domingo, 21 de agosto de 2016

Ciudades de autor: Praga de Clara y de Marina

 

Cuando Marina Tsvietáieva llegó a Praga, ya había conocido el infierno. En febrero de 1920 les escribe a unos amigos para contarles que su hija menor, Irina, de solo dos años, había  muerto de hambre en el albergue en que se alojaba. “De ser posible, no le cuenten de momento nada a nadie –concluye la carta–, como un lobo en su madriguera oculto mi dolor. Me hace daño la gente”.
            Praga fue uno de los pocos lugares, tras la catástrofe del 17, en que volvería a sentirse feliz. En 1939, después de la ocupación por los nazis, escribió a una amiga: “Para mí es ahora Bohemia, entre todos los países, el único humano. Todos los demás son lobos y zorros, y el oso (Rusia) está desgraciadamente lejos… Amo a Bohemia infinitamente, pero no quiero llorarla (a los sanos no se les llora), la quiero cantar”.
            A Checoslovaquia le dedicó su último ciclo de poemas, antes de regresar a la URSS y de ser devorada por el oso estalinista. En agosto de 1922, se dirigió a Praga para encontrarse con su marido Serguéi Efrón, más joven que ella y a la vez ancla y lastre en su vida. Se habían casado casi adolescentes, en contra de la opinión de todos. Llevaban ocho años separados, Serguéi luchando con el ejército antibolchevique, Marina en el calvario revolucionario de Moscú. Le creía muerto cuando se enteró de que estaba en Praga, becado por el gobierno, estudiando arte bizantino en la universidad.
            Los exiliados rusos –en su mayoría no eran nostálgicos del zarismo, sino representantes de la oposición democrática– se habían esparcido por Europa, especialmente París y Berlín, pero en ninguna parte fueron tratados como en la recién nacida Checoslovaquia de Masaryk.
            Marina siempre quiso a su marido, que acabaría empujándola por el precipicio, pero siempre estuvo enamorada de otro, o de otra. Amores muchas veces epistolares, sin contacto físico, como los que mantuvo con Rilke y Pasternak en el verano de 1926, o antes con Alexandr Bajraj, a quien comenzó a escribir para agradecer una reseña y pronto lo hizo en un tono tan apasionado que asustó al joven: “Quiero de usted el milagro. El milagro de la fe, el milagro de la comprensión, el milagro de la renuncia”. No tardó en darse cuenta de que se había enamorado de un ser que solo existía en su imaginación. Y se justifica: “No estoy hecha para la vida. ¡En mí todo es incendio! Puedo tener diez relaciones a la vez y a cada uno asegurarle, desde la más profunda profundidad, que es el único. Pero no tolero que me vuelvan la espalda ni mínimamente. Yo soy una persona desollada en vida, mientras que el resto lleva armadura”.
            Desollada en vida Marina Tsvietáieva, pero en Praga fue feliz, más feliz que en ninguna otra parte, aunque esa felicidad tuviera el final acostumbrado. Aquí escribió dos de sus textos mayores, “Poema de la montaña” y “Poema del fin”. Los dos estaban inspirados por la misma persona, Konstantin Boleslávovich Rodzévich, un joven de 28 años que había sido compañero de su esposo en el Ejército Blanco y ahora lo era en la universidad.
            Se lo contó de inmediato, no a su marido, sino a Bajraj, su corresponsal y amante imaginario: “Estoy enamorada de otro, no hay forma más simple, cruel y honrada de decirlo. ¿Cómo ocurrió? Oh, amigo mío, ¿cómo ocurren estas cosas? Me volví hacia alguien, él me miró, escuché unas palabras, las más simples del mundo, que ahora he escuchado acaso por primera vez”.
            Marina vivía entonces en una casita, que aún subsiste milagrosamente, en la colina de Smichov, muy cerca de la villa Bertramka donde Mozart escribió su Don Giovanni. Como “un Casanova de segunda” describió Serguéi Efrón a su compañero Konstantin cuando se enteró de aquella relación adúltera, que al principio los amantes trataron de mantener en secreto. Él estaba internado entonces en un sanatorio antituberculoso. No faltaron amigos oficiosos que le comunicaron la nueva pasión de Marina, menos mental que otras. Le comunicó su intención de separarse, pero no fue capaz de hacerlo: “Durante dos semanas estuvo fuera de sí. Iba y venía constantemente de uno a otro, no lograba dormir, adelgazó. Nunca la había visto en tal estado de desesperación. Finalmente me dijo que no podía separarse de mí porque la conciencia de mi soledad no la habría dejado un momento no solo de felicidad, de tranquilidad siquiera. Yo habría podido ser fuerte si Marina hubiera encontrado a un hombre en quien pudiera confiar. Pero estaba seguro de que el otro (un Casanova de segunda) la abandonaría después de una semana, lo que significaría su muerte”.
            La ruptura con Konstantin Boleslávovich la cuenta Marina en “El poema del fin”, que yo leo, releo, en una de las cafeterías del centro comercial Novi Smichov, muy cerca del edificio del Ángel Dorado, de Jean Nouvel, con versos de Rilke en el cristal de su curva fachada. El poema nos cuenta el ir y venir de los amantes durante la última cita. Bajan a la ciudad, pasean junto al río. “Eres la primera mujer que se ha anticipado a dejarme”, le dice aquel Casanova que luego sería un héroe en la guerra civil española y en la lucha en Francia contra los nazis.
            Cierro el libro, trato de seguir el itinerario de los amantes. “Amor que no devasta no es amor”, me digo. Y mientras desciendo lentamente hasta el centro de la ciudad voy pensando en viejas devastaciones, en olvidos que no cicatrizan nunca. Paso junto al puente de la Legión (enfrente. la mole ocre y oro del Teatro Nacional), llego hasta la isla de Kampa y allí me sale al encuentro la sombra de otra poeta, Clara Janés, que vivó en Praga su más extraño y decisivo amor.


