principio, se dejó querer. Aceptó cargos oficiales, nunca de mucho relumbrón, pero bien pagados para lo que aquí teníamos por costumbre. A él siempre le faltó dinero. Tenía una manera muy peculiar de administrarse. El sueldo del mes se lo gastaba los primeros cuatro días. “Es que así me luce más”, solía decir. “Si yo esos cien pesos los divido en treinta días, son treinta días pobres. Vivo cuatro días como un príncipe y luego me siento en la mecedora a disfrutar de mis libros y mis sueños”. Tenía cuenta en las mejores librerías. Iba a pasear por la calle Obispo y volvía por O’Reilly, donde entonces estaban sus favoritas, y las mías. A veces regresaba con  más de cincuenta títulos, todo lo que le había llamado la atención, lo mismo una nueva edición de Las flores del mal que un tratado sobre el orfismo o la cábala. Lo leía todo, o no lo leía, porque yo creo que nunca leyó un libro completo, pero lo olfateaba y lo aprendía por ósmosis. Tenía una erudición fabulosa. Fabulosa en el doble sentido de la palabra. No había que pedirle exactitud ninguna en las referencias o en las citas. Cortázar le corrigió casi todas las de Paradiso; apenas había alguna que no contuviera algún error. Pero era un mago. Te hipnotizaba con su palabra.
            Yo estuve muchas veces en su casa, en un bajo de la calle Trocadero, enfrente precisamente de donde yo vivo ahora. Era estrecha y larga, muy oscura, sin más ventanas que las que dan a la calle y a un pequeño patio al fondo. El cuarto de Lezama estaba lleno de libros amontonados, parecía que en cualquier momento se le iban a caer encima. No le gustaba recibir visitas allí. Sus lugares de encuentro eran los restaurantes y las casas de los amigos o  admiradores adinerados, como la del músico Julian Orbon, a la que él llamaba el palacio Orbón.
            Era asmático, ya sabe. Al principio daba fatiga oírle hablar, pero luego te olvidabas por completo. Se le escuchaba como se escucha la música, dejándose fascinar sin esforzarse en entender. Y era un tragaldabas increíble, capaz de comerse una pierna de cordero entera. Resulta fácil imaginarse lo que tuvo que pasar en los últimos años cuando todo estaba racionado.
            A mí me hablaba con frecuencia de aquel año prodigioso, 1936, en que conoció a su maestro, Juan Ramón Jiménez, y a quien sería su más admirada amiga, María Zambrano. A la discípula de Ortega, recién desembarcada, le dieron un banquete en La Bodeguita del  Medio. Se sentó a su lado un joven de poco más de veinte años, pero ya con el aplomo de quien se sentía superior.
            Los sabios españoles esparcidos por la guerra fueron muy bien acogidos aquí, pero no por los medios oficiales, entonces tan ignorarnes como ahora, sino por los jóvenes y por una serie de burgueses adinerados que no tenían inconveniente en gastar parte de su fortuna en agasajarles y en financiar sus cursos y conferencias. Uno de esos mecenas era Josefina Tarafa, Fifi Taraza, que acogió a María Zambrano y a su hermana y que siguió ayudándolas toda la vida. Siempre que hablaba de aquella época fabulosa, más fabulosa según iban pasando los años, Lezama nos contaba la misma anécdota. Con otros jóvenes estudiantes, fue a pedirle al Rector de la Universidad permiso para que Juan Ramón Jiménez pudiera dar una charla en el Aula Magna. Y él les respondió: “Ya saben ustedes que en un lugar así no puede hablar cualquiera. ¿Ese señor es conocido”. La otra época feliz para Lezama fue la de la revista Orígenes, cuando aquí vivía María Zambrano, cuando por aquí pasó Cernuda, cuando la aparición de cada número, donde uno podía encontrarse a Eliot y Valery junto a Guillén y Juan Ramón, era una fiesta, pretexto para una noche bien comida, bien bebida y bien reída que parecía que no se iba a agotar nunca.


            Luego todo se acabó y todos pusimos nuestro granito de arena para enterrarnos mejor. Heberto Padilla, el de la autocrítica, andaba por Nueva York, lo mismo que Carlvert Casey, que pronto se suicidaría en Roma, y aquí vinieron dispuestos a construir el futuro. No solo nos engañamos nosotros, también las mentes más brillantes de Europa. Se los invitaba con prodigalidad a pasar una temporada en el Paraíso con todos los gastos pagados y ninguno dejó de aceptar la invitación. José Ángel Valente vino en diciembre de 1967. Su encuentro con Lezama resultó trascendental para ambos. Le traía una carta de María Zambrano, con la que Lezama había perdido el contacto. Le alojan, como a todos, en el antiguo Hilton, ahora Habana Libre. Le dan una espléndida suite con vistas al Malecón, ron, tabaco y bombones. Les traen y les llevan, siempre a cuerpo de rey, como se decía antes. Por aquí andaba Blas de Otero, depresivo y con problemas conyugales, más con el Partido que con su mujer cubana. A Valente le acompañaban Caballero Bonald, Alfonso Sastre y los Celaya, a los que no podía soportar y a los que trata de payasetes en un poema tan poco amable como el que dedicó a José Hierro. A Lezama lo vio a poco de llegar durante una cena en el Patio, un restaurante de la plaza de la Catedral. En seguida se le acerca y le pide noticias de María Zambrano, su mentora, su guía espiritual. Lezama hablaba siempre de ir a España, a Bilbao, de donde era oriunda su familia. Pero cuando pudo, no quiso y cuando quiso no pudo. Tras el éxito de Paradiso le invitaban de todas partes, pero nunca consiguió los permisos necesarios. Las cartas que recibía y enviaba pasaban por la censura, muchas de ellas se perdían.  Valente le visitó en su casa tan pronto como las obligaciones oficiales se lo permitieron. Hace poco me trajeron de España su diario, publicado póstumamente, y yo pude conocer sus impresiones de entonces: “La casa es un conjunto abigarrado y extraño de objetos, retratos (el padre y la madre en posición visible, dominante), cuatros y libros. Lezama está enorme, pesado, como un gran ídolo. Su rostro es joven. La Revolución para él es el paso de la riqueza a la pobreza. Pero reconoce que fue un hecho revolucionario auténtico”.
            La poesía de Valente no volvió a ser la misma, no sé si para bien, desde aquel encuentro con Lezama. No, en el jurado del premio famoso a Fuera del juego no estaba Valente. Sí Lezama y un poeta, Manuel Díaz Martínez, que luego se marchó a España y que ha contado todas las peripecias del caso. El libro se publicó, como usted sabe, aunque con escrito reprobatorio; también se publicó Los siete contra Tebas, aunque no se estrenó hasta el 2000, cuando ya La Habana no era la de los años triunfales de la Revolución. Yo he pasado de barrer bibliotecas a ser una especie de gran patriarca de las letras cubanas. Pero la ciudad sigue invivible, salvo para  los turistas, aunque nunca haya dejado de ser hermosa. Hermosa y repulsiva al mismo tiempo. Tiene algo de jinetera repintada que se ofrece al mejor postor.