Cuando Marina Tsvietáieva llegó a Praga, ya había conocido
el infierno. En febrero de 1920 les escribe a unos amigos para contarles que su
hija menor, Irina, de solo dos años, había
muerto de hambre en el albergue en que se alojaba. “De ser posible, no le
cuenten de momento nada a nadie –concluye la carta–, como un lobo en su
madriguera oculto mi dolor. Me hace daño la gente”.
Praga fue
uno de los pocos lugares, tras la catástrofe del 17, en que volvería a sentirse
feliz. En 1939, después de la ocupación por los nazis, escribió a una amiga:
“Para mí es ahora Bohemia, entre todos los países, el único humano. Todos los
demás son lobos y zorros, y el oso (Rusia) está desgraciadamente lejos… Amo a
Bohemia infinitamente, pero no quiero llorarla (a los sanos no se les llora),
la quiero cantar”.
A
Checoslovaquia le dedicó su último ciclo de poemas, antes de regresar a la URSS y de ser devorada por el oso estalinista.
En agosto de 1922, se dirigió a Praga para encontrarse con su marido Serguéi
Efrón, más joven que ella y a la vez ancla y lastre en su vida. Se habían
casado casi adolescentes, en contra de la opinión de todos. Llevaban ocho años
separados, Serguéi luchando con el ejército antibolchevique, Marina en el calvario
revolucionario de Moscú. Le creía muerto cuando se enteró de que estaba en
Praga, becado por el gobierno, estudiando arte bizantino en la universidad.
Los
exiliados rusos –en su mayoría no eran nostálgicos del zarismo, sino representantes
de la oposición democrática– se habían esparcido por Europa, especialmente París
y Berlín, pero en ninguna parte fueron tratados como en la recién nacida
Checoslovaquia de Masaryk.
Marina
siempre quiso a su marido, que acabaría empujándola por el precipicio, pero
siempre estuvo enamorada de otro, o de otra. Amores muchas veces epistolares,
sin contacto físico, como los que mantuvo con Rilke y Pasternak en el verano de
1926, o antes con Alexandr Bajraj, a quien comenzó a escribir para agradecer
una reseña y pronto lo hizo en un tono tan apasionado que asustó al joven:
“Quiero de usted el milagro. El milagro de la fe, el milagro de la comprensión,
el milagro de la renuncia”. No tardó en darse cuenta de que se había enamorado de
un ser que solo existía en su imaginación. Y se justifica: “No estoy hecha para
la vida. ¡En mí todo es incendio! Puedo tener diez relaciones a la vez y a cada
uno asegurarle, desde la más profunda profundidad, que es el único. Pero no
tolero que me vuelvan la espalda ni mínimamente. Yo soy una persona desollada
en vida, mientras que el resto lleva armadura”.
Desollada
en vida Marina Tsvietáieva, pero en Praga fue feliz, más feliz que en ninguna
otra parte, aunque esa felicidad tuviera el final acostumbrado. Aquí escribió dos
de sus textos mayores, “Poema de la montaña” y “Poema del fin”. Los dos estaban
inspirados por la misma persona, Konstantin Boleslávovich Rodzévich, un joven
de 28 años que había sido compañero de su esposo en el Ejército Blanco y ahora
lo era en la universidad.
Se lo contó
de inmediato, no a su marido, sino a Bajraj, su corresponsal y amante
imaginario: “Estoy enamorada de otro, no hay forma más simple, cruel y honrada
de decirlo. ¿Cómo ocurrió? Oh, amigo mío, ¿cómo ocurren estas cosas? Me volví
hacia alguien, él me miró, escuché unas palabras, las más simples del mundo,
que ahora he escuchado acaso por primera vez”.
Marina
vivía entonces en una casita, que aún subsiste milagrosamente, en la colina de
Smichov, muy cerca de la villa Bertramka donde Mozart escribió su Don Giovanni. Como “un Casanova de
segunda” describió Serguéi Efrón a su compañero Konstantin cuando se enteró de
aquella relación adúltera, que al principio los amantes trataron de mantener en
secreto. Él estaba internado entonces en un sanatorio antituberculoso. No
faltaron amigos oficiosos que le comunicaron la nueva pasión de Marina, menos
mental que otras. Le comunicó su intención de separarse, pero no fue capaz de
hacerlo: “Durante dos semanas estuvo fuera de sí. Iba y venía constantemente de
uno a otro, no lograba dormir, adelgazó. Nunca la había visto en tal estado de
desesperación. Finalmente me dijo que no podía separarse de mí porque la
conciencia de mi soledad no la habría dejado un momento no solo de felicidad,
de tranquilidad siquiera. Yo habría podido ser fuerte si Marina hubiera encontrado
a un hombre en quien pudiera confiar. Pero estaba seguro de que el otro (un
Casanova de segunda) la abandonaría después de una semana, lo que significaría
su muerte”.