            Hacía tiempo que no escribía cuando, durante una temporada en el hospital, alguien le regaló un libro de Vladimir Holan, Una noche con Hamlet y otros poemas. Fue una revelación. Comenzó a escribir de nuevo y esos versos se los envió a Holan con una carta en la que le expresaba toda su gratitud y admiración. El poeta, que vivía encerrado en casa, que no veía a nadie, que no escribía a nadie, le envió un libro suyo dedicado “con amor”. Lo recibió un 7 de junio, en Barcelona; el día 13, ya estaba en Praga. Lleva al poeta rosas rojas, vino y los poemas que ha escrito pensando en él. Holan, como no podía se de otra manera, se asustó al verla: “Deja la botella a un lado, coge el ramo que le ofrezco, lo pone en un jarro y se oculta tras él”, me contó la propia poeta. Comienza luego a hablar en checo con quienes han acompañado a la visitante, el traductor Forbelsky y el editor Justl, ignorándola. Ella no se amilana: aparta el jarrón y se queda mirándolo fijamente.
            Al final, durante la despedida, cuando los amigos piensan que ha sido un error presentarle a aquella enloquecida admiradora, ocurre lo inesperado. Holan pide que le traigan ejemplares de sus libros, se los entrega a Clara, le coge las manos, se las besa, primero una, luego otra, le pide que vuelva.
            Volverá varias veces, ya habiendo aprendido checo, una vez vestida de blanco, como una novia, otra de azul, llevándole como regalo “pechinas, veneras y conchas” del Mediterráneo. Y fue en esa ocasión cuando supo la causa de la conmoción del poeta en su primera visita. Holan tenía en su casa una copia de la cabeza de la Virgen Blanca, que estuvo sobre una columna de la Plaza Vieja y su perfil era muy semejante al de la admiradora barcelonesa. Pero no era esa la única razón: en 1972, por las mismas fechas en que Clara descubría su poesía, había escrito “La voz de Ofelia”, un poema en el que una joven barcelonesa, que frecuentaba el Orfeón catalán, visitaba al poeta y le traía como regalo “pechinas, veneras y conchas”. El poema profético se había hecho realidad.
            La Praga de Marina Svietáieva, la Praga de Clara Janés, la mía recién descubierta y en la que me parece haber estado desde siempre. Hago recuento de lo que me llevo conmigo. La casita de la isla de Kampa en que vivió veinte años encerrado Vladimir Holan, con su ventana al canal del Diablo, casi tapada por un árbol y en la que brillaba la luz toda la noche; el otro piso, muy cerca, en U Luzickeho Seminare, a donde le obligaron a trasladarse las molestias de un vecino. El Puente de Carlos, recorrido al amanecer, sin más compañía que la aparatosidad barroca de sus esculturas. La plaza de la Ciudad Vieja, donde arde todavía el espíritu de Jan Hus. Las escaleras que llevan al Castillo. La callejuela del Nuevo Mundo, con las redomas de los alquimistas todavía humeantes. Y el cementerio de Olsany, todo sosiego y verdor, donde busqué en vano la tumba de la familia Holan. Lo que sí encontré, al otro lado de la calle, fueron las ordenadas sepulturas de los héroes soviéticos a los que Holan dedicó un libro: Soldados del ejército rojo (1947). El desengaño vendría pronto junto al remordimiento: él mismo había contribuido a crear al Saturno estalinista que devoraba a sus propios hijos.
            Marina Tsvietáieva no podía ignorar lo que la esperaba al volver a Rusia en junio de 1939, en un barco cargado de exiliados españoles. La arrastraban su marido, que de luchar en el Ejército Blanco había pasado a convertirse en agente del KGB, su hija Ariadna, que se había convertido en ferviente comunista (lo pagaría pasando años en el Gulag), su querido hijo Mur, un caprichoso adolescente que se entretenía atormentándola.
            Volvió a su país en el peor momento. No podía publicar, un amigo de los viejos tiempos, Pasternak, le consiguió alguna traducción. Lo último que escribió fue una solicitud de trabajo como lavaplatos en una residencia de escritores que estaba a punto de abrirse. La tarde del 31 de agosto de 1941 encontraron a Marina colgada de un gancho a la entrada de la choza en que vivía. La enterraron en una fosa común.
            Pero en los días de Praga, cuando el amor y la literatura son todo su ejercicio, esas negruras quedan lejos. Cansado de callejear, me siento en una terraza de la plaza Venceslao (en lo alto la estatua del santo a caballo y tras ella la cúpula, ahora envuelta en andamios, del Museo Nacional). Junto a mí, unos paneles recuerdan los hechos de agosto de 1968, el enfrentamiento con los tanques rusos, el fin de la primavera: historia antigua ya, afortunadamente. Y de pronto una música alegre me saca de mis pensamientos. Plaza abajo avanza una festiva y colorista manifestación. Se celebra el día del orgullo gay. Pienso que a Marina Tsvietáieva, que amó a hombres y mujeres, que amó el amor sobre todas las cosas, le habría gustado estar aquí. Y está. En una de las pancartas, en inglés, un verso suyo: “Bebe mi sed. Es todo lo que tengo”. 



4 comentarios:

  1. Creo que en tu visita a Praga has cometido un error imperdonable: no dejarte guiar por el mejor guía de Praga que haya existido: Jaroslav Seifert. La imagen de la cabeza de la Virgen María rodando por el suelo está en su poema de casi el mismo título, "La cabeza de la Virgen María". Además, Seifert habla en sus memorias de esa cabeza y su intrahistoria. Creo que ir a Praga y no llevar como una biblia "Toda la belleza del mundo" es como conducir sin carnet. Las cosas que mi medio hermana ya casi checa y yo te hubiéramos enseñado...

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  2. Qué impulsivo eres, Piquero. Yo elegí lo que quería contar de todo lo que había visto (seleccioné en un caso, no en el otro). Son dos cosas distintas. Disculpa que tenga que explicárselo a un escritor (quizás demasiado primario en algunas cosas). Sobre Praga y los escritores se pueden escribir varios volúmenes. Yo descarté a Kafka, descarté a Seifert, descarté a los más manidos. No quiere decir que no los leyera y no siguiera sus pasos. Mi artículo forma parte de una serie, "Ciudades de autor". En el caso de Lisboa hablé de Gómez de la Serna y de Colombine. Un Piquero --en el mal sentido de la palabra-- que me leyera, habría dicho: "Cometiste un error imperdonable, no te dejaste guiar por Pessoa". Si es error (no lo creo, sino opción de escritor, no de guía turístico), fue muy deliberado.

    JLGM

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    1. Era mi comentario a título de hipérbole entusiasta. Estaban las ondas con interferencias.

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  3. Pináculos del Tyn enardecidos,
    anchura caudalosa del Moldava,
    peregrinajes por angostas calles
    en donde fue dichoso mi dios Mozart.
    Existencias tortuosas y feraces
    de Kafka y de Marina. Veinte años
    hace que perseguí vuestros espectros
    en la ciudad dorada y melancólica.

    Climaco Acosta

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