La ruptura
con Konstantin Boleslávovich la cuenta Marina en “El poema del fin”, que yo
leo, releo, en una de las cafeterías del centro comercial Novi Smichov, muy
cerca del edificio del Ángel Dorado, de Jean Nouvel, con versos de Rilke en el
cristal de su curva fachada. El poema nos cuenta el ir y venir de los amantes
durante la última cita. Bajan a la ciudad, pasean junto al río. “Eres la
primera mujer que se ha anticipado a dejarme”, le dice aquel Casanova que luego
sería un héroe en la guerra civil española y en la lucha en Francia contra los
nazis.
Cierro el
libro, trato de seguir el itinerario de los amantes. “Amor que no devasta no es
amor”, me digo. Y mientras desciendo lentamente hasta el centro de la ciudad
voy pensando en viejas devastaciones, en olvidos que no cicatrizan nunca. Paso junto
al puente de la Legión (enfrente. la mole ocre y oro del Teatro Nacional),
llego hasta la isla de Kampa y allí me sale al encuentro la sombra de otra poeta,
Clara Janés, que vivó en Praga su más extraño y decisivo amor.
Hacía
tiempo que no escribía cuando, durante una temporada en el hospital, alguien le
regaló un libro de Vladimir Holan, Una
noche con Hamlet y otros poemas. Fue una revelación. Comenzó a escribir de
nuevo y esos versos se los envió a Holan con una carta en la que le expresaba
toda su gratitud y admiración. El poeta, que vivía encerrado en casa, que no
veía a nadie, que no escribía a nadie, le envió un libro suyo dedicado “con
amor”. Lo recibió un 7 de junio, en Barcelona; el día 13, ya estaba en Praga. Lleva
al poeta rosas rojas, vino y los poemas que ha escrito pensando en él. Holan,
como no podía se de otra manera, se asustó al verla: “Deja la botella a un
lado, coge el ramo que le ofrezco, lo pone en un jarro y se oculta tras él”, me
contó la propia poeta. Comienza luego a hablar en checo con quienes han
acompañado a la visitante, el traductor Forbelsky y el editor Justl,
ignorándola. Ella no se amilana: aparta el jarrón y se queda mirándolo
fijamente.
Al final,
durante la despedida, cuando los amigos piensan que ha sido un error presentarle
a aquella enloquecida admiradora, ocurre lo inesperado. Holan pide que le
traigan ejemplares de sus libros, se los entrega a Clara, le coge las manos, se
las besa, primero una, luego otra, le pide que vuelva.
Volverá
varias veces, ya habiendo aprendido checo, una vez vestida de blanco, como una
novia, otra de azul, llevándole como regalo “pechinas, veneras y conchas” del
Mediterráneo. Y fue en esa ocasión cuando supo la causa de la conmoción del
poeta en su primera visita. Holan tenía en su casa una copia de la cabeza de la
Virgen Blanca, que estuvo sobre una columna de la Plaza Vieja y su perfil era
muy semejante al de la admiradora barcelonesa. Pero no era esa la única razón:
en 1972, por las mismas fechas en que Clara descubría su poesía, había escrito
“La voz de Ofelia”, un poema en el que una joven barcelonesa, que frecuentaba
el Orfeón catalán, visitaba al poeta y le traía como regalo “pechinas, veneras
y conchas”. El poema profético se había hecho realidad.
La Praga de
Marina Svietáieva, la Praga de Clara Janés, la mía recién descubierta y en la
que me parece haber estado desde siempre. Hago recuento de lo que me llevo
conmigo. La casita de la isla de Kampa en que vivió veinte años encerrado
Vladimir Holan, con su ventana al canal del Diablo, casi tapada por un árbol y
en la que brillaba la luz toda la noche; el otro piso, muy cerca, en U
Luzickeho Seminare, a donde le obligaron a trasladarse las molestias de un
vecino. El Puente de Carlos, recorrido al amanecer, sin más compañía que la
aparatosidad barroca de sus esculturas. La plaza de la Ciudad Vieja, donde arde
todavía el espíritu de Jan Hus. Las escaleras que llevan al Castillo. La
callejuela del Nuevo Mundo, con las redomas de los alquimistas todavía
humeantes. Y el cementerio de Olsany, todo sosiego y verdor, donde busqué en
vano la tumba de la familia Holan. Lo que sí encontré, al otro lado de la
calle, fueron las ordenadas sepulturas de los héroes soviéticos a los que Holan
dedicó un libro: Soldados del ejército
rojo (1947). El desengaño vendría pronto junto al remordimiento: él mismo
había contribuido a crear al Saturno estalinista que devoraba a sus propios
hijos.
Marina Tsvietáieva
no podía ignorar lo que la esperaba al volver a Rusia en junio de 1939, en un
barco cargado de exiliados españoles. La arrastraban su marido, que de luchar
en el Ejército Blanco había pasado a convertirse en agente del KGB, su hija
Ariadna, que se había convertido en ferviente comunista (lo pagaría pasando años
en el Gulag), su querido hijo Mur, un caprichoso adolescente que se entretenía
atormentándola.
Volvió a su
país en el peor momento. No podía publicar, un amigo de los viejos tiempos, Pasternak,
le consiguió alguna traducción. Lo último que escribió fue una solicitud de
trabajo como lavaplatos en una residencia de escritores que estaba a punto de
abrirse. La tarde del 31 de agosto de 1941 encontraron a Marina colgada de un
gancho a la entrada de la choza en que vivía. La enterraron en una fosa común.
Pero en los
días de Praga, cuando el amor y la literatura son todo su ejercicio, esas
negruras quedan lejos. Cansado de callejear, me siento en una terraza de la
plaza Venceslao (en lo alto la estatua del santo a caballo y tras ella la
cúpula, ahora envuelta en andamios, del Museo Nacional). Junto a mí, unos
paneles recuerdan los hechos de agosto de 1968, el enfrentamiento con los
tanques rusos, el fin de la primavera: historia antigua ya, afortunadamente. Y
de pronto una música alegre me saca de mis pensamientos. Plaza abajo avanza una
festiva y colorista manifestación. Se celebra el día del orgullo gay. Pienso
que a Marina Tsvietáieva, que amó a hombres y mujeres, que amó el amor sobre
todas las cosas, le habría gustado estar aquí. Y está. En una de las pancartas,
en inglés, un verso suyo: “Bebe mi sed. Es todo lo que tengo”.
Creo que en tu visita a Praga has cometido un error imperdonable: no dejarte guiar por el mejor guía de Praga que haya existido: Jaroslav Seifert. La imagen de la cabeza de la Virgen María rodando por el suelo está en su poema de casi el mismo título, "La cabeza de la Virgen María". Además, Seifert habla en sus memorias de esa cabeza y su intrahistoria. Creo que ir a Praga y no llevar como una biblia "Toda la belleza del mundo" es como conducir sin carnet. Las cosas que mi medio hermana ya casi checa y yo te hubiéramos enseñado...
ResponderEliminarQué impulsivo eres, Piquero. Yo elegí lo que quería contar de todo lo que había visto (seleccioné en un caso, no en el otro). Son dos cosas distintas. Disculpa que tenga que explicárselo a un escritor (quizás demasiado primario en algunas cosas). Sobre Praga y los escritores se pueden escribir varios volúmenes. Yo descarté a Kafka, descarté a Seifert, descarté a los más manidos. No quiere decir que no los leyera y no siguiera sus pasos. Mi artículo forma parte de una serie, "Ciudades de autor". En el caso de Lisboa hablé de Gómez de la Serna y de Colombine. Un Piquero --en el mal sentido de la palabra-- que me leyera, habría dicho: "Cometiste un error imperdonable, no te dejaste guiar por Pessoa". Si es error (no lo creo, sino opción de escritor, no de guía turístico), fue muy deliberado.
ResponderEliminarJLGM
Era mi comentario a título de hipérbole entusiasta. Estaban las ondas con interferencias.
EliminarPináculos del Tyn enardecidos,
ResponderEliminaranchura caudalosa del Moldava,
peregrinajes por angostas calles
en donde fue dichoso mi dios Mozart.
Existencias tortuosas y feraces
de Kafka y de Marina. Veinte años
hace que perseguí vuestros espectros
en la ciudad dorada y melancólica.
Climaco Acosta